Otto Tangen repasaba por última vez la mesa de mezclas la mañana del sábado cuando el sol asomaba por la colina de Ekebergåsen con la promesa de otro récord de calor.
El autobús estaba oscuro y el aire cargado, con un olor a tierra y a ropa podrida que ni Wunderbaum ni el tabaco de liar de Harry eran capaces de ahuyentar. A veces se imaginaba sentado en un búnker, en una trinchera. Con el hedor a muerte en las fosas nasales, pero apartado de lo que ocurría justo afuera.
El bloque de apartamentos se encontraba en medio de un terreno rústico por encima de Kampen, con vistas a Tøyen. A cada lado, y casi paralelamente al viejo edificio de ladrillo de cuatro plantas, había dos bloques de pisos más altos, de los años cincuenta. Habían utilizado la misma pintura y colocado el mismo tipo de ventanas en los apartamentos que en los pisos, probablemente en un intento de otorgar a la zona un aire de conjunto. Pero la diferencia de edad no se dejaba camuflar y seguía dando la impresión como si un tornado hubiese llevado el bloque de apartamentos en volandas y lo hubiera depositado despacio en medio de la comunidad de vecinos.
Harry y Waaler habían acordado dejar el autobús en el aparcamiento, junto con los demás coches, justo enfrente de los apartamentos, donde las condiciones de recepción eran buenas y el autobús no llamaba mucho la atención. Aquéllos que, pese a todo, lo mirasen al pasar, constatarían que el oxidado autobús Volvo de color azul con las ventanas cubiertas de poliestireno pertenecía a la banda de rock Kindergarten Accident, tal y como se leía pintado en negro a ambos lados, con una calavera como punto sobre las íes.
Otto se limpió el sudor y comprobó que todas la cámaras funcionaban, que todos los ángulos estaban cubiertos y que todo lo que se movía fuera de los apartamentos quedaría registrado como mínimo por una cámara, a fin de seguir un objetivo desde que entrase por el portal hasta la puerta de cualquiera de los ochenta apartamentos que se sucedían por los ocho pasillos y las cuatro plantas.
Se habían pasado la noche dibujando planos, calculando y montando cámaras en las paredes. Otto aún notaba aquel sabor amargo y como metálico de mortero seco en la boca y en los hombros de su sucia chaqueta vaquera se veía una capa amarilla como de caspa.
Al final, Waaler había seguido su consejo y había admitido que, si querían terminar a tiempo, debían prescindir del sonido. No influiría en la detención y sólo perderían pruebas en el caso de que el objetivo dijera algo de interés.
Tampoco sería posible filmar dentro del ascensor. El hueco de hormigón no permitía la salida del número suficiente de señales para enviar una foto decente hasta el autobús por medio de una cámara inalámbrica, y el problema con los cables era que, los tirasen como los tirasen, quedarían a la vista o se enrollarían con los del ascensor. Waaler no insistió, ya que, de todos modos, el objetivo se encontraría solo en el ascensor. Los inquilinos habían recibido órdenes de no revelar nada a nadie y de permanecer en sus casas entre las cuatro y las seis.
Otto Tangen manipulaba el mosaico de pequeñas fotos que aparecían en las pantallas de los tres ordenadores, ampliándolas hasta que compusieron un todo lógico. En el ordenador de la izquierda, los pasillos que iban hacia el norte, la cuarta y última planta, y la primera. En el centro, el portal. Todos los rellanos y las puertas del ascensor. A la derecha, los pasillos que discurrían hacia al sur.
Otto le dio a «Guardar», entrecruzó los dedos tras la cabeza y se apoyó en el respaldo con un gruñido de satisfacción. Tenía vigilado todo el edificio. Lleno de jóvenes estudiantes. Si hubiesen tenido más tiempo, a lo mejor habría podido instalar algunas cámaras dentro de los apartamentos. Sin que lo supieran quienes vivían allí, claro está. Ojos de pez diminutos colocados en lugares donde nunca nadie los descubriría. Junto con los micrófonos rusos. Estudiantes de enfermería aus Norwegen, jóvenes y cachondas. Podía haberlo grabado en cintas y habérselo vendido a sus contactos. A la mierda el capullo de Waaler. Sólo Dios sabe cómo se habría enterado de lo de Astrup y el granero de Asker. Una idea aleteó cual mariposa por la cabeza de Otto, pero se esfumó enseguida. Hacía mucho que sospechaba que Astrup pagaba a alguien para que vigilara sus operaciones con mano protectora.
