25
Viernes. Glosolalia

—¿Vive usted aquí? —preguntó Harry desconcertado.

Desconcertado porque el parecido era tan llamativo que dio un respingo cuando ella abrió la puerta y pudo ver su anciana cara blanca. Eran los ojos. Irradiaban exactamente la misma calma, el mismo calor. Sobre todo, los ojos. Pero también la voz con la que le confirmó que, en efecto, era Olaug Sivertsen.

—La policía —explicó al tiempo que le mostraba la tarjeta de identificación.

—¿Ah, sí? Espero que no haya ocurrido nada malo…

Un aire de preocupación se perfiló en la red de arrugas y finas líneas que marcaban su rostro. Harry pensó que estaría preocupada por alguien. Tal vez lo pensó porque se parecía a ella, porque también ella se había preocupado por los demás.

—No —dijo automáticamente, repitiendo la mentira y negando con la cabeza—. ¿Podemos entrar?

—Por supuesto.

Ella abrió la puerta del todo y se hizo a un lado. Harry y Beate entraron. Harry cerró los ojos. Olía a jabón de fregar y a ropa vieja. Lógico. Cuando volvió a abrirlos, vio que ella lo observaba con una media sonrisa de curiosidad. Harry le correspondió sonriendo a su vez. Era imposible que ella supiera que él había esperado un abrazo, una caricia en la cabeza y una voz que le anunciase entre susurros que el abuelo los esperaba a él y a Søs en el salón con alguna chuchería.

Los condujo hasta un salón, pero nadie aguardaba allí sentado. El salón, o mejor dicho, los salones, pues había tres consecutivos, tenían en el techo rosetas de las que colgaban arañas de cristal y muebles antiguos y señoriales. Al igual que las alfombras, estaban desgastados, pero todo se veía muy limpio y ordenado como únicamente puede verse en una casa donde vive una persona sola.

Harry estaba pensando en por qué había preguntado si ella vivía allí. ¿Era por la forma en que abrió la puerta? ¿Y por cómo los dejó entrar? De todas formas, casi había esperado ver a un hombre, al señor de la casa, pero parecía que el censo tenía razón. No había nadie más.

—Sentaos —los invitó—. ¿Café?

Parecía más un ruego que una invitación. Harry carraspeó, un tanto incómodo. No estaba seguro de si debía contarle cuanto antes el motivo de su visita.

—Es una buena idea —dijo Beate sonriendo.

La señora le devolvió la sonrisa y se fue a la cocina. Harry miró agradecido a Beate.

—Me recuerda a… —comenzó.

—Ya lo sé —respondió Beate—. Te lo he visto en la cara. Mi abuela también era un poco como ella.

—Ya —dijo Harry mirando a su alrededor.

Eran pocas las fotos de familia que había en la sala. Sólo un par de caras serias en otras tantas fotos desvaídas en blanco y negro, seguramente de antes de la guerra, y cuatro fotos de un niño a diferentes edades. En la foto de adolescente tenía la cara llena de granos, llevaba un peinado de principios de los años sesenta, los mismos ojos de oso de peluche que acababan de encontrarse en la entrada y una sonrisa que era exactamente eso, una sonrisa. Y no sólo ese gesto dolorido que Harry a duras penas había logrado componer a esa edad.

La señora mayor entró con una bandeja, se sentó, sirvió el café y ofreció una bandeja con galletas Maryland. Harry esperó a que Beate terminase para felicitarla por su café.

—¿Ha leído en los periódicos las noticias sobre las chicas asesinadas en Oslo estas últimas semanas, señora Sivertsen?

Ella negó con la cabeza.

—Aunque me he enterado de lo ocurrido, porque venía en la primera página del Aftenposten. Pero nunca leo esas cosas.

Las arrugas que le ribeteaban los ojos apuntaban en oblicuo hacia abajo cuando sonreía.

—Y me temo que soy una señorita mayor, no una señora.

—Lo siento, creía… —Harry miró hacia las fotos.

—Sí —confirmó la mujer—. Es mi hijo.

