A las seis menos cuarto de la mañana del lunes, los rayos del sol incidían oblicuamente sobre la ciudad desde la colina de Ekeberg. El guardia de Securitas que había en la recepción de la comisaría general bostezó ruidosamente y levantó la vista del periódico Aftenposten cuando el primer trabajador metió la tarjeta de identificación en el lector.
—Dicen que va a llover —dijo el guardia, contento de ver a alguien por fin.
El hombre alto de aspecto sombrío le echó una rápida ojeada, pero no respondió.
En los tres minutos siguientes llegaron otros tres hombres igualmente sombríos y taciturnos.
A las seis en punto estaban los cuatro en el despacho del comisario jefe superior, en la sexta planta.
—Veamos —comenzó el comisario jefe superior—. Uno de nuestros comisarios ha sacado del calabozo a un posible asesino y ahora nadie sabe dónde están.
Una de las cosas que convertía al comisario jefe superior en un hombre relativamente idóneo para el puesto era su capacidad de sintetizar al máximo los problemas. Otra de sus habilidades consistía en formular brevemente lo que debía hacerse.
—Propongo que los encontremos a toda hostia. ¿Qué se ha hecho hasta ahora?
El comisario jefe de la Policía Judicial miró a Møller y a Waaler y emitió un breve carraspeo antes de contestar.
—Hemos formado un grupo de investigadores, pequeño pero con mucha experiencia, para que se ocupen del caso. Seleccionados por el comisario Waaler, responsable de la búsqueda. Tres del servicio de Inteligencia. Dos del grupo de Delitos Violentos. Empezaron anoche, tan sólo una hora después de que el responsable de los calabozos informase de que Sivertsen no había vuelto a su encierro.
—Rápido y bien trabajado. Pero ¿por qué no se ha informado a las patrullas de Seguridad Ciudadana? ¿Y a la Policía Judicial de guardia?
—Queríamos esperar a calibrar la situación tras esta reunión, Lars. Y oír tu opinión.
—¿Mi opinión?
El comisario jefe de la Policía Judicial pasó un dedo por el labio superior.
—El comisario Waaler ha prometido que habrán encontrado a Hole y a Sivertsen antes de que termine la noche. Además, hasta el momento, tenemos controlada la información. Sólo Groth, el responsable de los calabozos, y nosotros cuatro sabemos que Sivertsen ha desaparecido. También hemos llamado a la cárcel de Ullersmo para anular la solicitud de celda y transporte, aduciendo que hemos recibido información que nos induce a pensar que Sivertsen podría correr peligro allí, por lo que, hasta nueva orden, estará recluido en un lugar secreto. En resumen, tenemos todas las posibilidades de mantener esto en secreto hasta que Waaler y su grupo lo solucionen. Pero, por supuesto, eso es algo que tú, Lars, tienes que decidir.
El comisario jefe superior juntó las yemas de los dedos e hizo un gesto de reflexivo asentimiento. Luego se levantó y se fue hacia la ventana, donde se quedó de espaldas a ellos.
—Veréis. La semana pasada tomé un taxi. El conductor tenía un periódico abierto en el asiento del copiloto. Le pregunté qué pensaba del mensajero ciclista asesino. Siempre es interesante saber lo que opina la gente de la calle. Y me contestó que con el mensajero asesino pasaba como con el World Trade Center, las preguntas se formulaban en el orden equivocado. Todo el mundo se preguntaba «quién» y «cómo». Pero para resolver un enigma, decía, es preciso hacerse primero otra pregunta. ¿Y sabes cuál es, Torleif?
El comisario jefe de la Policía Judicial no contestó.
—Es «por qué», Torleif. Aquel taxista no era tonto. Señores, ¿alguno de ustedes se ha hecho esa pregunta?
El comisario jefe superior se balanceaba expectante sobre las suelas de los zapatos.
—Con todos mis respetos hacia el taxista —dijo finalmente el comisario jefe de la Policía Judicial—, yo no estoy tan seguro de que exista un «porqué» racional. Todo el mundo sabe que Hole es un agente alcoholizado y psíquicamente inestable. Ése es el motivo de su despido.
