Roger Gjendem se detuvo y observó el agua que burbujeaba en el acuario del Underwater. Una imagen pasó titilando. Un niño de siete años se le acercaba nadando a brazadas rápidas y entrecortadas y el pánico claramente estampado en el semblante, como si él, Roger, el hermano mayor, fuese la única persona del mundo entero capaz de salvarlo. Roger gritó entre risas, pero Thomas no había comprendido que hacía ya rato que hacía pie y que sólo tenía que estirar las piernas. Roger había pensado en alguna ocasión que había enseñado a su hermano menor a nadar en agua, pero que, en realidad, se había hundido en tierra.
Se quedó unos segundos de pie al otro lado de la puerta del Underwater para que sus ojos se habituasen a la penumbra. Aparte del camarero, sólo vio a una persona en el local, una mujer pelirroja que estaba sentada medio de espaldas a él, con un vaso de cerveza y un cigarrillo entre los dedos. Roger bajó las escaleras hasta la planta baja y entró. Las tablas del suelo crujieron bajo sus pies y la pelirroja levantó la vista. Las sombras ocultaban su cara, pero había algo en su postura que lo inclinó a pensar que sería guapa. O que lo había sido. Se fijó en que había una bolsa junto a la mesa. Quizás ella también estuviese esperando a alguien.
Pidió una cerveza y miró el reloj.
Había dado unas vueltas por el vecindario para no llegar antes de las cinco, que era la hora acordada. No quería dar la impresión de tener demasiado interés, podía levantar sospechas. Ahora bien, ¿quién desconfiaría de un periodista por estar interesado en una información que significaba un giro copernicano en el asunto más importante de los meses estivales? Si es que aquella información era cierta…
Roger había intentado localizarlos mientras paseaba por las calles. Fue mirando si había algún coche aparcado donde no debía, alguien leyendo el periódico en una esquina, un indigente durmiendo en un banco. Pero no vio nada. Por supuesto, serían profesionales. Eso era lo que más miedo le daba. Saber que podían llevarlo a cabo sin ser descubiertos. En una ocasión, oyó a un colega borracho murmurar que, en los últimos años, habían ocurrido en la comisaría general cosas tan extrañas que, de haber aparecido en la prensa, el público no se las habría creído, pero Roger habría compartido la opinión del público.
Miró el reloj de nuevo. Las cinco y siete minutos.
¿Se precipitarían al interior del local en cuanto llegase Harry Hole? No le habían facilitado los pormenores, sólo le dijeron que debía presentarse a la hora convenida y comportarse como si estuviese trabajando. Roger dio un trago con la esperanza de que el alcohol le calmara los nervios.
Las cinco y diez. El camarero leía la revista Fjords sentado en una esquina de la barra.
—Perdón —dijo Roger.
El camarero apenas levantó la vista.
—¿Por casualidad no habrá venido por aquí un tío alto y rubio con…?
—Sorry —lo interrumpió el camarero lamiéndose el pulgar para pasar la hoja—. Mi turno empezó justo antes de que llegaras tú. Pregúntale a esa mujer, la que está ahí sentada.
Roger dudó, dio otro trago de cerveza hasta dejar el nivel justo por debajo del logo de Rignes y se levantó.
—Perdón…
La mujer levantó la vista y lo miró con una suerte de media sonrisa.
—¿Sí?
Entonces lo vio. No eran sombras lo que oscurecía su cara. Eran cardenales. En la frente. En los pómulos. Y en el cuello.
—Me iba a ver aquí con un tío, pero me temo que se ha marchado antes de que yo llegara. Más de uno noventa de estatura, pelo rubio muy corto.
—¿Ah, sí? ¿Joven?
—Bueno. Ronda los treinta y cinco, creo. Tiene un aspecto algo… deteriorado.
—¿Nariz roja y ojos azules con expresión jovial y envejecida al mismo tiempo?