Se hizo un profundo silencio. El viento les trajo los ladridos remotos de un perro y una voz metálica que anunciaba que el tren con destino a Halden estaba listo para partir del andén número diecisiete. Soplaba tan débil que apenas movía las cortinas que colgaban delante de la puerta abierta del balcón.

—Bueno —dijo Harry levantando la taza de café, pero se dio cuenta de que, si iba a hablar, lo mejor sería volver a dejarla en la mesa—. Tenemos razones para creer que la persona que mató a las chicas es un asesino en serie, y que una de sus próximos objetivos es…

—Unos pasteles deliciosos, Sra. Sivertsen —interrumpió Beate de repente, con la boca llena. Harry la miró sorprendido. Desde las puertas del balcón se oía el zumbido de los trenes que llegaban a la estación.

La señora mayor sonrió algo confundida.

—Ah, sólo son pasteles comprados, no los he hecho yo —respondió la mujer.

—Permítame que empiece de nuevo, señora Sivertsen —dijo Harry—. En primer lugar, le diré que no hay motivo para inquietarse, tenemos la situación totalmente controlada. En segundo lugar…

—Gracias —dijo Harry cuando bajaban por la calle Schweigaardsgate, ante cobertizos y los edificios bajos de las fábricas. El chalé y el jardín, como un oasis de verdor, contrastaban con la negra gravilla que les rodeaba.

Beate sonrió sin ruborizarse.

—Sólo pensaba que deberíamos evitar una rotura de fémur mental. Está permitido dar rodeos de vez en cuando. Presentar los hechos de una manera más suave.

—Sí, eso dicen. —Harry encendió un cigarrillo—. Nunca se me ha dado bien hablar con la gente. Se me da mejor escuchar. Y puede que…

Guardó silencio.

—¿Qué? —preguntó Beate.

—Puede que me haya vuelto insensible. Puede que haya dejado de preocuparme. Puede que sea hora de… hacer otra cosa. ¿Te importa conducir?

Le tiró las llaves por encima del techo del coche.

Ella las cogió y se quedó observándolas con una arruga de asombro en la frente.

A las ocho en punto, los cuatro responsables de la investigación se hallaban con Aune congregados otra vez en la sala de reuniones.

Harry informó de la visita a Villa Valle y contó que Olaug Sivertsen se lo había tomado con serenidad. Por supuesto que se quedó impresionada, aunque lejos de sentirse presa del pánico al saber que, posiblemente, se encontraría en la lista mortal de un asesino en serie.

—Beate le propuso que se fuese a vivir con su hijo una temporada —dijo Harry—. Pienso que es una buena idea.

Waaler negó con la cabeza.

—¿Ah, no? —preguntó Harry sorprendido.

—El asesino puede estar vigilando los futuros escenarios. Si empiezan a ocurrir cosas extrañas, tal vez lo pongamos en fuga.

—¿De verdad opinas que vamos a utilizar a una señora mayor e inocente como… como… —Beate intentó ocultar su indignación, pero se puso como un tomate y tartamudeó—: Cebo?

Waaler le sostuvo la mirada. Y, por una vez, ella no apartó la suya. Al final, el silencio se hizo tan opresivo que Møller abrió la boca para decir algo, cualquier cosa, una constelación de palabras al azar. Pero Waaler se le adelantó.

—Sólo quiero estar seguro de que cogeremos a ese tío. Para que todos puedan dormir tranquilos por la noche. Y por lo que yo sé, a la viejecita no le toca hasta la semana que viene.

Møller soltó una risa estentórea y forzada. Y, cuando se dio cuenta de que en realidad no suavizaba nada, se rió aún más alto.

—Da igual —intervino Harry—. Se va a quedar en casa. El hijo vive demasiado lejos, en el extranjero.

—Bien —dijo Waaler—. En cuanto al edificio de los estudiantes, ahora en vacaciones está bastante vacío, como es natural, pero a todos los inquilinos con los que hemos hablado se les ha ordenado que permanezcan en sus viviendas mañana, y poco más al respecto. Hemos dicho que se trata de un ladrón que queremos atrapar con las manos en la masa. Esta noche instalaremos un equipo de vigilancia. Y esperemos que el asesino esté durmiendo.

