28
Sábado. Consolador

Olaug Sivertsen miraba a Beate con los ojos desorbitados y expresión aterrada mientras la policía comprobaba que todas las balas estaban en su sitio.

—¿Mi Sven? ¡Pero Dios mío, tenéis que comprender que estáis equivocados! Sven es incapaz de hacer daño a nadie.

Beate metió el cargador del revólver en su lugar y se acercó a la ventana de la cocina que daba al aparcamiento de la calle Schweigaardsgate.

—Esperemos que así sea. Pero, para averiguarlo, antes tenemos que detenerlo.

El corazón de Beate latía algo más rápido, pero no demasiado. El cansancio había desparecido cediendo a una ligereza y falta de ánimo, casi como si estuviera bajo la influencia de algún estupefaciente. Era el viejo revólver de su padre. Le había oído decir a un colega que nunca había que fiarse de una pistola.

—¿Así que no dijo nada sobre la hora a la que llegaría?

Olaug negó con la cabeza.

—Dijo que tenía algunos asuntos que atender.

—¿Tiene llave de la puerta principal?

—No.

—Bien. Entonces…

—No suelo cerrar cuando sé que va a venir.

—¿La puerta no está cerrada?

Beate notó que la sangre se le agolpaba en la cabeza y oyó su voz chillona. No sabía con quién estaba más enfadada. Si con aquella señora mayor que había recibido protección policial, pero que, al mismo tiempo, dejaba la puerta principal abierta para que pudiera entrar su hijo, o consigo misma, por no haber comprobado algo tan elemental.

Respiró profundamente para templar el tono de su voz.

—Quiero que te quedes aquí sentada, Olaug. Yo iré al pasillo para…

—¡Hola!

La voz resonó a espaldas de Beate, cuyo corazón latía rápidamente, ahora demasiado rápido. Se giró rauda con el brazo derecho extendido y el fino dedo índice doblado en torno al duro gatillo. Una figura llenaba el vano de la puerta. Ni siquiera lo oyó entrar. Buena, muy buena y tonta, muy tonta.

—¡Guau! —dijo la voz riéndose.

Beate centró la vista en la cara. Vaciló otra fracción de segundo antes de aflojar la presión contra el gatillo.

—¿Quién es? —preguntó Olaug.

—La caballería, señora Sivertsen —explicó la voz—. El comisario Tom Waaler.

Tras presentarse, le tendió la mano y, mirando a Beate de reojo, dijo:

—Me he tomado la libertad de cerrar la puerta principal, señora Sivertsen.

—¿Dónde está el resto? —preguntó Beate.

—No hay resto. Sólo estamos…

Beate sintió un escalofrío al ver la sonrisa de Tom Waaler.

—… nosotros dos, querida.

Eran las ocho pasadas.

Las noticias de la tele informaban de que un frente frío se aproximaba a Inglaterra y de que pronto se acabaría la ola de calor.

En uno de los pasillos del edificio Postgiro, Roger Gjendem le comentó a un colega que, últimamente, la policía se mostraba muy misteriosa y que se apostaba cualquier cosa a que se estaba cociendo algo. Había oído el rumor de que habían movilizado al POT, cuyo jefe, Sivert Falkeid, llevaba dos días sin atender el teléfono. Tanto el colega como la redacción opinaban que se hacía ilusiones. De modo que sacaron en primera página la noticia del frente frío.

Bjarne Møller estaba en el sofá viendo el programa Beat for Beat. Le gustaba Ivar Dyrhaug. Le gustaban las canciones. Y no le importaba que en el trabajo opinasen que era un programa familiar un tanto conservador y más bien para señoras mayores. A él le gustaba lo familiar. Y con frecuencia pensaba que en Noruega debía de haber muchos cantantes con talento que nunca salían a la luz. Pero Møller no lograba concentrarse aquella noche en los fragmentos de texto y en la puntuación, sólo miraba con apatía mientras su mente vagaba hacia el informe telefónico que Harry acababa de darle sobre el estado de la investigación.

Miró el reloj y el teléfono por quinta vez en media hora. Habían acordado que Harry llamaría en cuanto supieran algo más. Y el jefe de la Policía Judicial le había pedido a Møller que lo informase una vez terminado el operativo. Møller se preguntaba si el jefe de la Policía Judicial tendría televisor en su cabaña y si estaría, como él, sentado ante la pantalla viendo la segunda y la tercera palabra en el panel —just y called—, con la solución en la punta de la lengua y la mente en otro lugar.

Otto dio una calada. Cerró los ojos y vio las ventanas inundadas de luz, oyó el crujir de las hojas secas al viento y sintió la decepción que lo embargaba cuando, en el interior de la casa, corrían las cortinas. La otra lata estaba tirada en el arcén. Nils se había ido a casa.