—Hasta los locos tienen motivos, Torleif.
Se oyó un discreto carraspeo.
—¿Sí, Waaler?
—Batouti.
—¿Batouti?
—El aviador egipcio que estrelló intencionadamente un avión lleno de pasajeros para vengarse de la compañía aérea que lo había degradado.
—¿Adónde quieres ir a parar, Waaler?
—Alcancé a Harry y hablé con él en el aparcamiento después de la detención de Sivertsen el sábado por la noche. No quería participar en la celebración. Era obvio que estaba resentido. Tanto por el despido como porque, en su opinión, le habíamos negado el reconocimiento de haber cogido al mensajero asesino.
—Batouti…
El comisario jefe superior se protegió los ojos de los primeros rayos de sol que alcanzaban la ventana.
—Bjarne, todavía no has dicho nada. ¿Qué piensas?
Bjarne Møller contempló la silueta que se perfilaba delante de la ventana. Le dolía tanto el estómago que no sólo sentía que le iba a reventar, sino que deseaba que lo hiciese. Y desde que lo despertaron por la noche para informarlo del secuestro del sospechoso, esperaba que alguien lo despertara de verdad para decirle que se trataba de una pesadilla.
—No lo sé —suspiró—. De verdad, no entiendo lo que está pasando.
El comisario jefe superior asintió despacio con la cabeza.
—Si se sabe que hemos ocultado esto, nos van a crucificar —auguró.
—Un resumen muy preciso, Lars —dijo el comisario jefe de la Policía Judicial—. Pero si llega a saberse que se nos ha extraviado un asesino en serie, nos crucificarán igualmente. Aunque luego volvamos a dar con él. Todavía tenemos una posibilidad de resolver este problema en silencio. Waaler tiene un plan, según creo.
—¿Y qué plan es ése?
Tom Waaler se rodeó el puño derecho con la mano izquierda.
—Digámoslo de esta manera —dijo Waaler—. Soy consciente de que no podemos permitirnos fallar. Puede que recurra a métodos poco convencionales. Pensando en las posibles consecuencias, propongo que no conozcáis mis planes.
El comisario jefe superior se dio la vuelta con una expresión de ligera sorpresa.
—Es muy generoso por tu parte, Waaler. Pero me temo que no podemos aceptar…
—Insisto.
El comisario jefe superior frunció el entrecejo.
—¿Insistes? ¿Eres consciente de lo que hay en juego, Waaler?
Waaler abrió las palmas de las manos y se las observó con detenimiento.
—Sí, pero eso es responsabilidad mía. Yo estoy al frente de la investigación y trabajo en estrecha colaboración con Hole. Como jefe, debí advertir las señales y haber puesto remedio con antelación. Si no antes, al menos después de la conversación del aparcamiento.
El comisario jefe lo observó inquisitivo. Se volvió de nuevo hacia la ventana y permaneció así mientras un rectángulo de luz se deslizaba por el suelo. Luego encogió los hombros y tiritó como si tuviera frío.
—Te doy hasta la medianoche —resolvió mirando al cristal de la ventana—. Entonces se emitirá el comunicado de prensa sobre la desaparición. Y esta reunión no se ha celebrado.
Al salir, Møller se percató de que el comisario jefe superior estrechaba la mano a Waaler con una cálida sonrisa de agradecimiento. Como se dan las gracias a un colaborador por su lealtad, pensó Møller. Como se premia a una víctima con una promesa. Como se nombra tácitamente a un príncipe heredero.
El agente Bjørn Holm de la Científica se sentía como un perfecto idiota con el micrófono en la mano frente a los rostros japoneses que lo miraban expectantes. Tenía las palmas de las manos húmedas y sudorosas, y no se debía al calor. Al contrario, la temperatura en el autobús de lujo aparcado delante del hotel Bristol era bastante más baja que la que imponía fuera el sol de la mañana. Era aquello de hablar por un micrófono. Y en inglés.
