37
Lunes. Confesión

Los dos hombres que se miraban en la sala de la Congregación de la Santa Princesa Apostólica Olga eran de la misma estatura. El aire húmedo y caliente tenía un olor dulce y agrio, a incienso y tabaco. El sol llevaba cinco semanas brillando sobre Oslo a diario y el sudor corría abundante bajo la sotana de lana de Nikolái Loeb, mientras éste leía la plegaria que iniciaba la confesión.

—«Ve que ya has llegado al lugar de la curación, aquí está Cristo invisible dispuesto a recibir tu confesión.»

Había intentado conseguir una sotana más fina y moderna en la calle Welhaven, pero le dijeron que no tenían modelos para sacerdotes ortodoxos. Terminada la plegaria, dejó el libro junto a la cruz, sobre la mesa a la que estaban sentados. El hombre que tenía enfrente no tardaría en carraspear. Todos carraspeaban antes de la confesión, como si los pecados viniesen encapsulados en saliva y mucosidad. Nikolái creía haber visto a aquel hombre con anterioridad, pero no recordaba dónde. Y su nombre no le decía nada. El hombre se mostró un tanto sorprendido cuando comprendió que la confesión se celebraría cara a cara y que, además, tendría que dar su nombre. Y Nikolái sospechaba que el hombre no le había dado su verdadero nombre. Tal vez viniese de otra congregación. A veces acudían a él con sus secretos porque la suya era una iglesia pequeña y anónima donde no conocían a nadie. Nikolái había absuelto en varias ocasiones a miembros de la Iglesia Estatal noruega. Si lo pedían, él les daba la absolución, la misericordia del Señor es grande.

El hombre carraspeó. Nikolái cerró los ojos y se prometió a sí mismo que, tan pronto como llegase a casa, limpiaría su cuerpo con un baño y sus oídos con Tchaikovski.

—Dice la Biblia que el deseo, como el agua, busca el fondo más abyecto, padre. Si existe una abertura, una fisura o una grieta en tu carácter, el deseo la encontrará.

—Todos somos pecadores, hijo mío. ¿Quieres confesar algún pecado?

—Sí. He sido infiel a la mujer que amo. He estado con una mujer de vida disipada. Pese a que no la amo, he sido incapaz de dejar de verla.

Nikolái ahogó un bostezo.

—Continúa.

—Yo… Esa mujer llegó a ser una obsesión.

—Llegó a ser, dices. ¿Significa que has dejado de buscar su compañía?

—Fallecieron.

Nikolái se sentía intrigado no sólo por lo que decía, sino también por el tono de voz.

—¿Quiénes?

—Ella estaba embarazada. Creo.

—Siento mucho tu pérdida, hijo mío. ¿Sabe tu mujer algo al respecto?

—Nadie sabe nada.

—¿Cómo murió?

—De un tiro en la cabeza, padre.

De repente, el sudor parecía haberse congelado en la piel de Nikolái Loeb. El sacerdote tragó saliva.

—¿Quieres confesar algún otro pecado, hijo mío?

—Sí. Hay una persona. Un policía. He visto que la mujer que amo va a verle a él. Tengo pensamientos… Pienso que querría…

—¿Sí?

—Pecar. Eso es todo, padre. ¿Puedes rezar el rezo de la absolución?

La habitación se quedó en silencio.

—Yo… —balbució Nikolái.

—Tengo que irme, padre. Por favor.

Nikolái volvió a cerrar los ojos. Luego empezó a salmodiar la oración. Y no abrió los ojos hasta que llegó a «Yo te absuelvo de todos tus pecados en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

Concluida la plegaria, hizo la señal de la cruz sobre la cabeza del pecador.

—Gracias —susurró el hombre. Luego se dio la vuelta y salió raudo de la minúscula sala.

Nikolái permaneció inmóvil, con el eco de sus palabras aún resonando entre las paredes. Creía recordar dónde lo había visto antes. En la casa parroquial de Gamle Aker. Llevó una estrella de Belén nueva, para sustituir la que se había roto.

Su condición de sacerdote imponía a Nikolái el secreto de confesión, que no tenía intención alguna de violar pese a lo que había oído. Sin embargo, había algo en la voz de aquel hombre, la forma en que había dicho que iba a… ¿Iba a hacer qué?

