Harry y Oleg se encontraron con Rakel justo cuando ella salía por la puerta de la piscina Frognerbadet. Echó a correr en dirección a Oleg y lo abrazó al tiempo que dirigía a Harry una mirada furiosa.
—¿Qué crees que estás haciendo? —susurró.
Harry se quedó con los brazos caídos y cambiando el peso de un pie a otro. Sabía qué podría haberle contestado. Podría haber dicho que «lo que estaba haciendo» era intentar salvar vidas en la ciudad. Pero incluso eso sería mentira. La verdad era que estaba haciendo sus cosas, únicamente eso, sus cosas, y permitiendo que cuantos había a su alrededor pagasen el precio. Así había sido y así sería siempre, y si, de paso, salvaba vidas, podía considerarse un valor añadido.
—Lo siento —dijo. Y, por lo menos en eso, era sincero.
—Hemos estado en un sitio donde también ha estado el asesino en serie —dijo Oleg alteradísimo, pero se calló enseguida, al ver la mirada incrédula de su madre.
—Bueno… —empezó Harry.
—No —lo interrumpió Rakel—. No lo intentes.
Harry se encogió de hombros y sonrió a Oleg con tristeza.
—Déjame por lo menos que os lleve a casa.
Conocía la respuesta antes de oírla. Se quedó mirando cómo se alejaban. Rakel caminaba con pasos rápidos y decididos. Oleg se volvió y se despidió con la mano. Harry le devolvió el saludo.
El sol le bombeaba bajo los párpados.
La cafetería se hallaba en el último piso de la comisaría. Al entrar por la puerta, Harry se quedó de pie mirando. Aparte de la persona que vio sentada en una de las mesas, de espaldas a él, no había más público en el amplio local. Harry se fue derecho de Frognerbadet a la comisaría. Mientras caminaba por los pasillos desiertos del sexto piso, constató que el despacho de Tom Waaler estaba vacío, aunque con la luz encendida.
Harry se acercó al mostrador, que tenía echada la persiana de acero. En la tele, que estaba colgada en una esquina, daban un sorteo de lotería. Harry siguió con la vista la bola que bajaba hacia la cesta. El volumen del televisor estaba muy bajo, pero Harry pudo oír la voz de una mujer que anunciaba el cinco, «el número ganador es el cinco». Alguien había tenido suerte. Se oyó el ruido de una silla.
—Hola, Harry. El servicio está cerrado.
Era Tom.
—Ya lo sé —respondió Harry.
Pensaba en la pregunta de Rakel. ¿Qué estaba haciendo, realmente?
—Sólo pensaba fumarme un pitillo.
Harry señaló con la cabeza a la terraza, que funcionaba todo el año como sala de fumadores.
La vista que se ofrecía desde allí era espectacular, pero el aire seguía tan ardiente y estático como en la calle. Los rayos del sol vespertino incidían oblicuos sobre la ciudad y el puerto de Bjørvika que, de momento, constaba de una carretera y una zona de almacén y contenedores, excelente escondite para drogadictos, pero que pronto se convertiría en una ópera, hoteles y pisos para millonarios. La riqueza estaba a punto de someter a toda la ciudad. Harry pensó en los peces gato de los ríos de África, ese pez grande y negro que carece de la sensatez suficiente como para escapar hacia aguas más profundas cuando comienza la época de sequía y que, al final, queda atrapado en las charcas lodosas que terminan por secarse poco a poco. Los trabajos de construcción ya habían empezado, las grúas parecían siluetas de jirafas elevándose hacia el sol de la tarde.
—Será impresionante.
No había oído a Tom mientras se acercaba.
—Ya veremos.
Harry dio una calada. No sabía con seguridad a qué había respondido.
—Te gustará —dijo Waaler—. Es cuestión de acostumbrarse.
Harry se imaginó a los peces gato cuando el agua desaparecía y ellos se quedaban allí en el lodo, moviendo la cola, abriendo la boca e intentando acostumbrarse a respirar aire.