La joven guía lo había presentado como a Norwegian police officer, y un hombre mayor y sonriente sacó enseguida la cámara como si Bjørn Holm formara parte del circuito turístico. Miró el reloj. Las siete. Tenía varios grupos, así que no había más remedio que lanzarse. Tomó aire y comenzó con las frases que había ido practicando durante el camino:
—We have checked the schedules with all the tour operators here in Oslo[6] —dijo Holm.
—And this is one of the groups that visited Frognerparken around five o’clock on Saturday. What I want to know is: who of you took pictures there?[7]
Ninguna reacción.
Holm miró a la chica, sin saber qué hacer.
Ella inclinó la cabeza y le sonrió, lo liberó del micrófono y anunció a los pasajeros lo que Holm imaginaba que sería más o menos el mismo mensaje. Pero en japonés. Terminó con una pequeña inclinación de cabeza. Holm contó las manos levantadas. El día en el laboratorio fotográfico sería de lo más agitado.
Roger Gjendem tarareaba una canción sobre el paro del grupo Tre Smá Kinesere mientras cerraba el coche. No era mucha la distancia que separaba el aparcamiento de los nuevos locales del Aftenposten, alojados en el edificio Postgiro, pero él sabía que la recorrería rápidamente. No porque llegase tarde, al contrario, sino porque Roger Gjendem era uno de los pocos afortunados que se alegraban de empezar una nueva jornada laboral cada día, al que le costaba esperar a verse rodeado de todo aquello a lo que estaba acostumbrado y que le recordaba a su trabajo: el despacho con el teléfono y el ordenador, la pila de periódicos del día, el murmullo de las voces de sus compañeros de trabajo, el parloteo del cuarto de fumadores, el ambiente intenso de las reuniones matinales. Había pasado el día anterior delante de la puerta de la casa de Olaug Sivertsen sin mayor resultado que una foto de la mujer junto a la ventana. Pero aquello bastaba. Era aficionado a lo difícil. Y retos difíciles había de sobra en la sección de «Crímenes». Adicto al crimen. Así lo llamaba Devi. A él no le gustaba el término. Thomas, su hermano menor, era adicto. Roger era un tío normal, licenciado en Políticas, al que le gustaba trabajar con el periodismo policial. Con independencia de ello, Devi tenía parte de razón, ciertos aspectos de su trabajo podían parecerse a una adicción. Después de un tiempo trabajando en política, hizo una breve sustitución en la sección de «Crímenes» y, pocas semanas más tarde, experimentó un ansia que sólo podía saciar la dosis diaria de adrenalina que provocan las historias sobre la vida y la muerte. Ese mismo día habló con el redactor jefe, quien lo trasladó sin problemas de forma permanente. Con toda probabilidad, el redactor habría observado aquella reacción con anterioridad en otras personas. Y desde aquel día, Roger empezó a correr del coche al despacho.
Sin embargo, aquel día lo detuvieron antes de que llegase a su destino.
—Buenos días —lo saludó un hombre que, aparecido de la nada, se había plantado delante de Roger. Llevaba una cazadora negra y gafas de sol de piloto, pese a que el aparcamiento se hallaba en penumbra. Roger había visto suficientes policías como para saber cuándo se encontraba ante uno de ellos.
—Buenos días —dijo Roger.
—Tengo un mensaje para ti, Gjendem.
El hombre tenía los brazos caídos a ambos lados del cuerpo. Vio que tenía en las manos un vello negro. Roger pensó que habría sido más normal que las llevara en los bolsillos de la chupa. O a la espalda. O entrelazadas delante. Tal como estaba, daba la impresión de ir a utilizar las manos para algo, aunque resultaba imposible entender para qué.
—¿Sí? —dijo Roger. Oyó cómo el eco de su propia «i» vibraba un momento entre los muros, el sonido de un signo de interrogación.
El hombre se inclinó hacia delante.
—Tu hermano menor está en la cárcel de Ullersmo —dijo el hombre.
—¿Y qué?
Roger sabía que, fuera, el sol de la mañana brillaba sobre la ciudad, pero allí, en el interior de aquellas catacumbas de coches, de pronto sintió un frío helador.
—Si él te importa, tienes que hacernos un favor. ¿Me has oído, Gjendem?
Roger asintió con la cabeza, sorprendido.