Nikolái se asomó a la ventana. ¿Dónde se habían metido las nubes? Era tal el bochorno que tendría que ocurrir algo muy pronto. Lluvia. Pero antes, truenos y relámpagos.

Cerró la puerta, se arrodilló ante el pequeño altar y rezó. Rezó con un fervor que llevaba años sin sentir. Pidió consejo y fuerza. Y pidió perdón.

Bjørn Holm se presentó en la puerta del despacho de Beate a las dos de la tarde para anunciarle que tenían algo que debía ver.

Beate se levantó y lo siguió hasta el laboratorio fotográfico, donde Holm señaló una foto que aún se estaba secando.

—Es del lunes pasado —explicó Bjørn—. Tomada sobre las cinco y media, es decir, aproximadamente media hora después de que disparasen a Barbara Svendsen en la plaza de Carl Berner. A esa hora se puede llegar en poco tiempo al Frognerparken.

En la foto había una chica que sonreía frente a la fuente. A su lado podía verse parte de una estatua. Beate sabía cuál era. La de la muchacha saltando en el árbol. Un día de domingo, cuando era pequeña, fue al Frognerparken con sus padres a dar un paseo. Ella se detuvo delante de la estatua y su padre le explicó que la intención del escultor Gustav Vigeland era que la muchacha simbolizara el temor de una joven ante la maternidad y la vida adulta.

Ahora, en cambio, Beate no se quedó mirando a la muchacha, sino la espalda de un hombre que aparecía en la periferia de la foto. Estaba delante de un cubo de basura verde. Y sostenía en la mano una bolsa de plástico de color marrón. Llevaba un maillot amarillo ajustado y pantalones negros de ciclista. Se protegía la cabeza con un casco negro y llevaba gafas de sol y mascarilla.

—El mensajero ciclista —susurró Beate.

—Puede —dijo Bjørn Holm—. Pero, por desgracia, va enmascarado.

—Puede.

La voz de Beate sonó como un eco. Extendió el brazo sin apartar la mirada de la foto.

—La lupa…

Holm la encontró en la mesa, entre las bolsas de productos químicos, y se la dio.

Ella guiñó ligeramente un ojo mientras pasaba el cristal convexo por la instantánea.

Bjørn Holm observaba a su superior. Ni que decir tiene que había oído historias sobre Beate Lønn cuando trabajaba en el grupo de Delitos Violentos. Rumores según los cuales se había pasado días enteros encerrada en House of Pain, la sala de vídeo herméticamente cerrada, estudiando los vídeos de atracos secuencia tras secuencia, y descubriendo detalle tras detalle de la constitución, el lenguaje corporal, los contornos del rostro que se ocultaba bajo la máscara, hasta que, al final, descubría la identidad del atracador porque lo había visto en otra toma, por ejemplo de un atraco a Correos de hacía quince años, antes de que ella fuera adolescente siquiera, una toma que estaba guardada en el disco duro que contenía un millón de caras y todos y cada uno de los atracos cometidos en Noruega desde que existía la vigilancia con cámaras de vídeo. Había quien aseguraba que esa capacidad de Beate se debía a la singular constitución de su gyrus fusiforme, esa parte del cerebro que reconoce rostros, que era más bien un talento natural. De ahí que Bjørn Holm no mirase la foto, sino los ojos de Beate Lønn, que examinaban minuciosamente la instantánea que tenían delante en busca de todos aquellos detalles nimios que él mismo nunca sería capaz de apreciar, porque carecía de la sensibilidad específica para las identidades.

Y observándola se percató de que lo que Beate Lønn examinaba a través de la lupa no era la cara del hombre.

—La rodilla —dijo—. ¿Lo ves?

Bjørn Holm se acercó.

—¿A qué te refieres?

—En la izquierda. Parece una tirita.

—¿Insinúas que hemos de buscar a personas con una tirita en la rodilla?

—Muy gracioso, Holm. Antes de averiguar de quién es la foto, tenemos que comprobar si cabe la posibilidad de que ése sea el asesino de la bicicleta.

—¿Y cómo hacemos eso?