—Necesito una respuesta, Harry. Tengo que saber si estás dentro o fuera.
Ahogarse con aire. Puede que la muerte del pez gato no fuera peor que la de otros. Dicen que la muerte por ahogamiento es relativamente agradable.
—Ha llamado Beate —dijo Harry—. Ya ha cotejado las huellas de la tienda de televisores.
—¿Ah, sí?
—Sólo son huellas parciales. Y el dueño no recuerda nada.
—Una pena. Aune dice que, en Suecia, obtienen buenos resultados con testigos olvidadizos. Quizá debiéramos probar.
—Sí.
—Y esta tarde nos ha llegado una información interesante del forense. Sobre Camilla Loen.
—Ya.
—Estaba embarazada de dos meses. Pero ninguna de las personas de su círculo de amistades con las que hemos hablado tiene idea de quién podría ser el padre. Es más que probable que no tenga nada que ver con el asesinato, pero sería interesante averiguarlo.
—Ya.
Se quedaron en silencio. Waaler se acercó y se inclinó sobre la barandilla.
—Ya sé que no te gusto, Harry. Y no te pido que cambies de parecer de la noche a la mañana. —Hizo una pausa—. Pero si vamos a trabajar juntos tenemos que empezar por algún sitio. Quizá siendo más accesible el uno para el otro.
—¿Accesible?
—Sí. ¿Suena difícil?
—Un poco.
Tom Waaler sonrió.
—De acuerdo. Pero te dejo que empieces tú. Pregúntame algo que quieras saber sobre mí.
—¿Sobre ti?
—Sí. Lo que sea.
—¿Fuiste tú quien dispa…? —Harry se detuvo en mitad de la palabra—. A ver —dijo—. Quiero saber qué te mueve.
—¿Qué quieres decir?
—Qué es lo que te mueve a levantarte por la mañana y hacer las cosas que haces. Cuál es tu meta y por qué.
—Comprendo. —Tom se quedó pensando. Largo rato. Luego señaló las grúas—. ¿Las ves? Mi tatarabuelo emigró desde Escocia con seis ovejas Sunderland y una carta del gremio de albañiles de Aberdeen. Las ovejas y la recomendación le facilitaron la entrada en el gremio de Oslo. Participó en la construcción de las casas que ves a orillas del río Akerselva y hacia el este, a lo largo del ferrocarril. Después, sus hijos tomaron el relevo. Y luego los hijos de sus hijos. Hasta mi padre. Mi bisabuelo adoptó un apellido noruego, pero cuando nos mudamos a la parte oeste de la ciudad, mi padre volvió a adoptar el apellido Waaler. Wall. Muro. Por orgullo, en cierta medida, pero también porque opinaba que Andersen no era un apellido digno de un futuro juez.
Harry miró a Waaler. Intentó distinguir la cicatriz en la mejilla.
—¿Ibas a ser juez?
—Ése era el plan cuando empecé a estudiar Derecho. Y, seguramente, habría seguido ese camino, de no ser por lo que pasó.
—¿Qué pasó?
Waaler se encogió de hombros.
—Mi padre falleció en un accidente laboral. Es curioso, pero cuando desapareció de mi vida la figura del padre, descubrí que había tomado ciertas decisiones casi más por él que por mí mismo. Y me di cuenta de que no tenía nada en común con mis compañeros de estudios. Supongo que era un idealista ingenuo. Creía que lo de ser juez consistía en llevar el estandarte de la justicia y hacer pervivir el estado de derecho moderno, pero descubrí que, para la mayoría, se trataba de conseguir un título y un puesto de trabajo donde ganar lo suficiente para impresionar a la vecina de Ullern. Bueno, tú mismo has estudiado en la Facultad de Derecho…
Harry asintió.