—¿Y los chicos del grupo de Operaciones Especiales? —preguntó Møller.

Waaler sonrió.

—Están entusiasmados.

Harry miró por la ventana. Intentaba recordar cómo era estar entusiasmado.

Cuando Møller dio por finalizada la reunión, Harry decidió que las manchas de sudor a ambos lados de la camisa de Aune habían adquirido la forma de Somalia. Los tres se quedaron sentados.

Møller sacó cuatro Carlsberg que guardaba en la nevera de la cocina.

Aune asintió con un destello feliz en la mirada. Harry negó brevemente con la cabeza.

—Pero ¿por qué? —preguntó Møller mientras abría las botellas de cerveza.

—¿Por qué nos da libremente la clave que revela su próxima jugada?

—Está intentado decirnos cómo podemos cogerlo —explicó Harry al tiempo que abría la ventana.

Por ella entraron los sonidos que llenaban la ciudad en la noche estival y la actividad desesperada de los efímeros efemerópteros: música procedente de coches descapotables que circulaban despacio, risas exageradas, tacones altos que repiqueteaban raudos contra el asfalto. Gente con ilusiones.

Møller miró incrédulo a Harry y luego a Aune, como para obtener su confirmación de que Harry estaba loco.

El psicólogo juntó las yemas de los dedos delante de su pajarita.

—Puede que Harry tenga razón —admitió—. No es raro que un asesino en serie rete y ayude a la policía porque lo que en el fondo desea es que lo atrapen. Hay un psicólogo, Sam Vatkin, según el cual los asesinos en serie desean que los cojan y los castiguen para justificar su superego sádico. Yo me inclino más por la teoría que dice que necesitan ayuda para detener al monstruo que llevan dentro. Que ese deseo de que los descubran se debe a cierto nivel de comprensión objetiva de la enfermedad.

¿Saben que son enfermos mentales?

Aune hizo un gesto afirmativo.

—Eso… —dijo Møller levantando la botella— debe de ser un infierno.

Møller se fue a devolver la llamada a un periodista del Aftenposten que quería saber si la policía apoyaba la recomendación del Defensor del Menor, que pedía que los niños se mantuviesen dentro de sus casas.

Harry y Aune se quedaron sentados escuchando los sonidos remotos de los gritos inarticulados de una juerga y oyendo a The Strokes, interrumpidos por una llamada a la oración que, por alguna razón, de repente, resonaba metálica y quizá blasfema, pero también extrañamente bella, todo lo cual entraba por la misma ventana abierta.

—Sólo por curiosidad —dijo Aune—. ¿Cuál fue el factor desencadenante? ¿Cómo se te ocurrió lo del cinco?

—¿Qué quieres decir?

—Sé algo acerca de los procesos creativos. ¿Qué pasó?

Harry sonrió.

—Vete a saber. Lo último que vi antes de dormirme esta mañana fue que el reloj de la mesilla mostraba tres cincos. Tres mujeres. Cinco.

—El cerebro es una herramienta extraña —admitió Aune.

—Bueno —dijo Harry—. Según una persona que sabe de claves, necesitamos la respuesta a la pregunta cómo, antes de que hayamos descifrado la verdadera clave. Y esa respuesta no es cinco.

—Entonces, ¿por qué?

Harry bostezó y se estiró.

—El porqué es tu terreno, Ståle. Yo me conformo con que lo cojamos.

Aune sonrió, miró el reloj y se levantó.

—Eres una persona muy extraña, Harry.

Se puso la chaqueta de tweed.

—Ya sé que últimamente has estado bebiendo, pero tienes mejor pinta. ¿Ha pasado ya lo peor, por esta vez?

Harry negó con la cabeza.

—Sólo estoy sobrio.

Un cielo abovedado vestido de gala cubría a Harry mientras se dirigía a su casa.

En la acera, a la luz de la señal de neón que colgaba sobre la entrada de la pequeña tienda de ultramarinos Niazi, junto al edificio de Harry, había una mujer con gafas de sol. Tenía una mano puesta en la cadera y en la otra llevaba una de las bolsas blancas de plástico de Niazi, sin logotipo. Sonreía y parecía que estuviera esperándolo.

