El viejo Ford Escort blanco de Harry se aproximó a la tienda de televisores. En las aceras de las inmediaciones de la plaza de Carl Berner, donde reinaba la tranquilidad de la tarde, se veían como esparcidos al azar dos coches de policía y la maravilla deportiva de Waaler.
Harry aparcó, sacó el cincel verde del bolsillo de la chaqueta y lo dejó en el asiento del copiloto. Como no había encontrado las llaves del coche en el apartamento, se había llevado un poco de alambre y el cincel. Había recorrido el vecindario hasta que encontró su querido coche en la calle Stensberggata. Con las llaves puestas. El cincel verde le vino que ni pintado para abrir en la puerta una ranura suficiente por la que introducir el alambre y levantar el cierre.
Harry cruzó en rojo. Caminaba despacio, el cuerpo no permitía caminar más deprisa. Le dolían el estómago y la cabeza y la camisa sudada se le pegaba a la espalda. Eran las seis menos cinco y hasta ahora se había arreglado sin su medicina, pero no era capaz de prometerse nada.
En el directorio de la entrada, el bufete de Halle, Thune y Wetterlid figuraba bajo el letrero correspondiente al quinto piso. Harry suspiró. Miró el ascensor. Puertas automáticas. Ninguna cancela corredera.
El ascensor era de la marca KONE y, cuando se cerraron las relucientes puertas metálicas, tuvo la sensación de estar dentro de una lata de conservas. Intentó no escuchar los sonidos de la maquinaria del ascensor mientras subía. Cerró los ojos. Pero volvió a abrirlos enseguida cuando las imágenes de Søs aparecieron dentro de sus párpados.
Un colega uniformado de Seguridad Ciudadana abrió la puerta de entrada a las oficinas.
—La encontrarás allí dentro —dijo apuntando con el dedo hacia el pasillo que quedaba a la izquierda de la recepción.
—¿Dónde está la Científica?
—En camino.
—Seguro que se ponen muy contentos si cierras el ascensor.
—Vale.
—¿Ha llegado alguno de los chicos de guardia de la Judicial?
—Li y Hansen. Han reunido a los que todavía estaban en la oficina cuando la encontraron. Los están interrogando en una de las salas de reunión.
Harry se adentró por uno de los pasillos. Las alfombras estaban desgastadas y las reproducciones de artistas del Romanticismo noruego que colgaban en las paredes, descoloridas. Aquella empresa había conocido tiempos mejores. O quizá no.
La puerta del servicio de señoras estaba entreabierta y las alfombras amortiguaban el sonido de los pasos de Harry lo bastante como para oír la voz de Tom Waaler a medida que se acercaba. Harry se detuvo justo delante. Waaler parecía estar hablando por el móvil.
—Si procede de él, es obvio que ya no nos tiene como intermediarios. Sí, pero déjamelo a mí.
Harry empujó la puerta y vio a Waaler, que estaba en cuclillas.
Levantó la vista.
—Hola, Harry. Un segundo y termino.
Harry se quedó en el umbral absorbiendo la escena mientras escuchaba el lejano chisporroteo de una voz en el teléfono de Waaler.
La habitación era sorprendentemente amplia, unos cuatro metros por otros cinco, y consistía en dos habitáculos blancos y tres lavabos del mismo color, bajo un espejo alargado. La luz de los fluorescentes del techo imprimía un aspecto de dureza a los azulejos blancos de las paredes. La ausencia de color resultaba casi extraña. El entorno podía ser el responsable de que el cadáver pareciera una pequeña obra de arte, como una exposición cuidadosamente colocada. La mujer era delgada y parecía joven. Se hallaba de rodillas, con la cabeza apoyada en el suelo, como un musulmán orando, si no fuese porque los brazos habían quedado bajo el cuerpo. La falda se le había subido por encima de las bragas, un tanga de color crema. Un hilo de sangre discurría por la junta de los azulejos que había entre la cabeza de la mujer y el desagüe. Se diría que lo hubiesen pintado para conseguir el máximo efecto posible.
