12
Domingo. Bethlehem

Eran las ocho de la tarde del domingo cuando Bjarne Møller cerró el cajón del escritorio con un bostezo y extendió el brazo para apagar el flexo. Estaba cansado, pero satisfecho de sí mismo. Los medios de comunicación ya habían dejado de atosigarlos por el asesinato y por el caso de desaparición, así que había podido trabajar sin que lo molestaran todo el fin de semana. El abultado montón de papeles de cuando comenzaron las vacaciones se veía ahora reducido casi a la mitad. Ya se marchaba a casa, pensando en tomarse un Jameson flojito y en ver la reposición de Beat for Beat. Tenía el dedo en el interruptor de la luz y echó una última mirada al orden que reinaba en su mesa. Entonces se percató del sobre marrón acolchado. Tenía un vago recuerdo de haberlo recogido el viernes en la casilla de correo. Obviamente, se había quedado debajo del montón de papeles.

Dudó un instante. Aquello podía esperar a mañana. Palpó el sobre. Había algo dentro, algo que no era capaz de identificar. Abrió el sobre con un abrecartas y metió la mano dentro. No había ninguna carta. Puso el sobre boca abajo, pero nada. Lo agitó con fuerza y oyó que algo se soltaba del acolchado interior y caía en la mesa. De allí rebotó hasta el teléfono y se quedó sobre el cartapacio, justo encima de la lista de turnos de guardia.

De repente, volvió el dolor de estómago. Bjarne Møller se encogió y se quedó jadeando. Pasó un rato antes de que lograra incorporarse y marcar un número de teléfono. Y, de no haber estado tan fuera de sí, probablemente se habría dado cuenta de que era precisamente el número correspondiente al nombre de la lista de turnos al que apuntaba el objeto que le habían enviado.

Marit estaba enamorada.

Otra vez.

Miró hacia la escalinata del edificio de la congregación. La luz salía por el ojo de buey de la puerta, decorada con la estrella de Belén, e iluminaba la cara de Roy, el chico nuevo. Estaba hablando con una de las otras chicas del coro. Llevaba varios días pensando en qué hacer para que se fijase en ella, pero no se le ocurría una buena idea. Acercarse a él y hablarle sin más sería un mal comienzo. No le quedaba más remedio que esperar hasta que se presentase la ocasión. Durante el ensayo de la semana anterior, él habló de su pasado en voz alta y clara. Contó que antes pertenecía a la congregación de Filadelfia. ¡Y que antes de ser redimido había sido neonazi! Una de las otras chicas había oído decir que llevaba un gran tatuaje neonazi en alguna parte del cuerpo. Estaban totalmente de acuerdo en que era horrible, pero Marit se dio cuenta de que al pensarlo notaba un cosquilleo de excitación. En su fuero interno, ella sabía que aquélla era la razón por la que se había enamorado, por lo nuevo y lo desconocido, por esa ilusión agradable y pasajera, y sabía que, al final, terminaría con otro chico. Uno como Kristian. Kristian era el director del coro, sus padres pertenecían a la congregación y había empezado a predicar en las reuniones de los jóvenes. La gente como Roy solía terminar entre los renegados.

Aquella tarde se quedaron un poco más para ensayar una nueva canción y repasar casi todo el repertorio. Kristian solía hacerlo cuando les llegaba un nuevo miembro, sólo para mostrarle lo bueno que era. Normalmente, ensayaban en sus propios locales de la calle Geitemyrsveien, pero estaban cerrados por vacaciones, así que les habían prestado la casa de la congregación en Gamle Aker, en la calle Akersbakken. A pesar de que era pasada la media noche, se habían quedado fuera como solían. Las voces zumbaban como un enjambre de insectos y aquella noche había una tensión diferente. Sería el calor. O que los miembros que estaban casados o prometidos estaban de vacaciones y no tenían que soportar sus miradas indulgentes pero con un punto de advertencia cuando pensaban que los jóvenes se excedían en sus flirteos. Marit no estaba atenta, respondía cualquier cosa cuando sus amigas le preguntaban y miraba a Roy de reojo. Le hubiese gustado saber dónde tenía el gran tatuaje nazi.

Una de la amigas le dio un codazo y señaló con la cabeza a un hombre que subía por la calle Akersbakken.

—Mirad, está borracho —susurró una de las chicas.

—Pobre hombre —dijo otra.

—Almas perdidas como ésa es lo que quiere Jesús.

Fue Sofie quien se dejó caer con aquello. Como siempre, ella era la que solía decir esas cosas.

Las otras asintieron con la cabeza, Marit también. De repente tuvo una idea. Ya estaba. Ahí tenía la ocasión. Se salió sin dudar del círculo de amigas y se colocó en medio de la calle delante del hombre.

Éste se paró y se quedó mirándola. Era más alto de lo que había pensado.

—¿Conoces a Jesús? —preguntó Marit con una sonrisa y en voz alta y clara.

El hombre tenía la cara roja y le costaba fijar la mirada.

A espaldas de Marit, la conversación había cesado y, con el rabillo del ojo, vio que Roy y las chicas que estaban en la escalinata se habían vuelto a mirarlos.

