22
Jueves y viernes. La revelación

Jim Beam está hecho de centeno, cebada y un setenta por ciento de maíz que le da al bourbon ese sabor rotundo y dulce que lo distingue del whisky corriente. El agua del Jim Beam procede de un manantial cercano a la destilería de Clermont, Kentucky, donde también fabrican esa levadura especial que, según algunos, sigue la misma receta que Jacob Beam utilizaba en 1795. El resultado madura durante un mínimo de cuatro años antes de ser enviado a todos los rincones del mundo y de ser adquirido por Harry Hole, que se caga en Jacob Beam y que sabe que el agua de manantial es un truco de comercialización parecido a lo de Farris y el manantial de Farris. Y el único porcentaje que le importa es el que aparece en la letra pequeña de la etiqueta.

Harry se encontraba delante del frigorífico con un cuchillo de tallar en la mano, mirando fijamente la botella de líquido ocre dorado. Estaba desnudo. El calor del dormitorio lo había obligado a quitarse el calzoncillo aún húmedo y con olor a cloro.

Y llevaba cuatro días sobrio. Se dijo que lo peor ya había pasado. Era mentira, lo peor distaba mucho de haber pasado. Aune le había preguntado en una ocasión si sabía por qué bebía. Y él le contestó sin titubear: «Porque tengo sed». Harry lamentaba en varios sentidos el hecho de vivir en una sociedad y en una época en que las desventajas derivadas de beber alcohol en exceso superasen a las ventajas. Sus razones para mantenerse sobrio nunca habían guardado relación alguna con sus principios y sólo eran de tipo práctico. Consumir mucho alcohol resulta agotador y el premio es una vida corta y miserable, llena de aburrimiento y de dolor físico. Para un bebedor periódico, la vida consiste, por un lado, en estar borracho y, por otro, en el resto del tiempo. Dilucidar cuál de esas dos partes es la vida real constituía una cuestión filosófica en la que él no tenía tiempo de profundizar, ya que, de todos modos, la respuesta no le proporcionaría una vida mejor. Ni peor. Porque todo lo que estaba bien —todo— debía rendirse necesariamente tarde o temprano a la ley de la gravedad del alcohólico. La Gran Sed. Así era como había visto el problema de cálculo hasta que conoció a Rakel y a Oleg. Aquel encuentro otorgó una nueva dimensión a la abstinencia. Pero no anulaba la ley de la gravedad. Y ahora ya no aguantaba más las pesadillas. No aguantaba oír los gritos de ella. Ver el miedo en sus ojos fijos y muertos mientras su cabeza subía hacia el techo del ascensor. Tendió la mano hacia el armario. No dejaría nada sin probar. Dejó el cuchillo de tallar al lado de Jim Beam y cerró la puerta del armario. Luego volvió al dormitorio.

No encendió la lámpara, pero un rayo de luz de luna entraba por entre las cortinas.

El edredón y el colchón parecían haber intentado quitarse la ropa húmeda y arrugada.

Se metió en la cama. La última vez que durmió sin pesadillas fue en la cama de Camilla Loen, durante unos minutos. Entonces también soñó con la muerte, pero con la diferencia de que no sintió miedo. Un hombre puede encerrarse, pero tiene que dormir. Y en el sueño nadie puede esconderse.

Harry cerró los ojos.

El rayo de luna parecía temblar al ritmo del vaivén de las cortinas. Incidió sobre la pared que había encima de la cama y sobre las marcas negras de un cuchillo. Debieron de emplear mucha fuerza, porque la hendidura se adentraba profundamente en la madera detrás del papel blanco de la pared. La herida ininterrumpida formaba una gran estrella de cinco puntas.

Ella oía el tráfico de Trojská al otro lado de la ventana y la respiración profunda y regular del hombre que yacía a su lado. A veces le parecía distinguir los gritos del parque zoológico, pero a lo mejor sólo eran los trenes nocturnos del otro lado del río, que frenaban antes de llegar a la estación central. Cuando se mudaron a Trojská, a la cima del signo de interrogación marrón que describía el río Vltava a su paso por Praga, él dijo que le gustaba el sonido de los trenes.

Llovía.