El peso del cuerpo se sostenía en cinco puntos: los dos empeines, las rodillas y la frente. El traje, la postura tan extraña y el trasero descubierto, hicieron que Harry pensara en una secretaria que se había preparado para que la penetrase su jefe. Una vez más, un estereotipo. Por lo que él sabía, ella bien podía ser el jefe.
—De acuerdo, pero no podemos discutir eso ahora —dijo Waaler—. Llámame esta noche.
El comisario guardó el teléfono en el bolsillo interior, pero se quedó en cuclillas. Harry observó entonces que la otra mano de Waaler reposaba en la blanca piel de la mujer, justo debajo del borde de las bragas. Posiblemente, con el fin de obtener un punto de apoyo.
—De aquí saldrán buenas fotos, ¿verdad? —dijo Waaler, como si le hubiera leído el pensamiento a Harry.
—¿Quién es?
—Barbara Svendsen, veintiocho años, de Bestum. Era recepcionista.
Harry se acuclilló al lado de Waaler.
—Como ves, le pegaron un tiro en la nuca —continuó Waaler—. Seguramente, con la pistola que está bajo ese lavabo. Todavía huele a cordita.
Harry miró la pistola negra que estaba en el suelo, en una esquina. Sujeta al cañón, se veía una gran bola negra.
—Una eská zbrojovka —explicó Waaler—. Una pistola checa. Con silenciador hecho a medida.
Harry asintió con la cabeza. Quiso preguntar si era uno de los productos que Waaler importaba. Y si de eso iba la conversación telefónica que acababa de interrumpir.
—Una postura muy curiosa —dijo Harry.
—Sí, supongo que estaba en cuclillas o de rodillas, y luego se cayó hacia delante.
—¿Quién la encontró?
—Una de las abogadas. La central de operaciones recibió la llamada a las diecisiete once horas.
—¿Testigos?
—Ninguna de las personas con las que hemos hablado hasta ahora ha visto nada. Ningún comportamiento extraño, ningún individuo sospechoso que haya salido o entrado en la última hora. Una persona ajena al bufete que había venido a una reunión asegura que Barbara dejó la recepción a las dieciséis cincuenta y cinco para traerle un vaso de agua y que nunca regresó.
—Ya. ¿Y por eso vino aquí?
—Probablemente. La cocina está algo apartada de la recepción.
—Pero ¿nadie más la vio en el trayecto desde la recepción hasta aquí?
—Las dos personas que tienen sus despachos entre la recepción y los servicios se habían ido a casa y las que quedaban se encontraban en sus despachos o en una de las salas de reunión.
—¿Qué hizo esa persona ajena al bufete al ver que ella no regresaba?
—Tenía una reunión a las cinco y, como la recepcionista no volvió, se impacientó y se fue andando por el pasillo hasta que encontró el despacho del abogado con quien tenía la cita.
—Así que conocía estas oficinas, ¿no?
—Pues no, dice que era la primera vez que venía.
—Ya. Y, que tú sepas, ¿es él la última persona que la vio con vida?
—Exacto.
Harry observó que Waaler no había retirado la mano.
—De modo que debió suceder entre las dieciséis cincuenta y cinco y las diecisiete once.
—Sí, ésa es la impresión que da al tocarla —dijo Waaler.
—¿Tienes que hacer eso? —preguntó Harry en voz baja.
—¿El qué?
—Tocarla.
—¿No te gusta?
Harry no contestó. Waaler se acercó más.
—¿Estás diciendo que nunca has tocado un cadáver, Harry?
Harry intentó escribir con el bolígrafo, pero no funcionaba.
Waaler se rió.
—No tienes que contestar, lo veo en tu cara. No hay nada malo en ser curioso, Harry. Es una de las razones por las que nos hicimos policías, ¿no es así? La curiosidad y la tensión. De averiguar cómo se siente la piel cuando se acaban de morir, cuando no están ni del todo calientes ni del todo fríos.
—Yo…
Waaler le agarró la mano y a Harry se le cayó el bolígrafo.
—Toca.
Waaler apretó la mano de Harry contra el muslo de la muerta. Harry respiró fuertemente por la nariz. Su primer impulso fue retirarla, pero no lo hizo. La mano de Waaler que sujetaba la suya estaba caliente y seca, pero la piel de ella no parecía humana, era como tocar goma. Goma tibia.
