Harry miraba el minutero del reloj que colgaba de la pared, justo encima de la cabeza de Tom Waaler.
Tuvieron que traer más sillas para acomodar a todos los asistentes en la gran sala de reuniones de la zona verde del sexto piso. Reinaba allí un ambiente casi solemne. Nadie hablaba, nadie tomaba café, nadie leía el periódico, todos escribían en sus blocs y guardaban silencio a la espera de que diesen las ocho. Harry contó diecisiete cabezas, lo que significaba que sólo faltaba una persona. Tom Waaler estaba delante de todos con los brazos cruzados y la mirada clavada en su Rolex.
El minutero de la pared tembló y se detuvo vertical y tembloroso en posición de firmes.
—Empezamos —anunció Tom Waaler.
Hubo un revuelo y se oyó un crujir unísono cuando, como a una señal, todos se enderezaron en las sillas.
—Con la ayuda de Harry Hole, llevaré el mando de este grupo de investigación.
Todas las cabezas se volvieron con asombro hacia Harry, que estaba al fondo de la habitación.
—En primer lugar, quiero dar las gracias a los que, sin rechistar, habéis vuelto de vuestras vacaciones a toda prisa —continuó Waaler—. Me temo que se os va pedir que sacrifiquéis más que vuestras vacaciones en las próximas semanas y no es seguro que tenga tiempo de daros las gracias a todas horas, así que vamos a decir que mi agradecimiento de hoy valdrá hasta final de mes. ¿De acuerdo?
Risas y gestos de asentimiento alrededor de la mesa. Igual que se ríe y se asiente ante un futuro jefe de grupo, pensó Harry.
—Éste es un día singular por varias razones.
Waaler encendió el proyector de transparencias. La primera página del diario Dagbladet apareció en la pantalla que había a su espalda. «¿ANDA SUELTO UN ASESINO EN SERIE?». Sin foto, solamente estas palabras en grandes titulares. Ahora bien, es muy raro que una redacción que respete la profesión utilice preguntas en la portada, y, lo que poca gente y desde luego nadie en la habitación K615 sabía era que la decisión de añadir los interrogantes se había tomado pocos minutos antes de que el periódico pasara a la imprenta después de que el jefe de guardia del Dagbladet llamara al redactor jefe a su cabaña de Tvedestrand para hacerle la consulta.
—Que sepamos, en Noruega no hemos tenido un asesino en serie desde que Arnfinn Nesset hacía de las suyas en los ochenta —observó Waaler—. Los asesinos en serie son poco frecuentes, tanto que este asunto llamará la atención incluso fuera del país. Compañeros, tendremos a mucha gente pendiente de nosotros.
La pausa calculada de Tom Waaler era innecesaria, ya que todos los presentes comprendieron la importancia del caso la noche anterior en cuanto Møller los puso al corriente por teléfono.
—Vale —prosiguió Waaler—. Aun suponiendo que sea verdad que nos enfrentamos a un asesino en serie, estamos de suerte, después de todo. En primer lugar, porque contamos aquí con una persona con experiencia en la investigación de asesinos en serie y que incluso apresó a uno. Doy por hecho que todos los que estáis aquí habéis oído hablar de la hazaña del comisario Hole en Sidney. ¿Harry?
Harry vio que todas las cabezas se volvían hacia él y carraspeó de nuevo.
—No estoy tan seguro de que el trabajo que hice en Sidney sea un ejemplo a seguir —dijo intentando sonreír—. Como recordaréis, la cosa terminó en que maté a aquel hombre de un tiro.
No hubo risas, ni siquiera una sonrisa forzada: Harry no daba el tipo de futuro jefe de grupo.