Otto encendió un cigarrillo. Las imágenes parecían fotos fijas, ningún movimiento en los pasillos ambarinos ni en el portal revelaba que se tratase de una retransmisión en directo. Quienes pasaban el verano en el bloque de apartamentos aún estarían durmiendo. Pero sí esperaba un par de horas, quizá viese al hombre que había entrado con la tía del 303 hacia las dos de la madrugada. Parecía borracha. Borracha y preparada. Él sólo parecía preparado. Otto pensó en Aud Rita. La primera vez que la vio fue tomando una copa en casa de Nils, que ya le había puesto encima sus manazas. Ella le tendió a Otto la suya, pequeña y blanca, balbuciendo su nombre: «Aud Rita».
Otto exhaló un profundo suspiro.
El capullo de Waaler había estado allí con los agentes del POT, revisándolo todo hasta la medianoche. Otto vio a Waaler y al jefe del grupo discutir fuera del autobús. Más tarde, los chicos del grupo de Operaciones Especiales se apostarían de tres en tres en cada uno de los apartamentos situados al fondo del pasillo de cada planta, un total de veinticuatro agentes vestidos de negro, encapuchados, con los MP3 cargados, gas lacrimógeno y máscaras antigás. En cuanto recibiesen la señal desde el autobús, entrarían en acción si el objetivo llamaba a la puerta o trataba de acceder a alguno de los apartamentos. La mera idea hizo que Otto temblara de expectación. Los había visto en acción en dos ocasiones y esos chicos eran increíbles. Hubo estallidos y luces como en un concierto de rock duro y en ambas situaciones, los objetivos se habían quedado tan paralizados que todo terminó en un par de segundos. A Otto le habían explicado que eso era lo que pretendían, asustar tanto al objetivo que no le diese tiempo de preparase mentalmente para oponer resistencia.
Otto apagó el cigarrillo. La trampa estaba preparada. Sólo había que esperar a la rata.
Los agentes se presentarían allí hacia las tres. Waaler había prohibido que nadie entrara o saliera del autobús tanto antes como después de esa hora. Sería un día largo y caluroso.
Otto se echó encima del colchón que estaba en el suelo. ¿Qué estaría pasando en aquellos momentos en el 303? Echaba de menos su propia cama. Echaba de menos el colchón hundido. Echaba de menos a Aud Rita.
En ese momento se cerró la puerta de la entrada detrás de Harry. Permaneció de pie para encender el primer cigarrillo del día mientras miraba hacia el cielo, donde la bruma matinal se asemejaba a una fina cortina a través de la cual el sol empezaba a abrirse paso. Había dormido. Un sueño profundo y continuo, sin ensoñaciones. Apenas podía creerlo.
—¡Esto va a apestar hoy de lo lindo, Harry! La predicción del tiempo anuncia que será el día más caluroso desde 1907. Tal vez.
Era Ali, el vecino de abajo y dueño de Niazzi. No importaba lo pronto que Harry se levantase, siempre encontraba a Ali y a su hermano empleados en la tarea cuando él se iba al trabajo. Ali señalaba con la escoba algo que había en la acera.
Harry entrecerró los ojos para ver qué era. Una caca de perro. No la había visto cuando Vibeke estuvo justo en el mismo lugar la noche anterior. Obviamente, alguien había estado poco atento cuando sacó al perro aquella mañana. O aquella noche.
Miró el reloj. Había llegado el día. Dentro de unas horas, tendrían la respuesta.
Harry tragó el humo hasta los pulmones y notó cómo el sistema se despertaba con la mezcla de aire fresco y nicotina. Por primera vez en mucho tiempo, saboreaba el tabaco. Y encima, le sabía bien. Y por un momento se olvidó de todo lo que estaba a punto de perder. El trabajo. Rakel. El alma.