Se había pasado todo el día fuera. En Borna, le dijo. Cuando por fin lo oyó entrar en el apartamento, ella ya se había acostado. Oyó en la entrada el ruido de la maleta antes de que él entrara en el dormitorio. Fingió dormir, pero lo observó a escondidas mientras él colgaba la ropa con movimientos lentos, echando alguna que otra ojeada al espejo que había junto al armario para mirarla. Se metió en la cama. Tenía las manos frías y la piel pegajosa de sudor cuajado. Hicieron el amor al repiqueteo de la lluvia contra las tejas, el cuerpo de él sabía a sal. Después, se durmió como un niño. Por lo general, a ella también le entraba sueño, pero en esta ocasión se quedó despierta mientras la savia de él salía de su cuerpo para ser absorbida por la sábana.

Fingió no saber lo que la mantenía despierta, pese a que sus pensamientos siempre eran los mismos. Que, el lunes por la noche cuando volvió de Oslo, al ir a cepillar la chaqueta del traje, descubrió en la manga un cabello rubio. Que aquel sábado, él volvería a Oslo. Que era la cuarta vez en cuatro semanas. Que seguía sin querer contarle lo que hacía allí. Ni que decir tiene que el pelo podía ser de cualquiera, de un hombre o de un perro.

Él empezó a roncar.

Pensó en la forma en que se conocieron. En su cara abierta y sus confesiones francas, que ella malinterpretó pensando que se hallaba ante un hombre extrovertido. La derritió como la nieve de primavera en la plaza de Václav, aunque, cuando una mujer sucumbía tan fácilmente a un hombre, siempre existía una sospecha que corroía, la de no ser la única que había sucumbido de ese modo.

Pero la trataba con respeto, casi como a un igual, a pesar de que tenía dinero suficiente como para tratarla como a una de las prostitutas de Perlová. Era un premio de la lotería, el único que le había tocado. Lo único que podía perder. Esa certeza la impulsaba a ser cauta, le impedía preguntar dónde había estado, con quién, qué hacía en realidad.

Sin embargo, había pasado algo y ahora tenía que averiguar si él era un hombre en quien pudiese confiar de verdad. Tenía algo mucho más precioso que perder. No le había contado nada, no lo supo con seguridad hasta hacía tres días, cuando fue al médico.

Se levantó de la cama y salió de la habitación de puntillas. Ya en el pasillo, cerró la puerta con cuidado.

Era una maleta moderna de color azul plomo, de la marca Samsonite. Estaba casi nueva pero los cantos aparecían rayados y llenos de pegatinas medio arrancadas de controles de seguridad y de destinos de los que ella ni siquiera había oído hablar.

A la débil luz del vestíbulo observó que la combinación de la cerradura estaba en cero-cero-cero. Siempre lo estaba. Y no necesitaba comprobarlo, sabía que no podría abrir la maleta. Nunca la había visto abierta, a excepción de las veces que él sacaba la ropa de los cajones para meterla en la maleta mientras ella estaba en la cama. Fue pura casualidad que lo hubiese visto la última vez que hizo la maleta. Vio que la combinación de la cerradura estaba en el interior de la tapa. Por otro lado, no es muy difícil recordar tres cifras. No cuando tienes que hacerlo. Olvidar todo lo demás y recordar las tres cifras del número de habitación de un hotel cuando llamaban para decirle que la requerían, qué debía llevar puesto o si había algún otro deseo especial.

Aguzó el oído. Los ronquidos sonaban como una suave fricción detrás de la puerta.

Había cosas que él no sabía. Cosas que no tenía por qué saber, cosas que ella había tenido que hacer, pero que pertenecían al pasado. Puso la punta de los dedos contra las ruedecillas dentadas que había sobre los números y las giró. A partir de ahora, sólo importaba el futuro.

Las cerraduras se abrieron con un suave clic.

Se quedó en cuclillas mirando fijamente el interior de la tapa.

Debajo, encima de una camisa blanca, había una cosa de metal negra y fea.

No necesitaba tocarla para asegurarse de que era una pistola de verdad, las había visto antes, en su vida anterior.

Tragó saliva y notó que la sobrecogía el llanto. Apretó los dedos contra los ojos. Por dos veces, murmuró el nombre de su madre para sus adentros.

Duró sólo unos segundos.

Tomó aire con fuerza y en silencio. Tenía que sobrevivir. Ellos tenían que sobrevivir. Aquello era, desde luego, una explicación de por qué no le podía contar muchos detalles sobre lo que hacía, la razón de que ganase tanto como parecía. Y ella ya había tenido ese pensamiento, ¿no?