—Estoy seguro de que nos podemos imaginar finales peores que ése, Harry —dijo Waaler volviendo a mirar el Rolex—. Muchos de vosotros conocéis al psicólogo Ståle Aune, a cuyos servicios de experto hemos recurrido en la investigación de diversos casos. Está dispuesto a ofrecernos una breve introducción al fenómeno de los asesinatos en serie. Para algunos de vosotros, esto no es una novedad, pero no hará daño recordarlo. Debía llegar a las…
La puerta se abrió de golpe y todos dirigieron la vista hacia un hombre que entró jadeando sonoramente. Encima del estómago redondo como una bola, que sobresalía de la chaqueta de tweed, se veían una pajarita naranja y unas gafas tan pequeñas que cabía preguntarse si era posible ver algo a través de ellas. Debajo de la lustrosa calva se hallaba la frente sudorosa y, debajo de ésta, un par de cejas oscuras, posiblemente teñidas, pero en todo caso, cuidadosamente arregladas.
—Hablando del astro rey… —dijo Waaler.
—¡Aparece fulgurante! —exclamó Ståle Aune, sacando un pañuelo del bolsillo del pecho y enjugándose el sudor de la frente—. ¡Y calienta de cojones!
Se fue hasta el final de la mesa y, con un chasquido, dejó caer en el suelo el desgastado maletín marrón.
—Buenos días, señores. Me alegra ver a tanta gente joven despierta a estas horas del día. A algunos de vosotros ya os conozco, pero de otros me he librado.
Harry sonrió. Él era uno de los que Aune definitivamente no se había librado. Habían pasado muchos años desde la primera vez que Harry acudió a Aune a causa de sus problemas con el alcohol. Aune no estaba especializado en alcoholismo, pero terminaron por entablar una relación que Harry hubo de admitir que se parecía sospechosamente a la amistad.
—¡Venga, sacad los blocs de notas, pandilla de zánganos!
Aune colgó su chaqueta en una silla.
—Tenéis pinta de estar en un funeral y supongo que, hasta cierto punto, así es, pero quiero ver algunas sonrisas antes de irme. Es una orden. Y prestad atención, esto irá rápido.
Aune cogió un rotulador de la bandeja de la pizarra de transparencias y empezó a escribir a gran velocidad mientras hablaba.
—Hay muchas razones para afirmar que los asesinos en serie han existido desde que ha habido gente a la que matar en este planeta. Pero muchos consideran el llamado Autum of Terror de 1888 como el primer caso de asesinatos en serie de los tiempos modernos. Es la primera vez que se puede documentar un asesinato en serie con un móvil puramente sexual. El asesino mató a cinco mujeres y desapareció sin dejar rastro; se lo llamó Jack el Destripador, pero se llevó su verdadera identidad a la tumba. La más conocida contribución de nuestro país a la lista de asesinatos en serie no es Arnfinn Nesset, que, como todos recordaréis, envenenó a una veintena de pacientes en los años ochenta, sino Belle Gunness, algo tan insólito como una asesina en serie. Belle Gunness se fue a Estados Unidos, donde, en 1902, se casó con un hombre que era muy poca cosa, y con él se asentó en una granja a las afueras de La Porte, en el estado de Indiana. Digo que era poca cosa porque él pesaba setenta kilos y ella ciento veinte.
Aune se tiró ligeramente de los tirantes.
—Y si queréis saber mi opinión, os diré que su peso era del todo adecuado.
Risas.
—Esta mujer regordeta y agradable asesinó a su marido, a algunos niños y a un sinnúmero de pretendientes a los que hacía acudir a la granja por medio de una serie de anuncios de contacto en los periódicos de Chicago. Los cuerpos de estas personas aparecieron en 1908, fecha en la que la granja ardió en extrañas circunstancias. Entre aquellos restos hallaron un torso de mujer decapitado, muy voluminoso y carbonizado. Se sospecha que fue la propia Belle quien plantó allí a la mujer, con la idea de hacer creer a los investigadores que se trataba de su cadáver. La policía recibió varios informes de testigos que afirmaban haberla visto en distintos lugares de Estados Unidos, pero nunca dieron con ella. Y eso es, precisamente, lo que quiero subrayar: los casos como Jack y Belle son, por desgracia, bastante típicos.
