Sales en la tele, mi amor. Hay una pared con tu imagen, estás clonada en doce ediciones que se mueven sincronizadamente, duplicados en variaciones de color y de contrastes apenas perceptibles. Estás desfilando por una pasarela en París, te detienes, sacas la cadera y me miras con esa mirada fría llena de odio que os enseñan y me das la espalda. Funciona. El rechazo funciona siempre, tú lo sabes, mi amor.
El reportaje se acaba y me miras con doce miradas severas mientras lees doce noticias iguales, y yo leo veinticuatro labios rojos, pero tú estás muda y por eso te quiero, por tu mudez.
Luego vienen imágenes de inundaciones en algún lugar de Europa. Mira, mi amor, vamos vadeando las calles. Paso el dedo por la pantalla de un televisor apagado y dibujo tu signo astral. A pesar de que el aparato está muerto, puedo sentir la tensión entre la pantalla polvorienta y mi dedo. Electricidad. Vida encapsulada. Y es el contacto con mi dedo lo que le infunde vida.
La punta de la estrella alcanza la acera justo delante del edifico de ladrillo rojo que hay al otro lado del cruce, mi amor. Puedo estudiarlo por entre los televisores de la tienda. Es uno de los cruces con más tráfico de la ciudad y normalmente hay largas filas de vehículos ahí fuera, pero sólo hay coches en dos de las cinco calles que irradia el oscuro corazón de asfalto. Cinco calles, mi amor. Te has pasado el día esperándome en la cama. Sólo tengo que hacer esto y enseguida voy. Si quieres, puedo ir a buscar la carta que hay detrás del ladrillo y susurrarte las palabras. Ya me las sé de memoria. ¡Mi amor! Estás siempre en mis pensamientos. Aún siento tus labios en los míos, tu piel en la mía.
Abro la puerta de la tienda para salir. El sol inunda el espacio. Sol. Inundaciones. Pronto estaré contigo.
El día empezó mal para Møller.
La noche anterior había recogido a Harry en el calabozo y, cuando se despertó aquella mañana, tenía el estómago duro e hinchado como una pelota de playa y le dolía muchísimo.
Pero su día iría a peor.
A las nueve de la mañana, la cosa no tenía tan mala pinta cuando Harry, aparentemente sobrio, entró por la puerta de la sala de reuniones del grupo de Delitos Violentos, en el sexto piso. Sentados a la mesa estaban Tom Waaler, Beate Lønn y cuatro de los investigadores operativos de la unidad, así como dos colaboradores especializados a los que habían ordenado que interrumpieran sus vacaciones y que habían regresado la noche anterior.
—Buenos días a todos —comenzó Møller—. Supongo que ya sabéis lo que se nos ha venido encima. Dos casos, posiblemente dos asesinatos, que apuntan a que se trata del mismo autor. Es decir, se parece mucho a esas pesadillas que se tienen de vez en cuando.
Møller colocó la primera transparencia en el proyector.
—Lo que vemos a la izquierda es la mano de Camilla Loen con el dedo índice izquierdo seccionado. A la derecha vemos el dedo corazón izquierdo de Lisbeth Barli. Me lo enviaron por correo. Todavía no tenemos el cadáver, pero Beate ha identificado el dedo cotejando la huella dactilar con las que había sacado del apartamento de Barli. Buena intuición y buen trabajo, Beate.
Beate se sonrojó mientras tamborileaba con el lápiz sobre el bloc, en un intento por parecer indiferente.
Møller cambió la transparencia.
—Bajo el párpado de Camilla Loen hallamos esta piedra, un diamante rojo en forma de estrella de cinco puntas. En el dedo de Lisbeth Barli encontramos el anillo que veis a la derecha. Como podéis observar, el diamante en estrella del anillo tiene un rojo algo más claro, pero la forma es idéntica.
—Hemos tratado de averiguar de dónde procede la primera estrella de diamante —explicó Waaler—. No ha habido suerte. Mandamos fotos a dos de las empresas más importantes de talla de diamantes de Amberes, pero dicen que lo más probable es que este tipo de talla se haya realizado en otro lugar de Europa. Sugirieron Rusia o el sur de Alemania.