La mujer seguía sonriendo, pero con una sonrisa introvertida, y Roger comprendió que no sonreía para él.
—Sí, podría ser él —respondió Roger algo inseguro—. ¿Ha estado…?
—No, yo también lo estoy esperando.
Roger la miró. ¿Sería una de ellos? ¿Una treintañera maltratada y borrachina? No le parecía muy probable.
—¿Tú crees que vendrá? —preguntó Roger.
—No —respondió la mujer alzando el vaso—. Los que quieres que vengan, no vienen nunca. Los que vienen son los otros.
Roger volvió a la barra. Le habían retirado el vaso y pidió otra cerveza.
El camarero puso música. La melodía de Gluecifer hizo lo que pudo por arrojar luz a aquella oscuridad.
—I got a war, baby, I got a war with you!
No acudiría. Harry Hole no iba a presentarse en el Underwater. ¿Qué consecuencias tendría aquello? Joder, no era culpa suya.
A las cinco y media se abrió la puerta.
Roger levantó la vista esperanzado.
Vio en el umbral a un hombre con una cazadora de cuero.
Roger hizo un gesto de negación con la cabeza.
El hombre echó una ojeada al local. Se pasó la mano por el cuello en posición horizontal. Y salió por la puerta.
El primer impulso de Roger fue seguirlo. Preguntarle qué significaba esa mano. ¿Que anulaban la operación? O que Thomas… En ese momento, su móvil empezó a sonar. Lo cogió.
—No show? —dijo una voz.
No era el hombre de la cazadora y, definitivamente, tampoco era Harry. Sin embargo, había un tono vagamente familiar en aquella voz.
—¿Qué hago ahora? —preguntó Roger bajito.
—Te quedas ahí hasta las ocho —ordenó la voz—. Si se presenta por ahí, llamas al número que te dieron. Nosotros tenemos que continuar.
—Thomas…
—A tu hermano no le ocurrirá nada mientras tú hagas lo que se te ordena. Y nada de esto saldrá a la luz.
—Por supuesto que no. Yo…
—Que tengas una buena noche, Gjendem.
Roger guardó el teléfono en el bolsillo y se abalanzó sobre la cerveza.
Al salir, respiraba con dificultad. Eran las ocho. Dos horas y media.
—¿Qué te dije?
Roger se dio la vuelta. Allí estaba la mujer, justo a su espalda, llamando con el dedo índice al camarero, que se levantó desganado.
—¿Qué querías decir con eso de los otros? —dijo.
—¿Cómo que «los otros»?
—Antes has dicho que no son los que quieres, sino los otros, los que vienen.
—¡Ah! Los otros son aquéllos con los que te has de conformar, querido.
—¿Ajá?
—Como tú y como yo.
Roger se giró del todo. Había algo en la forma en que lo dijo. Sin dramatismo, sin seriedad, aunque con un timbre de leve resignación en la voz. Percibió en todo ello algo que reconocía, una especie de parentesco. Y ahora que la miraba a la cara advirtió también otros detalles. Los ojos. Los labios rojos. Seguro que había sido guapa.
—¿Te ha pegado tu pareja? —preguntó.
Ella levantó la cabeza apuntándole con la barbilla, miró al camarero, que ya se acercaba con su cerveza.
—Sinceramente, no creo que sea de tu incumbencia, joven.
Roger cerró los ojos un momento. Aquél había sido un día muy raro desde el principio. Uno de los más raros de su vida. No existía motivo alguno para que dejase de serlo ahora.
—Podría llegar a ser de mi incumbencia —sugirió Roger.
Ella se dio la vuelta y clavó en él una mirada penetrante.
Él señaló con la cabeza hacia su mesa.
—A juzgar por el tamaño de la bolsa que llevas, lo que ahora tienes es un ex. Si necesitas un sitio esta noche para un aterrizaje de emergencia, tengo un apartamento muy grande con un dormitorio extra.
—¿De verdad?