Aune había terminado de escribir y dio un fuerte golpe en la pizarra con el rotulador, antes de añadir:
—No se los atrapa.
Los congregados lo miraban en silencio.
—Bien —continuó Aune—. El concepto de asesino en serie es tan polémico como todo lo que voy a contaros. Y esto se debe a que la psicología es una ciencia que todavía está en mantillas y también a que los psicólogos, por naturaleza, son proclives a las disputas. Os voy a exponer unas cuantas cosas que sabemos, que son tantas como las que no sabemos, acerca de los asesinos en serie, que, según muchos psicólogos muy capacitados, es una característica sin sentido de un grupo de enfermedades mentales que, según otros psicólogos, no existen. ¿Está claro? Bueno, veo que algunos de vosotros por lo menos sonreís, y eso es bueno.
Aune dio un golpe con el dedo índice en el primer punto que había escrito en la pizarra.
—El típico asesino en serie es un hombre blanco de entre veinticuatro y cuarenta años. Por regla general, opera solo, pero también puede operar junto con otras personas, por ejemplo, en pareja. El maltrato de las víctimas es señal de que trabaja en solitario. Cualquiera puede convertirse en víctima, pero suelen ser personas que pertenecen a su mismo grupo étnico y a las que sólo conoce de antemano en casos excepcionales.
»Por regla general, encuentra a la primera víctima en una zona que conoce bien. Existe la creencia de que los asesinatos en serie siempre se asocian a algún tipo de ritual. Esto no es así. Sin embargo, cuando hay rituales suelen estar relacionados con asesinatos en serie.
Aune señaló con el dedo el siguiente punto, donde había escrito PSICÓPATA/SOCIÓPATA.
—En cualquier caso, lo más típico del asesino en serie es su condición de americano. Sólo Dios, aparte de un par de catedráticos de Psicología de Blindern, sabe por qué. De ahí que resulte interesante que quienes más saben de asesinatos en serie, el FBI y la Justicia norteamericana, distingan entre estos dos tipos de asesinos. El psicópata y el sociópata. Los profesores que acabo de mencionar opinan que tanto la distinción como el concepto apestan, pero en la patria del asesino en serie la mayoría de los tribunales se atienen a la regla de McNaughton, según la cual sólo el psicópata asesino en serie no sabe lo que hace en el momento de cometer el crimen. A diferencia del sociópata, al psicópata no se lo condena a penas de cárcel ni a lo que tanto se practica en la patria de Dios, a la pena de muerte. Esto se refiere sólo a los asesinos en serie. Bueno…
Tapó el rotulador y enarcó una ceja, sorprendido.
Waaler levantó la mano. Aune asintió con la cabeza.
—La determinación de la condena es interesante —dijo Waaler—. Pero antes tenemos que cogerlo. ¿Tienes algo que podamos utilizar en la práctica?
—¿En la práctica? ¿Estás loco? Soy psicólogo.
Risas. Aune inclinó la cabeza satisfecho en señal de agradecimiento.
—Sí, a eso voy, Waaler. Pero antes déjame decir que si alguno de vosotros empieza a impacientarse, le esperan momentos difíciles. Sabemos por experiencia que nada lleva tanto tiempo como atrapar a un asesino en serie. Sobre todo si se trata del tipo equivocado.
—¿Cuál es el tipo equivocado? —preguntó Magnus Skarre.
—En primer lugar, veremos que quienes elaboran los perfiles psicológicos para el FBI distinguen entre asesinos en serie psicópatas y sociópatas. El psicópata suele ser un individuo inadaptado, sin trabajo, sin estudios, con antecedentes y no pocos problemas sociales, al contrario que el sociópata, que es una persona inteligente, aparentemente sociable y con una vida normal. El psicópata destaca y fácilmente se lo considera sospechoso, en tanto que el sociópata pasa inadvertido. Por ejemplo, cuando por fin se desenmascara al sociópata, casi siempre resulta una enorme sorpresa para sus vecinos y conocidos. He hablado con una psicóloga que elabora perfiles en el FBI. Me contó que el primer dato que valora es cuándo se cometieron los asesinatos, ya que asesinar exige tiempo. Para ella, un indicador muy útil es saber si los asesinatos se habían cometido en día laborable, en fin de semana o en un periodo de vacaciones. Esto último indicaría que el asesino trabaja y aumenta la probabilidad de que se trate de un sociópata.