—¿Lo notas? Eso sí que es tensión, Harry. Tú también te has vuelto adicto, ¿no es cierto? Pero ¿dónde la vas a encontrar cuando dejes este trabajo? ¿Harás como los demás desgraciados, alquilar vídeos o buscarla en el fondo de tus botellas? ¿O prefieres tenerla en la vida real? Toca aquí, Harry. Esto es lo que te ofrecemos. Una vida real. ¿Sí o no?
Harry se aclaró la garganta.
—Yo sólo digo que la Científica querrá asegurar las pistas antes de que toquemos nada.
Waaler se quedó mirando a Harry. Parpadeó alegremente y soltó la mano de Harry.
—Tienes razón. He hecho mal. Un fallo mío.
Waaler se levantó y salió.
Los dolores abdominales estaban a punto de acabar con Harry, pero intentó respirar profundamente. Beate no le perdonaría que vomitara en su escena del crimen.
Apoyó la mejilla en los azulejos, que estaban frescos, y levantó la chaqueta de Barbara para ver qué había debajo. Entre las rodillas y el torso que colgaba arqueado, vio un vaso de plástico blanco. Pero lo que le llamó la atención fue su mano.
—Mierda —susurró Harry—. Mierda.
A las seis y veinte, Beate entró deprisa en las oficinas de Halle, Thune y Wetterlid. Harry estaba sentado en el suelo apoyado en la pared fuera del servicio de señoras, bebiendo de un vaso de plástico blanco.
Beate se paró delante de él, dejó el maletín de metal en el suelo y se pasó el dorso de la mano por la frente húmeda y roja.
—Sorry. Estaba en la playa de Ingierstrand. Tuve que ir primero a casa a cambiarme y pasarme por la calle Kjølberggata para recoger el equipo. Y algún idiota había dado orden de cerrar el ascensor, así que tuve que subir por las escaleras hasta aquí.
—Ya. Supongo que esa persona lo haría para asegurar posibles huellas. Y la prensa, ¿se ha enterado ya?
—Hay gente fuera descansando al sol. No disponen de mucha gente. Son vacaciones.
—Me temo que las vacaciones se han acabado.
Beate hizo una mueca.
—¿Quieres decir…?
—Ven.
Harry se acercó y se agachó.
—Si miras debajo verás la mano izquierda. Le han cortado el dedo anular.
Beate suspiró.
—Poca sangre —dijo Harry—. Así que tuvo que pasarle después de muerta. Y también tenemos esto.
Levantó el mechón de pelo que le caía sobre la oreja izquierda.
Beate arrugó la nariz.
—¿Un pendiente?
—En forma de corazón. Totalmente diferente del pendiente de plata que lleva en la otra oreja. Encontré el otro pendiente de plata en el suelo de uno de los aseos. Así que éste se lo ha puesto el asesino. Lo bueno de éste es que se puede abrir. Así. Un contenido poco usual, ¿verdad?
Beate asintió con la cabeza.
—Un diamante rojo de cinco puntas —dijo.
—Y entonces, ¿qué tenemos?
Beate lo miró.
—¿Podemos decirlo ya en voz alta? —preguntó.
—¿Un asesino en serie?
Bjarne Møller lo susurró tan bajito que Harry automáticamente se apretó más el móvil contra la oreja.
—Estamos en el lugar del crimen y es el mismo modus operandi —dijo Harry—. Mejor que empieces a anular las vacaciones, jefe. Vamos a necesitar a todo el mundo.
—¿Un imitador?
—Descartado. Sólo nosotros sabíamos lo de la mutilación y los diamantes.
—Esto es extremadamente inoportuno, Harry.
—Los asesinatos en serie oportunos son muy raros, jefe.
Møller se quedó callado un rato.
—¿Harry?
—Aquí sigo, jefe.
—Voy a tener que pedirte que utilices tus últimas semanas para ayudar a Tom Waaler en este asunto. Tú eres el único del grupo de Delitos Violentos que tiene experiencia en asesinos en serie. Sé que vas a decir que no, pero te lo pido de todas formas. Sólo para que podamos arrancar, Harry.
—De acuerdo, jefe.