Tomó una decisión.

Había cosas que ella ignoraba. Cosas que no necesitaba saber. Cerró la maleta y puso de nuevo a cero los números de la cerradura. Aplicó el oído a la puerta antes de abrirla con cuidado y entró rápidamente. Un rectángulo de la luz del pasillo alcanzó la cama. Si hubiera echado un vistazo al espejo antes de cerrar, le habría visto abrir un ojo. Pero estaba demasiado ocupada con sus propios pensamientos. O mejor dicho, con ese único pensamiento que acudía a su mente una y otra vez mientras oía el tráfico, los gritos del parque zoológico y su respiración rítmica y profunda. Que desde ahora sólo contaba el futuro.

Un grito, una botella al romperse contra la acera, seguido de una risa ronca. Juramentos y pasos corriendo que desaparecen traqueteando por la calle Sofie hacia el estadio de Bislett.

Harry miraba al techo mientras escuchaba los sonidos de la noche. Había dormido tres horas sin soñar antes de despertarse y ponerse a pensar. En tres mujeres, dos escenarios de sendos crímenes y en un hombre que le había ofrecido un buen precio por su alma. Intentó encontrar un sistema en todo aquello. Descifrar la clave. Ver el patrón. Comprender lo que Øystein había llamado la dimensión más allá del dibujo, la pregunta que venía antes de cómo. ¿Por qué?

¿Por qué un hombre se había disfrazado de mensajero ciclista para matar a dos mujeres y, probablemente, a una tercera? ¿Por qué se lo había puesto tan difícil a la hora de elegir el lugar del crimen? ¿Por qué dejaba mensajes? Cuando toda la experiencia atesorada afirmaba que los asesinatos en serie tenían un motivo sexual, ¿por qué no había ninguna señal de que hubiesen abusado sexualmente de Camilla Loen o de Barbara Svendsen?

Harry notó cómo le sobrevenía el dolor de cabeza. Apartó la funda del edredón de una patada y se dio la vuelta. Los números del despertador ardían en rojo. Las dos cincuenta y uno. Las dos últimas preguntas de Harry eran para sí mismo. ¿Por qué aferrarse al alma, si eso significa que se rompa el corazón? ¿Y por qué le importaba un sistema que en realidad lo odiaba?

Apoyó los pies en el suelo y se fue a la cocina. Miró la puerta del armario que había encima del fregadero. Enjuagó un vaso bajo el grifo y dejó que se llenase hasta arriba. Sacó el cajón donde estaban los cubiertos y cogió la caja negra de fotos, quitó la tapa gris y vertió el contenido en la palma de la mano. Una pastilla lo haría dormir. Dos con un vaso de Jim Beam lo volverían hiperactivo. Tres o más podían surtir efectos imprevisibles.

Harry abrió la boca, metió las pastillas y se las tragó con agua tibia.

Luego se fue a la sala de estar, puso un disco de Duke Ellington que había comprado después de ver a Gene Hackman sentado en el autobús nocturno en La conversación, acompañado de unas notas tenues que eran lo más solitario que Harry había oído jamás.

Se sentó en el sillón de orejas.

—Para eso sólo conozco un método —le había dicho Øystein.

Harry empezó por el principio. Por el día que pasó por delante del Underwater haciendo eses camino a la dirección de Ullevålsveien. Viernes. La calle Sannergata. Miércoles. Carl Berner. Lunes. Tres mujeres. Tres dedos amputados. La mano izquierda. Primero el dedo índice, luego el corazón y el anular. Tres lugares. Ningún chalé, barrios con vecinos. Un edificio antiguo de fin de siglo, otro de los años treinta y un bloque de oficinas de los cuarenta. Ascensores. Recordaba los números sobre las puertas del ascensor. Skarre había hablado con las tiendas en Oslo y alrededores especializadas en equipos para los mensajeros ciclistas. No pudieron ayudarle en cuanto a equipos de bicicleta y trajes amarillos, pero gracias al acuerdo con los seguros Falken, pudieron facilitarle una lista de quienes habían comprado bicicletas caras en los últimos meses, como las utilizadas por los mensajeros.

Notó cómo llegaba la anestesia. La tosca lana de la silla le escocía contra las nalgas y los muslos desnudos.