—O sea que, como nuestro hombre asesina durante las vacaciones de verano, hemos de interpretar que tiene trabajo y que es un sociópata, ¿no? —preguntó Beate Lønn.
—Bueno, ni que decir tiene que es algo prematuro sacar ese tipo de conclusiones, pero si sumamos el dato a lo que ya sabemos, podría ser. ¿Es esto lo bastante útil?
—Muy útil —aseguró Waaler—. Pero también son malas noticias, si te he entendido bien.
—Correcto. Nuestro hombre se parece demasiado al tipo de asesino en serie equivocado. El sociópata.
Aune les concedió unos segundos para asumirlo antes de continuar.
—Según el psicólogo americano Joel Norris, los asesinos en serie pasan por un proceso mental de seis fases en relación con cada asesinato. La primera se conoce como fase de aura, en la que el sujeto va perdiendo paulatinamente el contacto con la realidad. La fase del tótem, la quinta, es el asesinato en sí, que constituye el clímax para el asesino. O mejor dicho, el anticlímax. El asesinato no llega nunca a satisfacer del todo los deseos y expectativas de catarsis, de purificación, que el asesino relaciona con la ejecución. Por eso, después de cometerlo, se va directamente a la sexta fase, la fase depresiva. Ésta pasa a su vez a una nueva fase, la de aura, cuando empieza la recuperación para el próximo asesinato.
—Así que vueltas y más vueltas —dijo desde el umbral Bjarne Møller, que había llegado sin que nadie lo advirtiese—. Como un perpetuum mobile.
—Sólo que una máquina de movimiento perpetuo repite sus operaciones sin cambios —objetó Aune—. Mientras que los asesinos en serie pasan por un proceso que, a largo plazo, modifica su comportamiento. Por fortuna, se caracteriza por una pérdida gradual de autocontrol. Pero, por desgracia, también por un mayor ensañamiento. El primer asesinato es siempre el más difícil de superar y por eso el proceso después del llamado enfriamiento es más largo. Esto origina una fase de aura prolongada, durante la cual se prepara para el próximo asesinato y se toma tiempo para planificarlo. Si llegamos al escenario de un asesinato en serie y observamos que se han cuidado los detalles, que se han aplicado los rituales con esmero y con escaso riesgo para el asesino de ser descubierto, sabremos que éste se halla aún al inicio del proceso. En esta fase perfecciona la técnica para ser cada vez más eficaz. Es la peor fase para quienes intentan atraparlo. Pero a medida que comete más asesinatos, los periodos de enfriamiento son cada vez más breves. Tiene menos tiempo para planificar, los escenarios de los crímenes quedan más desordenados, la ejecución de los rituales es más descuidada, y el asesino corre más riesgos. Todo esto indica que su frustración va en aumento. O dicho de otra forma, que su ensañamiento irá a más. Perderá el autocontrol y será más fácil atraparlo. Sin embargo, si, estando a punto de cogerlo en este periodo, no se consigue, puede ocurrir que se asuste y que deje de matar durante un tiempo. Tendrá entonces ocasión para recobrar la calma y empezar otra vez desde el principio. Espero que estas aclaraciones no depriman a los señores…
—Lo resistiremos —dijo Waaler—. Pero ¿podrías hablarnos de lo que ves en este caso concreto?
—De acuerdo —respondió Aune—. Tenemos tres asesinatos.
—¡Dos asesinatos! —gritó Skarre otra vez—. Por ahora, Lisbeth Barli sólo consta como desaparecida.
