11
Domingo. Despedida

Ella estaba fumando un cigarrillo en la cama. Estudiaba detenidamente la espalda de él, delante de la cómoda, cómo los omoplatos se movían bajo la seda del chaleco arrancándole destellos en negro y azul. Posó la mirada en el espejo. Miró sus manos, que anudaban la corbata con movimientos suaves y seguros. Le gustaban sus manos. Le gustaba verlas trabajar.

—¿Cuándo vuelves? —preguntó.

Sus miradas se encontraron en el espejo. Su sonrisa también era suave y segura. Ella hizo un mohín, haciéndose la ofendida.

—En cuanto pueda, mi amor.

Nadie decía «mi amor» como él. Liebling. Con ese acento tan peculiar y aquel tono cantarín que casi consiguió que volviese a gustarle la lengua alemana.

—Mañana, espero, en el vuelo de la noche —respondió él—. ¿Me esperarás?

Ella no pudo evitar una sonrisa. Él se rió. Ella se rió. Mierda, siempre se salía con la suya.

—Estoy convencida de que hay un montón de chicas esperándote en Oslo —dijo ella.

—Eso espero.

Se abotonó el chaleco y cogió la chaqueta de la percha que había colgada en el armario.

—¿Has planchado los pañuelos, querida?

—Los he puesto en la maleta, junto con los calcetines —respondió ella.

—Estupendo.

—¿Vas a verte con algunas de ellas?

Él volvió a reír, se acercó a la cama y se inclinó sobre ella.

—¿Tú qué crees?

—No lo sé. —Le rodeó el cuello con los brazos—. Me parece que hueles a mujer cada vez que vuelves a casa.

—Eso es porque nunca estoy fuera el tiempo suficiente para que el olor a ti desaparezca, querida. ¿Cuánto hace que te conocí? ¿Veintiséis meses? Pues llevo veintiséis meses oliendo a ti.

—¿Y a nadie más?

Ella se deslizó hacia abajo en la cama y lo atrajo hacia sí. Él la besó ligeramente en la boca.

—Y a nadie más. El avión, mi amor…

Él se liberó de su abrazo.

Ella lo miró mientras se iba acercando a la cómoda, abría un cajón y sacaba el pasaporte y los billetes de avión. Los metió en el bolsillo interior y se abrochó la chaqueta. Todo lo hacía con movimientos sinuosos, con una seguridad y una eficacia desprovistas de esfuerzo que a ella le resultaban sensuales y sobrecogedoras a la vez. De no ser porque la mayoría de las cosas las hacía igual, con el mínimo esfuerzo, ella habría jurado que llevaba toda la vida practicando para hacer aquello: irse. Abandonar.

Curiosamente, a pesar de todo el tiempo que habían pasado juntos los dos últimos años, ella sabía muy poco de él, aunque nunca le había ocultado que había estado antes con muchas mujeres. Él solía decirle que era porque la buscaba a ella desesperadamente. A las otras las iba desechando en cuanto se daba cuenta de que no eran ella y continuó su búsqueda sin descanso hasta que un día de otoño de hacía dos años se conocieron en el bar del Gran Hotel Europa, en Václavské Námstí.

Era la forma más fina de promiscuidad que ella había oído jamás.

Más fina que la suya, en cualquier caso, que sólo estaba allí por dinero.

—¿Y qué haces en Oslo?

—Negocios —dijo él.

—¿Por qué nunca quieres contarme lo que haces exactamente?

—Porque nos queremos.

Cerró la puerta silenciosamente tras de sí. Ella oyó sus pasos en la escalera.

Sola otra vez. Cerró los ojos con la esperanza de que el olor de él permaneciera en las sábanas hasta su vuelta. Se llevó la mano al collar. No se lo había quitado ni una sola vez desde que se lo regaló, ni siquiera cuando se bañaba. Pasó los dedos por el colgante y pensó en su maleta. En el alzacuello blanco y almidonado que había visto al lado de los calcetines. ¿Por qué no se lo comentó? A lo mejor porque tenía la sensación de que ya preguntaba demasiado. No debía contrariarlo.

Suspiró, miró el reloj y volvió a cerrar los ojos. Tenía ante sí un día vacío. Una cita con el médico a las dos, eso era todo. Empezó a contar los segundos mientras sus dedos acariciaban el colgante sin cesar, un diamante rojizo en forma de estrella de cinco puntas.