Las víctimas. Camilla, redactora de una agencia de publicidad, soltera, veintiocho años, rellenita. Lisbeth, cantante, casada, treinta y tres años, rubia, delgada. Barbara, recepcionista, veintiocho, vivía con sus padres, castaño oscuro. Ninguna destacaba por su atractivo. El momento de los asesinatos. Suponiendo que a Lisbeth la asesinaran enseguida, sólo días laborables. Por la tarde, justo después de acabar la jornada.

Duke Ellington tocaba veloz. Como si tuviera la cabeza llena de notas que debiese tocar. De pronto, casi se detuvo del todo. Tocaba sólo los puntos necesarios.

Harry no había estudiado la procedencia de las víctimas, no había hablado con familiares ni amigos, sólo había repasado el informe a toda prisa, sin encontrar nada que llamase su atención. Porque no era allí donde encontraría las respuestas. No en quiénes eran las víctimas, sólo en lo que eran, en lo que representaban. Para aquel asesino, las víctimas no eran sino exteriores, elegidas tan al azar como todo lo que las rodeaba. Sólo se trataba de captar lo que era. Captar el dibujo.

De repente, la química se puso en funcionamiento. El efecto recordaba más al de un alucinógeno que a los somníferos. Su mente cedió ante los pensamientos, que navegaban sin control, como en un barril por un río. El tiempo palpitaba, bombeaba como un universo en expansión. Cuando volvió en sí, reinaba a su alrededor un silencio roto únicamente por el sonido de la aguja del tocadiscos que picaba contra la etiqueta.

Se fue al dormitorio, se sentó a los pies de la cama con las piernas flexionadas, como un escriba sentado, y se quedó mirando fijamente la estrella del diablo. Al cabo de un rato, ésta empezó a bailar. Cerró los ojos. Se trataba de captarlo.

Cuando empezó a clarear, él ya había pasado por todos los lugares. Estaba sentado, escuchaba y veía, pero estaba soñando. Cuando lo despertó el chasquido del periódico Aftenposten al caer en la escalera, levantó la cabeza y clavó la mirada en la cruz, que había dejado de bailar.

Todo había dejado de bailar. Ya estaba. Había visto el dibujo.

El dibujo de un hombre entumecido que buscaba desesperadamente unos sentimientos genuinos. Un idiota ingenuo que creía que donde hay alguien que ama, hay amor, que donde hay preguntas, hay respuestas. El dibujo de Harry Hole. En un arrebato de ira, dio con la cabeza en la cruz de la pared. Sintió un profundo dolor y cayó apático sobre la cama. Su mirada se posó en el despertador. Las 5.55. La funda del edredón estaba mojada y caliente.

Entonces, Harry Hole se apagó, como si alguien hubiera pulsado un interruptor.

Ella le llenó la taza de café. Él gruñó un Danke y pasó la página de The Observer. Como de costumbre, había salido a comprarlo en el hotel de la esquina, junto con los cruasanes recién hechos que el panadero del barrio había empezado a vender. El hombre nunca había estado en el extranjero, sólo en Eslovaquia, que no contaba como extranjero, pero le aseguraba que ahora en Praga tenían todo lo que había en otras grandes ciudades de Europa. Tenía ganas de viajar. Antes de conocerlo a él, se había enamorado de ella un hombre de negocios norteamericano. Una empresa farmacéutica de Praga con la que mantenía relaciones comerciales la compró como regalo. Era un hombre agradable, inocente y algo regordete, dispuesto a ofrecérselo todo con tal de que se fuera con él a su casa de Los Ángeles. Naturalmente, ella aceptó. Pero cuando se lo contó a Tomas, su chulo y hermanastro, éste se encaminó directamente a la habitación del americano y lo amenazó con un cuchillo. El americano se fue al día siguiente y ella nunca volvió a verlo. Cuatro días más tarde y muy deprimida, mientras bebía vino en el hotel Gran Europa, de pronto lo vio. Estaba sentado al fondo del local observando cómo ella toreaba a los pelmazos. Decía siempre que eso era lo que lo enamoró. No se trataba del hecho de que otros la desearan, sino de la forma en que ignoraba el cortejo, tan relajadamente desinteresada, tan netamente pudorosa. Dijo que todavía había hombres que sabían apreciar esas cosas.