Respondió con un tono hostil, pero Roger observó que la expresión de su cara se había tornado inquisitiva, curiosa.
—Sí. De repente, este invierno, el apartamento se volvió enorme —confesó Roger—. Por cierto, pago con mucho gusto esa cerveza si me haces compañía. Pienso quedarme un rato.
—Bueno. Supongo que podemos quedarnos un rato a esperar juntos.
—¿A alguien que no vendrá?
Rió con una risa triste, pero risa al fin.
Sven contemplaba desde la silla el campo que se extendía al otro lado de la ventana.
—Quizá deberías haber ido —opinó—. Puede que el periodista no tuviese la intención de…
—No lo creo —dijo Harry.
Estaba tumbado en el sofá, escrutando las volutas de humo que se elevaban en espiral hacia el techo gris.
—Creo que, sin ser muy consciente de ello, me dio un aviso.
—El hecho de que tú aludieras a Waaler como «un destacado oficial de policía» y el periodista se refiriese a él como «comisario» no significa necesariamente que él ya supiera quién era Waaler. Quizá lo adivinó por casualidad.
—En ese caso, metió la pata. A no ser que le tuviesen intervenido el teléfono y que él intentase avisarme.
—Estás paranoico, Harry.
—Puede, pero eso no significa necesariamente que…
—… que no vayan a por ti. Ya lo has dicho. ¿No hay otros periodistas a los que llamar?
—Ninguno en quien confíe. Además, creo que no debemos hacer muchas más llamadas con este móvil. En realidad, creo que voy a apagarlo. Pueden utilizar las señales para localizarnos.
—¿Cómo? Es imposible que Waaler sepa qué teléfono estás utilizando.
Harry apagó el Ericsson, cuya luz verde se extinguió, y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—Sivertsen, es obvio que aún no has comprendido de lo que es capaz Tom Waaler. Mi amigo el taxista y yo habíamos acordado que, si todo iba bien, me llamaría desde una cabina entre las cinco y las seis. Son las seis y diez. ¿Has oído que sonara el teléfono?
—No.
—Es decir, cabe la posibilidad de que lo sepan todo sobre este teléfono. Se están acercando.
Sven suspiró.
—¿Te han dicho alguna vez que tienes una marcada tendencia a repetirte, Harry? Además, veo que no te estás esforzando demasiado para sacarnos de este embrollo.
Harry respondió formando un denso anillo de humo que se elevó hacia el techo.
—Casi tengo la sensación de que deseas que nos encuentre. Y de que todo lo demás es puro teatro. Quieres que parezca que estamos intentando escondernos por todos los medios, sólo para asegurarte de que se deja engañar y nos sigue.
—Interesante teoría —murmuró Harry.
—El experto de Norske Møller confirmó tu sospecha —aseguró Beate en el auricular al tiempo que le indicaba a Bjørn Holm que saliera del despacho.
Comprendió, por los chasquidos, que Harry la llamaba desde una cabina.
—Gracias por la ayuda —respondió Harry—. Era justo lo que necesitaba.
—¿Seguro?
—Eso espero.
—Acabo de llamar a Olaug Sivertsen, Harry. Está fuera de sí de preocupación.
—Ya.
—No sólo por su hijo. También teme por su inquilina, que se fue a pasar el fin de semana a una cabaña y no ha vuelto. No sé qué decirle.
—Lo menos posible. Pronto habrá terminado todo.
—¿Puedes prometerlo?
La risa de Harry resonó como una metralleta con tos seca de fondo.
—Sí, eso sí que puedo prometerlo.
En ese momento, se oyó el chisporroteo del teléfono interno.
—Tienes visita —anunció una voz nasal de recepción. Sería una guardia de Securitas, pues ya eran más de las cuatro, pero Beate se había dado cuenta de que hasta el personal de Securitas empezaba a hablar por la nariz después de cierto tiempo en la recepción.
Beate pulsó el botón de la centralita algo pasada de moda que tenía delante.
