Nikolái Loeb pulsó las teclas con cuidado. Las notas del piano resonaban flojas y frágiles en la habitación de paredes desnudas. Piotr Ilich Tchaikovski, concierto para piano n.° 1 en Re menor. Muchos pianistas opinaban que era extraño y que le faltaba elegancia, pero para el oído de Nikolái, nunca se había compuesto una música más bella. Lo invadía la nostalgia con sólo tocar los pocos compases que se sabía de memoria y sus dedos buscaban automáticamente esas notas cuando se sentaba al piano desafinado en la sala de reuniones de la casa parroquial de Gamle Aker.
Miró por la ventana abierta. Los pájaros trinaban en el camposanto. Le recordaba los veranos en Leningrado y a su padre, que lo había llevado a los viejos campos de batalla, en las afueras de las ciudades, donde el abuelo y todos los tíos de Nikolái yacían enterrados en fosas comunes, olvidados hacía ya mucho tiempo.
—Escucha —le decía su padre—. Escucha cómo cantan, es tan absurdamente hermoso…
Nikolái oyó un carraspeo y se dio la vuelta.
Un hombre alto con camiseta y vaqueros aguardaba en el umbral. Llevaba la mano derecha vendada. Lo primero que se le pasó a Nikolái por la cabeza fue que se trataría de uno de los toxicómanos que acudían allí de vez en cuando.
—¿Puedo hacer algo por ti? —le gritó Nikolái. La dura acústica de la sala hizo que su voz sonara menos amable de lo que pretendía.
El hombre entró, antes de responder.
—Eso espero —dijo—. He venido a saldar mi deuda.
—Me alegro —respondió Nikolái—. Y lo lamento, porque no puedo confesar aquí. En el pasillo hay una lista con el horario y tendrás que ir a nuestra capilla de la calle Inkognitogata.
El hombre estaba ya a su lado. Al ver las profundas ojeras negras que rodeaban sus ojos enrojecidos, Nikolái dedujo que aquel hombre debía de llevar algún tiempo sin dormir.
—Quiero pagar la deuda por haber roto la estrella de la puerta.
Transcurrieron unos segundos antes de que Nikolái cayera en la cuenta de a qué se refería.
—¡Ah, bueno! Eso no es asunto mío. Aunque me he dado cuenta de que la estrella está suelta en la puerta y cuelga boca abajo —observó con una sonrisa—. Algo impropio en una iglesia, supongo.
—¿Quieres decir que no trabajas aquí?
Nikolái negó con la cabeza.
—Sólo alquilamos el local de vez en cuando. Yo pertenezco a la congregación de Santa Olga, la princesa apostólica.
El hombre enarcó las cejas.
—La iglesia ortodoxa rusa —añadió Nikolái—. Soy sacerdote y prefecto. Es mejor que vayas a las oficinas de la iglesia, quizás encuentres allí a alguien que te pueda ayudar.
—Vale, gracias.
El hombre no se movió.
—Tchaikovski, ¿no? ¿El primer concierto para piano?
—Correcto —confirmó Nikolái sorprendido. Los noruegos no eran exactamente lo que se llama un pueblo instruido. Y además éste llevaba camiseta y parecía un mendigo.
—Mi madre solía tocarlo para mí —explicó el hombre—. Decía que era difícil.
—Pues era una madre buena, si tocaba para ti piezas que le resultaban difíciles.
—Sí, era buena. Una santa.
Había algo en la sonrisa torcida del hombre que desconcertaba a Nikolái. Era una sonrisa contradictoria. Abierta y cerrada, amable y cínica, alegre y dolorida. Pero se dijo que, como siempre, estaría interpretando de más.
—Gracias por la ayuda —le dijo el hombre dirigiéndose a la puerta.
—De nada.
Nikolái volvió a concentrarse en el piano. Pulsó una tecla con cuidado para que percutiese la cuerda suavemente y sin emitir ningún sonido, notó cómo el fieltro tocaba la cuerda, cuando cayó en la cuenta de que no había oído la puerta cerrarse. Se volvió y vio al hombre con la mano en el picaporte, mirando fijamente la estrella de la ventana rota de la puerta.
—¿Pasa algo?
El hombre levantó la vista.
—No, no. Pero ¿a qué te referías al decir que era impropio que la estrella colgase boca abajo?
Nikolái se rió y su risa retumbó en las paredes.
—El pentagrama invertido, ¿no?
El hombre lo miró de tal modo que Nikolái comprendió que no sabía de qué le hablaba.
—El pentagrama es un antiguo símbolo religioso, no solamente en el cristianismo. Como ves, es una estrella de cinco puntas dibujada con una línea continua que se cruza a sí misma varias veces, parecida a la estrella de David. La han encontrado en lápidas con varios miles de años. Pero cuando cuelga boca abajo, es algo totalmente diferente. Es uno de los símbolos más significativos de la demonología.
—¿Demonología?
El hombre preguntaba con voz tranquila pero firme. Como alguien que está acostumbrado a recibir respuestas, pensó Nikolái.
—La ciencia del mal. El nombre le viene de antiguo, de cuando se pensaba que la maldad se debía a la existencia de demonios.
—Ya. Y ahora los demonios han sido abolidos, ¿no?
Nikolái se dio la vuelta del todo. ¿Se había equivocado con aquel hombre? Parecía demasiado avispado para ser un drogadicto o un vagabundo.
—Soy agente de policía —explicó el hombre en respuesta a sus pensamientos—. Preguntar es lo nuestro.
—De acuerdo. Pero ¿por qué haces concretamente esas preguntas?
El hombre se encogió de hombros.
—No lo sé. He visto ese símbolo recientemente, pero no me acuerdo de dónde, ni si es importante. ¿Cuál es el demonio que utiliza este símbolo?