A Otto se le había terminado el tabaco, pero el capullo del policía que se llamaba Harry le había dado un cigarrillo. Harry sacó el paquete de Camel Light del bolsillo media hora después de que Waaler se hubiera pirado. Una buena elección, salvo por lo de light. Falkeid los miró con desaprobación cuando empezaron a fumar, pero no dijo una palabra. Harry fumaba despacio mientras escrutaba atento las imágenes, estudiándolas una a una. Como si aún pudiera haber algo que no hubiesen detectado.

—¿Qué es eso? —preguntó Harry señalando una de las imágenes a la izquierda de la pantalla.

—¿Esto?

—No, más arriba. En el cuarto piso.

Otto miró fijamente la imagen de otro pasillo vacío y paredes de color amarillo pálido.

—No veo nada de particular —admitió Otto.

—Encima de la tercera puerta a mano derecha. En el yeso.

Otto se fijó en el detalle. Había unas marcas blancas. Primero pensó que se podía deber a un intento fallido de montar una de las cámaras, pero no recordaba que hubieran hecho un agujero allí.

Falkeid se inclinó.

—¿Qué es?

—No sé —dijo Harry—. ¿Cómo funciona esto, Otto? ¿Se puede ampliar justo…?

Otto arrastró la flecha hasta la imagen y enmarcó en un pequeño triángulo una porción de pared justo encima de la puerta. Apretó dos teclas. De repente, el detalle cubría toda la pantalla de 21 pulgadas.

—Santo cielo —musitó Harry.

—Sí, no es cualquier cosa —convino Otto con orgullo dándole unas palmaditas cariñosas a la consola. Estaba a punto de sentir cierta simpatía por el tal Harry.

—La estrella del diablo —susurró Harry.

—¿Qué?

Pero el policía ya se había vuelto hacia Falkeid.

—Diles a Delta uno, o como coño se llamen, que se preparen para entrar en el 406. Espera hasta que me veáis en la pantalla.

El policía se había levantado y había sacado una pistola que Otto reconoció de las noches que pasó buscando en Internet tras teclear la palabra handguns. Una Glock 21. No entendía el qué, pero era obvio que algo estaba pasando, algo que podía significar que, después de todo, tendría su primicia.

El agente ya había salido por la puerta.

—Alfa a Delta uno —dijo Falkeid soltando el botón del walkie-talkie.

Y se oyó un ruido. Un ruido de estrellas maravilloso y chisporroteante.

Harry entró y se detuvo delante del ascensor. Dudó un instante. Cogió el picaporte de la puerta y la abrió. Se le detuvo el corazón al ver la verja negra. La cancela corredera.

Soltó la puerta como si se hubiera quemado y dejó que se cerrase sola. De todos modos, ya era demasiado tarde, habían llegado al patético sprint final hacia el andén, como cuando sabemos que el tren ya ha salido, como si quisiéramos atisbarlo en una visión fugaz antes de que desaparezca.

Harry subió por las escaleras. Intentaba hacerlo con tranquilidad. ¿Cuándo estuvo allí el hombre? ¿Dos días atrás? ¿La semana anterior?

No aguantaba más. Cuando empezó a correr, las suelas de los zapatos resonaron como papel de lija en los peldaños. Le gustaría atisbar esa visión fugaz.

Aún no había acabado de girar a la izquierda por el pasillo del cuarto piso cuando vio salir por la puerta del fondo a tres hombres vestidos de negro.

Harry se detuvo bajo la estrella tallada que resplandecía blanca sobre la pared amarilla.

Debajo del número de apartamento —406—, se leía un nombre. «VELAND». Y debajo del nombre, había una hoja de papel pegada con dos trozos de cinta adhesiva.

«ESTOY DE VIAJE. MARIUS».

Hizo un gesto a Delta uno para indicarles que podían empezar.

Seis segundos más tarde, ya habían abierto la puerta.

Harry les pidió que se quedasen fuera y entró solo. Aquello estaba vacío.

Revisó la habitación con detenimiento. Estaba limpia y ordenada. Demasiado ordenada. No cuadraba con el póster de Iggy Pop que había colgado en la pared, encima del sofá cama. Unos libros de bolsillo manoseados en la estantería, sobre el pulcro escritorio. Al lado de los libros, cinco o seis llaves sujetas por un llavero con forma de calavera. Una foto de una chica sonriente bronceada por el sol. La novia o una hermana, pensó Harry. Entre un libro de Bukowski y un radiocasete, se veía un dedo pulgar como de cera pintado de blanco, que apuntaba hacia arriba, como dándole el visto bueno. Todo listo. Todo OK. Ya se vería.

Harry miró a Iggy Pop, el torso desnudo y flaco, las cicatrices autoinfligidas, la mirada intensa desde las profundas cuencas de los ojos, un hombre que tenía pinta de haber pasado por una o varias crucifixiones. Harry tocó el pulgar en la estantería. Demasiado blando para ser de yeso o de plástico, casi parecía un dedo de verdad. Frío, pero auténtico. Pensó en el consolador de la casa de Barli mientras olía el pulgar blanco. Olía a una mezcla de formol y pintura. Lo sujetó entre dos dedos y apretó. La pintura se agrietó. Harry se retiró hacia atrás cuando notó el olor penetrante.