—Esto es más importante que las diferencias entre tú y Tom… ¿Qué has dicho?
—He dicho que vale.
—¿Lo dices en serio?
—Sí. Pero tengo que irme. Vamos a quedarnos aquí un buen rato. Sería estupendo que pudieras convocar la primera reunión del grupo de investigación para mañana. Tom propone que sea a las ocho.
—¿Tom? —repitió Møller con voz de sorpresa.
—Tom Waaler.
—Ya sé quién es, pero nunca te he oído llamarlo por su nombre de pila.
—Los demás me están esperando, jefe.
—De acuerdo.
Harry metió el teléfono en el bolsillo, tiró el vaso de plástico a la papelera, se metió en uno de los servicios de caballeros y se agarró a la taza mientras vomitaba.
Después se puso delante del lavabo con el grifo abierto y se miró la cara. Escuchó el susurro de voces del pasillo. El asistente de Beate pedía a la gente que se mantuviera al otro lado de la cinta policial; Waaler dio orden de que emitieran un comunicado diciendo que se buscaba a personas que hubiesen estado cerca del edificio; Magnus Skarre le decía a gritos a un colega que quería una hamburguesa con queso sin patatas fritas.
Cuando el agua empezó a salir fría, Harry metió la cara bajo el grifo. Dejó que le cayera por las mejillas, que le entrara en los oídos, por el cuello, por dentro de la camisa, por los hombros y por los brazos. Bebió con avidez negándose a escuchar al enemigo. Y se fue otra vez a vomitar al aseo.
Fuera ya había anochecido y la plaza de Carl Berner estaba desierta cuando Harry salió, encendió un cigarrillo y, con un gesto disuasorio de la mano, ahuyentó a uno de los buitres periodistas que se le acercaban. El hombre se detuvo. Harry lo reconoció. Gjendem, ¿no se llamaba así? Había hablado con él después del asunto de Sidney. Gjendem no era peor que los demás; algo mejor, incluso.
La tienda de televisores seguía abierta. Harry entró. No había nadie aparte de un hombre gordo con una camisa de franela sucia que leía una revista tras el mostrador. Un ventilador de mesa le estaba estropeando el peinado. Resopló cuando Harry le mostró la identificación y le preguntó si había visto a alguien dentro o fuera de la tienda cuyo aspecto le hubiese resultado extraño.
—Todos tienen algo extraño —dijo—. El vecindario está a punto de irse al infierno.
—¿Alguien que pareciera que iba a matar a alguien? —preguntó Harry secamente.
El hombre guiñó un ojo apretándolo fuerte al cerrarlo.
—¿Y por eso han venido tantos coches patrulla?
Harry asintió con la cabeza.
El hombre se encogió de hombros y volvió a concentrarse en la lectura.
—¿Quién no ha pensado alguna vez en matar a alguien, agente?
Camino a la salida, Harry se detuvo al ver su propio coche en uno de los televisores. La cámara barría la plaza de Carl Berner y se detuvo en el edificio de ladrillo rojo. La imagen volvió al presentador de las noticias de TV2 y, un segundo después, se hallaban en un pase de modelos. Harry dio una intensa calada al cigarrillo y cerró los ojos. Rakel se le acercaba en una pasarela, no, en doce pasarelas, salió de la pared de los televisores, deteniéndose ante él con las manos en las caderas. Lo miró con un gesto altivo de la cabeza, se dio la vuelta y lo dejó allí. Harry volvió a abrir los ojos.
Eran las ocho. Intentó no recordar que había un antro por allí cerca, en la calle Trondheimsveien, donde servían alcohol. La parte más dura de la tarde estaba por venir. Y luego llegaría la noche.
Eran las diez de la noche y a pesar de que el mercurio había tenido la deferencia de bajar dos grados, el aire era caliente y estático, anunciaba viento de poniente, viento de levante, viento procedente del mar, algún viento, en suma. Los locales de la Científica estaban vacíos a excepción del despacho de Beate, donde sí había luz. El asesinato de la plaza de Carl Berner había puesto el día patas arriba y ella aún seguía en el lugar de los hechos cuando su colega Bjørn Holm llamó para informar de que había una mujer en recepción que decía pertenecer a De Beers y que venía a examinar unos diamantes.