—Chort —respondió Nikolái presionando tres teclas con cuidado. Una disonancia—. También llamado Satanás.
Al caer la tarde, Olaug Sivertsen abrió las puertas del balcón francés que daba a Bjørvika, se sentó en una silla mirando el tren rojo que se deslizaba por delante de su casa. Era una casa totalmente corriente, un chalé de ladrillos construido en 1891, pero su situación lo hacía excepcional. Villa Valle, así llamada por el hombre que la había diseñado, se hallaba emplazada al lado de las vías del tren, justo delante de la Estación Central de Oslo, dentro del recinto del ferrocarril. Los vecinos más próximos eran unos cobertizos bajos y talleres que pertenecían a la red de ferrocarriles noruegos. Villa Valle fue construida como hogar del jefe de estación, su familia y el servicio, con muros especialmente gruesos para que el jefe de estación y su esposa no se despertasen cada vez que pasara un tren. Por si fuera poco, el jefe de estación le había pedido al albañil al que le encargaron el trabajo —era célebre por utilizar un mortero con el que conseguía unas paredes muy sólidas—, que las reforzara aún un poco más. En el caso de que algún tren descarrilara y fuera a estrellarse contra su casa, el jefe de estación quería que sufriera las consecuencias el conductor del tren y no su familia. Ningún tren se había estrellado hasta el momento contra la casa señorial del jefe de estación, tan extrañamente solitaria, como un castillo de aire encima de un desierto de gravilla negra, donde los raíles brillaban y se entrelazaban como serpientes que relucían bajo el sol.
Olaug cerró los ojos y disfrutó de los rayos del sol.
De joven no le gustaba el sol. Le ponía la piel áspera, se le irritaba, y echaba de menos los veranos húmedos y refrescantes del noroeste del país. Pero ahora ya era vieja, pronto cumpliría ochenta años y había empezado a preferir el calor al frío. La luz a la oscuridad. La compañía a la soledad. El sonido al silencio.
No era así en 1941 cuando, a los dieciséis años, dejó la isla de Averøya, llegó a Oslo por aquellos mismos raíles y entró a trabajar como sirvienta del Gruppenführer Ernst Schwabe y su esposa Randi en Villa Valle. Él era un hombre alto y atractivo y ella procedía de una familia noble. Olaug pasó mucho miedo los primeros días. Pero ellos la trataban con amabilidad y respeto y, después de un tiempo, Olaug comprendió que no tenía nada que temer mientras hiciera su trabajo con el esmero y la puntualidad por los que, no sin razón, se conoce a los alemanes.
Ernst Schwabe era el responsable de la WLTA, la sección de la Wehrmacht encargada del trasporte por carreteras y él mismo había elegido el chalé junto a la estación de ferrocarril. Al parecer, su esposa Randi también ocupaba un cargo en la WLTA, pero Olaug nunca la había visto vestida de uniforme. La habitación de la sirvienta tenía orientación sur y daba al jardín y a las vías del tren. Las primeras semanas, el ruido de vagones de tren, los silbidos y todos los demás sonidos de la ciudad la mantenían despierta por las noches, pero poco a poco se fue acostumbrando a ellos. Y cuando, al año siguiente, fue a casa a pasar sus primeras vacaciones, se quedaba en la cama de la casa donde nació escuchando el silencio y la nada, añorando el bullicio de la vida, de seres humanos vivos.
Muchos fueron los seres humanos vivos que visitaron Villa Valle durante la guerra. El matrimonio Schwabe llevaba una intensa vida social y tanto alemanes como noruegos participaban en sus fiestas. La gente se sorprendería al conocer los nombres de todos los personajes importantes que habían estado allí comiendo, bebiendo y fumando con la Wehrmacht como anfitrión. Lo primero que le habían ordenado después de la guerra era quemar todas las tarjetas de mesa que Olaug había conservado. Ella obedeció y nunca le contó nada a nadie. Claro que había sentido deseos de hacerlo alguna que otra vez, cuando aparecían en los periódicos las mismas caras, pero hablando de lo duro que resultaba vivir bajo el yugo alemán durante la ocupación. Pero ella había mantenido la boca cerrada. Por una razón. Justo al terminar la guerra, la amenazaron con quitarle al niño, lo único que no podía perder de ninguna manera. El miedo aún persistía.
Olaug cerró los ojos al tenue sol de la tarde, que parecía agotado. Y no era de extrañar. El sol se había pasado el día trabajando y haciendo lo posible por carbonizar a las pobres flores que ella tenía en el alféizar. Olaug sonrió. ¡Dios mío, qué joven era entonces! Nadie había sido nunca tan joven. ¿Lo echaba de menos? Quizá no. Pero sí añoraba la compañía, la vida, el bullir de gente. Nunca entendió lo de la soledad de las personas mayores, pero ahora…
Y no era tanto el estar sola como el no ser importante para nadie. Se ponía tan inmensamente triste al despertarse por las mañanas y saber que, si decidía quedarse en la cama todo el día, a nadie le importaría lo más mínimo…
Por ese motivo le alquiló una habitación a una chica muy maja de Trøndelag.
Era extraño pensar que Ina, que sólo era unos años mayor que ella cuando se mudó a la ciudad, ocupaba ahora la misma habitación y que quizá por las noches pensara que le gustaría dejar atrás el ruido de la ciudad y regresar al silencio de algún pueblecito del norte de Trøndelag.
Bueno, cabía la posibilidad de que Olaug estuviese equivocada. Ina tenía un pretendiente. Olaug no lo había visto y mucho menos había hablado con él, pero desde el dormitorio oía sus pasos por la escalera de la parte posterior, por donde Ina tenía su propia entrada. A diferencia de lo que ocurría cuando Olaug era sirvienta, nadie podía negarle a Ina que recibiera visitas masculinas en su habitación. No es que ella quisiera impedírselo, pero esperaba que nadie fuera a quitarle a Ina. Se había convertido en una buena amiga. O tal vez en una hija, la hija que nunca tuvo.