—O quizá sean los genes —dijo Waaler—. A mí siempre me ha gustado construir cosas. Cosas grandes. Desde pequeño construía palacios enormes con las piezas de Lego, mucho más grandes que los de los otros niños. Y con los estudios de Derecho descubrí que yo estaba hecho de otra pasta que las personas insignificantes con ideas intrascendentes. Dos meses después del entierro, solicité la admisión en la Academia Superior de Policía.
—Ya. Y terminaste como el mejor alumno, según los rumores.
—El segundo.
—¿Y te dieron la posibilidad de construir tu palacio aquí, en la comisaría?
—No me la dieron. A nadie se le da nada, Harry. Cuando era pequeño, les quitaba las piezas de Lego a los otros niños para hacer mis construcciones lo suficientemente grandes. La cuestión es qué es lo que uno quiere. Si sólo pretendes construir casas insignificantes y mezquinas para personas con vidas insignificantes y mezquinas, o si también quieres que haya óperas y catedrales, edificios grandiosos, algo que apunte a algo más grande que uno mismo, algo que alcanzar.
Waaler pasó una mano por la barandilla.
—Ser constructor de catedrales es una vocación, Harry. En Italia se concedía el título de mártires a aquéllos que morían construyendo iglesias. A pesar de que los que construían las catedrales lo hacían para la humanidad, no existe ninguna catedral en la historia que no se haya levantado con huesos humanos, con sangre humana. Eso solía decir mi abuelo. Y así será siempre. La sangre de mi familia ha dado cuerpo a la mezcla utilizada en varios de los edificios que se ven desde aquí. Sólo quiero más justicia. Para todos. Y utilizo los materiales de construcción necesarios.
Harry escrutaba el extremo incandescente del cigarrillo.
—¿Y has pensado en mí como material de construcción?
Waaler sonrió.
—Es una forma de expresarlo. La respuesta es sí. Si tú quieres. Tengo alternativas…
No acabó la frase, pero Harry sabía cómo acababa: «En cambio, tú no…».
Harry dio una larga calada y preguntó en voz baja:
—¿Y si digo que sí a lo de subir a bordo?
Waaler enarcó una ceja y miró a Harry de hito en hito, antes de contestar.
—Se te asignará una primera misión que llevarás a cabo tú solo y sin hacer preguntas. Todos tus predecesores han hecho lo mismo. Como una prueba de lealtad.
—¿Y en qué consistirá esa prueba?
—Lo sabrás a su debido tiempo. Pero implicará quemar algunos puentes de tu vida anterior.
—¿Significará infringir las leyes noruegas?
—Probablemente.
—Ya veo —dijo Harry—. Así tendréis algo contra mí. Y no caeré en la tentación de descubriros.
—Yo lo expresaría en otros términos, pero has entendido de qué va el asunto.
—¿Y de qué estamos hablando concretamente? ¿De contrabando?
—Ahora me es imposible responderte a esa pregunta.
—¿Y cómo puedes estar seguro de que no soy un topo del servicio de Inteligencia o de Asuntos Internos?
Waaler se apoyó en la barandilla y apuntó hacia abajo.
—¿La ves, Harry?
Harry se acercó y dirigió la vista al parque. Aún había gente que aprovechaba los últimos rayos de sol tumbada en la verde hierba.
—La del biquini amarillo —continuó Waaler—. Bonito color para un biquini, ¿verdad?
Algo se retorció en el estómago de Harry, que se enderezó enseguida.
—No somos tontos —dijo Waaler sin apartar la vista del césped—. Nos informamos acerca de las personas que nos interesa tener en el equipo. Se conserva bien, Harry. Es lista e independiente, según tengo entendido. Pero por supuesto, ella quiere lo que todas las mujeres en su situación. Un hombre que pueda mantenerlas. Es pura biología. Y a ti apenas te queda tiempo. Tías como ésa no duran mucho solas.
A Harry se le cayó el cigarrillo a la calle, y fue dejando un reguero de chispas diminutas.
