23
Viernes. El número del ser humano

Las revelaciones de Harry solían ser pequeñas gotas heladas que le caían en la cabeza. Sólo eso. Por supuesto que a veces, si miraba hacia arriba siguiendo la dirección de caída, encontraba la relación causal. Aquella revelación era diferente. Era un regalo, un hurto, una gracia inmerecida de los ángeles, música como ésta podía llegar a personas como Duke Ellington, perfectamente acabada como extraída de un sueño, sólo había que sentarse al piano y tocarla.

Y eso era lo que Harry se disponía a hacer en aquellos momentos. Había citado a su público en su despacho a la una de la tarde. Así tendría tiempo suficiente para poner en su lugar lo más esencial, el último trozo de la clave. Para eso necesitaba la estrella guía. Y un mapa de las estrellas.

Cuando se dirigía al despacho, pasó por una librería a fin de comprar una regla, un transportador, un compás, la plumilla más fina que tuvieran y un par de transparencias. Y se puso manos a la obra en cuanto llegó. Sacó el gran plano de Oslo que había descolgado de la pared, puso una cinta adhesiva en un roto, alisó los dobleces y lo colgó en la pared más amplia. Hecho esto, dibujó en el folio un círculo, lo dividió en cinco sectores de exactamente setenta y dos grados cada uno, pasando la plumilla a lo largo de la regla hacia cada uno de los puntos libres que se encontraban más apartados en el círculo, en una línea continua. Cuando terminó, levantó el folio hacia la luz. La estrella del diablo.

El proyector de transparencias de la sala de reuniones no estaba en su lugar, de modo que Harry entró en la sala del grupo de Atracos, donde el jefe de grupo Ivarsson daba su eterna conferencia, que los colegas habían titulado «Cómo llegué a ser tan listo», ante un grupo de sustitutos convocados a la fuerza.

—Esto tiene prioridad —dijo Harry apagándolo y llevándose el carrito con el proyector ante la mirada perpleja de Ivarsson.

De vuelta en su despacho, Harry metió la transparencia en el proyector, enfocó el cuadrado de luz hacia el mapa y apagó la lámpara del techo.

Escuchó su propia respiración en la oscura sala sin ventanas mientras ajustaba la transparencia, acercó y alejó el proyector y enfocó la sombra negra de la estrella hasta que la hizo coincidir. Porque coincidir, coincidía. Vaya si coincidía. Miró fijamente el mapa, trazó dos círculos alrededor de sendos números de un par de calles e hizo unas llamadas.

Estaba listo.

A la una y cinco Bjarne Møller, Tom Waaler, Beate Lønn y Ståle Aune se hallaban quietos y muy juntos, como ratones sentados en sillas prestadas, en el despacho de Harry y Halvorsen. Harry se había sentado en el borde del escritorio.

—Es una clave —declaró Harry—. Una clave muy sencilla. Un denominador común que debíamos haber visto hace mucho. Nos la han comunicado muy explícitamente. Un número.

Todos lo miraban.

—Cinco —dijo Harry.

—¿Cinco?

—El número es el cinco.

Harry observó la expresión inquisitiva de aquellas cuatro caras.

Entonces ocurrió lo que solía ocurrirle en ocasiones, cada vez con más frecuencia, después de un largo periodo de consumo de alcohol. El suelo desapareció bajo sus pies sin previo aviso. Experimentó la sensación de estar cayendo, de que la realidad se transformaba. Aquellas personas que tenía delante sentadas en su despacho no eran cuatro colegas, no era un caso de asesinato lo que tenían entre manos, no era un caluroso día de verano en Oslo, nunca había existido nadie llamado Rakel ni Oleg. Enseguida volvió a sentir el suelo. Aunque sabía que a ese breve ataque de ansiedad podían seguir otros, que aún estaba pendiente de un hilo.

Harry levantó la taza de café y bebió despacio intentando calmarse.

Decidió que, cuando oyese el golpe de la taza al dejarla en el escritorio, volvería allí, a aquella realidad.

Bajó la taza.

Tocó el escritorio con un golpe suave.

—Primera pregunta —dijo—. El asesino ha marcado a cada una de las víctimas con un diamante. ¿Cuántas caras tenía?

—Cinco —respondió Møller.

—Segunda pregunta. También ha cortado un dedo de la mano izquierda de cada víctima. ¿Cuántos dedos tiene una mano? Tercera pregunta. Los asesinatos y la desaparición tuvieron lugar en tres semanas consecutivas, en viernes, miércoles y lunes, respectivamente. ¿Cuántos días había entre cada uno?

Hubo un corto silencio.

—Cinco —dijo Waaler.

—¿Y la hora?

Aune carraspeó, antes de contestar:

—Alrededor de las cinco.