Sin embargo, Olaug también sabía que en la relación entre una señora mayor y una chica joven como Ina, la joven ofrece su amistad en tanto que la mayor la recibe. Por eso procuraba no agobiarla. Ina siempre era amable, pero a veces Olaug pensaba que podría deberse al alquiler tan bajo que pagaba.
Se había convertido en un ritual que Olaug preparase el té y llamase a la puerta de Ina con una bandeja de pastas cada tarde, sobre las siete. Olaug prefería quedarse a tomarlo allí. Por extraño que resultara, seguía encontrándose más cómoda en el cuarto del servicio que en cualquier otra habitación de la casa. Charlaban de todo un poco. Ina mostraba un gran interés por la guerra y por lo que había sucedido en Villa Valle. Y Olaug hablaba. Sobre lo mucho que se habían querido Ernst y Randi Schwabe. Que podían pasar horas hablando en el salón mientras se daban pequeñas muestras de cariño: apartar un mechón de pelo de la frente, apoyar la cabeza en el hombro del otro. A veces Olaug los observaba a escondidas tras la puerta de la cocina. Miraba la figura erguida de Ernst Schwabe, su cabello negro y espeso, la frente alta y despejada, y la mirada, que alternaba rápidamente entre la seriedad, la cólera y la risa, la seguridad en sí mismo para tratar cosas importantes y la confusión juvenil respecto de las pequeñas y triviales. Pero Olaug observaba sobre todo a Randi Schwabe, su cabello rojo y brillante, el cuello blanco y esbelto, los ojos cuyo iris azul claro rodeaba un círculo de azul oscuro y eran los más bonitos que Olaug no había visto jamás.
Cuando Olaug los veía así pensaba que eran almas gemelas, nacidos el uno para el otro, y que nada podría separarlos jamás. Sin embargo, también ocurría, le confesó, que el buen ambiente de las fiestas de Villa Valle daba paso a fuertes discusiones cuando se marchaban los invitados.
Un día, después de una de esas discusiones, Ernst Schwabe llamó a su puerta y entró después de que Olaug se hubiese acostado. Sin encender la luz, se sentó en el borde de la cama y le contó que su mujer se había marchado de casa encolerizada y dispuesta a pasar la noche en un hotel. Olaug le notó en el aliento que había bebido, pero ella era joven y no sabía lo que convenía hacer cuando un hombre veinte años mayor —y al que ella respetaba y admiraba, sí, incluso del que podría ser que estuviera un poco enamorada—, le pedía que se quitase el camisón para poder verla desnuda.
Aquella primera noche no la tocó. Se limitó a mirarla y a acariciarle la mejilla diciéndole que era guapa, más guapa de lo que ella podía comprender. Se levantó y, cuando se fue, a Olaug le pareció que tenía ganas de llorar.
Olaug cerró las puertas del balcón y se levantó. Ya eran casi las siete. Entreabrió la puerta trasera y vio un elegante par de zapatos de caballero en la alfombrilla, delante de la puerta de Ina. Tendría visita. Olaug se sentó en la cama y escuchó.
A las ocho se abrió la puerta. Oyó que alguien se ponía los zapatos y luego los pasos que bajaban la escalera. Sin embargo, advirtió también otro ruido, como de un perro que arañase el suelo con las patas. Se fue a la cocina y puso a hervir agua para el té.
Unos minutos más tarde, cuando llamó a la puerta de Ina, le sorprendió que la joven no contestase. Sobre todo, porque se oía una música suave en el interior de la habitación.
Volvió a llamar, pero seguía sin obtener respuesta.
—¿Ina?
Olaug empujó la puerta y ésta se abrió. Lo primero que notó fue el aire cargado. La ventana estaba cerrada, las cortinas corridas y la habitación en penumbra.
—¿Ina?
Nadie contestó. Quizá dormía. Olaug cruzó el umbral y miró hacia la cama desde la puerta. Vacía. Extraño. Sus ancianos ojos se acostumbraron a la oscuridad y entonces vio el cuerpo de Ina. Estaba sentada en la mecedora, junto a la ventana, y parecía estar durmiendo. Tenía los ojos cerrados y la cabeza ladeada. Olaug no era capaz de asegurar de dónde procedía la música.
Se acercó a la silla.
—¿Ina?
Su inquilina seguía sin reaccionar. Olaug sujetó la bandeja con una mano mientras posaba la otra cuidadosamente en la mejilla de la joven.
Un chasquido suave resonó en la alfombra cuando se le cayó la tetera y, a continuación, dos tazas de té, un azucarero de plata con el águila nacional alemana, un platito y seis galletas Maryland.
Exactamente en el mismo momento en que el juego de té de Olaug, o mejor dicho, de la familia Schwabe, aterrizaba en el suelo, Ståle Aune levantaba su taza. O mejor dicho, la del Distrito Policial de Oslo.
Bjarne Møller estudiaba a aquel psicólogo rechoncho y su dedo meñique tieso preguntándose cuánto de teatro había en aquel gesto y cuánto era, simplemente, un dedo meñique tieso.
Møller había convocado una reunión informativa en su oficina. Además de a Aune, había citado a los responsables de la investigación, es decir, a Tom Waaler, a Harry Hole y a Beate Lønn.
Todos parecían cansados. Probablemente, y sobre todo, porque la llama de esperanza que había avivado el descubrimiento del falso mensajero empezaba a extinguirse.