—Tres asesinatos —repitió Aune—. Créeme, jovencito.
Se cruzaron varias miradas. Skarre hizo amago de ir a replicar, pero cambió de opinión. Aune continuó.
—Los tres asesinatos se cometieron con intervalos iguales y el ritual de mutilación y posterior adorno del cadáver se ha llevado a cabo en los tres casos. Amputa un dedo y lo compensa dándole a la víctima un diamante. La compensación es una característica corriente en este tipo de mutilaciones, típica de asesinos que han crecido en familias con principios morales muy estrictos. Puede que sea una pista fructífera, ya que en las familias de este país no abundan los principios morales.
Nadie se rió.
Aune suspiró.
—Se llama humor negro. No pretendo ser cínico y, seguramente, mis comentarios podrían haber sido mejores, pero sólo intento que este asunto no acabe conmigo antes de empezar. Os recomiendo que hagáis lo mismo. En fin, como decía, los intervalos entre los asesinatos y el hecho de que se hayan llevado a efecto los rituales son indicio del autocontrol del asesino y de que nos hallamos en la fase inicial.
Se oyó un ligero carraspeo.
—¿Sí, Harry? —dijo Aune.
—Elección de víctima y lugar —dijo Harry.
Aune puso el dedo índice en el mentón, reflexionó un instante y asintió con la cabeza.
—Tienes razón, Harry.
Los demás congregados en torno a la mesa cruzaron una mirada inquisitiva.
—¿En qué tiene razón? —preguntó Skarre gritando, como siempre.
—La elección de la víctima y el lugar indican lo contrario —explicó Aune—. Que el asesino está entrando rápidamente en la fase donde pierde el control y empieza a matar sin reparos.
—¿Cómo? —preguntó Møller.
—Lo puedes explicar tú mismo, Harry —sugirió Aune.
Harry no apartó la vista de la superficie de la mesa mientras hablaba.
—El primer asesinato, el de Camilla Loen, se produjo en un piso donde ella vivía sola, ¿verdad? El asesino podía entrar y salir sin demasiadas probabilidades de que lo detuvieran o identificaran y perpetrar el asesinato y los rituales sin que nadie lo molestase. Sin embargo, ya en el segundo asesinato empieza a correr riesgos. Secuestra a Lisbeth Barli en una zona residencial a pleno día, probablemente con un coche, y los coches, ya sabemos, tienen matrículas. Y el tercer asesinato es, por supuesto, una lotería. En el servicio de señoras del interior de una oficina. Cierto que lo cometió después del horario laboral, pero había por allí el número suficiente de personas, así que tuvo suerte de que no lo descubrieran o, al menos, lo identificaran.
Møller se volvió hacia Aune.
—¿Y cuál es la conclusión?
—Que no hay conclusión —aseguró Aune—. Que, como mucho, podemos suponer que es un sociópata bien adaptado y que no sabemos si está a punto de volverse loco o si sigue manteniendo el control.
—¿Qué debemos desear?
—En el primer caso habrá una masacre, pero también cierta posibilidad de cogerlo, ya que correrá riesgos. En el segundo caso, transcurrirá más tiempo entre cada asesinato, pero según todos los pronósticos, no lograremos atraparlo en un futuro previsible. Escoged vosotros mismos.
—Pero ¿por dónde podemos empezar a buscar? —preguntó Møller.
—Si yo tuviese fe en aquellos de mis colegas que creen en las estadísticas, diría que entre los que se hacen pis en la cama, los maltratadores de animales, los violadores y los pirómanos. Sobre todo los pirómanos. Pero no tengo fe en ellos y, por desgracia, tampoco un dios alternativo, de modo que la respuesta es que no tengo ni idea.
Aune le puso el tapón al rotulador. Reinaba un silencio opresivo.
Tom Waaler se levantó repentinamente.