—Pero dimos con una experta en diamantes en De Beers, el comprador de diamantes en bruto más importante del mundo, sin duda —apuntó Beate—. Según ella, se pueden utilizar unas técnicas llamadas espectrometría y microtomografía para saber exactamente de dónde procede un diamante. Esta noche llega de Londres en avión para ayudarnos.
Magnus Skarre, uno de los investigadores más jóvenes, bastante nuevo en Delitos Violentos, levantó la mano.
—Volviendo a lo que dijiste al principio, Møller. No entiendo por qué esto había de ser una pesadilla, si estamos ante un doble asesinato. Eso quiere decir que buscamos a un solo autor, no a dos, así que todos los presentes podemos trabajar con el mismo enfoque. En mi opinión es al contrario…
Magnus Skarre oyó un discreto carraspeo y notó que la atención de la gente se centraba en el fondo de la sala, donde estaba sentado Harry Hole, que hasta el momento había guardado silencio.
—¿Cómo te llamabas? —preguntó Harry.
—Magnus.
—Apellido.
—Skarre —respondió el joven con impaciencia—. Seguro que te acuerdas de…
—No, Skarre, no me acuerdo. Pero tú debes intentar recordar lo que voy a decirte. Cuando un investigador se enfrenta a un caso de asesinato premeditado y, como el que nos ocupa, a todas luces planeado, sabe que el asesino cuenta con muchas ventajas. Puede haber eliminado rastros técnicos, haberse agenciado una supuesta coartada para el momento del asesinato, haberse deshecho del arma homicida…, entre otras cosas. Pero hay algo que el asesino casi nunca logra esconderle al investigador. ¿El qué?
Magnus Skarre parpadeó un par de veces.
—El móvil —sentenció Harry—. Lo primero que se aprende, ¿verdad? El móvil, por ahí empezamos nuestra investigación operativa. Es tan fundamental que de vez en cuando se nos olvida. Hasta que aparece el asesino protagonista de la peor pesadilla del investigador. O de sus sueños mojados, según cómo tenga amueblada la cabeza. Es cuando aparece el asesino que no tiene un móvil. O mejor dicho, que no tiene un móvil identificable o comprensible.
—Ya, pero te estás poniendo en lo peor, ¿no es así, Hole? —Skarre miró a los demás—. Aún no sabemos si hay un móvil tras estos asesinatos.
Tom Waaler carraspeó.
Møller vio que los músculos de la mandíbula de Harry se tensaban.
—Tiene razón —dijo Waaler.
—Por supuesto que tengo razón —intervino Skarre—. Es obvio que…
—Cállate, Skarre —ordenó Waaler—. Es el comisario Hole quien tiene razón. Llevamos cinco y diez días, respectivamente, trabajando en estos dos casos, sin que haya aparecido ni una sola conexión entre las víctimas. Hasta ahora. Y cuando la única conexión entre las víctimas es la manera en que fueron asesinadas, procedimientos rituales y lo que parecen mensajes codificados, se empieza a pensar en una palabra que propongo que nadie pronuncie en voz alta todavía, pero que todos debemos tener en mente. También propongo que, a partir de ahora, Skarre y todos los demás novatos de la Academia cierren la boca y abran los oídos cuando hable Hole.
Se hizo un denso silencio.
Møller vio que Harry clavaba la vista en Waaler.
—Resumiendo —continuó Møller—. Intentaremos mantener en la cabeza y simultáneamente dos visiones del asunto. Por un lado, trabajaremos de forma sistemática, como si se tratase de dos asesinatos corrientes. Por el otro, nos imaginaremos la peor de las situaciones posibles. Nadie más que yo hablará con la prensa. La próxima reunión será a las cinco. Andando.
El hombre que estaba bajo el foco vestía un elegante traje de tweed, usaba una pipa curva y se balanceaba sobre los talones mientras medía con la mirada a la andrajosa mujer que tenía delante. La miró de pies a cabeza con una expresión de indulgencia.
—¿Y cuánto había pensado usted pagarme por las clases?
La mujer se puso en jarras y echó la cabeza hacia atrás con desparpajo.
