El humor de Otto Tangen estaba mejorando notablemente.
Había dormido un par de horas y se había despertado con un insoportable dolor de cabeza y unos fuertes golpes en la puerta. Cuando abrió entraron Waaler, Falkeid —del POT— y un tipo que dijo llamarse Harry Hole que no tenía pinta de ser comisario. Lo primero que hizo fue quejarse del ambiente que reinaba en su autobús. En cualquier caso, después de haber tomado café de uno de los cuatro termos, con las pantallas encendidas y las cintas de grabación colocadas, Otto experimentó ese maravilloso cosquilleo de excitación que solía notar cuando sabía que el objetivo estaba cerca.
Falkeid explicó que habían tenido policías de paisano alrededor del edificio desde la noche anterior. La unidad canina había peinado la azotea y el sótano para comprobar que no hubiese nadie escondido en el bloque. Cuantos anduvieron entrando y saliendo eran inquilinos. Salvo la chica del 303, que llegó acompañada de un tío, pero, según le explicó al policía de la entrada, era su novio. Los hombres de Falkeid esperaban órdenes en sus puestos.
Waaler asintió con la cabeza.
Falkeid comprobaba las comunicaciones por radio cada cierto tiempo. Era cosa del equipo del grupo de Operaciones Especiales y no responsabilidad de Otto. Éste mantenía los ojos cerrados y disfrutaba de las impresiones acústicas, aquel instante de sonido envolvente que se producía cuando soltaban el botón de emisión y resonaban las claves murmuradas e ininteligibles, como si fuera un lenguaje de los malos sólo para adultos.
—Smork tinne. —Otto formuló las palabras con los labios, sin pronunciarlas, mientras se imaginaba sentado en un manzano una tarde de otoño espiando a los mayores al otro lado de las ventanas iluminadas, susurrando smork tinne en una lata sujeta con un hilo que discurría por encima de la valla a cuyo pie aguardaba agazapado su amigo Nils, con otra lata pegada a la oreja. Si no se había cansado antes y se había marchado a casa a cenar. Esas latas jamás funcionaron como decía el Libro del pájaro carpintero.
—Estamos listos para salir al aire —dijo Waaler—. ¿Tienes el reloj preparado, Tangen?
Otto asintió con la cabeza.
—Mil seiscientos —dijo Waaler—. Exactamente… ¡ahora!
Otto puso en marcha el reloj en la grabadora. Décimas y segundos corrían por la pantalla. Notaba una risa muda, alegre e infantil que le removía las entrañas. Mejor que los bollos de nata de Aud Rita. Mejor que cuando suspiraba ceceando las cosas que quería que le hiciera.
Showtime.
Cuando abrió la puerta a Beate, Olaug Sivertsen sonrió como si se tratara de una visita largamente esperada.
—¡Usted otra vez! Entre. No se quite los zapatos. Este calor es horrible, ¿no le parece?
Olaug Sivertsen precedió a Beate pasillo adentro.
—No se preocupe, señorita Sivertsen. Parece que este asunto se va a resolver pronto.
—Por mí puede durar lo que sea, mientras siga recibiendo visitas —dijo riendo antes de taparse la boca con repentino temor—. ¡Vaya, qué estoy diciendo! Ese hombre mata a las personas, ¿no?
El reloj de pared del salón marcó las cuatro cuando entraron.
—¿Té, querida?
—Con mucho gusto.
—¿Puedo ir a la cocina sola?
—Sí, pero si puedo acompañarla…
—Venga, venga.
Aparte de la encimera y el frigorífico, no parecía que hubiesen renovado la cocina desde los tiempos de la guerra. Beate se sentó en una silla ante la gran mesa de madera mientras Olaug ponía el agua a hervir.
—Aquí huele muy bien —comentó Beate.
—¿De verdad?
—Sí. Me gustan las cocinas que huelen así. La verdad sea dicha, prefiero la cocina. Los salones no me gustan tanto.
—¿No? —Olaug Sivertsen ladeó la cabeza—. ¿Sabes qué? Creo que tú y yo no somos tan diferentes. Yo también soy más de cocinas.