—Beate Lønn.

—Aquí Harry. ¿Qué tal vais?

—Seguimos esperando. Waaler se ha situado en el pasillo y nos ha echado a mí y a la señorita Sivertsen a la cocina. Y luego hablan de la liberación de la mujer.

—Llamo desde el 406 del edificio de apartamentos. Ha estado aquí.

—¿Ha estado ahí?

—Ha tallado una estrella del diablo encima de la puerta. El chico que vive aquí, un tal Marius Veland, ha desaparecido. Los vecinos llevan varias semanas sin verlo. Y en la puerta hay una nota que dice que ha salido de viaje.

—Bueno. Puede que esté realmente de viaje, ¿no?

Harry se había percatado de que Beate había empezado a utilizar los mismos giros que él al hablar.

—Lo dudo —objetó Harry—. Su dedo pulgar sigue en el apartamento. En un estado próximo al embalsamado.

Siguió un denso silencio al otro lado.

—He llamado a algunos de tus amigos de la Científica. Están en camino.

—Pero… no entiendo —confesó Beate—. ¿No teníais vigilado todo el edificio?

—Bueno, sí. Pero no hace veinte días, cuando esto sucedió.

—¿Veinte días? ¿Cómo lo sabes?

—Porque encontré el número de teléfono de sus padres y llamé. Recibieron una carta en la que Marius les comunicaba que se iba a Marruecos. El padre me aseguró que, si no recuerda mal, es la primera vez que reciben carta de Marius, siempre llama por teléfono. El matasellos de la carta es de hace veinte días.

—Veinte días —repitió Beate en voz baja.

—Veinte días. O sea, exactamente cinco días antes del primer asesinato, el de Camilla Loen. O sea…

Harry oyó en el auricular la respiración nerviosa de Beate.

—… el que, hasta ahora, hemos considerado el primer asesinato —concluyó Harry.

—Dios mío.

—Hay más. Hemos reunido a los inquilinos y les hemos preguntado si recuerdan algo de aquel día y la chica del 303 dice que recuerda que estuvo tomando el sol en el césped, delante del edificio, justo aquella tarde. Y que en el camino de regreso se encontró con un mensajero ciclista. Y lo recuerda porque no es muy frecuente verlos por aquí y porque, un par de semanas más tarde, cuando los periódicos empezaron a escribir sobre el mensajero asesino, se lo comentó a otras personas de su pasillo.

—¿Así que ha hecho trampa con el orden?

—No —dijo Harry—. Lo que pasa es que yo soy demasiado estúpido. ¿Recuerdas que me preguntaba si el dedo que cortaba a las víctimas también sería una especie de clave? Pues eso. Es lo más obvio. El pulgar. Empezó desde la izquierda de la mano izquierda en la primera víctima y continuó hacia la derecha. No hacía falta ser un genio para entender que Camilla Loen era la número dos.

—Ya.

«Ya lo ha vuelto a hacer», pensó Harry. «Habla como yo».

—Entonces, sólo falta el número cinco —dijo Beate—. El dedo meñique.

—Comprendes lo que eso significa, ¿no?

—Que ahora nos toca a nosotros. Que todo el tiempo nos ha tocado a nosotros. Dios mío, ¿de verdad tiene pensado…? Ya sabes.

—¿Está su madre sentada a tu lado?

—Sí. Cuéntame lo que va a hacer, Harry.

—No tengo ni idea.

—Ya sé que no tienes ni idea, pero cuéntamelo de todas formas.

Harry titubeó.

—Vale. Una fuerza motriz muy fuerte en los asesinos en serie es el desprecio hacia sí mismos. Y ya que el quinto asesinato es el último, el definitivo, hay una posibilidad muy grande de que tenga pensado matar a su progenitura. O a sí mismo. O ambas cosas. No tiene nada que ver con la relación con su madre, sino con la relación consigo mismo. De todos modos, la elección del lugar del crimen es lógica.

Pausa.

—¿Estás ahí, Beate?

—Sí. Se crió como «hijo de alemán».

—¿Quién?

—El que está en camino.

Otra pausa.

—¿Por qué está Waaler esperando solo en el pasillo?

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque lo normal sería que lo detuvierais los dos. Es más seguro que dejarte a ti en la cocina.

—Puede ser —dijo Beate—. Mi experiencia en este tipo de operativos es escasa. Supongo que sabrá lo que hace.

—Sí —dijo Harry.

Un mar de pensamientos lo invadió de pronto. Pensamientos que Harry intentaba ahuyentar.

—¿Pasa algo, Harry?

—Bueno —dijo Harry—. Se me ha terminado el tabaco.