El tren del aeropuerto pasó veloz al otro lado de la ventana, plateado y silencioso como una respiración pausada. Beate miró a Olaug Sivertsen. Ella alzó la barbilla y observó por la ventana parpadeando sin cesar. Sus manos, arrugadas y nervudas sobre la mesa de la cocina, parecían un paisaje visto desde una gran altura. Las arrugas eran valles; las venas azul negruzco, ríos; y los nudillos, montañas donde la piel estaba estirada como la lona grisácea de una tienda de campaña. Beate observó sus propias manos. Pensó en cuánto tienen tiempo de hacer dos manos en una vida. Y en cuánto no tienen tiempo de hacer. O no pueden.
A las 21.56, Beate oyó que alguien abría la verja y unos pasos resonaron en el camino de gravilla.
Se levantó con el corazón latiéndole raudo y veloz, como un contador Geiger.
—Es él —dijo Olaug.
—¿Estás segura?
Olaug sonrió con tristeza.
—Llevo toda la vida, desde que era niño, escuchando sus pasos por ese camino de gravilla. Cuando ya tenía edad para salir por la noche, solía despertarme a la segunda pisada. Llegaba a la puerta en doce pasos. Cuéntalos.
Waaler apareció de repente en la puerta de la cocina.
—Alguien se acerca —anunció—. Quiero que os quedéis aquí. Pase lo que pase. ¿De acuerdo?
—Es él —dijo Beate señalando a Olaug con la cabeza.
Waaler asintió sin pronunciar palabra. Y se marchó.
Beate posó su mano en la de la anciana.
—Ya verás, todo irá bien —dijo.
—Comprenderéis que se ha cometido un error —dijo Olaug sin mirarla a los ojos.
Once, doce. Beate oyó que abrían la puerta del pasillo.
Y oyó a Waaler gritar:
—¡Policía! Tienes mi identificación en el suelo, a tus pies. Suelta esa pistola o disparo.
Beate notaba que la mano de Olaug se movía.
—¡Policía! ¡Suelta la pistola o tendré que disparar!
¿Por qué gritaba tan alto? No estarían a más de cinco, seis metros de distancia el uno del otro.
—¡Por última vez! —gritó Waaler.
Beate se levantó y sacó la pistola de la funda que llevaba en el cinturón.
—Beate… —comenzó Olaug con voz temblorosa.
Beate alzó la vista y se encontró con la mirada implorante de la anciana.
—¡Suelta el arma! ¡Estás apuntándole a un policía!
Beate recorrió los cuatro pasos que la separaban de la puerta, la abrió y salió al pasillo con el arma en alto. Tom Waaler estaba de espaldas, dos metros delante de ella. En el umbral había un hombre con traje gris. En una mano llevaba una maleta. Beate había tomado una decisión basada en lo que creía que vería. De ahí que su primera reacción fuese de desconcierto.
—¡Voy a disparar! —gritó Waaler.
Beate vio la boca abierta en la cara paralizada del hombre que se hallaba ante la puerta de entrada, y también cómo Waaler ya había adelantado el hombro para aguantar la fuerza de retroceso cuando apretase el gatillo.
—Tom…
Lo dijo en voz apenas audible, pero la espalda de Tom Waaler se puso rígida, como si le hubiera disparado por detrás.
—No lleva pistola, Tom.
Beate tenía la sensación de estar viendo una película. Una escena absurda donde alguien hubiese pulsado el botón de pausa y la imagen se hubiese congelado y ahora temblaba, como sacudiendo y tironeando del tiempo. Esperaba el sonido de la detonación, pero éste no se produjo. Por supuesto que no se produjo. Tom Waaler no estaba loco. No en el sentido clínico. No era incapaz de controlar sus impulsos. Probablemente fue eso lo que tanto la asustó en aquella ocasión. La frialdad y el comedimiento en el abuso.
—Ya que estás aquí —dijo al fin Waaler entre dientes—, supongo que podrás ponerle las esposas a nuestro detenido.