Beate sonrió.
—El salón muestra lo que uno quiere aparentar. En la cocina la gente se relaja más, como si allí se le permitiera ser ella misma. ¿Te has fijado en que hemos empezado a tutearnos nada más entrar aquí?
—Sí, creo que tienes razón.
Las dos mujeres se rieron.
—¿Sabes qué? —dijo Olaug—. Me alegro que te hayan enviado a ti. Me gustas. Y no tienes por qué sonrojarte, querida, no soy más que una anciana solitaria. Reserva esas flores en las mejillas para algún caballero. ¿O acaso estas casada? ¿No? Ah, bueno, pero tampoco es el fin del mundo.
—Y tú, ¿has estado casada?
—¿Yo?
Se rió mientras sacaba las tazas.
—No, era tan joven cuando tuve a Sven que jamás vi la oportunidad.
—¿No?
—Sí, supongo que tuve alguna que otra oportunidad. Pero una mujer de mi condición se cotizaba muy bajo en aquellos tiempos, así que las ofertas que recibía procedían en su mayoría de hombres a los que nadie quería. Por eso se dice encontrar «pareja».
—¿Sólo porque eras madre soltera?
—Porque Sven era hijo de un alemán, querida.
La tetera empezó a silbar suavemente.
—Ya, comprendo —dijo Beate—. Entonces, quizá no lo pasó muy bien de pequeño, ¿no?
Olaug se quedó mirando al infinito sin prestar atención al insistente silbido.
—Peor de lo que puedas imaginar. Aún se me saltan las lágrimas cuando pienso en ello. Pobre chico.
—El agua del té…
—Vaya. Me estoy volviendo senil.
Olaug cogió la tetera y sirvió las tazas.
—¿A qué se dedica ahora tu hijo? —preguntó Beate mirando el reloj. Las seis menos cuarto.
—Se dedica a la importación. Diferentes mercancías de países de Europa del Este.
Olaug sonrió.
—No sé si se hará rico con eso, pero me gusta cómo suena. «Importación». Es una tontería, pero me gusta.
—Pero eso significa que le ha ido bien. Pese a las dificultades de la infancia, quiero decir.
—Sí, aunque no siempre ha sido así. De hecho, creo que lo encontraréis en vuestros archivos.
—Hay mucha gente en esos archivos. Y muchos que al final han acabado bien.
—Pasó algo cuando se fue a Berlín. No sé exactamente qué, a Sven nunca le ha gustado hablar de lo que hace. Siempre tan misterioso… Pero supongo que iría a buscar a su padre. Y estoy por pensar que fue positivo para la visión que ahora tiene de sí mismo. Ernst Schwabe era un hombre muy apuesto. —Olaug dejó escapar un suspiro, antes de añadir—: Claro que puedo estar equivocada. Lo único cierto es que Sven cambió.
—¿En qué sentido?
—Se serenó. Antes siempre daba la impresión de estar persiguiendo algo.
—¿El qué?
—Todo. Dinero. Aventuras. Mujeres. Se parece a su padre, ¿sabes? Un romántico incorregible y seductor de mujeres. A Sven también le gustan las mujeres jóvenes. Y él a ellas. Pero tengo la sospecha de que ha encontrado a alguien especial. Dijo por teléfono que tenía noticias para mí. Sonaba alterado.
—¿No dijo de qué se trataba?
—Dijo que quería esperar a estar en casa.
—¿A estar en casa?
—Sí, llega esta noche, después de una reunión. Se queda en Oslo hasta mañana y luego regresará.
—¿A Berlín?
—No, no. Hace mucho que Sven no vive allí. Ahora vive en Chequia. En Bohemia, suele decir el muy cursi. ¿Has estado allí?
—¿En… Bohemia? ¿En Praga?