—Vamos a visitar al único hombre que sabemos que ha visto de cerca al mensajero asesino. Haz una copia de la foto mientras yo saco el coche.

Sven Sivertsen miró perplejo a Harry, que acababa de explicarle su teoría. Una teoría imposible.

—De verdad que no tenía ni idea —murmuró Sivertsen—. Nunca vi ni una foto de las víctimas en los periódicos. Citaron los nombres en los interrogatorios, pero no me decían nada.

—De momento sólo es una teoría —observó Harry—. No sabemos si se trata del mensajero asesino. Necesitamos pruebas concretas.

Sivertsen exhibió una mueca.

—Más valdría que intentaras convencerme de que ya tienes suficiente para que me declaren inocente, de que acceda a que nos entreguemos, así tendrás las pruebas contra Waaler.

Harry se encogió de hombros.

—Puedo llamar a mi jefe, Bjarne Møller, y pedirle que venga a sacarnos de aquí con un coche patrulla.

Sivertsen negó, vehemente, con la cabeza.

—Dentro del cuerpo de policía ha de haber implicados que estén por encima de Waaler. No me fío de nadie. Primero tendrás que conseguir las pruebas.

Harry cerraba y abría la mano sin parar.

—Tenemos una alternativa. Una que nos puede proteger a los dos.

—¿Cuál?

—Ir a la prensa y darles lo que tenemos. Tanto sobre el mensajero asesino como sobre Waaler. Cuando salga en los medios, será demasiado tarde para que puedan actuar.

Sivertsen lo miró dudoso.

—Se nos agota el tiempo —advirtió Harry—. Se está acercando. ¿No lo notas?

Sivertsen se frotó la muñeca.

—De acuerdo —convino al fin—. Hazlo.

Harry metió la mano en el bolsillo trasero y sacó una tarjeta de visita doblada. Tal vez porque imaginaba las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer. O porque no podía ni imaginarlas. Marcó el número del trabajo. Contestaron con una rapidez sorprendente.

—Aquí Roger Gjendem.

Harry oyó de fondo el rumor de voces, el teclear de ordenadores y el timbre de los teléfonos.

—Soy Harry Hole. Quiero que prestes atención, Gjendem. Tengo información relativa a los asesinatos del mensajero ciclista. Y a un asunto de tráfico de armas que involucra a un colega mío de la policía. ¿Comprendes?

—Creo que sí.

—Bien. Te doy la exclusiva si lo publicas en el Aftenposten online lo antes posible.

—Por supuesto. ¿Desde dónde llamas, Hole?

Gjendem sonó menos sorprendido de lo que Harry esperaba.

—Eso no importa. Tengo información que demostrará que Sven Sivertsen no es el mensajero asesino y que un destacado oficial de policía está involucrado en una banda que lleva años dedicándose al tráfico de armas en Noruega.

—Es fantástico. Pero doy por hecho que lo comprenderás: no puedo escribir todo eso basándome exclusivamente en una conversación telefónica.

—¿A qué te refieres?

—Ningún periódico serio publicaría una acusación contra un comisario de policía implicado en el tráfico de armas sin haber verificado que la fuente es fiable. No es que dude de que seas quien dices ser, pero ¿cómo sé que no estás borracho o loco o ambas cosas? Si no lo verifico, pueden demandar al periódico. Será mejor que nos veamos, Hole. Y escribiré lo que me digas y como me lo digas. Te lo prometo.

Se produjo una pausa durante la cual Harry oyó reír a alguien. Una risa despreocupada y alegre.

—Y olvídate de llamar a otros periódicos, te darán la misma respuesta. Confía en mí, Hole.

Harry suspiró.

—De acuerdo —accedió al fin—. En el Underwater, calle Dalsbergstien. A las cinco. Tú solo. Si no, me largo. Y ni una palabra de esto a nadie, ¿entendido?

—Entendido.

—Nos vemos.

Harry pulsó el botón de apagado y se mordió el labio inferior.

—Espero que haya sido una buena idea —dijo Sven.

Bjørn Holm y Beate Lønn dejaron la transitada avenida Bygdøy y, un segundo después, entraron en otra más tranquila, ribeteada de chalés de madera descomunales a un lado y de elegantes bloques de ladrillo al otro. La calle estaba salpicada de coches de marcas alemanas.