—Ayer dieron la alarma de riesgo de incendios forestales en toda la parte este del país —observó Waaler.
Harry no contestó. Un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando sintió la mano de Waaler en el hombro.
—En realidad, ya se ha acabado el plazo, Harry. Pero para demostrarte nuestra buena voluntad, te doy dos días más. Si no sé nada de ti antes, retiraré la oferta.
Harry tragaba saliva una y otra vez en un esfuerzo por pronunciar la palabra, pero la lengua se negaba a obedecer y las glándulas salivares parecían cauces de ríos africanos secos.
Pero al final lo consiguió.
—Gracias.
A Beate Lønn le gustaba su trabajo. Le gustaban las rutinas, la seguridad, sabía que lo hacía bien y también lo sabían sus colegas de la policía Científica con los que compartía lugar de trabajo en la calle Kjølberggata 21A. Y puesto que nada le importaba más en la vida que el trabajo, hallaba en él razón suficiente para levantarse cada mañana. Todo lo demás eran los acordes de un intermedio. Beate vivía con su madre en Oppsal, en la segunda planta de la casa. Se llevaban bien. Beate siempre había sido el ojito derecho de su padre cuando él vivía y ella suponía que ése era el motivo por el que se había hecho policía, como él. No tenía ningún hobby. Y, a pesar de que ella y Halvorsen, el agente con quien Harry compartía despacho, eran como una especie de pareja, no estaba segura de que él fuese el hombre de su vida. Había leído en la revista Henne que era normal tener esa clase de dudas. Y que había que correr algunos riesgos. A Beate Lønn no le gustaba correr riesgos ni tener dudas. Por eso le gustaba su trabajo.
De niña y de adolescente se sonrojaba sólo de pensar que alguien reparase en ella y dedicaba la mayor parte de su tiempo a encontrar diferentes formas de esconderse. Seguía sonrojándose, pero había aprendido a localizar buenos escondites. Podía pasarse horas tras las desgastadas paredes de ladrillo rojo de la policía Científica estudiando huellas dactilares, informes de balística, grabaciones de vídeo, comprobaciones de voces, análisis de ADN o fibras textiles, huellas de pies, sangre, una infinidad de huellas técnicas que podían resolver casos importantes y muy sonados en un silencio y una paz perfectos. También se había dado cuenta de que, en el trabajo, no resultaba tan peligroso ser visible, siempre y cuando lograse hablar alto y claro y, al mismo tiempo, neutralizar el pánico que sentía ante la idea de sonrojarse en público, de perder prestigio por la ropa que llevaba o por revelar una vergüenza cuya procedencia ignoraba. La oficina de la calle Kjølberggata se había convertido en su fortaleza, el uniforme y el trabajo, en su armadura mental.
El reloj indicaba las doce y media de la noche cuando el teléfono del escritorio le interrumpió la lectura del informe del laboratorio sobre el dedo de Lisbeth Barli. El corazón empezó a latirle acelerado y temeroso al ver en el display que quien llamaba tenía un número «desconocido». Podría ser él.
—Beate Lønn.
Era él. Las palabras vinieron en rápidos golpes:
—¿Por qué no me llamaste con lo de las huellas?
Ella contuvo la respiración un segundo antes de responder.
—Harry me dijo que te daría el mensaje.
—Gracias, lo recibí. La próxima vez me llamas a mí primero. ¿Entendido?
Beate tragó saliva, no sabía si por ira o por miedo.
—De acuerdo.
—¿Le contaste algo más que no me hayas contado a mí?
—No. Sólo que he recibido los resultados de lo que hallaron bajo la uña del dedo que recibimos por correo.
—¿El de Lisbeth Barli? ¿Y qué era?
—Excrementos.
—¿Qué?
—Caca.
—Sí, gracias, sé lo que es. ¿Alguna idea de dónde procede?
—Pues sí.
—Corrijo mi pregunta. ¿De quién procede?
—No lo sé seguro, pero puedo especular.