Marius Veland miraba por la ventana del apartamento 406. Había una chica sobre una toalla extendida en el césped, delante del bloque de apartamentos. Se parecía un poco a la del 303 que él había bautizado con el nombre de Shirley, por Shirley Manson, del grupo Garbage. Pero no era ella. El sol que imperaba sobre el fiordo de Oslo se había escondido tras las nubes. En realidad, había empezado a hacer calor y habían pronosticado una nueva ola para la próxima semana. Verano en Oslo. A Marius Veland le hacía ilusión. La alternativa habría sido volver a su casa, en Bofjord, contemplar el sol de media noche y trabajar durante el verano en la gasolinera. Volver a las hamburguesas de su madre y a las interminables preguntas de su padre sobre por qué había empezado a estudiar medios de comunicación en Oslo, a pesar de tener notas para estudiar ingeniería en la NTNU, la Universidad de Ciencias y Tecnología de Trondheim. Volver a pasar los sábados en la casa del pueblo junto con vecinos borrachos y compañeros de colegio gritones que no habían podido salir del pueblo y que opinaban que quienes lo habían conseguido eran traidores, a las bandas de música de baile que se hacían llamar bandas de blues pero que no tenían el menor reparo en machacar a Creedence y Lynyrd Skynyrd. Pero aquélla no era la única razón por la que se quedaba en Oslo ese verano. Había conseguido el trabajo de sus sueños. Iba a escribir. A escuchar discos, a ver películas y le pagarían por teclear su opinión en un ordenador. Se había pasado los dos últimos años enviando sus reseñas a varias de las revistas más conocidas, sin resultado, pero la semana anterior estuvo en el So What!, donde un amigo le presentó a Runar. Runar le contó que estaba liquidando la tienda de ropa que regentaba para fundar Zone, una revista gratuita cuyo primer número saldría, según tenía planeado, en el mes de agosto. El amigo dejó caer que a Marius le gustaba escribir reseñas, Runar le dijo que le gustaba su camisa y lo contrató allí mismo. Como reseñista, Marius tenía que reflejar «valores neourbanitas que abordasen la cultura popular con una ironía que no había de ser fría, sino ferviente, experta e incluyente». Así describió Runar el trabajo que esperaba que realizara Marius, que percibiría por ello una generosa compensación. No en metálico, sino con entradas para conciertos, para el cine, para nuevos locales de alterne, y con el acceso a un ambiente donde podría establecer contactos interesantes con vistas al futuro. Ésta era su oportunidad y debía prepararse convenientemente. Claro que él tenía una visión global bastante completa, pero Runar le había prestado un CD de su colección para que se pusiera aún más al corriente acerca de la historia de la música pop. Los últimos días del rock americano de la década de los ochenta del siglo pasado: REM, Green On Red, Dream Syndicate, Pixies. En aquel momento estaba escuchando Violent Femmes. Sonaba pasado de moda, pero enérgico.
Let me go wild. Like a blister in the sun!
Allá abajo, la chica se levantó de la toalla. Habría empezado a hacer fresco. Marius la siguió con la mirada en su marcha hacia el edificio de al lado. La chica se encontró por el camino con alguien que iba en bicicleta. Parecía un mensajero. Marius cerró los ojos. Podría escribir.
Otto Tangen se frotó los ojos con unos dedos que amarilleaban por la nicotina. Se percibía en el autobús la intranquilidad más absoluta, bien habría podido confundirse con la tranquilidad más absoluta. Nadie se movía, nadie dijo nada. Eran las cinco y veinte y no se había producido el menor movimiento en ninguna de las pantallas, sólo pequeños espacios de tiempo que transcurrían en letras blancas en una esquina de la pantalla. Las gotas de sudor caían entre los jamones de Otto. Cuando uno llevaba un rato así, podía obsesionarse y pensar que quizás alguien había manipulado el equipo y que lo que se veía era una grabación del día anterior o algo por el estilo.
Otto tamborileaba con los dedos junto al teclado. El capullo de Waaler les había prohibido fumar.
Otto se inclinó hacia la derecha y expulsó un pedo mudo mientras echaba una ojeada al tipo rubio con el pelo de punta. Se había pasado todo el rato sentado en una silla y, desde que llegó, no había pronunciado una sola palabra. Parecía un portero muerto de hambre.