—Barrio de ricachones —dijo Bjørn.

Se detuvieron ante un bloque que tenía el mismo color amarillo que las casas de muñecas.

Al segundo timbrazo, se oyó una voz en el portero automático.

—¿Sí?

—¿André Clausen?

—Yo diría que sí.

—Beate Lønn, de la policía. ¿Podemos entrar?

André Clausen los esperaba en la puerta enfundado en un batín corto.

Se rascaba la costra de una herida que tenía en la mejilla mientras hacía un tibio intento de ahogar un bostezo.

—Lo siento —se excusó—. Anoche llegué tarde a casa.

—¿De Suiza, quizá?

—No, he estado en mi cabaña. Adelante, adelante.

El salón de Clausen era demasiado pequeño para su colección de arte y Bjørn Holm constató de una ojeada que su gusto se decantaba más por Liberace que por el minimalismo. Había allí fuentes susurrantes y en una de las esquinas una diosa desnuda se estiraba hacia los frescos sixtinos del techo.

—En primer lugar, quiero que te concentres y pienses en el día que viste al mensajero asesino en la recepción del despacho de abogados —dijo Beate—. Y luego mira esto.

Clausen cogió la foto y la estudió mientras se pasaba la yema del dedo por la herida de la mejilla. Entre tanto, Bjørn Holm echaba un vistazo al salón.

Oyó los pasos de un perro tras una puerta y, enseguida, el sonido de unas garras rascando la madera.

—Podría ser —dijo Clausen.

—¿Podría ser? —Beate estaba sentada en el borde de la silla.

—Es muy posible. La indumentaria es la misma. El casco y las gafas de sol también.

—Bien. Y la tirita en la rodilla, ¿la llevaba ese día?

Clausen soltó una risita.

—Como ya he dicho, no tengo por costumbre estudiar los cuerpos de los hombres con tanto detenimiento. Pero si eso os hace felices, puedo decir que tengo la sensación inmediata de que éste es el hombre que vi. Más detalles… —hizo un gesto de resignación.

—Gracias —dijo Beate poniéndose de pie.

—Ha sido un placer —dijo Clausen imitándola para acompañarlos a la puerta, donde les estrechó la mano.

A Holm le resultó un gesto un tanto extraño, pero lo secundó. En cambio, cuando Clausen fue a dársela a Beate, ella negó con la cabeza y, con una sonrisa, explicó:

—Perdona, pero tienes sangre en los dedos. Y te está sangrando la mejilla.

Clausen se tocó la cara.

—Vaya, es verdad —dijo sonriendo—. Es Truls. Mi perro. Jugamos con más ímpetu de la cuenta en la cabaña este fin de semana.

Miró a Beate con una sonrisa cada vez más amplia.

—Adiós —dijo Beate.

Bjørn Holm ignoraba la razón, pero al salir otra vez al calor estival, sintió un escalofrío.

Klaus Torkildsen había enfocado ambos ventiladores hacia su cara pero, al parecer, lo único que conseguía con ello era que le devolviesen el aire caliente de las máquinas. Golpeó con el dedo el grueso cristal de la pantalla. Bajo el número interno de la calle Kjølberggata. El abonado acababa de colgar. Era la cuarta vez que aquella persona hablaba justo con aquel número de móvil. Siempre conversaciones breves.

Hizo doble clic en el número de teléfono para comprobar el nombre del abonado. Un nombre apareció en la pantalla. Hizo doble clic en el nombre, con la idea de ver la dirección y la profesión. Hecho esto, marcó el número al que debía llamar cuando tuviera cualquier información.

Alguien levantó un auricular.

—Soy Torkildsen, de Telenor. ¿Con quién hablo?

—No te preocupes por eso, Torkildsen. ¿Qué tienes para nosotros?

Torkildsen notaba que los brazos mojados se le pegaban al cuerpo.

—He comprobado algunas cosas —aseguró—. El teléfono móvil de Hole está en constante movimiento y es imposible de localizar. Pero hay otro móvil desde el que han llamado varias veces al número de la calle Kjølberggata.