Era Vibeke Knutsen.

Harry comprendió que estaba interpretando un papel, una broma en la que quería que él participara. Así que moderó los pasos, intentando devolverle una sonrisa que trasmitiera algo parecido. Que había esperado verla allí. Y por extraño que pudiera parecer, así era, aunque no lo comprendió hasta ese momento.

—No te he visto en el Underwater últimamente, querido —dijo ella levantando las gafas y cerrando un poco los ojos a la luz del sol que todavía aparecía suspendido justo encima de los tejados.

—He estado intentando mantener la cabeza por encima del agua —respondió Harry al tiempo que sacaba el paquete de cigarrillos.

—Vaya, tienes ingenio lingüístico —respondió Vibeke estirándose.

Aquella noche no llevaba puesto ningún animal exótico, sino un vestido de verano azul muy escotado que la joven llenaba de sobra. Le ofreció el paquete y ella cogió un cigarrillo que se puso entre los labios de un modo que Harry no pudo calificar más que como indecente.

—¿Qué haces aquí? —preguntó—. Creía que solías hacer la compra en Kiwi…

—Está cerrado. Es casi media noche, Harry. Tuve que venir hasta tu barrio para encontrar algo abierto.

Vibeke Knutsen exhibió una sonrisa más amplia aún y entrecerró los ojos como un gato amoroso.

—Éste es un vecindario algo peligroso para una niña un viernes por la noche —advirtió Harry encendiéndole el cigarrillo—. Podías haber mandado a tu hombre si era una compra tan urgente…

—Refrescos —aclaró ella levantando la bolsa—. Para que las copas sean menos fuertes. Y mi prometido está de viaje. Pero, si esto es tan peligroso, ¿no deberías llevar a la chica a un lugar seguro?

Hizo un gesto hacia el edificio donde él vivía.

—Te puedo invitar a una taza de café —dijo Harry.

—¿Ah, sí?

—Café soluble. Es todo lo que puedo ofrecer.

Cuando Harry entró en la sala de estar con el hervidor de agua y el tarro de café, Vibeke Knutsen estaba sentada en el sofá, con los zapatos en el suelo y las piernas dobladas debajo del trasero. La piel, blanca como la leche, relucía en la penumbra. Encendió otro cigarrillo, uno de los suyos en esta ocasión. Eran de una marca extranjera que Harry nunca había visto. Sin filtro. A la luz temblona de la cerilla, vio que se le había descascarillado el esmalte de las uñas de los dedos de los pies.

—No sé si aguantaré más —confesó Vibeke—. Ha cambiado tanto… Cuando llega a casa, siempre está intranquilo y anda de un lado para otro en la sala de estar y, si no, se va a entrenar. Parece que le cuesta esperar al próximo viaje. Intento hablar con él, pero me corta o me mira como si no entendiera nada. Desde luego, somos de dos planetas completamente diferentes.

—La suma de la distancia de los planetas y la fuerza de atracción entre ellos es lo que los mantiene en su órbita —explicó Harry sirviendo el café liofilizado.

—¿Más ingenio lingüístico? —Vibeke retiró una hebra de tabaco de la punta de la lengua, húmeda y rosada.

Harry sonrió.

—Algo que leí en una sala de espera. A lo mejor tenía la esperanza de que fuera cierto. En mi caso.

—¿Sabes qué es lo más extraño? No le gusto. Y aun así, sé que nunca permitirá que me vaya.

—¿Qué quieres decir?

—Me necesita. No sé exactamente para qué, pero es como si hubiese perdido algo y me utiliza para sustituirlo. Sus padres…

—¿Sí?