—Si te llama el comisario Harry Hole, queremos que hagas lo siguiente. Pregúntale dónde está. Si no quiere decírtelo, intenta conseguir una cita con él. Di que no quieres arriesgarte a imprimir su historia sin verlo cara a cara. La reunión debe celebrarse antes de la medianoche de hoy.
—¿Qué historia?
—Posiblemente, verterá acusaciones infundadas contra un comisario cuyo nombre no quiero revelar, pero no debes preocuparte por eso. De todas formas, nunca saldrá en los periódicos.
—Pero…
—¿Me has oído? Cuando te haya llamado, marcarás este número e informarás de dónde se encuentra Hole o de la hora a la que hayáis quedado en veros. ¿Comprendido?
Metió la mano izquierda en el bolsillo y le dio a Roger un trozo de papel.
Roger miró el papelito y negó con la cabeza. A pesar del miedo que sentía, notaba que la risa quería aflorarle a la garganta. ¿O quizás era precisamente por el miedo?
—Sé que eres policía —dijo Roger haciendo un esfuerzo por no sonreír—. Comprenderás que es imposible. Soy periodista, no puedo…
—Gjendem. —El hombre se había quitado las gafas de sol. A pesar de la oscuridad, sus pupilas no eran más que unos puntos diminutos en el iris gris—. Tu hermano menor está en la celda A107. Le pasan su dosis todos los martes, como a los demás drogatas que tienen allí. Se la mete directamente en la vena, nunca controla la droga. Hasta ahora todo ha ido bien. ¿Entiendes?
Roger no se preguntaba si lo había oído bien. Sabía que lo había oído bien.
—Bien —dijo el hombre—. ¿Alguna pregunta?
Roger tuvo que humedecerse los labios antes de contestar.
—¿Por qué pensáis que Harry Hole va a llamarme a mí?
—Porque está desesperado —explicó el hombre poniéndose de nuevo las gafas de sol—. Y porque ayer le diste tu tarjeta de visita delante del Teatro Nacional. Que tengas un buen día, Gjendem.
Roger permaneció donde estaba hasta que el hombre hubo desaparecido. Inspiró el húmedo aire polvoriento de catacumba del aparcamiento. Y, cuando echó a andar para recorrer la corta distancia que lo separaba del edificio Postgiro, lo hizo con paso lento y desganado.
Los números de teléfono saltaban y bailaban en la pantalla que Klaus Torkildsen tenía delante, en la sala de control de la central de operaciones de Telenor para la ciudad de Oslo. Les había dicho a sus compañeros que no quería que nadie lo molestara y había cerrado la puerta con llave.
Tenía la camisa totalmente empapada en sudor. No porque hubiese acudido al trabajo corriendo. Llegó andando, ni muy rápido ni muy despacio, y ya enfilaba su despacho cuando la recepcionista gritó su nombre para que se detuviese. Bueno, su apellido. Él lo prefería.
—Tienes visita —le había dicho la joven señalando a un hombre que aguardaba sentado en el sofá de la recepción.
Klaus Torkildsen se quedó boquiabierto, ya que ocupaba un puesto que no implicaba recibir visitas. No era una casualidad, su elección de profesión y su vida privada estaban gobernadas por el deseo de no tener más contacto directo con otras personas que el estrictamente necesario.
El hombre del sofá se levantó, le dijo que era policía y le pidió que se sentara. Y Klaus se dejó caer en un sillón, donde se quedó cada vez más hundido mientras notaba que el sudor brotaba por todos sus poros. La policía. No había tenido que ver con ellos en quince años y, pese a que sólo se había tratado de una multa, el mero hecho de ver un uniforme en la calle desencadenaba en él la paranoia. Las glándulas sudoríparas de Klaus permanecieron abiertas desde que el hombre empezó a hablar.
El hombre fue directamente al grano y le explicó que lo necesitaban para rastrear un teléfono móvil. Klaus había realizado un trabajo similar para la policía en otra ocasión. Era relativamente sencillo.