—Te importaría…
—Estos excrementos contienen sangre, puede que de una hemorroide. En este caso, del grupo sanguíneo B. Sólo se encuentra en el siete por ciento de la población. Willy Barli está registrado como donante de sangre. Él tiene…
—Comprendo. ¿Y cuál es la conclusión?
—No lo sé —dijo Beate apresuradamente.
—Pero ¿sabes que el ano es una zona erógena, Beate? ¿Tanto en mujeres como en hombres? ¿O es que lo has olvidado?
Beate cerró los ojos con fuerza. Ojalá no lo sacara a relucir otra vez. Otra vez no. Hacía mucho tiempo…, había empezado a olvidar, a eliminarlo del sistema. Pero allí estaba su voz, dura y resbaladiza como la piel de una serpiente.
—Eres muy buena fingiendo ser una chica decente, Beate. Me gusta. Me gustaba que fingieras rehusar.
«Tú, yo: nadie sabe nada», pensó Beate.
—¿Halvorsen te lo hace igual de bien?
—Tengo que colgar —dijo Beate.
Su risa le resonó en el oído como una ráfaga. Y en ese momento comprendió que no había dónde esconderse, que podían dar contigo en cualquier sitio, igual que con las tres chicas asesinadas en el lugar en que más seguras se sentían. No existía fortaleza alguna. Ninguna armadura.
Øystein se hallaba en el taxi, en la parada de la calle Therese, escuchando la cinta de los Rolling Stones, cuando sonó el teléfono.
—Oslo ta…
—Hola, Øystein. Soy Harry. ¿Tienes gente en el coche?
—Sólo Mick y Keith.
—¿Cómo?
—La mejor banda del mundo.
—Øystein.
—Sí.
—Los Stones no son la mejor banda del mundo. Ni siquiera la segunda mejor. Más bien es la banda más sobrevalorada del mundo. Y no fueron Keith ni Mick quienes escribieron Wild Horses, sino Gram Parson.
—¡Es mentira y tú lo sabes! Pienso colgar ahora mismo…
—¿Hola? ¿Øystein?
—Dime algo agradable. Rápido.
—Under my thumb está bastante bien. Y Exile On Main Street tiene sus momentos.
—Vale. ¿Qué quieres?
—Necesito ayuda.
—¿A las tres de la mañana? ¿No deberías estar durmiendo?
—No puedo dormir —dijo Harry—. Me muero de miedo en cuanto cierro los ojos.
—¿La misma pesadilla de siempre?
—La reposición favorita de los infiernos.
—¿La historia del ascensor?
—Sí, sé exactamente lo que va a ocurrir y tengo el mismo miedo cada vez. ¿Cuánto tardas en llegar aquí?
—No me gusta esto, Harry.
—¿Cuánto?
Øystein dejó oír un suspiro.
—Dame seis minutos.
Harry estaba ya con los vaqueros en la puerta del apartamento cuando Øystein subía las escaleras.
Se sentaron en la sala de estar, sin encender la luz.
—¿Tienes una cerveza? —Øystein se quitó la gorra negra de Playstation y se alisó hacia atrás un flequillo fino y sudoroso.
Harry negó con la cabeza.
—Bueno —respondió Øystein dejando en la mesa un tubo de color negro.
—A éste invito yo. Flunipam. Desmayo garantizado. Basta con una pastilla.
Harry observó la caja con detenimiento.
—No te he pedido que vengas para eso, Øystein.
—¿Ah, no?
—No. Necesito que me expliques qué se hace para descifrar una clave. Cómo se procede.
—¿Estás hablando de piratería? —Øystein miraba a Harry perplejo—. ¿Tienes que descifrar una contraseña?
—Algo así. Habrás leído en los periódicos lo del asesino en serie, ¿no? Creo que nos está dando claves. —Harry encendió una lámpara—. Mira esto.
Øystein observó la hoja de papel que Harry tenía sobre la mesa.