—Ni se le ocurra intentar engañarme, yo sé lo que se cobra. Tengo una amiga que paga dieciocho peniques por una clase de francés con un francés de verdad. Y usted no puede cobrar tanto por enseñarme mi lengua materna, así que le doy un chelín por su trabajo. Al contado.
Willy Barli estaba sentado en la fila doce y dejaba que las lágrimas fluyesen libremente en la oscuridad. Notaba cómo descendían por el cuello para luego adentrarse por la camisa de seda de Tailandia antes de cruzarle el pecho. Y notó que la sal le escocía en los pezones antes de que las lágrimas continuasen su descenso hacia el estómago.
No podía parar.
Se tapó la boca con la mano para no distraer con sus sollozos a los actores ni al director, que estaba en la quinta fila.
De pronto, sintió el peso de una mano sobre su hombro y se sobresaltó. Se dio la vuelta y vio a un hombre alto que se encorvaba sobre él. Se puso rígido y tenso en la silla, como presa de un presentimiento.
—¿Sí? —susurró lloroso.
—Soy yo —susurró el hombre—. Harry Hole. De la policía.
Willy Barli retiró la mano de la boca y lo observó con más detenimiento.
—Ya lo veo —dijo con voz de alivio—. Lo siento, Hole, está tan oscuro y creía que…
El agente se sentó en el asiento contiguo al de Willy.
—¿Qué creías?
—Como vas vestido de negro… —Willy calló y se sonó la nariz con el pañuelo— creí que eras un cura. Un pastor que me traía… malas noticias. ¡Qué necio!, ¿verdad?
Hole no respondió.
—Me has pillado algo sensiblero, Hole. Hoy es el primer ensayo general. Mírala.
—¿A quién?
—A Eliza Doolitle. Allí arriba. Por un momento, al verla sobre el escenario, pensé que era Lisbeth y que su partida había sido un sueño y nada más. —Willy tomó aire temblando—. Pero entonces empezó a hablar y mi Lisbeth se esfumó.
Willy se dio cuenta de que el policía miraba asombrado hacia el escenario.
—Un parecido espectacular, ¿verdad? Por eso la traje. Éste iba a ser el musical de Lisbeth.
—¿Es…? —comenzó Harry.
—Sí, es su hermana.
—¿Tóya? Quiero decir Toyá.
—Hemos conseguido mantenerlo en secreto hasta ahora. La conferencia de prensa tendrá lugar hoy, más tarde.
—Bueno, eso le dará algo de publicidad.
Toya se giró maldiciendo, pues acababa de tropezar. Su interlocutor en el escenario se encogió de hombros y miró al director.
Willy suspiró.
—La publicidad no lo es todo. Como ves, hay bastante trabajo por hacer. Tiene cierto talento innato, pero actuar en el Teatro Nacional no tiene nada que ver con cantar canciones de vaqueros en la Casa del Pueblo de Selbu. Tardé dos años en enseñar a Lisbeth a comportarse sobre un escenario, pero con ella sólo disponemos de dos semanas.
—Si molesto, puedo ser breve, Barli.
—¿Ser breve?
Willy intentaba descifrar la expresión de Harry en la oscuridad. El miedo volvió a apoderarse de él y, cuando Harry abrió la boca, Barli lo interrumpió.
—No molestas en absoluto, Hole. Yo sólo soy el productor. Ya sabes, uno de esos que ponen las cosas en marcha. A partir de ahora se harán cargo los demás.
Hizo un movimiento circular con la mano y señaló el escenario justo cuando el hombre vestido de tweed gritaba:
«¡Voy a convertir a esta andrajosa en una duquesa!»
—El director, el escenógrafo, los actores… —explicó Barli—. Desde mañana, yo sólo soy un espectador en ésta… —Siguió haciendo el mismo movimiento hasta que encontró la palabra—:… comedia.