—De acuerdo. ¿Quién es?

—El abonado es Øystein Eikeland. Está registrado como taxista.

—¿Y qué?

Torkildsen sacó el labio inferior e intentó soplar por debajo de las gafas empañadas.

—Pensé que podía haber una conexión entre un teléfono que se mueve por toda la ciudad constantemente y un taxista.

Hubo un silencio al otro lado del hilo telefónico.

—¿Hola? —dijo Torkildsen.

—Recibido —dijo la voz—. Sigue con el rastreo, Torkildsen.

Justo cuando Bjørn Holm entraba en la recepción de la calle Kjølberggata, sonó el móvil de Beate.

Ella lo sacó del cinturón, miró la pantalla y se llevó el aparato a la oreja describiendo un arco en el aire con la mano.

—¿Harry? Dile a Sivertsen que se suba la pernera izquierda. Tenemos una foto de un ciclista enmascarado con una tirita en la rodilla. Tomada delante de la fuente del parque, a las cinco y media del pasado lunes. Y el tipo lleva una bolsa de plástico marrón.

Bjørn tuvo que dar varias zancadas para seguir el ritmo al que caminaba por el pasillo aquella mujer tan menuda. Oyó el repiqueteo de una voz por el teléfono.

Beate entró en el despacho.

—¿Ni tirita ni herida? Ya, bueno, sé que eso no prueba nada. Pero para tu información te diré que André Clausen poco menos que acaba identificar al ciclista de la foto como el que vio en el despacho de Halle, Thune y Wetterlid.

Beate se sentó ante su escritorio.

—¿Qué?

Bjørn Holm vio que el asombro dibujaba en su frente un par de ángulos de alférez.

—De acuerdo.

Dejó el teléfono y miró al colega fijamente, como si no supiera si creerse lo que acababa de oír.

—Harry cree que sabe quién es el mensajero asesino —le reveló.

Bjørn no contestó.

—Pregunta si el laboratorio está libre —dijo Beate—. Nos ha dado una nueva tarea.

—¿Qué clase de tarea?

—Una verdadera mierda de tarea.

Øystein Eikeland estaba en el taxi, en la parada al pie de la colina de St. Hanshaugen, con los ojos medio cerrados pero mirando al otro lado de la calle, donde una chica de largas piernas ingería su dosis de cafeína sentada en una silla, en la acera, delante del Java. La música country que se colaba por los altavoces ahogó el zumbido del aire acondicionado.

Faith has been broken, tears must be cried

Decían las malas lenguas que el tema era de Gram Parson y que Keith y los Stones se la habían birlado para Sticky Fingers mientras estuvieron en Francia cuando los sesenta se habían acabado y ellos intentaban doparse para conseguir la genialidad.

Wild, wild horses couldn’t drag me away

Una de las puertas traseras se abrió de repente. Øystein se sobresaltó. Aquel hombre debía de haber llegado por detrás, desde el parque. El retrovisor le mostró una cara bronceada por el sol, unas mandíbulas poderosas y gafas de sol opacas.

—Al lago de Maridalsvannet.

Lo dijo con una voz suave que, no obstante, dejó traslucir un tono imperioso.

—Si no es mucha molestia… —añadió el cliente.

—No, no —murmuró Øystein antes de bajar la música y dar una última calada al cigarrillo, que arrojó por la ventanilla abierta.

—¿A qué parte del lago?

—Tú conduce. Ya te avisaré.

Se deslizaron por la calle Ullevålsveien.

—Han dicho que va a llover —comentó Øystein.

—Ya te avisaré —repitió la voz.

«Adiós propina», pensó Øystein.

Diez minutos más tarde salieron de las zonas residenciales y de repente, se vieron rodeados exclusivamente por campos y fincas, con el lago Maridalsvannet de fondo, un cambio tan brusco de la zona urbana a la rural que un pasajero americano le preguntó una vez si habían entrado en un parque temático.

—Puedes girar a la izquierda allí delante —dijo la voz.

—¿Adentrarme en el bosque? —preguntó Øystein.

—Sí. ¿Te pone nervioso?

A Øystein no se le había ocurrido ponerse nervioso. No hasta ese momento. Volvió a mirar por el retrovisor, pero el hombre se había movido hacia la ventana y sólo se le veía la mitad de la cara.