Tom Waaler acababa de repasar los resultados de la orden de búsqueda que habían emitido por radio y televisión. De las veinticuatro respuestas recibidas, trece procedían de los fijos que llamaban siempre, tuviesen o no información que aportar. De las once restantes, siete estaban relacionadas con mensajeros de verdad que realizaban encargos de verdad. Las otras cuatro les confirmaron lo que ya sabían: que habían visto a un mensajero en bicicleta cerca de la plaza Carl Berner hacia las cinco de la tarde del lunes. La novedad era que lo habían visto bajando por la calle Trondheimsveien. La única información importante la aportó un taxista que dijo haber visto a un ciclista con casco, gafas y camisa amarilla ante la escuela de Bellas Artes, calle Ullevålsveien arriba, hacia la hora en que asesinaron a Camilla Loen. Ninguna de las empresas de mensajería había recibido un encargo que justificase la presencia de un mensajero en aquella calle y a aquella hora. Aunque luego un tío de la empresa Førstemann Sykkelbud se presentó para, algo avergonzado, confesar que se había desviado por la calle Ullevålsveien para tomarse una cerveza en una terraza de St. Hanshaugen.
—La orden de búsqueda no nos ha aportado nada, ¿no es cierto? —quiso saber Møller.
—Aún es pronto —objetó Waaler.
Møller asintió con la cabeza pero, a juzgar por su expresión, no se sentía muy animado. Aparte de Aune, todos los presentes sabían que las primeras reacciones eran las más importantes. La gente olvidaba con demasiada rapidez.
—¿Qué dice nuestro infradotado departamento forense? —preguntó Møller—. ¿Han encontrado algo que nos pueda ayudar a identificar al autor?
—Desgraciadamente, no —informó Waaler—. Han postergado cadáveres más antiguos y han concedido prioridad a los nuestros, pero por el momento no han obtenido resultado. No hay semen, sangre, pelos, piel ni ningún otro indicio. La única pista física del autor son los agujeros de las balas.
—Interesante —intervino Aune.
Møller preguntó algo irritado por qué aquello era tan interesante.
—Porque indica que no ha abusado sexualmente de las víctimas —explicó el psicólogo—. Y eso es muy poco frecuente cuando se trata de asesinos en serie.
—Puede que esto no esté relacionado con el sexo —observó Møller.
Aune negó con la cabeza.
—Siempre hay un motivo sexual. Siempre.
—Quizá cabría decir lo que dijo Peter Sellers en Bienvenido Mr. Chance: «I like to watch» —apuntó Harry.
Todos lo miraron sin entenderlo.
—Quiero decir que a lo mejor no necesita tocarlas para experimentar satisfacción sexual.
Harry evitó la mirada de Waaler.
—A lo mejor el asesinato en sí y mirar el cadáver es suficiente.
—Eso no puede ser —objetó Aune—. Lo normal es que el asesino desee eyacular, pero puede haber eyaculado sin dejar rastro de semen en el lugar de los hechos. O puede haber tenido el suficiente autocontrol como para esperar a encontrarse en un lugar seguro.
Permanecieron en silencio un par de segundos. Harry sabía que todos pensaban lo mismo que él: qué habría hecho el asesino con Lisbeth Barli, la mujer desaparecida.
—¿Qué pasa con las armas que encontramos en los distintos escenarios?
—Comprobado —dijo Beate—. Las pruebas de tiro demuestran que hay un noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento de probabilidades de que sean las que utilizaron para cometer los asesinatos.
—Eso basta —dijo Møller—. ¿Alguna idea sobre la procedencia de las armas?
Beate negó con la cabeza.
—Los números de serie estaban limados. Las marcas del limado son las mismas que las que vemos en la mayoría de las armas que incautamos.
—Ya —dijo Møller—. O sea que aquí tenemos otra vez a esa misteriosa banda de traficantes de armas. ¿El Servicio de Inteligencia no debería echarle el guante a esa gente?
—La Interpol lleva más de cuatro años trabajando en el caso, sin éxito —intervino Tom Waaler.
Harry balanceó la silla hacia atrás y observó a Waaler. Mientras estaba en esa postura, Harry notó que sentía algo que no había sentido antes por Waaler: admiración. La misma clase de admiración que despierta un animal salvaje que ha perfeccionado lo que hace para sobrevivir.
Møller dejó escapar un suspiro.
—Comprendo. Vamos perdiendo tres a cero y el contrincante aún no nos ha dejado tocar la pelota. De verdad, ¿a nadie se le ocurre una idea brillante?
—No sé si puede considerarse una idea…
—Desembucha, Harry.
—Es más una sensación respecto a los escenarios. Todos tienen algo en común, pero todavía no sé lo que es. El primer asesinato se cometió en un ático en la calle Ullevålsveien. El segundo, alrededor de un kilómetro hacia el nordeste, en la calle Sannergata. Y el tercero a casi la misma distancia de allí, pero directamente hacia el este, en un edifico de oficinas cerca de la plaza de Carl Berner. Se mueve, pero tengo la sensación de que lo hace siguiendo un plan.
—¿Cómo? —preguntó Beate.
—Marca su territorio —dijo Harry—. Seguro que el psicólogo sabe explicarlo.
Møller se volvió hacia Aune, que acababa de tomar un sorbo de té.
—¿Algún comentario, Aune?
Aune hizo una mueca.
—Bueno, no sabe precisamente a Kenilworth.
—No me refería al té.
Aune suspiró.
—Lo que acabo de hacer se llama bromear, Møller. Y sí, Harry, entiendo lo que quieres decir. Los asesinos en serie tienen preferencias rigurosas en cuanto al emplazamiento geográfico del lugar del crimen. Se puede hablar de tres tipos.
