Justo antes de las tres, cuando aparcó delante de la piscina de Frognerbadet, Harry se dio cuenta de adónde habían ido los que, pese a todo, seguían en Oslo. En efecto, una cola de casi cien metros se extendía delante de la taquilla. Leyó el periódico VG mientras la muchedumbre se desplazaba arrastrando los pies hacia la redención en el cloro.
No había novedades sobre el caso del asesino en serie, pero el diario había encontrado material para llenar cuatro páginas enteras. Los titulares eran algo crípticos e iban dirigidos a quienes llevasen un tiempo siguiendo el caso. Ahora lo llamaban «Los asesinatos del mensajero de la bicicleta». Ya se sabía todo, la policía había dejado de llevarles ventaja a los periodistas de la calle Akersgata y Harry se imaginaba que las reuniones matutinas de las redacciones de los diarios podrían confundirse con las del grupo de homicidios. Leyó declaraciones de testigos a los que ellos habían interrogado, pero que en el periódico recordaban muchos más detalles, encuestas que confirmaban que la gente decía tener miedo, mucho miedo, que estaban aterrorizados; y las protestas de las empresas de mensajería en bicicleta, que opinaban que deberían recibir una compensación porque nadie dejaba entrar a sus mensajeros y así no podían trabajar y, al fin y al cabo, era responsabilidad de las autoridades atrapar a ese tipo, ¿o no? La relación entre los asesinatos del mensajero y la desaparición de Lisbeth Barli ya no se presentaba como una especulación, sino como un hecho. Bajo el titular «Releva a su hermana» había una foto de Toya Harang y Willy Barli delante del Teatro Nacional. El pie de foto rezaba: «El enérgico productor no tiene intención de cancelar el espectáculo».
Harry ojeó el texto que citaba a Willy Barli: «The show must go on es más que una frase hecha, en nuestra profesión se toma muy en serio y sé que Lisbeth está con nosotros sea lo sea lo que haya ocurrido. Es obvio que la situación nos ha afectado mucho, pero intentamos invertir nuestras energías de forma positiva. En cualquier caso, la obra será un homenaje a Lisbeth, una gran artista que todavía no ha podido mostrar su enorme potencial. Pero lo hará. Sencillamente, no me puedo permitir creer otra cosa».
Cuando por fin logró entrar en el recinto, se quedó mirando a su alrededor. Hacía veinte años, como mínimo, que no iba a la piscina Frognerbadet, pero aparte de algunas fachadas renovadas y un gran tobogán azul en el centro, no se apreciaban grandes cambios. El olor a cloro, el agua pulverizada que flotaba en el aire procedente de las duchas hasta las piscinas, creando pequeños arco iris, el sonido de pies descalzos corriendo por el asfalto, niños tiritando con los bañadores empapados haciendo cola a la sombra, delante del quiosco.
Encontró a Rakel y Oleg en la ladera de césped, bajo las piscinas para niños.
—Hola.
Rakel sonrió con la boca, pero era difícil saber qué decían sus ojos tras las grandes gafas de sol de la marca Gucci. Llevaba un biquini amarillo. A muy pocas mujeres les sienta bien un biquini amarillo. Rakel era una de ellas.
—¿Sabes qué? —tartamudeó Oleg tiritando mientras, con la cabeza ladeada, intentaba sacarse el agua del oído—. He saltado desde el cinco.
Harry se sentó a su lado en el césped, pese a que había mucho espacio en la manta que había llevado Rakel.
—Ahora sí que estás mintiendo como un bellaco.
—¡Es verdad!
—¿Cinco metros? Entonces eres todo un stuntman.
—¿Tú has saltado desde el cinco, Harry?
—Alguna vez.
—¿Y desde el siete?
—Bueno, creo que desde ahí también me he pegado algún barrigazo que otro.
Harry lanzó a Rakel una mirada de complicidad, pero ella miraba a Oleg que, de repente, dejó de agitar la cabeza y preguntó en voz baja:
—¿Y del diez?
Harry miró hacia el trampolín desde donde se oían gritos alborotados y al socorrista rugiendo instrucciones por el megáfono. El diez. El trampolín se recortaba contra el cielo azul como una T blanca y negra. No era cierto, no hacía veinte años que no iba a Frognerbadet. Estuvo allí unos años después, una noche de verano. Él y Kristin treparon por la verja, subieron a lo alto del trampolín y se tumbaron el uno junto al otro allí arriba. Permanecieron así, sobre la estera basta y tiesa que les pinchaba la piel y bajo el cielo estrellado, hablando sin parar. Él creyó que Kristin sería su última novia.
—No, nunca he saltado desde el diez —respondió.
—¿Nunca?