—Bueno, siempre que uno sepa para qué tiene talento…
Willy rió de buena gana, pero se detuvo cuando vio que la silueta de la cabeza del director se giró de pronto hacia ellos. Se inclinó para acercarse al policía y susurró:
—Tienes razón. Yo fui bailarín durante veinte años. Y si quieres que te diga la verdad, un bailarín bastante malo. Pero el ballet de la Ópera siempre necesita desesperadamente bailarines masculinos, así que el listón no está tan alto. De todas formas, nos retiramos al cumplir los cuarenta, y yo tenía que encontrar otra cosa a la que dedicarme. Entonces comprendí que mi verdadero talento consistía en hacer bailar a los demás. La puesta en escena, Hole. Eso es lo único que sé hacer. Pero ¿sabes qué? Después de un éxito, por insignificante que sea, nos volvemos patéticos. Si, por casualidad, las cosas nos van bien en un par de montajes, creemos que somos dioses capaces de controlar todas las variables, que forjamos nuestra propia suerte en todos los aspectos. Y entonces te ocurre algo así… y te das cuenta de lo desvalido que estás. Yo… —Willy se calló de repente—. Te aburro, ¿no?
El otro negó con la cabeza y carraspeó.
—Se trata de tu mujer.
Willy cerró fuertemente los ojos, como cuando se espera un sonido estridente y desagradable.
—Hemos recibido una carta. Con un dedo seccionado. Siento tener que comunicarte que es suyo.
Willy tragó saliva. Siempre se había considerado un hombre bueno y cariñoso, pero ahora se percató de que el nudo que le había oprimido el corazón desde aquel día empezaba a crecer de nuevo, como un tumor que lo estaba volviendo loco. Y se percató de que tenía color. De que el odio es amarillo.
—¿Sabes qué, Hole? Casi es un alivio. Lo he sabido todo este tiempo. Sabía que iba a lastimarla.
—¿A lastimarla?
Willy notó sorpresa en la voz del policía.
—¿Puedes prometerme una cosa, Harry?
Harry asintió con la cabeza.
—Encuéntrala. Encuéntrala, Harry, y castígalo. Castígalo… duramente. ¿Me lo prometes?
A Willy le pareció ver que Harry asentía en la oscuridad. Pero no estaba seguro. Las lágrimas lo distorsionaban todo.
El policía desapareció y Willy respiró hondo y trató de concentrarse de nuevo en la escena.
—¡Haré que te atrape la policía! —gritó Toya en el escenario.
Harry se encontraba en el despacho, mirando la superficie del escritorio. Se sentía tan cansado que se preguntaba si podría aguantar mucho más.
Las aventuras del día anterior, la visita al calabozo y otra noche de pesadillas habían causado estragos en su persona. Sin embargo, el encuentro con Willy Barli terminó por agotarlo del todo. Verse allí sentado prometiéndole que iban a atrapar al autor del crimen y, sobre todo, haber callado cuando Barli dijo aquello de que a su mujer la habían «lastimado». Porque, en efecto, si alguna certeza tenía Harry, era la de que Lisbeth Barli estaba muerta.
Harry llevaba desde que se despertó por la mañana con ganas de tomar alcohol. Primero, como una exigencia instintiva del cuerpo, luego bajo la forma de una suerte de temor, de pánico, porque se había negado la medicina al no llevarse la petaca ni dinero. Y ahora, las ganas de beber habían alcanzado la fase del puro dolor físico, de un miedo blanco a ser desgarrado en mil pedazos. El enemigo tiraba de las cadenas allá abajo, los perros intentaban morderle desde el abismo del estómago, desde algún lugar debajo del corazón. Dios mío, cómo los odiaba. Los odiaba tanto como ellos lo odiaban a él.
Harry se levantó bruscamente. El lunes había dejado media botella de Bell’s en el archivador. ¿Se acababa de acordar en ese preciso momento o lo había sabido todo el tiempo? Harry estaba acostumbrado a que Harry engañase a Harry, tenía mil tretas a las que recurrir. Estaba a punto de abrir el cajón, cuando se detuvo. Su ojo había apreciado un movimiento. Ellen le sonreía desde la foto. ¿Estaba a punto de volverse loco o acababa de verla mover la boca?
