Otto Tangen se puso de lado. Estaba empapado de sudor después de otra noche de calor intenso, pero eso no fue lo que lo despertó. Extendió el brazo hacia el teléfono y la cama medio rota chirrió peligrosamente. Una noche de hacía más de un año se puso de rodillas mientras follaba con Aud Rita, la de la panadería, los dos atravesados en la cama. Aud Rita era una chica muy delgada, pero aquella primavera, Otto había rebasado los ciento dos kilos. La habitación estaba totalmente a oscuras cuando un gran estruendo les indicó que la cama había sido construida para soportar movimiento a lo largo, no a lo ancho. Aud Rita estaba debajo y Otto tuvo que llevarla a urgencias en Hønefoss con una fractura en la clavícula. Aud Rita montó en cólera y desvariaba gritando que pensaba contárselo a Nils, su compañero sentimental y mejor amigo de Otto, si no prácticamente el único. Por aquel entonces, Nils pesaba ciento once kilos y era célebre por su temperamento. Otto se rió tanto que estuvo a punto de asfixiarse y, desde aquel día, cada vez que entraba en la panadería, Aud sólo lo miraba con cara de pocos amigos. Eso lo entristecía, porque, después de todo, aquella noche había pervivido como un recuerdo entrañable para Otto. Fue la última vez que mantuvo relaciones sexuales.
—Harry Lyd —resopló en el auricular.
Le había puesto a su empresa el nombre del personaje de Gene Hackman en la película que, por más de una razón, había decidido la carrera y la vida de Otto, La conversación, una película de Coppola del año 1974, que trataba sobre un experto en escuchas telefónicas. En el limitado círculo de amistades de Otto, nadie la conocía. Él, en cambio, la había visto treinta y ocho veces. A los quince años, tras haber comprendido las posibilidades de enterarse de las vidas ajenas que le brindaba un modesto equipo técnico, adquirió su primer micrófono y descubrió de qué hablaban sus padres en el dormitorio. Al día siguiente, empezó a ahorrar para su primera cámara. Ahora tenía treinta y cinco años y más de cien micrófonos, veinticuatro cámaras y un hijo de once años con una mujer que, una lluviosa noche otoñal, pernoctó en su autobús de sonido en Geilo. Por lo menos, había conseguido que bautizara al niño con el nombre de Gene. Aun así, Otto diría sin pestañear que la relación de amor que mantenía con sus micrófonos era más estrecha. Claro que habría que señalar que su colección incluía micrófonos de tubo Neuman, de los años cincuenta, y micrófonos de dirección Offscreen. Estos últimos se habían diseñado y fabricado expresamente para las cámaras militares que antes tenía que comprar de contrabando en Estados Unidos, pero que ahora podía conseguir fácilmente por Internet. No obstante, el orgullo de su colección eran tres micrófonos de espía rusos del tamaño de una cabeza de alfiler. No tenían nombre de fabricante y los había conseguido en una feria de Viena. Harry Lyd era, además, la empresa propietaria de uno de los dos únicos estudios de vigilancia profesionales del país. Lo cual implicaba que se pusieran en contacto con él a intervalos irregulares tanto la policía como el POT[5], el servicio de Inteligencia de la Policía y, aunque rara vez, también el servicio de Información de Defensa. Le habría gustado que sucediera más a menudo: estaba harto de instalar cámaras de vigilancia para 7-Eleven y Videonova, y de formar a empleados que se interesaban muy poco por los aspectos más refinados de la vigilancia de personas que no despertaban sospechas. En este sentido, encontraba más almas gemelas en el seno de la Policía y en el Ejército, pero el equipo de calidad de Harry Lyd era caro y a Otto le daba la impresión de que le contaban la historia de los recortes presupuestarios cada vez con más frecuencia. Decían que les resultaba más barato instalarse con su propio equipo en una casa o en un piso cercano al objeto de vigilancia y, claro, tenían razón. Pero a veces no había una casa a una distancia conveniente, o el trabajo requería un equipo de alta calidad. Y entonces sonaba el teléfono de Harry Lyd. Como ahora.
Otto escuchó. Parecía un encargo fácil. Pero, puesto que debía de haber muchos pisos cerca del objetivo, intuyó que andaban tras un pez gordo. Y en aquellos momentos sólo había un pez gordo en el agua.
—¿Es el asesino de la bicicleta? —preguntó sentándose con cuidado en la cama para que no se le abriesen las patas. Debería haberla cambiado por una nueva. No estaba seguro de que el constante aplazamiento se debiese a razones económicas. Quizá fuera por sentimentalismo. En cualquier caso, si aquella conversación cumplía lo que prometía de momento, pronto podría comprarse una cama ancha y sólida. Una de esas redondas, a lo mejor. Y quizá también podría intentar una nueva aproximación a Aud Rita. Nils pesaba ahora ciento veintiocho, tenía una pinta asquerosa.
—Es urgente —dijo Waaler sin contestar, aunque a Otto le valió como respuesta—. Quiero tenerlo todo montado esta noche.
Otto se rió de buena gana.
—¿El portal, el ascensor y todos los pasillos de un edificio de cuatro plantas con cobertura de sonido e imagen, todo montado en una noche? Sorry, compañero, no va a poder ser.
—Se trata de un asunto de la máxima prioridad, contamos con…
—N-O-P-U-E-D-E-S-E-R. ¿Comprendes?
La idea hizo reír tanto a Otto que la cama empezó a moverse.
—Si es tan urgente, lo haremos durante el fin de semana, Waaler. Y te prometo que estará listo el lunes por la mañana.
—Comprendo —dijo Waaler—. Perdona mi ingenuidad.
Si Otto hubiese sido tan bueno interpretando voces como grabándolas, habría comprendido por el tono de voz de Waaler que al comisario no le había gustado lo más mínimo que le deletreara la respuesta. Pero en aquel momento estaba más preocupado por reducir la urgencia e incrementar las horas de trabajo del encargo.
—Bien, entonces estamos en la misma onda —dijo Otto mientras buscaba los calcetines bajo la cama, donde sólo encontró bolas de polvo y latas de cerveza vacías—. Tengo que calcular un plus de nocturnidad. Y, por supuesto, un recargo por fin de semana.
«¡Cerveza! ¿Y si compraba una caja e invitaba a Aud Rita para celebrar el encargo? O, si ella no podía, a Nils.»
—Y también un extra por el equipo que debo alquilar, no tengo aquí todo lo necesario.
—No, claro —dijo Waaler—. Supongo que se encuentra en Asker, en el granero de Stein Astrup.
Otto Tangen estuvo a punto de dejar caer el auricular.
—Vaya —continuó Waaler en voz baja—. ¿He dado en un punto flaco? ¿Hay algo que hayas olvidado contarme? ¿Algo sobre un equipo que llegó en un barco procedente de Ámsterdam?
La cama se fue al suelo con estrépito.
—Nuestros hombres te ayudarán con la instalación —concluyó Waaler—. Mete tus grasas en un pantalón, llévate el autobús milagroso y preséntate en mi despacho para la puesta al día y la revisión de los planos.
—Yo… yo…
—… reboso gratitud —completó Waaler—. Muy bien, los buenos amigos colaboran, ¿no es verdad, Tangen? Piensa inteligentemente, mantén la boca cerrada, procura que éste sea el mejor trabajo que hayas hecho nunca, y todo irá estupendamente.