Øystein redujo, puso el intermitente izquierdo y cruzó la carretera. El camino de gravilla que se extendía ante ellos era estrecho y estaba lleno de baches donde crecía la hierba.

Øystein vaciló un instante.

Hacia la mitad del camino se veían unas ramas cuyas verdes hojas se movían al trasluz como invitándolos a que siguieran adentrándose en la fronda. Øystein pisó el freno. La gravilla crujía bajo los neumáticos. El coche se detuvo.

Sorry —le dijo al retrovisor—. Acabo de arreglar los bajos del coche por cuarenta mil. Y no tenemos obligación de ir por estos caminos. Puedo llamar a otro taxi, si quieres.

El hombre del asiento trasero parecía sonreír, por lo menos, su mitad visible.

—¿Y qué teléfono pensabas usar para hacer esa llamada, Eikeland?

Øystein notó que se le erizaban los pelos de la nuca.

—¿El tuyo? —susurró la voz.

El cerebro de Øystein buscaba desesperadamente una salida.

—¿O el de Harry Hole? —continuó el hombre.

—No estoy del todo seguro de saber de qué estás hablando, mister, pero nuestro recorrido termina aquí.

El hombre soltó una risotada.

—¿Mister? No lo creo, Eikeland.

Øystein sintió la necesidad de tragar saliva, pero consiguió dominar el impulso.

—Escucha, no te voy a cobrar, ya que no te he podido llevar hasta tu destino. Bájate y espera aquí mientras te consigo otro taxi.

—Según tus antecedentes, eres bastante listo, Eikeland. Así que supongo que entiendes qué es lo que estoy buscando. Odio tener que recurrir a frases hechas, pero ¿qué vía elegimos, la fácil o la difícil? Tú decides.

—De verdad que no entiendo que… ¡Ay!

El hombre le propinó una bofetada justo por encima del reposacabezas y, al inclinarse instintivamente hacia delante, Øystein notó con sorpresa que se le llenaban los ojos de lágrimas. No porque le hubiese dolido. Fue un golpe como los que daban en primaria, ligero, como una iniciación a la humillación. Sin embargo, era obvio que sus glándulas lacrimales ya habían captado lo que el resto del cerebro se negaba a comprender: que se encontraba en un aprieto muy serio.

—¿Dónde tienes el teléfono de Harry, Eikeland? ¿En la guantera? ¿En el maletero? ¿En el bolsillo, quizá?

Øystein no contestó. Estaba sentado mientras la vista le alimentaba el cerebro. Bosque a ambos lados. Algo le decía que el hombre del asiento trasero estaba en buena forma, que lo alcanzaría en cuestión de segundos. ¿Operaba solo? ¿Debería pulsar la alarma que alertaba a los demás taxis? ¿Iría en contra de sus intereses involucrar en aquello a otras personas?

—Comprendo —dijo el hombre—. Eliges la vía difícil, ¿no?

»Y sabes…

Øystein no tuvo tiempo de reaccionar cuando notó el brazo alrededor del cuello presionándole la cabeza contra el asiento.

—… en realidad, confiaba en que así fuera.

A Øystein se le cayeron las gafas. Quiso echar mano al volante, pero no consiguió alcanzarlo.

—Si pulsas la alarma te mato —le masculló el hombre al oído—. Y no estoy hablando en sentido figurado, Eikeland, sino en el literal de quitar la vida.

A pesar de que el cerebro no recibía oxígeno, Øystein Eikeland oía, veía y olía excepcionalmente bien. Podía ver la red de venas en el interior de sus propios párpados, oler la loción de después del afeitado del hombre y, al mismo tiempo, escuchar el leve tono penetrante de regocijo que resonaba en la voz del hombre como una correa de transmisión que estuviese floja.

—¿Dónde está, Eikeland? ¿Dónde está Harry Hole?

Øystein abrió la boca y el hombre lo soltó un poco.

—No tengo ni idea de lo que…

El brazo volvió a atenazarlo.

—Último intento, Eikeland. ¿Dónde está tu compañero de cogorzas?