Un móvil que está encendido emite cada media hora una señal que queda registrada en las estaciones base distribuidas por diversos lugares de la ciudad. Las estaciones base captan y registran también, por supuesto, todas las llamadas entrantes y salientes del abonado. Así pues, partiendo del área de cobertura de cada estación base, podía hacerse una localización cruzada y llegar al punto de la ciudad donde se encontraba el teléfono, situado normalmente dentro de un área inferior a un kilómetro cuadrado. Por eso se había armado tanto jaleo la única vez que él participó en algo así, en el caso de asesinato de Baneheia, en Kristiansand.
Klaus le aclaró que era preciso pedir permiso al jefe para una posible intervención telefónica, pero el hombre argumentó que se trataba de un asunto urgente, que no había tiempo de utilizar el conducto oficial. Además de un número de móvil definido (que Klaus había averiguado que pertenecía a un tal Harry Hole), el hombre quería que Klaus vigilase las llamadas entrantes y salientes de varias de las personas con las que se podía pensar que contactaría el hombre buscado. Y le facilitó a Klaus una lista de números de teléfono y direcciones de correo electrónico.
Klaus preguntó por qué venían a pedírselo a él precisamente, ya que había otras personas con más experiencia que él en ese tipo de acciones. El sudor se le había solidificado en la espalda y empezaba a sentir frío a causa del aire acondicionado de la recepción.
—Porque sabemos que tú no vas a largar sobre el asunto, Torkildsen. Igual que nosotros no vamos a largarles a tus jefes ni a tus colegas que prácticamente te cogieron con el culo al aire en el Stensparken en enero de 1987. La agente de policía que hacía la ronda dijo que no llevabas absolutamente nada debajo de la gabardina. Pasarías un frío de cojones…
Torkildsen tragó saliva. Le habían dicho que se borraría del registro de sanciones después de unos años.
Y luego había seguido tragando saliva.
Porque era completamente imposible rastrear ese móvil. Estaba encendido y, en efecto, él recibía una señal cada media hora. Pero cada vez desde un sitio diferente de la ciudad, como si le estuviera tomando el pelo.
Se centró en los otros destinatarios de la lista. Uno era un número interno de la calle Kjølberggata 21. Comprobó el número. Correspondía a la policía Científica.
Beate cogió el teléfono enseguida.
—¿Qué pasa? —preguntó la voz al otro lado del hilo.
—Hasta ahora, nada —dijo ella.
—Ya.
—Tengo a dos hombres revelando fotos y me las ponen en la mesa a medida que las van terminando.
—¿Y Sven Sivertsen no aparece?
—Si estuvo en la fuente del Frognerparken cuando mataron a Barbara Svendsen, ha tenido mala suerte. Por lo menos no está en ninguna de las fotos que he visto hasta ahora, y estamos hablando de cerca de cien fotos.
—Blanco, camisa de manga corta y pantalón…
—Harry, todo eso ya me lo has dicho.
—¿Ni siquiera una cara que se le parezca?
—Tengo buen ojo para las caras, Harry. No está en las fotos.
—Ya.
Le hizo un gesto a Bjørn Holm para que entrara con otro montón de fotos que aún apestaban a los productos químicos del revelado. El colega las dejó en la mesa, señaló una de ellas, levantó el pulgar y desapareció.
—Espera —dijo Beate—. Me acaban de traer algo. Son fotos del grupo que estuvo allí el sábado alrededor de las cinco. Veamos…
—Venga.
—Sí. Vaya… ¿Adivina a quién estoy viendo en estos momentos?
—¿De verdad?
—Sí. Sven Sivertsen en persona. De perfil, justo delante de los seis gigantes de Vigeland. Parece que lo han captado justo cuando pasaba por allí.
—¿Lleva una bolsa de plástico marrón en la mano?
—La foto está cortada demasiado arriba para poder verlo.
—Vale, pero por lo menos estuvo allí.
—Sí, Harry, pero el sábado no asesinaron a nadie. Así que no es una coartada.
—Pero al menos significa que parte de lo que dice es verdad.
—Bueno, las mejores mentiras contienen un noventa por ciento de verdad.
Beate notó cómo se le calentaban los lóbulos de las orejas cuando, de pronto, cayó en la cuenta de que aquellas palabras eran una cita del evangelio de Harry. Incluso había utilizado su tono.