—No, lo siento —balbuceó el hombre—. Aunque tú tampoco. Pero igual conoces a Roy Kvinsvik, ¿no?

Marit sintió que se sonrojaba de golpe y la turbación le impidió pronunciar la siguiente frase que tenía preparada: «¿Sabes que él está deseando conocerte?».

—¿Y bien? —insistió el hombre—. ¿Está aquí?

Le miró la cabeza, el pelo corto y las botas. De repente, sintió miedo. ¿Sería aquel hombre un neonazi, alguien del antiguo círculo de amistades de Roy? ¿Alguien deseoso de vengar la traición o de convencerlo para que volviera con ellos?

—Yo…

Pero el hombre ya la había rebasado.

Marit se dio la vuelta justo a tiempo de ver cómo Roy desaparecía a toda prisa hacia el interior de la casa de la congregación y cerraba la puerta.

El borracho se fue caminando a grandes zancadas sobre la gravilla crujiente y su torso vencido parecía inclinarse como un mástil que cede a un golpe de viento. Delante de la escalinata, el hombre se cayó de bruces.

—Dios mío… —susurró una de las chicas.

El hombre volvió a ponerse en pie.

Marit vio que Kristian se hacía a un lado cuando el hombre comenzó a subir por la escalera. En el último peldaño, empezó a tambalearse. Parecía que iba a caerse hacia atrás, pero consiguió controlar su centro de gravedad. Y agarró el picaporte.

Marit se llevó la mano a la boca.

El hombre tiró. Por suerte, Roy había cerrado con llave.

—¡Mierda! —gritó el hombre con la voz turbia por el alcohol. Se balanceó hacia atrás, luego hacia delante. Se oyó un suave tintineo: el hombre había roto el ojo de buey con la frente y los fragmentos cayeron al suelo.

—¡Para! —gritó Kristian—. No puedes…

El hombre se dio la vuelta y lo miró. Tenía clavado en la frente un fragmento de cristal y el pequeño riachuelo de sangre se bifurcó al llegar a la nariz.

Kristian no dijo una palabra.

El hombre abrió la boca y empezó a aullar en un tono frío, como una hoja de acero. Se volvió otra vez hacia la puerta blanca y sólida y, con una fiereza que Marit no había visto jamás, empezó a aporrearla con los puños. Aullaba como un lobo y golpeaba una y otra vez.

Carne contra madera, como golpes de hacha en el silencio matinal de un bosque. El hombre empezó a golpear la estrella de hierro forjado que había en el centro del ojo de buey. A Marit le parecía oír el sonido de la piel al rasgarse cuando los borbotones de sangre empezaron a teñir la puerta blanca.

—¡Haz algo! —gritó alguien. Marit vio que Kristian sacaba el móvil.

La estrella de hierro se soltó y, de repente, el hombre se cayó de rodillas.

Marit se acercó. Los otros se alejaron, pero ella no podía evitar acercarse. El corazón le latía desbocado en el pecho. Delante de la escalera notó en el hombro la mano de Kristian y se detuvo. Podía oír jadear al hombre allí arriba, como un pez moribundo ahogándose en tierra. Se diría que estaba llorando.

Un cuarto de hora más tarde, cuando el coche de la policía vino a buscarlo, el hombre estaba hecho un ovillo en lo alto de la escalera. Lo pusieron de pie y él se dejó guiar al interior del coche sin oponer resistencia. Una de las policías preguntó si alguien quería denunciar algo. Pero ellos negaron con la cabeza, demasiado asustados como para pensar en la ventana rota.

El coche se alejó. No quedó más que la calurosa noche estival y Marit pensó que era como si aquello nunca hubiera sucedido. Apenas se dio cuenta cuando Roy salió pálido y miserable y desapareció. Ni de que Kristian la había rodeado con su brazo. Miró fijamente la estrella rota de la ventana. Estaba torcida hacia dentro de tal forma que dos de las cinco puntas señalaban hacia arriba y otra hacia abajo. Había visto antes aquel símbolo en un libro. Y a pesar del calor, se abrigó con la chaqueta.

Era más de medianoche y la luna se reflejaba en las ventanas de la comisaría. Bjarne Møller cruzó el aparcamiento desierto y entró en la zona de los calabozos. Una vez dentro, miró a su alrededor. Los tres mostradores de recepción estaban vacíos, pero había dos policías viendo la televisión en el cuarto de guardia. Como admirador de Charles Bronson de toda la vida, Møller reconoció la película, Death Wish. Y también reconoció a Groth, el mayor de los policías, apodado Gråten[4] por la cicatriz de color vino que le recorría la mejilla desde el ojo izquierdo. Hasta donde le alcanzaba la memoria, Groth siempre había trabajado en los calabozos y todo el mundo sabía que, en la práctica, él era quien llevaba el negocio.

—¿Hola? —gritó Møller.

Sin apartar la vista de la pantalla, Groth señaló con el pulgar al policía más joven, que se giró en la silla con desgana.