—¿Una estrella?
—Un pentagrama. El asesino ha dejado este símbolo en dos de los lugares del crimen. Uno tallado en una viga, al lado de la cama, y el otro dibujado en la capa de polvo de la pantalla de un televisor, en una tienda enfrente del lugar del crimen.
—¿Y crees que yo puedo decirte lo que significa?
Øystein observaba la estrella meneando la cabeza.
—No. —Harry apoyó la cabeza entre las manos—. Pero esperaba que pudieras explicarme los principios básicos que hay que seguir para descifrar una clave.
—Las claves que yo descodificaba eran matemáticas, Harry. Las claves entre personas tienen otra semántica. Por ejemplo, soy incapaz de descifrar lo que en realidad dicen las tías.
—Imagínate que esto puede ser ambas cosas. Simple lógica con unos subtítulos.
—Vale, entonces estamos hablando de criptografía. Escritura oculta. Y para descifrar algo así, es preciso recurrir tanto al pensamiento lógico como al llamado analógico. Este último implica utilizar el subconsciente y la intuición, es decir, lo que uno no sabe que sabe. Y luego hay que combinar el pensamiento lineal y el reconocimiento de patrones. ¿Has oído hablar de Alan Turing?
—No.
—Un inglés. Descifró los códigos alemanes durante la guerra. Para abreviar te diré que fue él quien ganó la guerra. Dijo que para descifrar claves primero hay que saber en qué dimensión opera la parte contraria.
—¿Y eso qué significa?
—Digamos que es un nivel por encima de las letras y los números. Por encima del lenguaje. Respuestas que no explican el cómo, sino el porqué. ¿Entiendes?
—No, pero cuéntame cómo se hace.
—Nadie lo sabe. Se parece a la clarividencia religiosa y puede considerarse más bien como un don.
—Vamos a suponer que sé por qué. ¿Qué pasa después de eso?
—Puedes tomar el camino más largo y combinar las distintas posibilidades hasta morirte.
—No soy yo quien muere. Sólo tengo tiempo para recorrer el camino más corto.
—Entonces sólo conozco un método.
—¿Y?
—El trance.
—Por supuesto. El trance.
—No estoy de broma. Te concentras observando fijamente la información hasta que dejas de pensar de forma consciente. Es como sobrecargar una pierna hasta que sufre un calambre y empieza a hacer cosas por sí sola. ¿Has visto alguna vez cómo le baila el pie a un escalador atrapado en la montaña? No. Bueno, pero así es. En 1988 entré en el sistema de cuentas del Danske Bank después de cuatro noches en vela y con la ayuda de una gota pequeña y fría de LSD. Si tu subconsciente logra desarticular la clave, te darás cuenta. Si no…
—¿Sí?
Øystein se rió.
—Te desarticularás tú. Las unidades psiquiátricas están llenas de gente como yo.
—Ya. ¿Trance, dices?
—Trance. Intuición. Y quizás un poquito de ayuda farmacéutica…
Harry cogió el tubo de color negro y lo observó pensativo.
—¿Sabes qué, Øystein?
—¿Qué?
Le lanzó la caja, que Øystein atrapó al vuelo.
—Te mentí sobre lo de Under My Thumb.
Øystein dejó la caja en el borde de la mesa y se puso a atarse los cordones de unas zapatillas Puma terriblemente desgastadas y bastante retro. De cuando lo retro estaba de moda, de la ola retro.
—Ya lo sé. ¿Has visto a Rakel?
Harry negó con la cabeza.
—Es eso lo que te atormenta, ¿verdad?
—Puede —dijo Harry—. Me han ofrecido un trabajo que no sé si puedo rechazar.
—Entonces no es una oferta para trabajar para el dueño del taxi que yo conduzco.
Harry sonrió.
—Sorry, no soy el hombre adecuado para facilitar orientación profesional —dijo Øystein levantándose—. Aquí te dejo el tubo. Haz lo que quieras.