—No parece que nuestro hombre tenga pensado trabajar hoy —dijo Otto—. Tal vez piense que hace demasiado calor. Puede que haya decidido dejarlo para mañana y que se haya ido a Aker Brygge a tomar una cerveza. El hombre del tiempo dijo que…
—Cierra la boca, Tangen.
Waaler se lo dijo en voz baja, pero lo bastante alto como para que lo oyera.
Otto suspiró profundamente y se encogió de hombros.
El reloj en la esquina de la pantalla indicaba las cinco y veintiún minutos.
—¿Alguien ha vuelto a ver al tipo del 303?
Era la voz de Waaler. Otto se dio cuenta de que lo estaba mirando a él.
—Yo estuve durmiendo por la mañana.
—Quiero que se controle el 303. ¿Falkeid?
El jefe del grupo de Operaciones Especiales carraspeó.
—No considero que el riesgo…
—Ahora, Falkeid.
Los ventiladores que refrigeraban los equipos zumbaban mientras Falkeid y Waaler se sostenían la mirada.
Falkeid volvió a carraspear.
—Alfa a Charlie dos, entra. Cambio.
Se oyó un rumor.
—Charlie dos.
—Controla el 303 ahora mismo.
—Recibido. Controlo 303.
Otto miró la pantalla. Nada. A ver si…
Allí estaban.
Tres hombres. Uniformes negros, capuchas negras, metralletas negras, botas negras. Pasó muy rápido, pero resultaba extrañamente carente de dramatismo. Era el sonido. No había sonido.
No utilizaron esos explosivos tan prácticos y manejables para abrir la puerta, sino un anticuado pie de cabra. Otto estaba desilusionado. Sería por los recortes.
Los hombres mudos de la pantalla se colocaron en formación, como si estuvieran en la línea de salida de una competición, uno de ellos con el pie de cabra metido bajo la cerradura, los otros dos a un metro de distancia con las armas levantadas. Y, de repente, comenzaron a actuar. Fue como un único movimiento coordinado, como un paso de baile de locos. La puerta se abrió en un segundo, los dos que estaban preparados entraron a la carrera y el tercero los siguió lanzándose literalmente de cabeza. Otto ya estaba pensando en el momento en que le enseñaría la grabación a Nils. La puerta se cerró a medias. Realmente, era una pena que no hubiesen podido instalar cámaras en las habitaciones.
Ocho segundos.
La radio de Falkeid chisporroteaba.
—303 controlado. Una chica y un chico, no van armados.
—¿Y están vivos?
—Sí, están muy… vivos.
—¿Has cacheado al chico, Charlie dos?
—Está desnudo, Alfa.
—Sácalo de ahí —gritó Waaler—. ¡Mierda!
Otto miró fijamente la puerta del 303. Lo habían hecho. Estaba desnudo. Habían estado haciéndolo toda la noche y todo el día. Miró como embrujado hacia la puerta.
—Que se ponga algo de ropa y te lo traes hasta la posición, Charlie dos.
Falkeid dejó el walkie-talkie, miró a los otros e hizo un gesto lento de negación con la cabeza.
Waaler dio un fuerte golpe con la mano abierta en el reposabrazos de la silla.
—El autobús también estará libre mañana —dijo Otto echando una ojeada rápida al comisario.
Ahora había que ir con un poco de cuidado.
—No cobro más por ser domingo, pero tengo que saber cuándo…
—Oye, mira allí.
Otto se dio la vuelta automáticamente. Era el portero que por fin abría la boca. Señalaba la pantalla central.
—En el portal. Entró por la puerta y se fue directamente al ascensor.
Durante dos segundos hubo un silencio total en el autobús. Luego se oyó la voz de Falkeid en el walkie-talkie.
—Alfa a todas las unidades. Posible objeto acaba de entrar en el ascensor. Stand-by.
—No gracias —sonrió Beate.
—Bueno, supongo que estarás harta de galletas —suspiró la señora mayor dejando la caja sobre la mesa—. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Me alegrará ver a Sven ahora que estoy sola.
—Sí, me imagino que puede resultar un poco solitario vivir en una casa tan grande.