Lo dejó que la invitara a una copa de vino, le dio las gracias y se fue a casa, sola.

Al día siguiente, llamó a la puerta de su minúsculo apartamento, situado en un semisótano de Strasnice. Nunca le explicó cómo se había enterado de dónde vivía. Pero la vida había pasado de gris a rosa en un abrir y cerrar de ojos. Experimentó la felicidad. Era feliz.

El papel de periódico crujía cada vez que pasaba la página.

Debía haberlo sabido. No debería haber guiñado el ojo otra vez. Ojalá no hubiera sabido lo de la pistola que llevaba en la maleta.

Pero había decidido olvidarlo. Olvidar todo lo demás. Lo otro, lo que no era lo importante. Eran felices. Ella lo quería. Estaba sentada, con el delantal puesto. Sabía que le gustaba que usara delantal. Al fin y al cabo, algo sabía del funcionamiento de los hombres, el secreto estaba en no demostrarlo. Se miró el regazo. Empezó a sonreír, no podía evitarlo.

—Tengo algo que contarte —le dijo.

—¿Ah, sí? —La página del periódico ondeaba como la vela de un barco.

—Prométeme que no te vas a enfadar —continuó notando que sonreía cada vez con más ganas.

—No puedo prometerlo —respondió él sin levantar la vista.

A ella se le heló la sonrisa.

—Que…

—Supongo que vas a confesarme que registraste mi maleta cuando te levantaste anoche.

Hasta aquel momento, ella no se había percatado de que le había cambiado el acento. Su habitual tono cantarín había desaparecido casi por completo. Dejó el periódico y la miró.

Nunca había tenido que mentirle, gracias a Dios, porque sabía que jamás lo conseguiría. Allí estaba la prueba. Negó con la cabeza pero notó que se le descontrolaba la expresión de la cara.

Él enarcó una ceja.

Ella tragó saliva.

El segundero de aquel reloj grande de cocina que ella compró en IKEA con el dinero de él emitió un silencioso tictac.

Él sonrió.

—Y encontraste un montón de cartas de mis amantes, ¿verdad?

Ella parpadeó desconcertada.

Él se inclinó.

—Estoy bromeando, Eva. ¿Algo va mal?

Ella asintió con la cabeza.

—Estoy embarazada —susurró rápidamente, como si, de pronto, fuese algo urgente—. Yo… nosotros… vamos a tener un hijo.

Se quedó petrificado, mirando fijamente al frente mientras ella le contaba cómo empezó a sospechar, la visita al médico y, finalmente, la certeza. Cuando terminó, él se levantó y salió de la cocina. Volvió y le entregó un pequeño estuche de color negro.

—Visitar a mi madre.

—¿Qué?

—Quieres saber lo que voy a hacer en Oslo, ¿no? Voy a visitar a mi madre.

—¿Tienes madre…?

Fue su primer pensamiento: «¿De verdad tiene madre?». Pero añadió:

—¿Vive tu madre en Oslo?

Él sonrió y señaló la caja con la cabeza.

—¿No vas a abrirlo, querida? Es para ti. Por el niño.

Parpadeó un par de veces antes de serenarse y poder abrirlo.

—Es precioso —aseguró notando que se le llenaban los ojos de lágrimas.

—Te quiero, Eva Marvanova.

El tono cantarín volvía a animar su acento.

Ella sonrió entre lágrimas cuando la abrazó.

—Perdóname —murmuró ella—. Perdóname. Lo único que necesito saber es que me quieres. El resto no tiene importancia. No tienes que hablarme de tu madre. Ni de la pistola…

Sintió que el cuerpo de él se ponía rígido entre sus brazos. Y le susurro al oído:

—Vi la pistola, pero no necesito saber nada. Nada, ¿me oyes?

Él se liberó cuidadosamente de su abrazo.

—Sí —dijo—. Lo siento, no hay más remedio. Ya no.

—¿Qué quieres decir?

—Tienes que saber quién soy.

—Pero… ya sé quién eres, mi amor.

—Ignoras a qué me dedico.

—No sé si quiero saberlo.

—Tienes que saberlo.

Cogió el estuche, sacó el collar y lo levantó.

—Me dedico a esto.

El diamante en forma de estrella brillaba como un ojo enamorado a la luz matinal que entraba por la ventana de la cocina.