—Quinta y última pregunta. Aparentemente, las direcciones donde buscaba a las víctimas fueron elegidas al azar, pero los distintos escenarios tienen un punto en común. ¿Beate?

Ella hizo una mueca.

—¿Cinco?

Los cuatro miraron a Harry.

—¡Joder…! —exclamó Beate antes de callar de repente y sonrojarse hasta las orejas—. Perdón, quiero decir… el quinto piso. Todas las víctimas vivían en el quinto piso.

—Exactamente.

Un luminoso amanecer pareció alentar las caras de los demás, mientras Harry se dirigía hacia la puerta.

—Cinco.

Møller lo escupió como si la palabra le ardiese en la boca.

Harry apagó la luz y se hizo una oscuridad total. Sólo su voz les indicaba que se movía de un lado a otro.

—Cinco es un número conocido en muchos rituales. En la magia negra. La brujería. Y en el culto al diablo. Pero también en el cristianismo. Cinco es el número de heridas del Cristo crucificado. Y cinco son los pilares y los momentos de rezo del islamismo. En numerosos escritos se alude al cinco como el número del ser humano, ya que tenemos cinco sentidos y pasamos por cinco fases vitales.

Se oyó un chasquido y, de repente, una cara pálida y luminosa apareció ante ellos. Se oía un zumbido sordo cuya intensidad iba en aumento.

—Perdón…

Harry torció la lámpara del proyector para que el cuadrado de luz dejase de iluminar su rostro y se vertiese sobre la pared blanca.

—Como veis, aquí tenemos un pentagrama de cinco puntas, o una estrella del diablo, tal y como la encontramos dibujada cerca de los cadáveres de Camilla Loen y de Barbara Svendsen. Basada en el llamado corte de proporción áurea. ¿Cómo se calculaba esto, Aune?

—Te aseguro que no lo sé —resopló el psicólogo—. Detesto las ciencias exactas.

—Bueno —dijo Harry—. Yo opté por la forma sencilla, con un transportador. Es suficiente para nuestras necesidades.

—¿Nuestras necesidades? —preguntó Møller.

—Hasta ahora sólo os he mostrado una coincidencia de números que podría ser casual. Ésta es la prueba de que no es el caso.

—Los tres lugares del crimen se encuentran en un círculo cuyo centro coincide con el de Oslo —explicó Harry—. Además, entre ellos hay exactamente setenta y dos grados. Como veis aquí, encontramos los tres lugares del crimen…

—… en una punta de la estrella —susurró Beate.

—¡Dios mío! —exclamó Møller asombrado—. ¿Quieres decir que… que el asesino nos ha dado…?

—Nos ha dado una estrella como guía —remató Harry—. Una clave que nos anuncia cinco asesinatos. Los tres que ya se han cometido y los dos que faltan. Los cuales, según la estrella, tendrán lugar aquí y aquí.

Harry señaló los dos círculos que había trazado en el mapa, encima de dos de las puntas.

—Y sabemos cuándo —observó Tom Waaler.

Harry asintió con la cabeza.

—Dios mío —repitió Møller—. Cinco días entre cada asesinato, eso será…

—El sábado —completó Beate.

—Mañana —concretó Aune.

—Dios mío —dijo Møller por tercera vez. Y parecía una invocación muy sentida.

Harry continuó hablando, interrumpido por las voces exaltadas de los demás, mientras el sol describía una alta parábola estival en el cielo pálido, por encima de los velámenes blancos que, somnolientos, se henchían indolentes en un tímido intento de llegar a casa. Sobre el nudo de Bjørvika, una bolsa de plástico de Rimi volaba hinchada de aire caliente sobre las carreteras vacías que se entrelazaban como un caótico nido de serpiente. Delante de un almacén junto al mar, en el solar donde se construiría el teatro de la ópera, un chico se afanaba en buscarse una vena debajo de una herida ya infectada, mientras miraba de soslayo a su alrededor como un guepardo hambriento cuando sabe que debe apresurarse antes de que lleguen las hienas.

—Espera un poco —dijo Tom Waaler—. ¿Cómo sabía el asesino que Lisbeth Barli vivía en el quinto, si estaba esperando en la calle?

—No estaba en la calle —apuntó Beate—. Estaba dentro del portal. Comprobamos lo que dijo Barli de que la puerta no se cerraba bien, y resultó ser cierto. Seguramente, estuvo observando el ascensor por si bajaba alguien del quinto y, cada vez que oía llegar a alguien, se escondía en la bajada al sótano.

—Muy bien, Beate —dijo Harry—. ¿Y después?

—La siguió hasta la calle y… no, eso es demasiado arriesgado. La redujo en cuanto salió del ascensor. Con cloroformo.

—No —atajó Waaler con decisión—. Demasiado arriesgado. Entonces habría tenido que llevarla en brazos hasta un coche que estuviera aparcado justo delante, y si alguien los hubiera visto, se habría fijado en la marca del coche y quizás incluso en la matrícula.