—Bueno, hablo bastante con Ina. Pero se fue hoy a la cabaña de ese amigo que tiene. Le he pedido que me lo presente, pero los jóvenes de hoy en día sois tan raros con respecto a esas cosas… Es como si quisierais probarlo todo, al mismo tiempo que pensáis que nada durará, quizá por eso os andáis con tanto misterio.
Beate miró el reloj con disimulo. Harry había prometido llamar en cuanto hubiera acabado todo.
—Estás pensando en otra cosa, ¿verdad?
Beate asintió despacio con la cabeza.
—No importa —dijo Olaug—. Ojalá lo atrapéis.
—Sven es un buen hijo.
—Sí, es verdad. Y si me hubiera visitado siempre tan a menudo como lo hace últimamente, no me quejaría.
—¿Ah sí? ¿Cómo de a menudo te visita ahora? —preguntó Beate. Debería haber acabado ya. ¿Por qué no llamaba Harry? ¿Acaso no se había presentado al final?
—Una vez por semana en las últimas cuatro semanas. En realidad, con más frecuencia aún: ha venido cada cinco días. Estancias cortas. Estoy convencida de que tiene a alguien esperándolo allí en Praga. Y como dije, creo que esta noche trae noticias.
—Ya.
—La última vez me trajo una joya. ¿Quieres verla?
Beate miró a la señora mayor. Y de repente tomó conciencia de lo cansada que estaba. Cansada del trabajo, del mensajero asesino, de Tom Waaler y de Harry Hole. De Olaug Sivertsen y, sobre todo, de sí misma, de la buena y cumplidora Beate Lønn que creía que podía conseguir algo, cambiar algo, sólo con ser buena, buena y aplicada, aplicada y cumplidora. Ya era hora de cambiar, pero no sabía si tenía ganas de hacerlo. Más que nada, quería irse a casa, esconderse bajo el edredón y dormir.
—Tienes razón —dijo Olaug—. No es gran cosa. ¿Más té?
—Con mucho gusto.
Olaug estaba a punto de servirle otra vez cuando vio que Beate cubría la taza con la mano.
—Perdona —dijo Beate entre risas—. Lo que quería decir era que me gustaría verla.
—Que…
—Ver la joya que te regaló tu hijo.
A Olaug se le iluminó la cara y se encaminó a la cocina.
Buena, pensó Beate. Se acercó la taza a los labios. Llamaría a Harry para saber cómo iban las cosas.
—Aquí está —dijo Olaug.
La taza de té de Beate, es decir, la taza de té de Olaug Sivertsen, o más exactamente, la taza de té de la Whermacht, se detuvo a medio camino.
Beate se quedó mirando fijamente el broche.
—Sven los importa —explicó Olaug—. Al parecer, sólo se tallan de esta manera en Praga.
Era un diamante. Con forma de pentagrama.
Beate pasó la lengua por dentro de la boca para eliminar la sequedad.
—Tengo que llamar a alguien —dijo.
La sequedad no quería remitir.
—¿Podrías buscar una foto de Sven, mientras tanto? A ser posible, una reciente. Hay cierta urgencia.
Olaug la miró desconcertada pero asintió con la cabeza.
Otto respiraba con la boca abierta, mientras miraba a la pantalla registrando las voces a su alrededor.
—Posible objeto entra en el sector de Bravo dos. Posible objeto se para delante de puerta. ¿Preparados, Bravo dos?
—Aquí Bravo dos. Preparados.
—El objeto se ha detenido. Busca algo en el bolsillo. Podría ser un arma, no le vemos la mano.
La voz de Waaler.
—Ahora. En marcha, Bravo dos.
—Extraño —murmuró el portero.
Al principio, Marius Veland creyó que no había oído bien, pero bajó el volumen de Violent Femmes para asegurarse. Y volvió a oírlo. Llamaban a la puerta. ¿Quién sería? Por lo que él sabía, todos los demás vecinos del pasillo se habían ido a sus casas a pasar el verano. Aunque no Shirley, la había visto en la escalera el día anterior. Estuvo a punto de pararse y preguntarle si quería acompañarlo a un concierto. O a ver una película. O a un estreno. Gratis. Lo que ella eligiera.