Aune fue contando con los dedos:
—El asesino en serie estacionario amenaza o tienta a las víctimas para que se le acerquen y las mata en su domicilio. El territorial opera en un área restringida, como Jack el Destripador, que sólo mataba en el distrito de las prostitutas, aunque el territorio también puede abarcar una ciudad entera. Y por último el asesino en serie nómada, el que, probablemente, tiene un mayor número de víctimas sobre su conciencia. Ottis Toole y Henry Lee Lucas recorrieron Estados Unidos y asesinaron a más de trescientas personas en total.
—Bien —dijo Møller—. Aunque yo no veo del todo clara la planificación a la que te refieres, Harry.
Harry se encogió de hombros.
—Ya te digo, jefe, es sólo una sensación.
—Existen elementos comunes —observó Beate.
Los demás se volvieron hacia ella como movidos por un resorte. Las mejillas de la joven se sonrojaron enseguida y dio la impresión de haberse arrepentido de hablar, pero hizo como si nada y continuó:
—El asesino se adentra en territorios donde las mujeres se sienten seguras. En su propio apartamento. En la calle donde vive y a plena luz del día. En el aseo de señoras de su lugar de trabajo.
—Bien, Beate —dijo Harry, que recibió una fugaz mirada de agradecimiento.
—Bien observado, jovencita —opinó Aune—. Y ya que hablamos de pautas de movimiento, quiero añadir algo. Los asesinos en serie de la categoría sociopatológica son, a menudo, muy seguros de sí mismos, como parece el caso que nos ocupa. Una de sus características particulares es que siguen la investigación muy de cerca y aprovechan cualquier ocasión para estar físicamente cerca de donde se lleva a cabo. Pueden percibir la investigación como un juego entre ellos y la policía y muchos han confesado a posteriori que disfrutaban comprobando la confusión de los investigadores.
—Lo que significa que hay por aquí un tipo que se lo está pasando de miedo en estos momentos —dijo Møller juntando las manos—. Bien, es todo por hoy.
—Sólo una cosita más —dijo Harry—. Las estrellas de diamante que el asesino va dejando en cada víctima…
—¿Sí?
—Tienen cinco puntas. Casi como un pentagrama.
—¿Casi? Por lo que yo sé, así es exactamente una gema en pentagrama.
—El pentagrama dibujado de un solo trazo cruzado para formar las cinco puntas.
—¡Ah, bueno! —exclamó Aune— Ese pentagrama. Calculado según la proporción áurea. Una forma muy interesante. Existe una teoría celta según la cual cuando, en la época vikinga, se disponían a cristianizar Noruega, dibujaron un pentagrama sagrado que colocaron sobre la parte sur del país para decidir el emplazamiento de las ciudades y de las iglesias, ¿lo sabíais?
—¿Y qué tiene que ver eso con los diamantes? —preguntó Beate.
—No con los diamantes en sí, sino con la forma, el pentagrama. Sé que lo he visto en alguna parte. En uno de los escenarios del crimen. Pero no recuerdo dónde. Esto puede parecer un tanto extraño, pero creo que es importante.
—Vamos a ver —dijo Møller apoyando el mentón en la mano—. ¿Te acuerdas de algo que no recuerdas, pero crees que es importante?
Harry se frotó intensamente la cara con ambas manos.
—Cuando estás en el escenario de un crimen, es tal la concentración que el cerebro registra las cosas más periféricas, mucho más de lo que eres capaz de procesar. Y ahí se quedan hasta que pasa algo, por ejemplo, hasta que aparece un elemento nuevo que encaja con otro, aunque ya no te acuerdas de dónde viste el primero. Pero el subconsciente te dice que es importante. ¿Qué tal suena eso?
—Suena a psicosis —dijo Aune bostezando.
Los otros tres se volvieron hacia él.
—¿Podríais intentar reíros cuando soy chistoso? —preguntó, antes de añadir—: Harry, suena a que tienes un cerebro normal que trabaja duro. Nada por lo que preocuparse.
—Pues yo creo que aquí hay cuatro cerebros que ya han trabajado bastante por hoy —atajó Møller levantándose.
En ese momento, sonó el teléfono.
—Aquí Møller… Un momento.
Le pasó el auricular a Waaler, quien lo cogió y se lo llevó a la oreja.
—¿Sí?
Todos empezaron a levantarse y a alborotar con las sillas cuando Waaler les indicó con la mano que esperasen.
—Bien —dijo antes de concluir la conversación.
Los otros lo miraron intrigados.
—Se ha presentado una testigo. Dice que vio al mensajero de la bicicleta salir de un inmueble de la calle Ullevålsveien, cerca del cementerio de Vår Frelser, la tarde del viernes, cuando asesinaron a Camilla Loen. Lo recuerda porque le extrañó que el mensajero llevase una mascarilla blanca. El mensajero que fue a tomarse una cerveza en St. Hanshaugen no la llevaba.
—¿Y?
—No sabía el número de la calle Ullevålsveien, pero Skarre acaba de pasar por allí en coche con la mujer, que le ha señalado el inmueble. Era el de Camilla Loen.
La palma de la mano de Møller cayó rotunda sobre la mesa.
—¡Por fin!
Olaug estaba sentada en la cama y, con la mano en el cuello, notaba cómo se le normalizaba el pulso.
—Me has asustado muchísimo —susurró con voz ronca e irreconocible.
—Lo siento de veras —aseguró Ina cogiendo la última galleta Maryland—. No te he oído entrar.
—Soy yo quien tiene que pedir perdón —dijo Olaug—. Entrar así, de sopetón… Y luego no vi que llevabas esos…
—Auriculares —rió Ina—. Creo que tenía el volumen demasiado alto. Cole Porter.
—Sabes que no estoy al día en música moderna.