—Dile a quien sea que espere un momento, estoy ocupada.
—Sí, pero…
Beate cortó la comunicación.
—No paran de dar la lata —se lamentó.
Junto con la respiración entrecortada de Harry en el auricular, oyó el ruido de un coche que frenaba hasta que se apagó el motor. Al mismo tiempo, percibió un cambio en el modo en que la luz iluminaba el despacho.
—Tengo que irme —dijo Harry—. Empezamos a tener prisa. Quizá te llame más tarde. Si las cosas salen como yo espero. ¿De acuerdo, Beate?
Beate colgó. Se había quedado mirando el umbral.
—Vaya —dijo Tom Waaler—. ¿No te despides de nuestro buen amigo?
—¿No te han dicho en recepción que esperes?
—Sí, claro.
Tom Waaler cerró la puerta, tiró de un cordoncillo y las persianas blancas se desplomaron de golpe ante la ventana que daba al resto de las oficinas. Luego rodeó la mesa y se colocó junto a la silla, de cara al escritorio.
—¿Qué es eso? —preguntó señalando los dos portaobjetos.
Beate respiraba nerviosamente por la nariz.
—Según el laboratorio, una semilla.
Waaler le puso la mano en la nuca suavemente. Beate se sobrecogió.
—¿Estabas hablando con Harry?
Le rozó la piel con un dedo.
—Déjalo —respondió ella haciendo un esfuerzo por aparentar tranquilidad—. Quita la mano.
—Vaya, ¿no te ha gustado?
Waaler levantó ambas manos sonriendo.
—Pero antes sí que gustaba, ¿verdad, Lønn?
—¿Qué quieres?
—Darte una oportunidad. Creo que te lo debo.
—¿Así que eso piensas? ¿Por qué?
Beate levantó la cabeza y lo miró. Él se humedeció los labios y se inclinó hacia ella.
—Por tu diligencia. Y tu sumisión. Y por ese coño estrecho y frío.
Ella quiso golpearle, pero él le atrapó la muñeca en el aire y, sin soltarla, le torció el brazo hacia la espalda empujándolo hacia arriba. Beate cayó hacia delante jadeando y casi dio con la frente en la mesa. La voz de Waaler le resonó en el oído.
—Te brindo la oportunidad de conservar tu puesto de trabajo, Lønn. Sabemos que Harry te ha llamado desde el teléfono de su amigo el taxista. ¿Dónde está?
Beate respiraba con esfuerzo. Waaler siguió empujando el brazo hacia arriba.
—Ya sé que duele —dijo—. Y sé que el dolor no te persuadirá de que me cuentes nada. Es decir, esto es sólo para mi satisfacción personal. Y para la tuya.
Al decir esto, se frotó la bragueta contra el costado de Beate, que sentía la sangre zumbándole en los oídos. Finalmente, se dejó caer hacia delante. Dio con la cabeza en la centralita del teléfono interno y le arrancó un crujido.
—¿Sí? —preguntó una voz nasal.
—Dile a Holm que venga en seguida —resopló Beate con la mejilla pegada al cartapacio.
—De acuerdo.
Waaler le soltó el brazo despacio. Beate se enderezó.
—Eres un cabrón —le dijo—. No sé dónde está Harry. Jamás se le ocurriría ponerme en una situación tan difícil.
Tom Waaler se la quedó mirando un buen rato. Escrutándola. Y, mientras lo hacía, Beate se percató de algo extraño: ya no le tenía miedo. La razón le decía que era más peligroso que nunca, pero vio en su mirada un destello nuevo. Waaler acababa de perder el control de sí mismo. Sólo unos segundos, pero era la primera vez que lo veía perder la compostura.
—Volveré a por ti —susurró—. Es una promesa. Y ya sabes que cumplo mis promesas.
—¿Qué pasa…? —comenzó a preguntar Bjørn Holm apartándose rápidamente a un lado mientras Tom Waaler salía raudo por la puerta.