—¿Qué estás mirando, bicho? —masculló justo antes de que la foto se estrellase contra el suelo. El cristal se hizo añicos. Harry miró fijamente a Ellen, que seguía sonriéndole desde el marco roto. Harry se sujetó la mano derecha. Bajo la venda latía el dolor.
Y hasta que no se dio la vuelta para abrir el cajón no advirtió la presencia de las dos personas que lo miraban desde el umbral. Comprendió que debían de llevar allí un rato y que fue su reflejo en el cristal lo que antes vio moverse en el retrato de Ellen.
—Hola —saludó Oleg, observando a Harry entre sorprendido y asustado.
Harry tragó saliva. Su mano soltó el cajón.
—Hola, Oleg.
Oleg lleva zapatillas de deporte, unos pantalones azules y la camiseta amarilla de la selección nacional de fútbol de Brasil. Harry sabía que en la espalda lucía el número nueve debajo del nombre de Ronaldo. Fue él quien le compró la camiseta en una gasolinera, un domingo en que Rakel, Oleg y él fueron a esquiar a Norefjell.
—Me lo he encontrado abajo —explicó Tom Waaler.
Tenía la mano en la cabeza de Oleg.
—Estaba preguntando por ti en recepción, así que lo he traído. O sea que juegas al fútbol, ¿no, Oleg?
Oleg no contestó, sólo miraba a Harry con aquella mirada suya oscura como la de su madre, una mirada tan dulce unas veces, tan despiadadamente dura otras. En aquellos momentos, Harry no lograba interpretarla. Pero era oscura.
—De delantero, ¿verdad? —insistió Waaler alborotándole el pelo con una sonrisa.
Harry miró los dedos fuertes y nervudos de su colega y el pelo oscuro de Oleg en contraste con el dorso bronceado de su mano. El pelo se le levantaba por sí solo. Sintió que las piernas estaban a punto de fallarle.
—No —dijo Oleg aún sin apartar la vista de Harry—. Soy defensa.
—Oye, Oleg —dijo Waaler mirando a Harry inquisitivo—. Parece que Harry está luchando con un adversario imaginario. Yo también lo hago cuando algo me irrita. ¿Por qué no subimos tú y yo a ver la vista desde la azotea y así Harry podrá recoger esto un poco?
—Me quedo aquí —dijo Oleg con voz inexpresiva.
Harry asintió con la cabeza.
—Vale. Me alegro de verte, Oleg.
Waaler le dio al chico una palmadita en el hombro y desapareció.
Oleg se quedó en el umbral.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó Harry.
—En metro.
—¿Tú solo?
Oleg asintió con la cabeza.
—¿Sabe Rakel que estás aquí?
Oleg negó en silencio.
—¿No vas a entrar? —Harry tenía la garganta seca.
—Quiero que vengas a casa —dijo Oleg.
Transcurrieron cuatro segundos desde que Harry llamó al timbre hasta que Rakel abrió la puerta de golpe. Tenía la mirada sombría y la voz alterada.
—¡¿Dónde has estado?!
Harry pensó por un instante que la pregunta iba dirigida a los dos, pero la mirada de Rakel pasó de largo ante él y se fijó sólo en Oleg.
—No tenía con quién jugar —se excusó Oleg con la cabeza gacha—. Cogí el metro hasta el centro.
—¿El metro? ¿Tú solo? ¿Pero cómo…?
Y se le quebró la voz.
—Me colé sin pagar —explicó Oleg—. Mamá, creí que te alegrarías. Como decías que tú también quieres que…
Abrazó a Oleg bruscamente.
—¿Tienes idea de lo preocupada que me has tenido, hijo?
Rakel miraba a Harry mientras abrazaba a Oleg.
Rakel y Harry estaban junto a la valla del fondo del jardín contemplando la ciudad y el fiordo que se extendían debajo. Guardaban silencio. Los veleros se recortaban como pequeños triángulos blancos sobre el mar azul. Harry se volvió y miró la casa. Revoloteando entre los manzanos, ante las ventanas abiertas, alborotaban las mariposas que habían despegado del césped. Era una gran casa de vigas negras. Una casa construida para el invierno, no para el verano.