Marius se levantó y notó cómo empezaban a sudarle las manos. ¿Por qué? No había ninguna razón lógica para que fuera ella… Miró a su alrededor y se dio cuenta de que, realmente, no se había fijado bien en su apartamento hasta aquel momento. No tenía suficientes cosas para que pudiera estar desordenado. Las paredes estaban desnudas, aparte de un póster de Iggy Pop con rasguños y una triste librería que no tardaría en verse atestada de CD y DVD gratuitos. Era un apartamento patético, sin carácter. Sin… Volvieron a llamar. Remetió a toda prisa una esquina del edredón que sobresalía por el respaldo del sofá cama y se encaminó a la puerta. Abrió. No podía ser ella. No podría… No era ella.
—¿Señor Veland?
—¿Sí?
Marius observaba atónito al hombre.
—Tengo un paquete para ti.
El hombre se quitó la mochila, sacó un sobre tamaño A4 y se lo entregó. Marius miró el sobre blanco con un sello. No había nombre escrito.
—¿Seguro que es para mí? —preguntó.
—Sí. Necesito un recibo…
El hombre le tendió una carpeta con un folio sujeto por una pinza.
Marius lo miró inquisitivamente.
—Lo siento, ¿no tendrás un bolígrafo? —preguntó el hombre sonriendo.
Marius no dejaba de observarlo. Había algo en él que no cuadraba. Algo que no podía precisar.
—Un momento —dijo Marius.
Se llevó el sobre consigo, lo dejó en la estantería, junto al llavero con el cráneo, buscó el bolígrafo en el cajón y se dio la vuelta. Marius se sobresaltó al ver que el hombre estaba tras él en el penumbroso pasillo.
—No te he oído —dijo Marius escuchando resonar su propia risa nerviosa que retumbaba entre las paredes.
No es que tuviera miedo. En su pueblo natal, la gente solía pasar sin más. Para que no saliera el calor. O para que no entrara el frío. Pero había algo extraño en aquel hombre. Se había quitado las gafas y el casco y Marius vio ahora qué era lo que no encajaba. Era viejo. Los mensajeros ciclistas solían ser chicos jóvenes. Tenía el cuerpo delgado y bien entrenado y podía pasar por el de una persona joven, pero la cara pertenecía a un hombre con más de treinta, incluso con más de cuarenta.
Marius estaba a punto de abrir la boca cuando su mirada reparó en el objeto que el mensajero sujetaba en la mano. Había luz en la habitación y el pasillo estaba a oscuras, pero Marius Veland había visto suficientes películas para reconocer el contorno de una pistola alargada por un silenciador.
—¿Es para mí? —soltó de pronto.
El hombre sonrió y lo encañonó con la pistola. Directamente a él. A su cara. Y entonces Marius comprendió que debía tener miedo.
—Siéntate —dijo el hombre—. El bolígrafo es para ti. Abre el sobre.
Marius se dejó caer en la silla.
—Vas a escribir —explicó el hombre.
—¡Buen trabajo, Bravo dos!
Falkeid gritaba y tenía la cara de un rojo encendido.
Otto respiraba intensamente por la nariz. En la pantalla se veía al objetivo tumbado en el suelo boca abajo delante del 205, con las manos esposadas a la espalda. Y lo mejor de todo, tenía la cara torcida hacia la cámara, así que se podía apreciar el asombro y ver cómo se retorcía de dolor, ver cómo aquel cerdo poco a poco se percataba de su derrota. Era una primicia. No, era más que eso, era una grabación histórica. El dramático desenlace del verano sangriento de Oslo: «El mensajero asesino detenido cuando estaba a punto de cometer su cuarto asesinato». El mundo entero lucharía por enseñarlo. ¡Dios mío! Él, Otto Tangen, era un hombre rico. Se acabó la mierda de trabajo en el 7-Eleven, nada de capullos tipo Waaler, podría comprar… podría… Aud Rita y él podrían…
—No es él —dijo el portero.