Møller les mostró su tarjeta de identificación, algo que, obviamente, estaba de más, ya que lo habían reconocido.

—¿Dónde está Hole? —gritó.

—¿El idiota? —resopló Groth al tiempo que Charles Bronson levantaba la pistola dispuesto a ejecutar su venganza.

—En el calabozo 5, creo —dijo el policía más joven—. Pregunta a los abogados de oficio que están allí dentro. Si es que queda alguno.

—Gracias —dijo Møller entrando por la puerta que daba a los calabozos.

Había alrededor de cien celdas y la ocupación dependía de la temporada. Definitivamente, era temporada baja. Møller pasó de visitar el cuarto de guardia de los abogados de oficio y empezó a andar por los pasillos entre las celdas. Oía resonar el eco de sus pasos. Nunca le había gustado la zona de los calabozos. Primero, por el absurdo hecho de que hubiese allí encerrados seres humanos vivos. Segundo, por el ambiente de cloaca y de vidas truncadas. Y tercero, por todas las cosas que él sabía que habían pasado allí. Como, por ejemplo, el detenido que había denunciado a Groth por haberle enchufado la manguera. Asuntos Internos rechazó la denuncia en cuanto desenrollaron la manguera y comprobaron que sólo llegaba a medio camino de la celda donde supuestamente había tenido lugar el lavado. Probablemente, los de Asuntos Internos eran los únicos de la comisaría que ignoraban que, cuando Groth comprendió que iba a haber problemas, cortó un trozo de la manguera.

Igual que los demás calabozos, el número cinco no tenía cerradura, sino un artilugio sencillo que sólo permitía abrir desde fuera.

Harry estaba sentado en medio de la habitación con la cabeza entre las manos. Lo primero en que se fijó Møller fue en la venda totalmente empapada de sangre que llevaba en la mano derecha. Harry levantó la cabeza despacio y lo miró. Llevaba una tirita en la frente y tenía los ojos hinchados. Como si hubiera estado llorando. Olía a vómito.

—¿Por qué no estás tumbado en la litera? —preguntó Møller.

—No quiero dormir —susurró Harry con una voz irreconocible—. No quiero soñar.

Møller hizo una mueca para disimular que estaba conmovido. Había visto a Harry caer bajo en otras ocasiones, pero no de aquella manera, no tan bajo. Nunca literalmente destrozado.

Carraspeó.

—Venga, nos vamos.

Groth Gråten y el policía joven no se dignaron mirarlos cuando pasaron delante del cuarto de guardia, pero Møller se percató de que Groth meneaba la cabeza con expresión elocuente. Harry vomitó en el aparcamiento. Se quedó encorvado escupiendo y maldiciendo mientras Møller le daba un cigarrillo encendido.

—No te han registrado —dijo Møller—. No se hará oficial. Será extraoficial.

Harry sufrió un ataque de tos a causa de la risa.

—Gracias, jefe. Es bueno saber que van a despedirme con una hoja de servicios más limpia de lo que cabía haber esperado.

—No lo digo por eso. Es que, de lo contrario, tendría que suspenderte con efecto inmediato.

—¿Y qué?

—Voy a necesitar a un investigador como tú los próximos días. Es decir, el investigador que eres cuando no estás bebido. De modo que la cuestión es si puedes mantenerte sobrio.

Harry se irguió y exhaló el humo con fuerza.

—Sabes muy bien que puedo, jefe. Pero ¿acaso quiero?

—No lo sé. ¿Quieres, Harry?

—Uno debe tener una razón, jefe.

—Sí, supongo que sí.

Møller miró reflexivo a su comisario.

Pensó que estaban solos a la pálida luz de una luna y de una farola plagada de insectos muertos, en medio de un aparcamiento de Oslo en una noche de verano. Pensó en todo lo que habían pasado juntos. En todo lo que habían conseguido y en lo que no. Y, a pesar de todo, después de tantos años, ¿iban a separarse sus caminos allí, de aquella forma tan trivial?

—Desde que te conozco, sólo ha habido una cosa que te haya mantenido de pie —dijo Møller—. Tu trabajo.

Harry no contestó.

—Y ahora resulta que tengo una misión para ti. Si la quieres.

—¿Y cuál es?

—Hoy he recibido un sobre acolchado que contenía esto. Llevo intentando dar contigo desde que lo abrí.

Møller abrió el puño y estudió la reacción de Harry. La luna y la farola iluminaban la palma de su mano, que sostenía una de las bolsas de plástico transparente de la policía Científica.

—Vaya —dijo Harry—. ¿Y el resto del cuerpo?

La bolsa contenía un dedo fino con la uña pintada de esmalte rojo. El dedo lucía un anillo. Y el anillo, una piedra preciosa en forma de estrella con cinco puntas.

—Esto es cuanto tenemos —dijo Møller—. Un dedo corazón de la mano izquierda.

—¿Han podido identificarlo?

Bjarne Møller asintió.

—¿Tan rápido?

Møller se apretó la mano contra el estómago mientras volvía a asentir.

—Ya —dijo Harry—. Lisbeth Barli.