—Cole Porter es un viejo músico de jazz. Además, está muerto.
—Querida, tú que eres tan joven no debes escuchar a personas muertas.
Ina volvió a reír. Cuando notó que algo le tocaba la mejilla, automáticamente alargó la mano y le dio a la bandeja con la tetera. Aún había sobre la alfombra una fina capa blanca de azúcar.
—Era él quien me ponía esos discos.
—Tienes una sonrisa misteriosa —dijo Olaug—. ¿Es ése tu pretendiente?
Se arrepintió nada más decirlo. Ina creería que la estaba espiando.
—Quizás —dijo Ina sonriendo con la mirada.
—Entonces, ¿es mayor que tú?
Olaug quería explicar indirectamente que no se había molestado en echarle un vistazo, y añadió:
—Quiero decir, ya que le gusta la música de hace años…
Se dio cuenta de que eso tampoco sonaba bien, que indagaba y fisgoneaba como una vieja. En un instante de pánico, se imaginó cómo Ina buscaba mentalmente un nuevo sitio donde vivir.
—Sí, un poco mayor.
La sonrisa burlona de Ina la desconcertaba.
—Quizás exista la misma diferencia de edad que entre tú y el Sr. Schwabe.
Olaug se rió con Ina de buena gana, aunque más bien por el alivio que sintió.
—¡Y pensar que estaba sentado exactamente donde tú estás ahora! —exclamó Ina de repente.
Olaug pasó la mano por el cubrecama.
—Sí, lo que son las cosas.
—La noche que te pareció que estaba a punto de llorar, ¿crees que era porque no podía tenerte?
Olaug seguía pasando la mano por el cubrecama… Le resultaba agradable el tacto de la gruesa lana en la palma de la mano.
—No lo sé —confesó—. No me atreví a preguntarle. Me fabriqué mis propias respuestas, las que más me gustaban. Sueños con los que entretenerme por las noches. Quizá por eso me enamoré tanto.
—¿Estuvisteis juntos alguna vez fuera de la casa?
—Sí. En una ocasión me llevó en el coche hasta Bygdøy. Nos bañamos. Es decir, yo me bañaba mientras él miraba. Me llamaba su ninfa particular.
—¿Llegó a enterarse su mujer de que era el padre del hijo que esperabas?
Olaug miró a Ina largamente y luego negó con la cabeza.
—Ellos se fueron del país en mayo de 1945. Nunca volví a verlos. Hasta julio no me di cuenta de que estaba embarazada.
Olaug dio una palmada en el cubrecama.
—Pero querida, estarás aburrida de oír estas viejas historias mías. Hablemos de ti. Dime, ¿quién es ese pretendiente tuyo?
—Un hombre bueno.
Ina seguía teniendo esa expresión soñadora que solía adoptar cuando Olaug hablaba de su primer y último amante, Ernst Schwabe.
—Me ha dado una cosa —dijo Ina abriendo un cajón del escritorio del que sacó un paquetito con una cinta dorada—. Me ha dicho que no lo abra hasta que nos hayamos comprometido.
Olaug sonrió pasando la mano por la mejilla de Ina. Se alegraba por ella.
—¿Estás enamorada de él?
—Es diferente de los demás. No es tan… bueno, es anticuado. Quiere que esperemos con…, ya sabes…
Olaug asintió con la cabeza.
—Parece que la cosa va en serio.
—Sí.
A Ina se le escapó un pequeño suspiro.
—Entonces tienes que estar segura de que es el hombre de tu vida antes de permitir que siga adelante —dijo Olaug.
—Ya lo sé —afirmó Ina—. Y eso es lo más difícil. Acaba de estar aquí y, antes de que se fuera, le dije que necesito tiempo para pensar. Me respondió que lo entendía, que soy mucho más joven que él, dijo.
Olaug estaba a punto de preguntar si había traído un perro, pero se contuvo, ya había indagado y hurgado bastante. Pasó la mano una última vez por el viejo cubrecama y se levantó.
—Querida, voy a poner a hervir el agua para el té.
Era una revelación. No un milagro, sólo una revelación.
Hacía media hora que los demás se habían ido y Harry acababa de leer los interrogatorios de la pareja de homosexuales vecinas de Lisbeth Barli. Apagó el flexo de la mesa del despacho, guiñó los ojos en la oscuridad y, de repente, lo vio claro. Tal vez fuese porque había apagado la luz igual que cuando estás en la cama y te dispones a dormir, o quizá porque, durante un momento, dejó de pensar. Como quiera que fuese, se diría que alguien le hubiese puesto delante una foto nítida y clara.
Se dirigió a la oficina donde guardaban las llaves de los escenarios del crimen y encontró la que buscaba. Luego fue en coche a la calle Sofie, cogió la linterna y enfiló a pie a la calle Ullevålsveien. Era casi medianoche. En la tintorería del bajo todo estaba cerrado y apagado, pero en la tienda de lápidas había un foco que iluminaba la leyenda: «Descanse en paz».
Harry entró en el apartamento de Camilla Loen.
No se habían llevado ni los muebles ni ningún otro objeto y, aun así, oía el resonar de sus pasos. Como si la muerte de la propietaria hubiese creado en la vivienda un vacío físico antes inexistente.
Al mismo tiempo, tenía la sensación de no estar solo. Él creía en el alma. Y no porque fuera especialmente religioso, sino porque, siempre que veía un cadáver, pensaba que era un cuerpo que había perdido algo, algo que no tenía nada que ver con los cambios físicos naturales que sufre un cuerpo muerto. Los cadáveres se parecían a los caparazones vacíos adheridos a una tela de araña, habían perdido el ser, había desaparecido la luz y habían perdido ese brillo ilusorio que tienen las estrellas que han explotado ya hace tiempo. El cuerpo quedaba desalmado. Y era justamente la ausencia del alma lo que hacía que Harry creyera.