Porque hoy era el día.
Y había empezado bien.
Era, como ya había dicho, casi inconcebible.
Harry notó que se alegraba al oír su voz.
—Ya he hablado con mi padre. Cuidará de Oleg con mucho gusto. Søs también estará allí.
—¿Un estreno? —dijo con esa risa alegre en la voz—. ¿En el Teatro Nacional? ¡Madre mía!
Estaba exagerando. A veces le gustaba hacerlo, pero Harry se dio cuenta de que estaba emocionada.
—¿Qué te vas a poner? —preguntó.
—Todavía no has dicho que sí.
—Eso depende.
—El traje.
—¿Cuál?
—Vamos a ver… El que compré en la calle Hegdehaugsveien para la fiesta del diecisiete de mayo de hace dos años. Ya sabes, ese gris con…
—Es el único traje que tienes, Harry.
—Entonces me lo pondré, definitivamente.
Ella se rió. Esa risa suave, tan suave como su piel y sus besos, pero lo que más le gustaba era su risa. Así de sencillo.
—Pasaré a buscaros a las seis —dijo él.
—Bien. Pero ¿Harry?
—¿Sí?
—No pienses que…
—Ya lo sé. Sólo es una obra de teatro.
—Gracias, Harry.
—De nada.
Y volvió a reír. Una vez empezaba, Harry podía hacerla reír con cualquier cosa, como si estuvieran dentro de la misma cabeza y mirasen a través de los mismos ojos, no tenía más que señalar con el dedo, sin decir nada concreto. Tuvo que hacer un esfuerzo para colgar.
Había llegado el día. Y seguía siendo bueno.
Habían acordado que Beate se quedaría con Olaug Sivertsen durante la operación. Møller no quería correr el riesgo de que el objetivo —hacía dos días que Waaler había empezado a llamar al asesino «el objetivo» y ahora todo el mundo lo llamaba así— descubriese la trampa y cambiara de repente el orden de los escenarios.
Sonó el teléfono. Era Øystein. Quería saber qué tal le iban las cosas. Harry dijo que todo iba bien y que qué quería. Øystein dijo que sólo quería saber cómo le iban las cosas. Harry se sintió un poco avergonzado, no estaba acostumbrado a un trato tan considerado.
—¿Puedes dormir?
—Esta noche he dormido —respondió Harry.
—Bien. Y la clave. ¿La has descifrado?
—Parcialmente. Tengo el dónde y el cuándo, sólo me falta el porqué.
—¿Así que puedes leer el texto, pero no entiendes lo que significa?
—Algo así. Esperaremos hasta que lo hayamos atrapado.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—Mucho. Por ejemplo, que haya escondido uno de los cadáveres. O detalles como que haya cortado los dedos de la mano izquierda de las víctimas, pero dedos diferentes. El índice de la primera, el corazón de la segunda y el anular de la tercera.
—¿Y en ese orden, dices? A lo mejor es sistemático.
—Sí, pero ¿por qué no empezar por el meñique? ¿Habrá algún mensaje en eso?
Øystein se rió de buena gana.
—Ten cuidado, Harry, las claves son como las mujeres. Si no consigues descifrarlas, acaban contigo.
—Ya me lo habías dicho.
—¿De verdad? Bien, eso significa que soy considerado. No doy crédito, Harry, pero parece que acaba de entrar un cliente en el taxi. Ya hablaremos.
—De acuerdo.
Harry vio danzar el humo a cámara lenta. Miró el reloj.
Había algo que le había ocultado a Øystein. Que tenía la sensación de que los otros detalles no tardarían en encajar. Y lo harían demasiado bien porque, a pesar de los rituales, los asesinatos emanaban una falta de sensibilidad, una ausencia casi marcada de odio, de deseo, de pasión. O de amor. Estaba ejecutándolos con un exceso de perfección, mecánicamente y según el manual. Le daba la impresión de estar jugando al ajedrez con un ordenador y no con una mente por completo desquiciada. Pero el tiempo lo diría.
Miró el reloj otra vez.
El corazón le latía deprisa.