Beate se apresuró a volver y ahora prestaba toda su atención a la mujer bajita y enérgica que tenía delante y que hablaba un inglés tan perfecto como cabía esperar de una holandesa afincada en Londres.
—Los diamantes tienen huellas dactilares geológicas que, en teoría, hacen posible rastrearlos hasta el propietario, ya que se emiten certificados donde figura su origen y que constantemente acompañan al diamante. Pero me temo que en este caso no es así.
—¿Por qué no? —preguntó Beate.
—Porque los dos diamantes que hemos visto son lo que llamamos diamantes de sangre.
—¿Por el color rojo?
—No, porque lo más probable es que procedan de las minas de Kiuvu, en Sierra Leona. Todos los comerciantes de diamantes del mundo boicotean los diamantes de Sierra Leona porque las minas están controladas por las fuerzas insurgentes, que los exportan para financiar una guerra cuyo fin último no es político, sino económico. De ahí el nombre de diamantes de sangre. Sospecho que estos diamantes son de extracción reciente y lo más probable es que los hayan sacado de Sierra Leona de contrabando y que los hayan llevado a un país donde han podido obtener certificados falsos según los cuales proceden de una mina conocida, del sur de África, por ejemplo.
—¿Alguna idea sobre el país en el que los introdujeron ilegalmente?
—La mayor parte de estas gemas acaba en algún país del Este. Cuando cayó el telón de acero, los expertos en expedir documentos de identidad falsos tuvieron que buscarse nuevos mercados. Los buenos certificados de diamantes se pagan bien. Pero no es la única razón por lo que apuesto por Europa del Este.
—¿No?
—No es la primera vez que veo estos diamantes en forma de estrella. Los que he visto otras veces habían salido ilegalmente de Alemania del Este y de la República Checa. Y como éstos, su pulido era mediocre.
—¿Mediocre?
—Los diamantes rojos son muy bellos, pero más baratos que los blancos y nítidos. Las piedras que habéis encontrado presentan, además, restos notables de carbono sin cristalizar, con lo que no son tan puros como cabría esperar. Los diamantes perfectos no suelen someterse a un pulido tan drástico como el que exige la forma de estrella.
—Así que Alemania del Este y la República Checa. —Beate cerró los ojos.
—Sólo es una suposición fundamentada. Si no deseas nada más, todavía llego a tiempo de coger el avión de la tarde para Londres…
Beate abrió los ojos y se levantó.
—Tienes que perdonarme, ha sido un día largo y caótico. Has sido de mucha ayuda y te damos las gracias por venir.
—No hay de qué. Sólo espero que os sirva para atrapar al culpable.
—Nosotros también. Llamaré a un taxi.
Mientras esperaba a que contestaran de la central de taxis, Beate se dio cuenta de que la experta en diamantes le miraba la mano con que sostenía el auricular. Beate sonrió.
—Es un anillo de diamantes muy bonito. Parece una alianza de compromiso, ¿no?
Beate se sonrojó sin saber por qué.
—No estoy comprometida. Es el anillo de compromiso que mi padre le regaló a mi madre. Al morir él, mi madre me lo dio.
—Ya. Eso explica que lo lleves en la mano derecha.
—Ah, ¿sí?
—Sí, lo normal es llevarlo en la izquierda. O en el dedo corazón de la mano izquierda, para ser exactos.
—¿En el dedo corazón? Yo creía que se ponía en el dedo anular.
La mujer sonrió.
—No si sigues la creencia de los egipcios.
—¿Y qué creían ellos?
—Según ellos, una «vena de amor», vena amoris, conecta directamente el corazón con el dedo corazón izquierdo.
Llegó el taxi y, cuando se hubo marchado la mujer, Beate se quedó un instante mirándose la mano. El tercer dedo de la mano izquierda.
Llamó a Harry.
—El arma también era checa —explicó Harry cuando ella le contó lo averiguado sobre los diamantes.
—Puede que ahí tengamos algo —sugirió Beate.
—Puede —dijo Harry—. ¿Cómo dices que se llama esa vena?
—Vena amoris, creo.
—Vena amoris —repitió Harry en un susurro.