No encendió ninguna lámpara, la luz de la luna que entraba por las ventanas del techo era suficiente. Se fue derecho al dormitorio, donde encendió la linterna, que enfocó hacia la viga maestra que había junto a la cama. Tomó aire. Las marcas que se observaban en la madera marrón eran tan nítidas que debían ser muy recientes. O más bien la marca. Una marca alargada de líneas rectas que se doblaban y entraban y salían de sí mismas. Un pentagrama.
Harry dirigió la linterna al suelo. Se apreciaban sobre el parqué una fina capa de polvo y un par de pelusas. Era evidente que Camilla Loen no había tenido tiempo de limpiar antes de marcharse. Pero allí estaba, al lado de la pata trasera de la cama, la viruta de madera.
Harry se tumbó en la cama. El colchón era blando y adaptable. Miró al techo inclinado concentrándose en pensar. Si de verdad fue el asesino quien talló la estrella sobre la cama, ¿qué significaba?
—Descanse en paz —murmuró Harry cerrando los ojos.
Estaba demasiado cansado para pensar con claridad y había otra pregunta que le rondaba la cabeza. ¿Por qué se había fijado en el pentagrama? Los diamantes no habían sido un pentagrama dibujado con una sola línea, sino que tenían una forma de estrella normal, como cualquier otra. Entonces, ¿por qué había relacionado la forma del diamante y el pentagrama? ¿Los había relacionado en realidad? ¿No habría ido demasiado rápido? ¿No sería que su subconsciente había relacionado el pentagrama con otra cosa, algo que había visto en los escenarios del crimen y que no podía recordar?
Intentó recrear mentalmente los lugares de los hechos.
Lisbeth, en la calle Sannergata. Barbara, en la plaza Carl Berner. Y Camilla Loen. Allí. En la ducha del baño contiguo. Estaba casi desnuda. La piel mojada. Harry la tocó. A causa del efecto del agua caliente, parecía que había pasado menos tiempo desde su muerte. Le tocó la piel. Beate lo miraba, pero él no podía parar. Era como pasar los dedos por una goma caliente y lisa. Alzó la vista y comprobó que estaban solos y sintió el chorro caliente de la ducha. La miró, vio cómo Camilla lo miraba con un extraño brillo en los ojos. Se sobresaltó, retiró las manos y la mirada de la joven se apagó despacio, como la pantalla de un televisor. Curioso, pensó poniéndole una mano en la mejilla. Aguardó mientras el agua caliente de la ducha le calaba la ropa. La mirada de Camilla Loen fue recuperando el brillo. Le puso la otra mano en el estómago. Los ojos recobraron el destello vital y Harry notó que el cuerpo de la joven empezaba a moverse bajo sus dedos. Comprendió que era el contacto con su mano lo que la había despertado, que sin el tocamiento, se extinguiría, moriría. Apoyó la frente en la de la mujer. El agua se le colaba por dentro de la ropa, le cubría la piel y actuaba como un filtro cálido entre los dos. Entonces se dio cuenta de que los ojos de Camilla Loen ya no eran azules, sino castaños. Y los labios ya no estaban pálidos, sino que eran rojos, irrigados por la sangre. Rakel. Pegó los labios a los de ella. Retrocedió de repente al notar que estaban helados.
Lo miró fijamente. Sus labios se movieron.
—¿Qué haces?
El cerebro de Harry se detuvo en seco. En parte porque el eco de las palabras aún flotaba en la habitación y comprendió que no podía haber sido un sueño, y también porque la voz pertenecía a una mujer. Pero sobre todo porque delante de la cama, medio inclinada sobre él, había una figura.
Entonces el cerebro se le aceleró de nuevo. Harry se dio la vuelta y buscó la linterna, que seguía encendida, pero se le cayó al suelo con un golpe sordo y rodó describiendo un círculo mientras el haz de luz y la sombra del desconocido se deslizaban por la pared.
De repente, se encendió la luz del techo.
Harry quedó cegado y se tapó la cara con los brazos en un primer acto reflejo. Pasó el instante. Nada había sucedido. Ningún disparo, ningún golpe. Harry bajó los brazos.
Reconoció al hombre que tenía delante.
—¿Qué demonios estáis haciendo? —preguntó el hombre.
Llevaba una bata rosa, pero no tenía pinta de recién levantado. Tenía la raya del pelo perfecta.
Era Anders Nygård.
—Me despertaron los ruidos —explicó Nygård mientras le servía una taza de café a Harry.
—Mi primer pensamiento fue que alguien se había dado cuenta de que el apartamento de arriba estaba vacío y había entrado a robar. Así que subí para comprobarlo.
—Se comprende —aseguró Harry—. Pero creía haber cerrado la puerta con llave.
—Tengo la llave del portero. Por si acaso.
Harry oyó unas pisadas y se dio la vuelta.
Vibeke Knutsen apareció en el umbral en bata, con cara de sueño y el cabello rojo alborotado. Sin maquillar, y a la fría luz de la cocina, parecía más mayor de lo que Harry la había juzgado. Notó que se sobresaltaba al verlo.
—¿Qué ocurre? —murmuró mirándolos alternativamente.
—Estoy comprobando un par de cosas en el apartamento de Camilla —se apresuró a responder Harry al ver su preocupación—. Me senté en la cama para descansar los ojos un par de segundos y me dormí. Tu marido ha oído el ruido y me ha despertado. Ha sido un día muy largo.
Sin saber exactamente por qué, Harry dejó oír un bostezo, como para corroborarlo.
Vibeke miró a su pareja.
—¿Qué es lo que llevas puesto?
