Harry volvió a meter el móvil en el bolsillo de la americana y se retrepó en el sofá.
A los de la Científica tal vez no les gustase demasiado, pero allí no había ya, seguramente, pruebas que arruinar. Era obvio que el asesino lo había recogido todo a conciencia también en esta ocasión. Harry notó incluso un ligero olor a detergente cuando apoyó la cara en el suelo para observar de cerca unas manchas negras, como de goma adherida al linóleo.
Una cara apareció en la puerta.
—Bjørn Holm, de la Científica.
—Bien —dijo Harry—. ¿Tienes tabaco?
Se levantó y se acercó a la ventana mientras Holm y su colega empezaban a trabajar. La luz de la tarde corría oblicua como el oro dorando las casas, las calles y los árboles de Kampen y Tøyen. Harry no conocía ninguna ciudad tan bella como Oslo en tardes como aquélla. Seguro que habría otras. Pero él no las conocía.
Harry observó el pulgar de la estantería. El asesino lo había mojado en pintura y lo había pegado a la balda para que se mantuviera erguido. Probablemente, había llevado él la pintura, porque Harry no encontró pegamento ni nada parecido en los cajones del escritorio.
—Quiero que miréis a ver qué son esas manchas negras.
Harry les señaló el suelo.
—De acuerdo —dijo Holm.
Harry se sentía mareado. Se había fumado ocho cigarrillos seguidos que le calmaron la sed. Se la calmaron, pero no la ahuyentaron. Miró fijamente el pulgar. Seccionado con un cortafrío, seguro. Pintura y pegamento. Cincel y martillo para tallar la estrella del diablo encima de la puerta. En esta ocasión, el asesino se había llevado muchas herramientas.
Comprendía lo de la estrella del diablo. Y lo del dedo. Pero ¿por qué el pegamento?
—Parece caucho derretido —dijo Holm, acuclillado en el suelo.
—¿Cómo se derrite el caucho? —preguntó Harry.
—Bueno. Se quema. O se utiliza una plancha. O una pistola de calor.
—¿Para qué se utiliza el caucho derretido?
Holm se encogió de hombros.
—Vulcanización —terció su colega—. Se utiliza para reparar y sellar cosas. Por ejemplo, neumáticos. O para sellar algo herméticamente. Cosas así.
—¿Qué cosas?
—No tengo ni idea, lo siento.
—Gracias.
El pulgar señalaba al techo. Si no señalaba también la solución de la clave, pensó Harry. Porque por supuesto que había una clave. El asesino les había colocado una argolla en la nariz y, como si de una manada de brutos se tratase, los llevaba adonde él quería, y por eso aquella clave también tenía una solución. Una solución muy sencilla, si de verdad estaba pensada para brutos de inteligencia media como la suya.
Miró fijamente al dedo. Señalar hacia arriba. OK. Roger. Todo listo.
La luz de la tarde lo bañaba todo.
Dio una buena calada al cigarrillo. La nicotina navegaba por las venas atravesando finos capilares desde los pulmones y, de allí, hacia el norte. Lo envenenó, lo dañó, lo manipuló, le aclaró la mente. ¡Joder!
Harry sufrió un ataque de tos.
Señalar hacia el techo. En al apartamento 406. El techo que había sobre el cuarto piso. Naturalmente. Bruto, bruto de mí.
Harry giró la llave, abrió la puerta y encontró el interruptor de la luz en la pared. Cruzó el umbral. Era un desván amplio, de techo alto y sin ventanas. Había trasteros, de cuatro metros cuadrados y numerados, a todo lo largo de las paredes. Tras las telas metálicas se veían apiladas pertenencias en tránsito entre el propietario y el contendor de la basura. Colchones agujereados y muebles pasados de moda, cajas de cartón con ropa y pequeños electrodomésticos que aún funcionaban y que, por tanto, de momento no podían tirar.
—Esto es infernal —murmuró Falkeid, y entró acompañado de dos de sus colegas del grupo.
A Harry le pareció una imagen bastante precisa. Si bien el sol pendía ya bajo y sin fuerza en el oeste, se había pasado el día recalentando las tejas, que ahora hacían de estufas y convertían el desván en una verdadera sauna.
—Parece que el trastero correspondiente al 406 está por aquí —dijo Harry entrando hacia la derecha.
—¿Por qué estás tan seguro de que está en el desván?