Harry advirtió la desilusión en la voz de Oleg.
—Nunca. Pero sí me he tirado de cabeza.
—¿Que te has tirado de cabeza? Pero si eso es todavía más guay. ¿Lo vio mucha gente o no?
Harry negó con la cabeza.
—Lo hice de noche. Completamente solo.
Oleg dejó escapar un suspiro.
—¿Y para qué ser valiente, si nadie te ve?
—Sí, a veces yo también me lo pregunto.
Harry intentó captar la mirada de Rakel, pero las gafas eran demasiado oscuras. Ella había guardado las cosas en la bolsa y se había puesto una camiseta y una minifalda vaquera encima del biquini.
—Pero también es cuando resulta más difícil —explicó Harry—. Cuando estás solo y nadie te ve.
—Gracias por hacerme este favor, Harry —dijo Rakel—. Eres muy amable.
—Es un placer —respondió Harry—. Tómate el tiempo que necesites.
—Que necesite el dentista —puntualizó ella—. Esperemos que no sea mucho.
—¿Cómo aterrizaste? —preguntó Oleg.
—Como siempre —dijo Harry sin dejar de mirar a Rakel.
—Estaré de vuelta a las cinco —dijo ella—. No os cambiéis de sitio.
—No cambiaremos nada —dijo Harry arrepintiéndose nada más decirlo. Aquél no era el momento ni el lugar para ser patético. Ya vendrían tiempos mejores.
Harry la siguió con la mirada hasta que desapareció. Y se quedó pensando en lo difícil que debió de ser conseguir una cita con el dentista durante las vacaciones.
—¿Quieres ver cómo salto desde el cinco o qué? —preguntó Oleg.
—Por supuesto —dijo Harry quitándose la camiseta.
Oleg lo miró.
—¿Nunca tomas el sol, Harry?
—Nunca.
Cuando Oleg ya había saltado dos veces, Harry se quitó los vaqueros y lo acompañó al trampolín. Le explicó a Oleg el salto de la gamba, mientras algunas personas de la cola miraban con desaprobación sus calzoncillos con la bandera de la UE. Harry estiró la mano.
—El arte está en mantenerse vertical en el aire. Impresiona mucho. La gente piensa que vas caer al agua tieso. Pero en el último momento… —Harry juntó el pulgar y el índice— te doblas por la mitad como una gamba y atraviesas la superficie con las manos y los pies al mismo tiempo.
Harry saltó. Le dio tiempo a oír el pito del socorrista antes de doblarse y la superficie le dio en la frente.
—Oye tú, he dicho que el cinco está cerrado —oyó la voz del megáfono como un balido cuando subió de nuevo a la superficie.
Oleg le hizo señas desde el trampolín y Harry le indicó con el pulgar que lo había comprendido. Salió del agua, bajó las escaleras y se puso al lado de una de las ventanas que daban a la piscina del trampolín. Pasó un dedo por el cristal fresco y se puso a hacer dibujos en el vaho mientras contemplaba el paisaje subacuático de color azul verdoso. Miró hacia la superficie y vio trajes de baño, piernas pataleando y los contornos de una nube en un cielo azul. Y pensó en el Underwater.
Entonces apareció Oleg. Frenó en medio de una nube de burbujas, pero en vez de nadar hacia la superficie, dio una patada y bajó hasta la ventana donde estaba Harry.
Se miraron. Oleg sonreía, le hacía gestos con los brazos y señalaba. Tenía la cara pálida y verdosa. Harry no oía lo que decía, pero vio que Oleg movía la boca mientras su negra cabellera flotaba ingrávida por encima de su cabeza, bailando como si fueran algas y apuntando hacia arriba. A Harry le recordaba algo, algo en lo que no quería pensar en aquel momento. Pero mientras estuvieron así, uno a cada lado del cristal, con el sol rugiendo en el cielo y un muro de sonidos despreocupados a su alrededor y, al mismo tiempo, en medio de un silencio absoluto, Harry tuvo un presentimiento repentino de que iba a ocurrir algo terrible.
Sin embargo, lo olvidó enseguida, porque ese presentimiento dio paso a otro en el momento en que Oleg dio otra patada, desapareció de la imagen y Harry se quedó mirando la pantalla vacía de televisor. La pantalla vacía de televisor. Con las líneas que había dibujado en el vaho. Ya sabía dónde lo había visto.
—¡Oleg!
Harry subió la escalera corriendo.