—¿Dónde estás? —se apresuró a decir.
—Como ya he dicho, es mejor para ambos que no lo sepas.
—Lo siento, se me había olvidado.
Pausa.
—Nosotros… bueno, vamos a seguir repasando fotos —dijo Beate—. Bjørn se hará con las listas de los grupos de turistas que hayan estado en el Frognerparken cuando se cometieron los otros asesinatos.
Harry colgó con un gruñido que Beate interpretó como un «gracias».
El comisario se presionó la base de la nariz con los dedos índice y pulgar y cerró los ojos con fuerza. Contando las dos horas de aquella mañana, había disfrutado de seis horas de sueño en los últimos tres días. Y sabía que podía pasar mucho tiempo antes de que tuviera oportunidad de dormir alguna más. Había soñado con calles. Vio el mapa de su despacho pasar ante su mirada mientras soñaba con los nombres de las calles de Oslo. La calle Son, Nittedal, Sorum, Skedsmo y todas aquellas calles de Kampen, tan difíciles de recordar. Luego se convirtió en otro sueño en el que era de noche y había nevado y él iba caminando por una calle de Grünerkikka (¿la calle Markveien, Tofte?) y había un coche rojo deportivo aparcado con dos personas dentro. Y cuando se acercó, comprobó que una de ellas era una mujer con cabeza de cerdo que llevaba un vestido anticuado y él gritó su nombre, llamó a Ellen, pero cuando ella se volvió hacia él con la intención de responder, vio que tenía la boca llena de grava que se derramaba. Harry estiró el cuello anquilosado primero hacia un lado, luego hacia el otro.
—Escucha —dijo intentando fijar la vista en Sven Sivertsen, que estaba acostado en el colchón que había en el suelo—. La chica con la que acabo de hablar por teléfono ha puesto en marcha, por ti y por mí, un asunto que no sólo puede costarle el empleo, sino también que la encierren por complicidad. Necesito algo que pueda tranquilizarla un poco.
—¿A qué te refieres?
—Quiero que vea una copia de las fotos que tienes de Waaler y tú en Praga.
Sivertsen se rió.
—¿Eres un poco corto, Harry? Te he dicho que es la única carta de la que dispongo para negociar. Si me la juego ahora, puedes ir dando por terminada la acción de rescate de Sivertsen.
—Puede que lo hagamos antes de lo que imaginas. Han encontrado una foto tuya en el Frognerparken, una foto del sábado. Pero ninguna del día que asesinaron a Barbara Svendsen. Bastante extraño, ya que los japoneses llevan todo el verano bombardeándolo con sus flashes, ¿no te parece? Como mínimo, son malas noticias para la historia que me has contado. Por eso quiero que llames a tu chica y le pidas que le envíe esa foto por correo electrónico o por fax a Beate Lønn, de la policía Científica. Ella puede difuminar la cara de Waaler si piensas que necesitas conservar tu supuesta carta de triunfo. Pero quiero ver una foto tuya y de otro tío en esa plaza. Un tío que quizá sea Waaler.
—La plaza Václav.
—Lo que sea. Tu chica tiene una hora a partir de este momento. Si no, nuestro acuerdo es historia. ¿Entiendes?
Sivertsen se quedó mirándolo un buen rato, antes de contestar.
—No sé si estará en casa.
—No está trabajando —dijo Harry—. Una pareja sentimental preocupada y embarazada. Está en casa esperando tu llamada, ¿verdad? Espero por tu bien que así sea. Quedan cincuenta y nueve minutos.
La mirada de Sivertsen mariposeaba por toda la habitación hasta que, finalmente, volvió a aterrizar en Harry. Negó con la cabeza.
—No puedo, Hole. No puedo mezclarla en esto. Ella es inocente. De momento, Waaler no sabe de su existencia ni dónde vivimos en Praga, pero si esto nos sale mal, sé que lo averiguará. Y entonces también irá a por ella.
—¿Y qué crees que le parecerá a ella verse sola con un niño cuyo padre está cumpliendo cadena perpetua por cuatro asesinatos? La peste o el cólera, Sivertsen. Cincuenta y ocho.