—Bueno, porque el asesino nos ha señalado clarísimamente que encima del cuarto piso se encuentra el quinto. En este caso, el desván.
—¿Señalado?
—Es una especie de acertijo.
—¿Eres consciente de que es imposible que aquí haya un cadáver?
—¿Por qué?
—Vinimos ayer con un perro. Un cadáver que lleve cuatro semanas expuesto al calor… Bueno, traducido del aparato sensorial de un perro al nuestro, es casi como si estuviésemos buscando una sirena de fábrica aullando aquí mismo. Habría sido imposible no encontrarlo incluso para un perro malo. Y el que estuvo aquí ayer era muy bueno.
—¿Aun suponiendo que el cadáver esté envuelto en algo, precisamente para evitar que huela?
—Esas moléculas son muy volátiles y penetran incluso por aberturas microscópicas. No es posible que…
—Vulcanización —dijo Harry.
—¿Qué?
Harry se detuvo delante de uno de los trasteros. Los dos uniformados acudieron enseguida con sendos pies de cabra.
—Primero probaremos este método, chicos —les dijo Harry agitando el llavero de la calavera delante de ellos.
La llave más pequeña abrió el candado.
—Entraré solo —dijo—. A los de la Científica no les gusta que haya muchas pisadas.
Le prestaron una linterna y se detuvo ante un ropero blanco, grande y ancho, de dos puertas, que ocupaba casi todo el espacio del trastero. Puso la mano en uno de los tiradores y se armó de valor antes de tirar de golpe. Sintió el azote del olor rancio a ropa vieja, a polvo y a madera seca. Encendió la linterna. Al parecer, Marius Vetland había heredado tres generaciones de trajes oscuros que colgaban en hilera de la barra del ropero. Harry enfocó el interior del armario y pasó la mano por la tela. Lana gruesa. Uno de ellos estaba cubierto por un plástico fino. Al fondo había una funda de traje de color gris.
Harry dejó que se cerrara la puerta del armario y se volvió hacia la pared del fondo del trastero, donde vio un tendedero en el que habían colgado unas cortinas que parecían de confección casera. Harry las retiró. Al otro lado le gruñía silenciosamente una boca abierta llena de pequeños dientes afilados de fiera. Lo que quedaba del pelaje era gris y los ojos marrones y redondos como una canica necesitaban una limpieza.
—Una marta —declaró Falkeid.
—Ya.
Harry miró a su alrededor. No había más lugares donde buscar. ¿Realmente se había equivocado, después de todo?
Entonces vio la alfombra enrollada. Era una alfombra persa, o por lo menos lo parecía, apoyada contra la malla y que casi llegaba al techo. Harry empujó una silla de mimbre rota, se subió a la silla e iluminó la alfombra. Los agentes que estaban fuera lo miraban ansiosos.
—Bueno —dijo Harry antes de bajar de la silla y apagar la linterna.
—¿Y? —dijo Falkeid.
Harry negó con la cabeza. De repente sufrió un ataque de ira. Dio una patada a un lateral del ropero, que se quedó oscilando como una bailarina de la danza del vientre. Los perros daban dentelladas en el aire. Una copa. Sólo una copa, un momento sin dolor. Se dio la vuelta para salir del trastero cuando oyó un ruido como de algo que se deslizara por una pared. Se dio la vuelta en un acto reflejo, con el tiempo justo de ver cómo se abría a toda velocidad la puerta del ropero antes de que el portatrajes lo asaltara y lo abatiera en el suelo.
Comprendió que había estado inconsciente unos segundos porque, cuando abrió los ojos de nuevo, se vio tumbado boca arriba con un dolor sordo en la parte posterior de la cabeza y jadeando entre una nube de polvo que se había levantado del reseco suelo de madera. El peso del portatrajes lo oprimía y tenía la sensación de que estaba a punto de ahogarse, de estar dentro de una gran bolsa de plástico llena de agua. Presa del pánico, dio un puñetazo y entonces notó que el puño se estrellaba contra la superficie lisa, dentro de la cual había algo blando que cedía al golpe.
Harry se quedó inmóvil. Poco a poco logró centrar la mirada y la sensación de estar ahogándose se fue desvaneciendo. Y dio paso a la sensación de estar ahogado.
Desde detrás de una capa de plástico gris lo observaban unos ojos de expresión rota.
Habían encontrado a Marius Veland.