—De acuerdo, compañeros, tenemos cosas que hacer. Para empezar, quiero que todas las personas con las que ya hemos hablado vengan para someterse a un nuevo interrogatorio, quiero que se controle a todos los condenados por homicidio y además una lista de todos los que hayan sido condenados por violación o por provocar incendios.
Harry observaba a Waaler mientras éste distribuía las tareas y tomó nota de su eficacia y del grado de confianza en sí mismo, de su rapidez y agilidad cuando alguien expresaba una objeción práctica relevante.
El reloj que colgaba encima de la puerta indicaba que eran las diez menos cuarto. El día acababa de empezar y Harry ya se sentía exhausto, como un viejo león moribundo que se arrastrara en pos de la manada en la que, un día, fue capaz de retar al que ahora se había erigido en jefe. Ciertamente, nunca abrigó deseos de ser jefe de la manada, pero sentía que la caída era abismal. Mantenerse al margen y esperar a que alguien le arrojase un hueso era cuanto podía hacer…
Resultó que alguien le había arrojado un hueso. Y un hueso grande.
A Harry la acústica atenuada de las pequeñas salas de interrogatorio le producía la sensación de estar hablando debajo de un edredón.
—Importación de audífonos —dijo el hombre fornido y de baja estatura mientras se pasaba la mano derecha por la corbata de seda. Un discreto alfiler de corbata de oro la mantenía sujeta a la camisa de un blanco impecable.
—¿Audífonos? —repitió Harry mirando el formulario de interrogatorios que le había entregado Tom Waaler. En el espacio para el nombre había escrito «André Clausen» y en el de la profesión, «Autónomo».
—¿Tiene usted problemas de audición? —preguntó Clausen con sarcasmo, aunque Harry fue incapaz de discernir si el hombre se lo decía a él o a sí mismo.
—Ya. ¿Así que acudiste a las oficinas de Halle, Thune y Wetterlid para hablar sobre audífonos?
—Sólo quería que evaluaran un acuerdo de representación. Uno de sus amables colegas hizo una copia del documento ayer por la tarde.
—¿Es éste? —preguntó Harry señalando una carpeta de papel.
—Exactamente.
—Lo he estado leyendo hace un rato. Se firmó hace dos años. ¿Iban a renovarlo?
—No, sólo quería asegurarme de que no me engañaban.
—¿Y no se le había ocurrido hasta ahora?
—Más vale tarde que nunca.
—¿No tienes abogado fijo, Clausen?
—Sí, pero me temo que se está haciendo mayor.
Clausen sonrió y dejó al descubierto un gran empaste de oro que lanzó un destello antes de que el hombre continuase:
—Solicité una reunión previa para averiguar qué podía ofrecer este bufete de abogados.
—¿Y pediste una cita antes del fin de semana? ¿Y con un bufete especializado en el cobro ejecutivo?
—No me enteré hasta que no se celebró la reunión. Lo comprendí a lo largo del encuentro. Es decir, en el poco rato que éste duró, hasta que se armó todo el jaleo.
—Si estás buscando un nuevo abogado, supongo que habrás pedido cita con otros bufetes, ¿no? —dijo Harry—. ¿Podrías decirnos con cuál?
Harry hablaba sin mirar a André Clausen a la cara. No era allí donde se revelaría una posible mentira. Cuando se saludaron, Harry comprendió enseguida que Clausen no era de los que permitían que su expresión delatara sus pensamientos. Quizá por timidez, pero también podía deberse al ejercicio de una profesión que requería cara de póquer o a un pasado donde el autodominio se considerase una virtud decisiva. De ahí que Harry buscase otras señales como, por ejemplo, si levantaba la mano de su regazo para pasarla por la corbata una vez más. No lo hizo. Clausen, en cambio, sí que miraba a Harry. No fijamente, sino, al contrario, con los párpados algo caídos, como si no encontrase la situación incómoda, sólo un poco aburrida.
—La mayoría de los bufetes a los que llamé no querían concertar una cita antes de las vacaciones —dijo Clausen—. En Halle, Thune y Wetterlund, en cambio, fueron muy solícitos. Oiga, ¿acaso sospechan de mí?