El periódico VG traía en portada la noticia de que una celebridad de la radio nacional noruega cuyo nombre no se revelaba había mantenido una relación «breve pero intensa» con Camilla Loen. Habían conseguido una foto granulada de unas vacaciones en la que se veía a Camilla Loen en biquini, al parecer para subrayar las insinuaciones del texto sobre el ingrediente principal de la relación.

El mismo día, el periódico Dagbladet publicaba una entrevista con Toya Harang, la hermana de Lisbeth Barli, que, bajo el titular «Siempre se fugaba», declaraba que el comportamiento de su hermana cuando era pequeña podía ser una posible explicación de su extraña desaparición: «Se fugó de Spinnin’Wheels, así que, ¿por qué no ahora?», decía Toya Harang.

Le habían sacado una foto posando delante del autobús de la banda con un sombrero de vaquero. Sonreía. Harry supuso que no había tenido tiempo de reflexionar antes de que sacasen la foto.

—Una cerveza.

Se sentó en el taburete del Underwater y echó mano de un ejemplar del VG. El periódico decía que las entradas para el concierto de Springsteen en Valle Hovin estaban agotadas. Pues muy bien. En primer lugar, Harry odiaba los conciertos que se celebraban en estadios, y en segundo lugar, él y Øystein hicieron autostop hasta Drammenshallen cuando tenían quince años para acudir al concierto de Springsteen con entradas falsas fabricadas por Øystein. Entonces estaban en la cima, tanto Springsteen como Øystein y él mismo.

Harry apartó el periódico y desplegó su propio Dagbladet con la foto de la hermana de Lisbeth. El parecido de las hermanas era obvio. Harry la llamó a Trondheim para hablar con ella, pero la joven no tenía nada que contarle. O mejor dicho, nada interesante. El hecho de que la conversación hubiese durado veinte minutos a pesar de todo no fue culpa de Harry. La joven le explicó que su nombre se pronunciaba con acento en la a, «Toyá». Y que no le habían dado ese nombre por la hermana de Michael Jackson, que se llamaba LaToya, con acento en la o.

Habían pasado cuatro días desde que Lisbeth desapareció. El caso estaba, en pocas palabras, en punto muerto.

Y otro tanto ocurría con el caso de Camilla Loen.

Incluso Beate se sentía frustrada. Se había pasado todo el fin de semana ayudando a los pocos investigadores operativos que no estaban de vacaciones. Era buena chica, Beate. Una pena que esas cosas no se apreciaran.

Camilla Loen era una persona sociable, de modo que pudieron determinar la mayoría de sus movimientos de la semana anterior al asesinato, pero aquellos datos no les condujeron a pistas concretas.

Harry había pensado comentarle a Beate que Waaler se había pasado por su despacho para sugerirle más o menos abiertamente que le vendiese su alma. Pero por alguna razón, no lo hizo. Además, ella ya tenía bastante en lo que pensar. Contárselo a Møller sólo le acarrearía problemas, así que lo descartó de inmediato.

Harry iba ya por la mitad de su segunda pinta de cerveza cuando la vio. Estaba sola, sentada en la penumbra, en una mesa pegada a la pared. Lo miró directamente con una leve sonrisa. Delante de ella, sobre la mesa, había un vaso de cerveza, y entre el índice y el corazón derechos, un cigarrillo.

Harry cogió el vaso y se fue a su mesa.

—¿Puedo acompañarte?

Vibeke Knutsen señaló la silla vacía con un gesto de la cabeza.

—¿Qué haces aquí?

—Vivo cerca —dijo Harry.

—Ya me había dado cuenta, pero no te había visto antes por aquí.

—No. El sitio donde suelo ir y yo tenemos opiniones divergentes sobre un incidente ocurrido la semana pasada.

—¿Te han prohibido la entrada? —preguntó ella con una risa ronca.

A Harry le gustó aquella risa. Y Vibeke Knutsen le parecía guapa. A lo mejor era el maquillaje. Y la penumbra. ¿Y qué? Le gustaban sus ojos, vivos y juguetones. Infantiles y sabios. Como los de Rakel. Pero allí acababa el parecido. Rakel tenía la boca fina y sensual, la de Vibeke era grande y, pintada de rojo intenso, lo parecía aún más. Rakel se vestía con una elegancia discreta y era delgada, casi como una bailarina, sin curvas exuberantes. El top que llevaba Vibeke aquel día tenía rayas de tigre, aunque resultaba igual de llamativo que el leopardo y la cebra. En Rakel, casi todo era oscuro. Los ojos, el pelo, la piel. Nunca había visto una piel resplandecer como la suya. Vibeke era pelirroja y pálida y sus largas piernas, que había cruzado bajo la mesa, lucían blancas en la penumbra.