—Nada de cloroformo —dijo Møller—. Y el coche estaba a cierta distancia. La amenazó con una pistola y la hizo caminar delante de él mientras llevaba la pistola escondida en el bolsillo.

—Como quiera que sea, eligió a las víctimas al azar —concluyó Harry—. La clave está en el lugar del crimen. Si quien hubiese bajado del quinto piso hubiese sido Willy Barli y no su mujer, él habría sido la víctima —aseguró Harry.

—De ser así… eso explicaría por qué las mujeres no sufrieron agresiones sexuales —terció Aune—. Y el asesino…

—El homicida.

—… el homicida no ha elegido a las víctimas, lo que significa que es una coincidencia que todas sean mujeres jóvenes. En ese caso, las víctimas no son objetos marcadamente sexuales, es el acto en sí lo que le proporciona satisfacción.

—¿Y qué me dices de los servicios de señoras? —preguntó Beate—. En ese caso, no fue casualidad. ¿No sería más natural para un hombre entrar en el servicio de caballeros si le daba igual el sexo de la víctima? Así no se arriesgaba a llamar la atención si alguien lo veía entrar o salir.

—Puede —respondió Harry—. Pero si se había preparado tan a conciencia como parece, sabía que en una oficina de abogados hay muchos más hombres que mujeres. ¿Comprendes?

Beate parpadeó efusiva.

—Bien pensado, Harry —intervino Waaler—. En el servicio de señoras, el riesgo de que lo interrumpiesen durante el ritual con la víctima era mucho menor.

Eran las dos y ocho minutos y fue Møller quien finalmente cortó por lo sano.

—Vale, compañeros, ya basta de hablar de muertos. ¿Qué os parece si nos centramos en los que todavía siguen vivos?

El sol había empezado a dibujar la segunda mitad de la parábola y las sombras asomaban al patio desierto de una escuela de Tøyen, donde no se oía más que el rebotar monótono de un balón de fútbol lanzado a patadas contra un muro. En el hermético despacho de Harry, el aire se había convertido en una sopa de fluidos humanos evaporados. La punta de la estrella que había a la derecha de la que terminaba en la plaza de Carl Berner apuntaba a un descampado cercano a la calle Ensjøveien, en Kampen. Harry les había explicado que el edificio que se encontraba justo debajo de la punta se construyó en 1912 como sanatorio para tuberculosos, pero que posteriormente lo transformaron en apartamentos. Primero para estudiantes de labores del hogar, luego para estudiantes de enfermería y, finalmente, para estudiantes en general.

La última punta de la estrella del diablo señalaba el dibujo de unas líneas negras paralelas.

—¿Las vías de la Estación Central de Oslo? —preguntó Møller—. Allí no vive nadie, ¿no?

—Imagínate que esto… —sugirió Harry señalando un cuadrado pequeño que él había dibujado.

—Tiene que ser un almacén, no es…

—No, Harry tiene razón —interrumpió Waaler—. Allí hay una pequeña casa. ¿No os habéis fijado en ella cuando llegáis en el tren? Ese extraño chalé de ladrillos que está totalmente abandonado. Con jardín y todo.

—Te refieres a Villa Valle —dijo Aune—. El domicilio del jefe de estación. Es muy conocida. Supongo que ahora sólo hay oficinas.

Harry negó con la cabeza y dijo que el Registro del Censo tenía inscrito allí a un residente, Olaug Sivertsen, una señora mayor.

—No hay ningún quinto piso en el bloque de apartamentos ni tampoco en el chalé —dijo Harry.

—¿Eso lo detendrá? —preguntó Waaler dirigiéndose a Aune.

Aune se encogió de hombros.

—No lo creo. Pero estamos hablando de predecir el comportamiento detallado de un individuo, de modo que tus suposiciones serán tan válidas como las mías.

—Bien —dijo Waaler—. Partimos de la base de que va a actuar mañana en el bloque de apartamentos, con lo que nuestra mejor oportunidad es una acción cuidadosamente preparada. ¿De acuerdo?

A lo cual todos asintieron.

—Me pondré en contacto con Sivert Falkeid, del grupo de Operaciones Especiales, y enseguida empiezo a trabajar en los detalles.

Harry detectó el destello en los ojos de Tom Waaler. Lo comprendía. La acción. La detención. Cobrar la pieza de la cacería. El solomillo de la labor policial.

—Entonces yo me llevo a Beate a la calle Schweigaardsgate, a ver si damos con el inquilino —dijo Harry.

—Ten cuidado —le advirtió Møller en voz alta para imponerse al ruido de las sillas—. Hemos de procurar que la información no se filtre, recordad lo que ha dicho Aune, que estos tipos pululan en las inmediaciones de la investigación.

Bajaba el sol. Subía la temperatura.