Sivertsen apoyó la cara en las manos.
—Joder…
Cuando levantó la vista, vio que Harry estaba ofreciéndole el móvil.
Se mordió el labio inferior. Cogió el teléfono. Marcó un número. Se llevó el aparato a la oreja. Harry miró el reloj. El segundero se movía incansable. Sivertsen se movía intranquilo. Harry contó veinte segundos.
—¿Bueno?
—Puede que se haya ido a ver a su madre, que vive en Brno —dijo Sivertsen.
—Peor para ti —respondió Harry con la mirada todavía puesta en el reloj—. Cincuenta y siete.
Entonces, oyó que el teléfono se caía al suelo, levantó la vista y le dio tiempo a ver la cara desencajada de Sivertsen antes de sentir la mano que se aferraba a su cuello. Harry levantó ambos brazos con fuerza alcanzando las muñecas de Sivertsen, que se vio obligado a soltarlo. Harry lanzó el puño contra la cara que tenía delante, dio con algo, notó cómo cedía. Pegó otra vez, sintió la sangre que le corría caliente y viscosa por entre los dedos e hizo una extraña asociación: era mermelada de fresa recién hecha que caía en las rebanadas de pan blanco, en casa de la abuela. Levantó la mano para golpear otra vez. Vio a aquel hombre que, encadenado e indefenso, intentaba cubrirse, pero tal visión lo hizo sentir aún más ira. Cansado, asustado e iracundo.
—Wer ist da?[8]
Harry se quedó de piedra. Sivertsen y él se miraron. Ninguno de los dos había pronunciado una sola palabra. La voz gutural procedía del teléfono móvil que estaba en el suelo.
—Sven? Bist du es, Sven?[9]
Harry cogió el teléfono y se lo puso en la oreja.
—Sven is here[10] —dijo despacio—. Who are you?[11]
—Eva —respondió una voz de mujer que sonó nerviosa—. Bitte, was ist passiert?[12]
—Beate Lønn.
—Harry. Yo…
—Cuelga y llámame al móvil.
Ella colgó.
Diez segundos más tarde la tenía en lo que él seguía insistiendo en llamar el hilo.
—¿Qué pasa?
—Nos están vigilando.
—¿Cómo?
—Tenemos un programa de detección de pirateo informático que nos alerta si alguien interviene el tráfico en nuestro teléfono y correo electrónico. Se supone que es para protegernos de los delincuentes, pero Bjørn asegura que en este caso parece ser el mismo operador de la red.
—¿Son escuchas?
—No lo creo. Pero, como quiera que sea, alguien está registrando todas las llamadas y los correos entrantes y salientes.
—Se trata de Waaler y sus chicos.
—Lo sé. Y ahora están al tanto de que me has llamado, lo que a su vez significa que no puedo seguir ayudándote, Harry.
—La chica de Sivertsen va a enviar una foto de una cita que Sivertsen tuvo con Waaler en Praga. La foto muestra a Waaler de espaldas y no puede ser utilizada como prueba de nada en absoluto, pero quiero que la mires y me digas si parece fiable. Ella tiene la foto en el ordenador así que te la puede enviar por correo. ¿Cuál es la dirección de correo electrónico?
—¿No me estás escuchando, Harry? Ellos ven todos los remitentes y los números de todos los que llaman. ¿Qué crees que pasará si recibimos un correo o un fax de Praga, precisamente en estos momentos? No puedo hacerlo, Harry. Y tengo que inventarme una explicación plausible de por qué me has llamado y yo no soy tan rápida pensando como tú. ¿Dios mío, qué le voy a decir?
—Tranquila, Beate. No tienes que decir nada. Yo no te he llamado.
—¿Qué dices? Me has llamado ya tres veces.
—Sí, pero no lo saben. Estoy utilizando un móvil que me ha prestado un amigo.
—¿Así que te esperabas esto?
—No, esto no. Lo hice porque los teléfonos móviles envían señales a las estaciones base que indican el área de la ciudad donde se encuentra quien realiza la llamada. Si Waaler tiene gente en la red de telefonía móvil intentando rastrear el mío, van a tenerlo bastante difícil, porque no para de moverse por toda la ciudad.