En términos generales, a Karl los seres humanos le interesaban poco. Llevaba más de veinte años al frente de la tienda de televisores de la plaza de Carl Berner y, a pesar de ello, nunca se había preocupado por saber lo más mínimo sobre aquel tocayo que había dado nombre a «la plaza». Tampoco tenía interés en saber nada sobre aquel hombre alto que le mostraba su identificación policial, ni sobre el niño con el pelo mojado que estaba a su lado. Ni tampoco sobre la chica de la que hablaba el agente, la que habían encontrado en los servicios del bufete de abogados que había al otro lado de la calle. La única persona que le interesaba a Karl en aquellos momentos era la chica que aparecía en la foto de la revista Vi Menn, su edad, si de verdad era de Tønsberg y si le gustaba tomar el sol desnuda en la terraza para que los hombres que pasaban pudiesen verla.
—Estuve aquí el día que mataron a Barbara Svendsen —dijo el agente.
—Si tú lo dices… —comentó Karl.
—¿Ves ese televisor apagado que hay al lado de la ventana? —dijo el agente señalando el aparato.
—Philips —dijo Karl apartando el ejemplar de Vi Menn—. Está bien, ¿verdad? Cincuenta hercios. Tubo de imágenes Real Fiat. Sonido envolvente, teletexto y radio. Cuesta 7900, pero te lo dejo en 5900.
—¿Ves que alguien ha dibujado en el polvo?
—De acuerdo —suspiró Karl—. 5600.
—Me importa un bledo la tele —atajó el agente—. Quiero saber quién lo hizo.
—¿Por qué? —preguntó Karl—. No pensaba denunciarlo.
El agente se inclinó sobre el mostrador. Karl dedujo de la expresión de su cara que no le gustaban sus respuestas.
—Escucha. Estamos intentando atrapar a un asesino. Y yo tengo razones para creer que ha estado aquí y que ha hecho ese dibujo en la pantalla del televisor. ¿Te basta?
Karl asintió con la cabeza.
—Bien. Y ahora quiero que te esfuerces por recordar.
El agente se dio la vuelta cuando sonó una campanilla a su espalda. Una mujer con una maleta metálica apareció en el umbral.
—El televisor Philips —dijo el agente señalando.
Ella asintió con la cabeza sin pronunciar palabra. Se sentó en cuclillas delante de la pared donde estaba el televisor y abrió la maleta.
Karl los miraba con los ojos como platos.
—¿Y bien? —dijo el agente.
Karl había empezado a comprender que aquello era más importante que Liz, la chica de Tønsberg.
—No recuerdo a todos los que entran en la tienda —balbució queriendo decir que no recordaba a nadie.
Eso es lo que pasaba. Las caras no significaban nada para él. A aquellas alturas, había olvidado incluso la cara de la joven Liz.
—No necesito que los recuerdes a todos —dijo el agente—. Sólo a éste. Parece que no hay mucho público aquí estos días.
Karl asintió resignado con la cabeza.
—¿Qué tal si te enseño algunas fotos? —preguntó el agente—. ¿Lo reconocerías?
—No lo sé. No te he reconocido a ti, así que…
—Harry —dijo el niño.
—Pero ¿viste a alguien dibujando en el televisor?
—Harry…
Karl había visto a una persona en la tienda aquel día. Se acordó la misma tarde en que la policía entró para preguntarle si había visto algo sospechoso. El problema era que esa persona no había hecho nada de particular, salvo mirar las pantallas de los televisores. Algo que no resulta muy sospechoso en una tienda donde los venden. ¿Qué iba a decir? ¿Que alguien cuyo aspecto no recordaba había estado en su tienda y que le resultó sospechoso? ¿Y, además, buscarse un lío y llamar una atención que no deseaba?
—No —respondió Karl—. No vi a nadie dibujar en el televisor.
El agente murmuró algo.
—Harry… —el niño tiraba de la camiseta del agente—. Son las cinco.
El agente se puso rígido y miró el reloj.
—Beate —dijo—. ¿Has encontrado algo?
—Demasiado pronto —dijo ella—. Hay suficientes marcas, pero ha pasado el dedo de tal modo que resulta difícil encontrar una huella entera.
—Llámame.
La campanilla que colgaba encima de la puerta volvió a tintinear y Karl y la mujer de la maleta metálica se quedaron solos en la tienda.
Karl atrajo hacia sí una vez más a Liz, la chica de Tønsberg, pero cambió de opinión. La dejó boca abajo y se fue hasta la agente de policía. Estaba utilizando un pequeño pincel para cepillar con cuidado una especie de polvo que había echado sobre la pantalla. Y entonces vio el dibujo en el polvo. Había empezado a ahorrar también en la limpieza, de modo que no era raro que el dibujo siguiera allí después de unos días.
—¿Qué representa? —preguntó.
—No lo sé —respondió la agente—. Me acaban de decir cómo se llama.
—¿Y cómo se llama?
—La estrella del diablo.