—No mantiene contacto con ellos. Nunca me los ha presentado, creo que ni siquiera saben que existo. Hace poco sonó el teléfono y era un hombre que preguntaba por Anders. Enseguida tuve la sensación de que se trataba de su padre. No sé cómo, pero se oye en la forma en que los padres pronuncian el nombre de sus hijos. Por un lado, es algo que han dicho tantas veces que resulta el sonido más natural del mundo y, al mismo tiempo, es algo íntimo, una palabra que los desnuda. Y lo pronuncian rápidamente y como avergonzados. «¿Está Anders?» Pero cuando le dije que tenía que despertarlo, la voz empezó a hablar en un idioma extranjero, o… bueno, extranjero no, sino como tú y yo hablaríamos si tuviéramos que inventar palabras sobre la marcha. Igual que hablan en los templos cuando entran en trance.

—¿Glosolalia?

—Sí, creo que se llama así. Anders ha crecido con esas cosas, pero nunca habla de ello. Me quedé un rato escuchando. Primero oí palabras como Satán y Sodoma. Luego empezó a pronunciar palabras más soeces. Coño y puta y esas cosas. Entonces colgué.

—¿Qué dijo Anders al respecto?

—Nunca se lo comenté.

—¿Por qué no?

—Yo… Existe un espacio al que nunca he tenido acceso. Y, seguramente, tampoco quiero tenerlo.

Harry apuró el café. Vibeke no había probado el suyo.

—¿Te sientes solo, Harry?

Él levantó la vista.

—Como si estuvieras solo —insistió Vibeke—. ¿No desearías veces estar saliendo con alguien?

—Son dos cosas diferentes. Tú sales con alguien. Y te sientes sola.

Vibeke se estremeció como si una corriente helada hubiese cruzado la habitación.

—¿Sabes qué? —dijo ella—. Tengo ganas de tomar una copa.

—Lo siento, no me queda nada.

Ella abrió el bolso.

—¿Puedes traer dos vasos, querido?

—Sólo necesitamos uno.

—Vale.

Abrió la petaca, inclinó la cabeza hacia atrás y bebió.

—No me dejan moverme —dijo riéndose mientras una gota dorada rodaba brillante por el mentón.

—¿Cómo?

—Anders no quiere que me mueva. Y tengo que quedarme totalmente quieta. Y no decir ni una palabra, ni suspirar siquiera. A decir verdad, preferiría que fingiera estar dormida. Dice que, si yo le pongo de manifiesto que tengo ganas, a él se le quitan.

—¿Y?

Tomó otro trago y enroscó el tapón lentamente, sin dejar de mirarlo.

—Es una representación casi imposible de ejecutar.

Lo miraba de forma tan directa que Harry tomó aire en un acto reflejo y se irritó al notar los golpecitos de la erección incipiente en el interior de los pantalones.

Ella enarcó una ceja, como si también pudiera notarlo.

—Ven a sentarte en el sofá —le invitó.

Su voz se había vuelto áspera y ronca. Harry vio que la arteria carótida se movía azul en su blanco cuello. Sólo era un reflejo, pensó Harry. Un perro de Pavlov que se levantaba babeando al oír la señal de la comida, una reacción condicionada, eso era todo.

—No creo que deba —respondió.

—¿Me tienes miedo?

—Sí —confesó Harry.

Una dulzura gimiente le inundó las entrañas, como el triste llanto del miembro viril.

Ella se rió a carcajadas, pero calló al ver su mirada. Con un mohín infantil, le dijo en tono de niña suplicante:

—Pero Harry…

—No puedo. Estás muy buena, pero…

La sonrisa de Vibeke quedó intacta, pero guiñó un ojo, como si la hubiera abofeteado.

—No es a ti a quien quiero —dijo Harry.

Su mirada vagaba por la habitación. Las comisuras de los labios se movían como si fuese a romper a reír de nuevo.

—¡Ja! —exclamó ella.

Lo hizo con la intención de ser irónica, habría sido una exclamación de un histrionismo exagerado. Pero quedó en un suspiro cansino y resignado. Había terminado la función, ambos abandonaban sus papeles.

Sorry —dijo Harry.

Los ojos de Vibeke se anegaron de llanto.

—Ah, Harry —susurró.

Harry habría preferido que no lo hubiese hecho. Así podría haberle dicho que se marchara enseguida.

—Lo que quiera que busques en mí, no lo tengo —le dijo—. Ella lo sabe. Y ahora, lo sabes tú también.