Harry la miró. Iba descalza y llevaba una fina rebeca roja de algodón encima del vestido azul claro. El sol brillaba en las pequeñas gotas de sudor que se habían formado en su piel desnuda, debajo de la cruz que había heredado de su madre. Harry pensó que lo sabía todo sobre ella. El olor de la chaqueta de algodón. El arqueo de la espalda bajo el vestido. El sabor de su piel cuando estaba sudorosa y salada. Lo que deseaba en la vida. Por qué no decía nada.
Tanto saber inútil.
—¿Qué tal va todo? —preguntó.
—Bien —dijo ella—. He conseguido alquilar una cabaña. No nos la entregan hasta agosto. Llamé demasiado tarde.
Lo dijo con un tono de voz neutro, la acusación apenas se percibía.
—¿Te has hecho daño en la mano?
—Sólo un rasguño —dijo Harry.
El viento le había desprendido un mechón de pelo que le tapó la cara. Harry resistió la tentación de apartarlo.
—Ayer vino un tasador para ver la casa —dijo ella.
—¿Un tasador? No habrás pensado en venderla, ¿no?
—Es una casa demasiado grande para dos personas, Harry.
—Sí, pero tú le tienes mucho cariño. Has crecido aquí, igual que Oleg.
—No tienes que recordármelo. El caso es que la reforma que me hicieron este invierno costó casi el doble de lo que había pensado. Y hay que renovar el tejado. Es una casa vieja.
—Ya.
Rakel suspiró.
—¿Qué pasa, Harry?
—¿No podrías al menos mirarme cuando me hablas?
—No. —No sonó ni enfadada ni indignada.
—¿Cambiaría algo las cosas si lo dejo?
—No eres capaz de dejarlo, Harry.
—Me refiero a la policía.
—Lo he comprendido.
Harry daba patadas al césped.
—A lo mejor no tengo alternativa —continuó.
—¿No la tienes?
—No.
—Entonces, ¿por qué expresas la pregunta de una forma hipotética?
Sopló un poco para apartarse el mechón de la cara.
—Podría encontrar un trabajo más tranquilo, estar más tiempo en casa. Ocuparme de Oleg. Podríamos…
—¡Déjalo, Harry!
Sonó como un estallido. Agachó la cabeza y cruzó los brazos como si, a pesar del calor, sintiese frío.
—La respuesta es no —susurró—. Eso no cambiaría nada. El problema no es tu trabajo, es… —Tomó aire, se dio la vuelta y lo miró directamente a los ojos—. Eres tú, Harry. Tú eres el problema.
Harry vio que se le llenaban los ojos de lágrimas.
—Ahora, vete —susurró.
Harry estaba a punto de decir algo, pero cambió de opinión y señaló con la cabeza las velas que surcaban el fiordo.
—Tienes razón —admitió—. Yo soy el problema. Voy a hablar un poco con Oleg y me largo.
Dio unos pasos, pero se detuvo y se volvió.
—No vendas la casa, Rakel. ¿Me oyes? No lo hagas. Ya inventaré algo.
Ella sonrió en medio del llanto.
—Eres un chico muy extraño —musitó alargando una mano, como si quisiera acariciarle la mejilla. Pero él estaba demasiado alejado y la dejó caer—. Cuídate, Harry.
Cuando Harry se marchó, sintió frío en la espalda. Eran las cinco menos cuarto. Tenía que darse prisa si quería llegar a tiempo a la reunión.
Estoy dentro del edificio. Huele a sótano. Estoy inmóvil, estudiando los nombres del tablón de anuncios que tengo delante. Oigo voces y pasos en la escalera, pero no tengo miedo. No lo pueden ver, pero soy invisible. ¿Te has dado cuenta? «No lo pueden ver, pero…» No es paradójico, mi amor, es sólo que yo lo he formulado como si lo fuera. Todo se puede formular como una paradoja, no es difícil. Lo que pasa es que las paradojas de verdad no existen. Paradojas de verdad, je, je. ¿Ves lo fácil que es? Pero sólo son palabras, la ambigüedad del idioma. Y, por lo que a mí respecta, se acabaron las palabras. Miro el reloj. Éste es mi idioma. Es claro y sin paradojas. Y estoy listo.