Øystein sintió el dolor, el doloroso deseo de vivir. Pero sabía que se le pasaría enseguida. Ya había vivido antes situaciones parecidas, esto sólo era una transición, un estadio previo a la indiferencia, mucho más grata. Los segundos transcurrían. Su cerebro empezaba a cerrar sucursales. Lo primero que perdió fue la visión.

El tipo lo soltó otra vez y el oxígeno afluyó al cerebro. Recuperó la visión y volvieron los dolores.

—Lo encontraremos de todos modos —dijo la voz—. Puedes elegir si antes o después de que tú nos hayas dejado.

Øystein sintió un objeto frío y duro que le acariciaba la sien. Luego la nariz. Había visto un buen repertorio de películas del Oeste, pero nunca un revólver del 45 tan de cerca.

—Abre la boca.

Y mucho menos los había saboreado.

—Cuento hasta cinco y disparo. Asiente con la cabeza si quieres decirme algo. Preferiblemente, antes de cinco. Uno…

Øystein trataba de combatir su miedo a la muerte. Intentó decirse a sí mismo que el ser humano es racional y que aquel hombre no conseguiría nada matándolo a él.

—Dos…

«La lógica está de mi parte», se dijo Øystein. El cañón tenía un sabor nauseabundo a metal y sangre.

—Tres. Y no te preocupes por la funda del asiento, Eikeland. Pienso recoger y limpiar a fondo… después.

El cuerpo entero empezó a temblarle en una reacción incontrolada de la que sólo podía ser espectador y pensó en un misil que había visto en la tele y que tembló de la misma forma segundos antes de que lo lanzaran a un espacio sideral helado y vacío.

—Cuatro.

Øystein asintió con la cabeza. Enérgicamente y varias veces.

La pistola desapareció.

—Está en la guantera —confesó respirando con dificultad—. Me dijo que lo dejase encendido y que no lo cogiera si sonaba. Yo le di el mío.

—No me interesan los teléfonos —aseguró la voz—. Me interesa saber dónde está Hole.

—No lo sé. No me dijo nada. Sí, bueno, me dijo que era mejor para ambos que yo no lo supiera.

—Mintió —afirmó el hombre.

Dijo aquellas palabras con calma y serenidad. Øystein no era capaz de discernir si el hombre estaba enfadado o si encontraba divertida la situación.

—Sólo mejor para él, Eikeland, no para ti.

Øystein sentía el cañón frío de la pistola como una plancha incandescente contra la mejilla.

—Espera. Sí que me dijo algo. Ahora lo recuerdo. Que pensaba esconderse en su casa.

Las palabras salieron de su boca con tal celeridad que, más que pronunciarlas, tuvo la sensación de haberlas bombeado.

—Ya hemos estado allí, idiota.

—No me refería a la casa donde vive, sino en Oppsal, donde se crió.

El hombre se echó a reír y Øystein notó un dolor penetrante en la nariz: el cañón de la pistola intentaba abrirse paso por uno de los orificios.

—Hemos estado rastreando tu teléfono las últimas horas, Eikeland. Sabemos en qué parte de la ciudad se encuentra. Y no es en Oppsal. Simplemente, estás mintiendo. O dicho de otro modo: cinco.

Se oyó un silbido. Øystein cerró los ojos. El silbido no cesaba. ¿Ya estaba muerto? Los silbidos dieron origen a una melodía. Algo conocido. Purple rain. Prince. Era el tono de llamada de un móvil.

—¿Sí? ¿Qué pasa? —preguntó la voz a su espalda.

Øystein no se atrevía a abrir los ojos.

—¿En el Underwater? ¿A las cinco? De acuerdo, reúne a todos enseguida, voy ahora mismo.

Øystein oyó detrás el crujir de un tejido. Había llegado la hora. Oyó también el canto de un pajarillo. Un gorjeo claro y maravilloso. No sabía de qué especie de pájaro se trataba. Debería saberlo. Y por qué. Debería haber aprendido por qué cantaban. Ahora no lo sabría nunca. Sintió una mano en el hombro.

Øystein abrió los ojos despacio y miró al retrovisor.

El destello de unos dientes relucientes y luego la voz con aquel timbre jubiloso:

—Al centro. Tengo prisa.