El autobús se quedó en silencio.
Waaler se inclinó en la silla.
—¿Qué dices, Harry?
—No es él. Dos cero cinco es uno de los apartamentos donde no pudimos dar con el inquilino. Según la lista se llama Odd Einar Lillebostad. Es difícil distinguir lo que lleva el tío en la mano, pero a mí me parece que es una llave. Lo siento, señores, pero apuesto a que Odd Einar Lillebostad acaba de llegar a su casa.
Otto escrutó la imagen. Tenía un equipo por valor de más de un millón, un equipo que había sido adquirido e hipotecado, capaz de sacar un detalle de la mano y de ampliarlo sin dificultad para comprobar si aquel capullo de portero tenía razón. Pero no era necesario. La rama del manzano crujía. La luz entraba a raudales por las ventanas del jardín. Y chisporroteaba en la lata.
—Bravo dos a Alfa. Según su tarjeta de crédito, ese tío se llama Odd Einar Lillebostad.
Otto cayó pesadamente hacia atrás en la silla.
—Tranquilos, señores —intervino Waaler—. Todavía puede presentarse. ¿No es verdad, Harry?
El capullo de Harry no contestó. Y en ese momento le sonó el móvil.
Marius Veland miró los dos folios en blanco que había sacado del sobre.
—¿Quiénes son tus parientes más próximos? —preguntó el hombre.
Marius tragó saliva con la intención de contestar, pero la voz no le obedecía.
—No te voy a matar —le advirtió el hombre—. Si haces lo que te digo no lo haré.
—Mis padres —respondió Marius en un susurro que sonó como un SOS lastimero.
El hombre le ordenó que escribiera en el sobre los nombres y la dirección de sus padres. Marius apoyó el bolígrafo en el papel. Los nombres. Aquellos nombres que tan bien conocía. Y la dirección de Bofjord. Después miró fijamente lo escrito. Le había salido una letra torcida y como temblorosa.
El hombre empezó a dictarle la carta. La mano de Marius se movía apática sobre la hoja.
«¡Hola! ¡Se me ha ocurrido de repente! Me voy a Marruecos con Georg, un chico marroquí al que conocí no hace mucho. Nos quedaremos en casa de sus padres, en un pequeño pueblo de montaña llamado Hassane. Estaré fuera cuatro semanas. Parece que allí la cobertura telefónica no es muy buena, pero intentaré escribir, aunque, según Georg, el servicio de Correos no es de los mejores. Os llamaré en cuanto vuelva. Saludos…»
—Marius —dijo Marius.
—Marius.
Hecho esto, el hombre le dijo a Marius que metiera la carta en el sobre y que lo guardara en la mochila que él tenía en la mano.
—En el otro folio, escribe «Vuelvo dentro de cuatro semanas». Firma con la fecha de hoy y escribe tu nombre. Vale, gracias.
Marius estaba sentado mirando su regazo con el hombre justo a su espalda. La brisa movía la cortina. Fuera trinaban histéricos los pájaros. El hombre se inclinó y cerró la ventana. Ahora sólo se oía el suave zumbido de la minicadena de la estantería.
—¿Qué canción es? —preguntó el hombre.
—Like a blister in the sun —respondió Marius. Lo había puesto en Repeat. Le gustaba. Le habría hecho una buena reseña. Una reseña «calurosa e incluyente».
—La he oído antes —aseguró el hombre, que encontró el botón del volumen y lo subió—. Pero no recuerdo dónde.
Marius levantó la cabeza y observó por la ventana el verano acallado tras los cristales, el abedul, que parecía decir adiós, el césped verde. En el reflejo, vio que el hombre, a su espalda, levantaba la pistola y le apuntaba a la nuca.
Let me go wild!, ladraban los pequeños altavoces.
El hombre bajó el arma.
—Perdona. Se me había olvidado soltar el seguro. Ya está.
Like a blister in the sun!
Marius cerró los ojos. Shirley. Pensó en ella. ¿Dónde estaría ahora?