—Sospechamos de todo el mundo —aseguró Harry.
—Fair enough.
Clausen pronunció las palabras con un acento perfecto de la BBC.
—Observo que tienes muy buen acento en inglés.
—¿Usted cree? He viajado bastante al extranjero en los últimos años, quizá sea por eso.
—¿Dónde has estado?
—Bueno, en realidad, la mayoría de los viajes los hice por hospitales e instituciones noruegas. También voy mucho a Suiza a visitar la fábrica del productor de los audífonos. El desarrollo del producto requiere que estemos profesionalmente al día.
Otra vez esa ironía en el tono de voz.
—¿Estás casado? ¿Tienes familia?
—Si mira los documentos que ha rellenado su colega, verá que no la tengo.
Harry leyó el formulario.
—De acuerdo. Así que vives solo… Veamos… ¿en Gimle Terrasse?
—No, vivo con Truls —corrigió Clausen.
—Ya. Entiendo.
—¿De verdad? —Clausen sonrió de tal modo que los párpados se le cerraron un poco más—. Truls es un Golden Retriever.
Harry notaba un incipiente dolor de cabeza en la parte posterior de los globos oculares. La lista le indicaba que le quedaban cuatro interrogatorios más antes de la hora de comer. Y cinco, después. No se sentía con fuerzas para enfrentarse a todos ellos.
Le pidió a Clausen que le contara otra vez lo sucedido desde que entró en el edificio de la plaza de Carl Berner hasta que llegó la policía.
—Con mucho gusto, comisario —respondió el hombre con un bostezo.
Harry se retrepó en la silla mientras, con fluidez y seguridad, Clausen le refería cómo llegó en taxi, cogió el ascensor y, después de hablar con Barbara Svendsen, aguardó cinco o seis minutos a que volviese con el agua. Al ver que la joven no regresaba, se adentró en las oficinas hasta que se encontró con una puerta en la que se leía el nombre del abogado Halle.
Harry comprobó que Waaler había anotado que Halle confirmaba la hora en que Clausen llamó a la puerta: las cinco y cinco.
—¿Viste a alguien entrar o salir de los servicios de señoras?
—Desde el lugar de la recepción donde me encontraba no podía ver la puerta; y no vi a nadie entrar o salir cuando me encaminé a los despachos. Esto lo he repetido ya varias veces, a decir verdad.
—Y más que lo vas a repetir —aseguró Harry bostezando ruidosamente al tiempo que se pasaba la mano por la cara. En ese preciso momento, Magnus Skarre dio unos golpecitos con el dedo en la ventana de la sala de interrogatorios y le señaló a Harry el reloj de pulsera. Harry reconoció a Wetterlid, que estaba detrás de su colega y asintió con la cabeza antes de echar una última ojeada al formulario de interrogatorios.
—Aquí dice que no viste a nadie sospechoso entrar o salir de la recepción mientras estabas allí.
—Es correcto.
—En ese caso, gracias por tu cooperación hasta el momento —dijo Harry antes de guardar el formulario en la carpeta y de detener la grabadora—. Lo más probable es que volvamos a ponernos en contacto contigo.
—No vi a nadie sospechoso —precisó Clausen poniéndose de pie.
—¿Cómo?
—Digo que no vi a nadie sospechoso en la recepción, pero sí vi llegar a una limpiadora que despareció hacia el interior de las oficinas.
—Sí, ya hemos hablado con ella. Según ha declarado, se fue directamente a la cocina y no vio a nadie.
Harry se levantó y miró la lista. El próximo interrogatorio era a las diez y cuarto en la sala de interrogatorios número cuatro.
—Y al mensajero de la bicicleta, claro —continuó Clausen.
—¿El mensajero de la bicicleta?
—Sí. Salió por la puerta justo antes de que yo fuese al despacho de Halle. Habría entregado o recogido algo, yo qué sé. ¿Por qué me mira de esa forma, comisario? Un mensajero en un bufete no tiene nada de sospechoso, ¿no?