—Quiero saber lo menos posible sobre todo esto, Harry. Pero no envíes nada aquí. ¿Vale?
—Vale.
—Lo siento, Harry.
—Ya me has dado el brazo derecho, Beate. No tienes que pedir perdón por querer conservar el izquierdo.
Llamó a la puerta. Cinco golpes rápidos justo debajo de la placa donde ponía 303. Era de esperar, lo bastante fuertes como para resonar por encima de la música. Esperó. Iba a aporrear la puerta otra vez cuando oyó que bajaban el volumen y, enseguida, el sonido de unos pies descalzos que caminaban por el interior. Se abrió la puerta. Parecía recién levantada.
—¿Sí?
Le enseñó su identificación que, en rigor, era falsa, ya que había dejado de ser policía.
—Una vez más, perdón por lo ocurrido el sábado —dijo Harry—. Espero que no os asustarais mucho cuando entraron con tanta violencia.
—No pasa nada —dijo ella con una mueca—. Supongo que sólo estabais haciendo vuestro trabajo.
—Sí. —Harry se balanceaba sobre los talones y echó una ojeada rápida a lo largo del pasillo—. Un colega de la Científica y yo estamos buscando huellas en el apartamento de Marius Veland. Estaban a punto de enviarnos un documento, pero se me ha fastidiado el portátil. Es muy importante y como tú estabas navegando por Internet el sábado, he pensado que…
Ella le dio a entender con un gesto que sobraba la explicación y lo invitó a pasar.
—El ordenador está encendido. Supongo que debería disculparme por el desorden o algo así, pero espero que te parezca bien, en realidad, me importa una mierda.
Se sentó delante de la pantalla, abrió el programa de correo electrónico, desplegó el trozo de papel con la dirección de Eva Marvanova y la tecleó en un teclado grasiento. Fue un mensaje breve. Ready. This address. Enviar.
Se giró en la silla y miró a la chica, que se había sentado en el sofá y se estaba poniendo unos vaqueros ajustados. Ni siquiera se había percatado de que no llevaba más que unas bragas, probablemente a causa de la camiseta estampada con una gran planta de cannabis.
—¿Estás sola hoy? —preguntó, más que nada para decir algo mientras esperaba a Eva.
Por la expresión de su cara comprendió que no era una buena excusa para entablar conversación.
—Sólo follo el fin de semana —le respondió la chica oliendo un calcetín antes de ponérselo. Y sonrió satisfecha al constatar que Harry no tenía intención de seguirle el juego. Harry, por su parte, constató que la chica debía hacer una visita al dentista.
—Tienes un mensaje —dijo ella.
Él se volvió hacia la pantalla. Era de Eva. Ningún texto, sólo un archivo adjunto. Hizo doble clic en el archivo. La pantalla se volvió negra.
—Es viejo y va lento —dijo la chica sonriendo más aún—. Se le levantará, sólo tienes que esperar un poco.
Ante la vista de Harry empezaba a desplegarse una imagen en la pantalla, primero como un esmalte azul y luego, cuando no había más cielo, un muro gris y un monumento de color negro verdoso. Entonces apareció la plaza. Y luego, lo que la rodeaba. Sven Sivertsen. Y un tipo con una cazadora de cuero que daba la espalda a la cámara. Pelo oscuro. Nuca robusta. Por supuesto, no valdría como prueba, pero Harry no abrigaba la menor duda de que se trataba de Tom Waaler. Aun así, algo lo hizo seguir mirando la foto.
—Oye, tengo que ir al váter —dijo la chica. Harry no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba mirando—. Y se oye todo y yo soy bastante vergonzosa, ¿vale? Así que si pudieras…
Harry se levantó, murmuró un «gracias» y se marchó.
Ya en la escalera, en el rellano entre el tercero y el cuarto, se detuvo de pronto.
La foto.
No podía ser. Era teóricamente imposible.
¿O sí?
De todas formas, no podía ser verdad. Nadie haría una cosa así.
Nadie.