Anders Nygård miró la bata rosa como si nunca antes la hubiera visto.
—Vaya, parezco una reinona.
Soltó una breve risita.
—Era un regalo para ti, querida. Aún la tenía en la maleta y, con las prisas, no encontré otra cosa que ponerme. Toma.
Desanudó el cinturón de la bata, se la quitó y se la arrojó a Vibeke, que la atrapó asombrada.
—Gracias —dijo vacilante.
—Me sorprende verte levantada —le dijo muy amablemente—. ¿No te has tomado el somnífero?
Vibeke miró a Harry algo incomodada.
—Buenas noches —dijo en un susurro, antes de desaparecer.
Anders dejó la jarra en la placa de la cafetera. Tenía la espalda y los brazos de una palidez casi blanca. Los antebrazos, en cambio, estaban bronceados, como los de un camionero en verano. La misma línea divisoria se apreciaba por encima de las rodillas.
—Por lo general duerme como un lirón toda la noche —explicó Anders.
—Pero no es tu caso, ¿no?
—¿Por qué lo dices?
—Bueno, si sabes que ella duerme como un lirón…
—Lo dice ella.
—¿Y sólo te despiertas cuando alguien anda por el piso de arriba?
Anders miró a Harry y asintió con la cabeza.
—Tienes razón, Hole. Yo no duermo. No es tan fácil después de lo que ha pasado. Se queda uno pensando. Entretejiendo toda clase de teorías.
Harry tomó un sorbo de café.
—¿Algunas que quieras compartir con los demás?
Anders se encogió de hombros.
—Yo no sé mucho de asesinos de masas. Si de verdad es eso lo que hay.
—No lo es. Se trata de un asesino en serie. Existe una gran diferencia.
—Vale, pero ¿no se os ha ocurrido pensar que las víctimas tienen algo en común?
—Son mujeres jóvenes. ¿Hay algo más?
—Son, o han sido, promiscuas.
—¿Y eso?
—Basta con leer los periódicos. Lo que cuentan del pasado de estas mujeres habla por sí solo.
—Lisbeth Barli era una mujer casada y, por lo que sabemos, una mujer fiel.
—Después de casada sí, pero antes de eso tocaba en una banda de música que viajaba por todo el país. No serás tan ingenuo, ¿verdad, Hole?
—Ya. ¿Y qué conclusión sacas tú de esa similitud?
—Un asesino de ese tipo asume el papel de juez para decidir sobre la vida y la muerte, se cree Dios. Y entonces, según se nos dice en Hebreos trece, versículo cuatro, Dios juzgará a los que fornican.
Harry asintió con la cabeza y miró el reloj.
—Lo tendré presente, Nygård.
Nygård manoseaba su taza.
—¿Has encontrado lo que buscabas?
—Creo que puede decirse que sí. He encontrado un pentagrama. Me figuro que tú, que trabajas en diseño interior de iglesias, sabes a qué me refiero.
—¿Te refieres a una estrella de cinco puntas?
—Sí. Dibujada en un trazo continuo de líneas que se entrecruzan. Como la estrella de Belén. Quizá tengas alguna idea de lo que puede significar un símbolo como ése, ¿no?
Harry mantenía la cabeza baja, pero, en realidad, estaba observando la cara de Nygård.
—Bastantes cosas —aseguró Nygård—. El cinco es el número más importante en la magia negra. ¿Cuántas puntas había hacia arriba, una o dos?
—Una.
—Entonces no es el símbolo del mal. El símbolo que describes puede representar la fuerza de la vida y el deseo. ¿Dónde lo has encontrado?
—En una viga, encima de su cama.
—¡Ah, sí! —dijo Nygård—. Pues es fácil.
—¿De verdad?
—Sí, es la estrella del diablo.
—¿La estrella del diablo?
—Un símbolo pagano. Se dibuja encima de la cama o de la puerta de entrada para espantar a la maligna.
—¿La maligna?
—Sí, la maligna. Un ser femenino que se sienta en el pecho de la persona y la monta como a un caballo mientras duerme para que tenga pesadillas. Los paganos creían que era un espectro. No es extraño, ya que la palabra proviene del indogermánico mer.
—Admito que no estoy muy puesto en indogermánico.
—Significa «muerte». —Nygård miró fijamente a la taza de café—. O, para ser exactos, «asesinato».
Cuando Harry llegó a casa, había un mensaje en el contestador. Era de Rakel. Quería saber si Harry podía quedarse al día siguiente con Oleg en la piscina de Frognerbadet, mientras ella iba al dentista entre las tres y las cinco. Dijo que Oleg quería quedarse con él.
Harry se quedó sentado escuchando el mensaje una y otra vez, para ver si reconocía la respiración de la llamada de unos días atrás, pero tuvo que darse por vencido.
Se quitó toda la ropa y se echó en la cama desnudo. La noche anterior había quitado el edredón y sólo se tapó con la funda. Estuvo un rato pataleando en la cama, se durmió, metió el pie en la abertura de la funda, le entró el pánico y lo despertó el sonido de la tela al rasgarse. Fuera, el atardecer tenía un color grisáceo. Tiró los restos de la funda al suelo, se dio la vuelta y se quedó de cara a la pared.
Y entonces apareció ella. Lo estaba montando. Le metió el bocado entre los dientes y tiró. La cabeza de Harry giró. Ella se inclinó y le sopló en el oído un aliento caliente. Un dragón que echaba fuego. Un mensaje chisporroteante, sin palabras, en un contestador. Ella le azotaba los muslos y las caderas con el látigo; sentía un dolor dulce y ella decía que pronto no sería capaz de amar a otra mujer, sólo a ella, y que más le valía enterarse cuanto antes.
No lo soltó hasta que la luz del sol alcanzó las tejas más altas.