Una hora y media más tarde, después de haberse informado en Halle, Thune y Wetterlid ASA y en todas las agencias de mensajería de Oslo, Harry tenía claro que el lunes nadie había registrado entrega ni recogida de nada en la oficina de Halle, Thune y Wetterlid.
Y dos horas después de que Clausen hubiese dejado la comisaría, justo antes de que el sol llegase a su cénit, fueron a buscarlo en su oficina para que describiera una vez más al mensajero.
Clausen no supo contarles gran cosa. En torno a un metro ochenta de estatura, complexión normal. Aparte de eso, no se había fijado en más detalles de su aspecto. Lo consideraba carente de interés o impropio entre hombres, dijo; y repitió que el mensajero iba vestido como la mayoría de los mensajeros que iban en bicicleta, camiseta ajustada amarilla y negra, pantalón corto y zapatillas de ciclista que chasquearon cuando pisó la alfombra. Llevaba la cara tapada por el casco y las gafas de sol.
—¿Y la boca? —preguntó Harry.
—Cubierta con una mascarilla blanca —respondió Clausen—. Como las que utiliza Michael Jackson. Creo haber oído que los mensajeros las utilizan para protegerse de las emisiones de gases de los coches.
—En Nueva York y Tokio, sí, pero esto es Oslo.
Clausen se encogió de hombros.
—Yo no le di mayor importancia.
Harry le dijo a Clausen que podía marcharse y se encaminó al despacho de Waaler que, con el auricular pegado a la oreja, murmuraba «ya, ya, sí sí…», cuando Harry entró por la puerta.
—Creo que tengo una idea sobre cómo entró el asesino en casa de Camilla Loen —dijo Harry.
Tom Waaler colgó el teléfono sin acabar la conversación.
—Hay una cámara de video conectada al portero automático de la entrada del edificio donde vivía, ¿verdad?
—¿Sí…? —Waaler se inclinó con interés.
—¿Qué tipo de persona puede llamar a cualquier portero automático, mostrarle a la cámara una cara enmascarada y, aun así, sentirse bastante seguro de que lo dejarán entrar?
—¿Papá Noel?
—No creo. Pero dejarías entrar a una persona que sabes que trae un paquete urgente o un ramo de flores. Un mensajero ciclista.
Waaler pulsó el botón de ocupado en la base del teléfono.
—Desde que Clausen llegó al bufete hasta que vio al mensajero ciclista salir cruzando la recepción pasaron más de cuatro minutos. Un mensajero entra apresurado, entrega y sale corriendo, no pierde cuatro minutos tontamente.
Waaler asintió despacio con la cabeza.
—Un mensajero —repitió—. Es de una sencillez genial. Alguien con una razón plausible para entrar en cualquier sitio con una mascarilla. Alguien a quien todos pueden ver, pero en quien nadie se fija.
—Un caballo de Troya —apostilló Harry—. Imagínate qué situación más perfecta para un asesino en serie.
—Y a nadie le extraña que un mensajero se aleje de un lugar a toda prisa en un medio de locomoción sin matrícula que posiblemente sea la forma más eficaz de escaparse en una ciudad —dijo Waaler echando mano del teléfono.
—Mandaré gente a preguntar si alguien ha visto a un mensajero ciclista cerca del lugar y la hora de los asesinatos.
—Hay otra medida que debemos considerar —observó Harry.
—Sí —dijo Waaler—. Debemos alertar a la población contra mensajeros ciclistas desconocidos.
—Exacto. ¿Se lo cuentas tú a Møller?
—Sí… Oye, Harry…
Harry se detuvo en la puerta.
—Excelente trabajo —dijo Waaler.
Harry asintió brevemente con la cabeza y se marchó.
Apenas tres minutos después, ya corría por los pasillos del grupo de Delitos Violentos la noticia de que Harry tenía una pista.