—Ahora caigo —dijo el hombre—. Fue en Praga. Se llaman Violent Femmes, ¿no es verdad? Mi novia me llevó a un concierto. No tocan muy bien, ¿no?
Marius abrió la boca para contestar, pero, simultáneamente, se oyó una tos seca procedente de la pistola y nadie supo jamás su opinión.
Otto seguía mirando la pantalla. Detrás de él estaba Falkeid hablando con Bravo dos en el lenguaje de los malos. El capullo de Harry había cogido el móvil que resonaba estridente. No dijo gran cosa. Seguramente, sería una tía fea que quería que la follase, pensó Otto aguzando el oído.
Waaler no decía nada, simplemente se mordía el nudillo mientras observaba inexpresivo cómo se llevaban a Odd Einar Lillebostad. Sin esposas. Sin indicio razonable de sospecha. Sin una mierda.
Otto seguía sin apartar la vista de la pantalla, con la sensación de hallarse junto a un reactor nuclear. El exterior no revelaba nada, el interior estaba rebosante de cosas con las que uno no querría vérselas por nada del mundo. Los ojos clavados en la pantalla.
Falkeid dijo «cambio y cierro» y dejó el chisme de hablar. El capullo de Harry seguía alimentando el suyo con monosílabos.
—No vendrá —dijo Waaler sin dejar de observar las imágenes de pasillos y entradas vacíos.
—¡Qué pronto lo has dicho! —protestó Falkeid.
Waaler negó despacio con la cabeza.
—Sabe que estamos aquí. Lo noto. Está en algún lugar, riéndose de nosotros.
En un árbol de un jardín, pensó Otto.
Waaler se levantó.
—Chicos, vamos a recoger. La teoría del pentagrama no ha funcionado. Mañana empezaremos otra vez desde el principio.
—La teoría es válida.
Los otros tres se volvieron hacia el capullo de Harry, que ya se guardaba el móvil en el bolsillo.
—Se llama Sven Sivertsen —afirmó—. Ciudadano noruego con domicilio en Praga, nacido en Oslo en 1946, pero, según nuestra colega Beate Lønn, aparenta ser mucho más joven. Pesan sobre él dos condenas por contrabando. Le ha regalado a su madre un diamante idéntico a los que hemos encontrado junto a las víctimas. Y la madre dice que la ha visitado en Oslo en las fechas en cuestión. En Villa Valle.
Otto vio que Waaler se había quedado pálido y muy tenso.
—Su madre —susurró Waaler—. ¿En la casa que señalaba el último pico de la estrella?
—Sí —confirmó el capullo de Harry—. La mujer está en casa, esperando la llegada de su hijo. Esta noche. Ya va un coche con refuerzos camino de la calle Schweigaardsgate. Yo tengo el mío aquí cerca.
Se levantó de la silla. Waaler se frotó el mentón.
—Hemos de reagruparnos —dijo Falkeid cogiendo el walkie-talkie.
—¡Espera! —gritó Waaler—. Nadie hará nada hasta que yo lo diga.
Los demás lo miraron expectantes. Waaler cerró los ojos. Transcurrieron dos segundos. Los abrió de nuevo.
—Detén ese coche que está en camino, Harry. No quiero un solo coche de policía a menos de un kilómetro a la redonda de esa casa. Si advierte el menor peligro, habremos perdido. Sé un par de cosas sobre los contrabandistas de los países del Este. Siempre, siempre procuran asegurase la retirada. Ésa es una. La otra es que, si logran desaparecer, nunca vuelves a dar con ellos. Falkeid, tú y tus hombres os quedáis aquí y continuáis el trabajo hasta que se os ordene lo contrario.
—Pero tú mismo has dicho que no…
—Haz lo que te digo. Puede que ésta sea nuestra única oportunidad y, ya que es mi cabeza la que está en juego, me gustaría encargarme personalmente. Harry, tú asumes el mando aquí. ¿Vale?
Otto vio que el capullo de Harry dirigía la vista a Waaler, pero con una mirada ausente.
—¿Vale? —repitió Waaler.
—De acuerdo —dijo el capullo.