—Y a esto.

Sacó la mano del bolsillo de la chaqueta. Sujetaba la misma pistola que ella había visto en la maleta, pero alargada con un suplemento de metal negro sujeto al cañón. Eva Marvanova no entendía mucho de armas, pero sabía lo que era. Un silenciador. O como se dice en inglés, tan acertadamente, silencer.

Harry se despertó cuando sonó el teléfono. Tenía la sensación como si alguien le hubiese metido una toalla en la boca. Intentó humedecer la cavidad bucal con la lengua, pero le raspaba contra el paladar como un trozo de pan reseco. El reloj de la mesilla marcaba las 10.17. Un recuerdo fragmentario, una imagen incompleta le vino a la mente. Se dirigió a la sala de estar. El teléfono sonó por sexta vez.

Cogió el auricular.

—Aquí Harry. Habla.

—Sólo quiero decir que lo siento.

Allí estaba, la voz que siempre deseaba oír cuando cogía el teléfono.

—¿Rakel?

—Es tu trabajo —dijo—. No tengo derecho a estar enfadada. Lo siento.

Harry se sentó en la silla. Algo intentaba abrirse camino entre la maraña de sueños antiguos ya casi olvidados.

—Tienes derecho a estar enfadada —aseguró.

—Eres policía. Alguien tiene que cuidar de nosotros.

—No me refería al trabajo —explicó Harry.

Ella no respondía. Él aguardaba.

—Te echo de menos —dijo de repente con la voz quebrada.

—Echas de menos a la persona que creías que era yo —precisó Harry—. En cambio yo echo de menos…

—Adiós —dijo Rakel de pronto, como una canción que termina en pleno preludio.

Harry se quedó sentado mirando el teléfono. Alegre y triste a la vez. Un residuo del sueño se esforzaba por emerger a la superficie, pero se topó con la cara inferior de una capa de hielo que iba congelándose cada vez más a medida que pasaban los segundos del día. Repasó la mesa en busca de algún cigarrillo y encontró una colilla en un cenicero. Seguía teniendo la lengua medio anestesiada. Suponía que Rakel había interpretado su articulación gangosa como indicio de una borrachera, lo que, en realidad, no se hallaba tan lejos de la verdad, salvo por el hecho de que no sentía ganas de volver a ingerir ese veneno.

Entró en el dormitorio. Miró el reloj de la mesilla. Hora de irse a trabajar. Algo…

Cerró los ojos.

El eco de Duke Ellington continuaba resonándole en el conducto auditivo. No estaba allí, tenía que adentrarse más. Siguió escuchando. Oyó el grito dolorido de un tranvía, pasos de gato en el tejado y un ominoso susurro en el abedul de color verde explosivo que había en el patio trasero. Más adentro aún. Oyó que el edificio se resistía, el crujir de la masilla de los travesaños de las ventanas, el trastero vacío del sótano que emitía un ruido sordo allá abajo, en el abismo. Oyó el agudo raspar de las sábanas contra su piel desnuda y el traqueteo impaciente de los zapatos en el pasillo. Oyó la voz de su madre susurrar como solía hacerlo justo antes de que él se durmiera: «Detrás del armario, detrás del armario, detrás del armario de su madame…».

Y ya estaba dentro del sueño.

El sueño de la noche anterior. Estaba ciego, tenía que estar ciego, porque sólo podía oír.

Oyó de fondo una voz que murmuraba una suerte de plegaria.

Por la acústica, se diría que estaba en una habitación de grandes dimensiones, como de una iglesia, de no ser porque no paraban de caer gotas. Desde debajo de la alta bóveda, si es que era una bóveda, se oía un aleteo acelerado. ¿Palomas? Al parecer, un sacerdote o un predicador dirigía la sesión de espiritismo, pero la liturgia sonaba extraña y exótica. Casi como si hablara en ruso o como si sufriera glosolalia. La congregación entonó un salmo de armonía extraña y líneas breves y cortantes. Ninguna palabra conocida, como Jesús o María. De repente, la congregación dejó de cantar y empezó a tocar la orquesta. Ahora reconoció la melodía. De la tele. Espera un momento. Oyó algo que rodaba. Una bola. Se detuvo.

—Cinco —anunció una voz femenina—. El número es el cinco.

En ese instante, lo comprendió todo.

La clave.