—¿Y qué haces aquí tan sola? —preguntó Harry.

Ella se encogió de hombros y tomó un trago de cerveza.

—Anders está de viaje y no vuelve hasta esta noche, así que me estoy divirtiendo un poco.

—¿Se fue lejos?

—A algún lugar de Europa, ya sabes. Nunca me cuenta nada.

—¿A qué se dedica?

—Vende mobiliario y elementos de decoración para iglesias. Retablos, púlpitos, crucifijos y esas cosas. Usados y nuevos.

—Ya. ¿Y eso lo hace en Europa?

—El púlpito nuevo de una iglesia de Suiza puede haberse fabricado en Alesund. Y los púlpitos usados, por ejemplo, se restauran en Estocolmo o en Narvik. Viaja constantemente, está más tiempo fuera de casa que aquí. Sobre todo últimamente. En realidad, este último año.

Dio una calada al cigarrillo y añadió aspirando:

—Pero no es creyente, ¿sabes?

—¿Ah, no?

Negó con la cabeza mientras el humo salía por entre los gruesos labios surcados de finas arrugas.

—Sus padres pertenecían a la congregación de Pentecostés y creció con esas cosas. Yo sólo he asistido a una reunión, pero ¿sabes qué? A mí me da miedo cuando empiezan con la glosolalia y eso. ¿Has estado alguna vez en esas reuniones?

—Dos veces —dijo Harry—. En la congregación de Filadelfia.

—¿Encontraste la salvación?

—Por desgracia, no. Sólo iba en busca de un tío que me había prometido testificar en un asunto.

—Bueno, si no encontraste a Jesús, por lo menos encontraste a tu testigo.

Harry negó con la cabeza.

—Me dijeron que ya no iba por allí y no está en las direcciones que he conseguido. No, no encontré la salvación.

Harry apuró la cerveza y señaló al bar. Ella encendió otro cigarrillo.

—Intenté localizarte el otro día —dijo ella—. En tu trabajo.

—¿Ah, sí?

Harry pensó en la llamada sin voz en su contestador.

—Sí, pero me dijeron que no era tu caso.

—Si te refieres al asunto de Camilla Loen, es cierto.

—Entonces hablé con ése que estaba en nuestra casa. El guapo.

—¿Tom Waaler?

—Sí. Le conté un par de cosas sobre Camilla. Cosas que no podía decir cuando tú estabas en casa.

—¿Por qué no?

—Porque Anders estaba allí.

Dio una larga calada al cigarrillo.

—No le gusta que diga nada despectivo sobre Camilla. Se enfada mucho. A pesar de que casi no la conocemos.

—¿Por qué ibas a decir algo despectivo si no la conocías?

Ella se encogió de hombros.

—A mí no me parece despectivo. Es Anders quien opina así. Será la educación. Creo que, en realidad, él opina que las mujeres sólo deben tener sexo con un único hombre en su vida.

Apagó el cigarrillo y añadió en voz baja.

—Y casi ni eso.

—Ya. ¿Y Camilla tenía sexo con más de un hombre?

—Bastante más de uno.

—¿Cómo lo sabes? ¿Se oye todo?

—Entre los pisos no, así que en invierno no se oye mucho. Pero en verano con las ventanas abiertas… Ya sabes, el sonido…

—… se trasmite bien a través de esos patios.

—Exacto. Anders solía levantarse y cerrar de golpe la ventana del dormitorio. Y si a mí se me ocurría decir que Camilla Loen se lo estaba pasando bien, podía llegar a enfadarse tanto que terminaba acostándose en el salón.

—¿Así que intentaste localizarme para contármelo?

—Sí. Eso y una cosa más. Recibí una llamada. Primero pensé que era Anders, pero normalmente sé por el ruido de fondo que se trata de él. Suele llamar de alguna calle de alguna ciudad de Europa. Lo raro es que el sonido siempre es el mismo, como si cada vez llamase desde el mismo lugar. Bueno, como sea. Esto sonaba diferente. En condiciones normales, habría colgado sin pensar más en ello, pero con lo que le ocurrió a Camilla, y estando Anders de viaje…

—¿Sí?

—Bueno, no fue nada dramático. —Sonrió como cansada. A Harry le pareció bonita su sonrisa—. Sólo era alguien que respiraba en el auricular. Pero me asusté. Y quería comentarlo contigo. Waaler dijo que lo investigaría, pero por lo visto no pudieron localizar el número desde el que se había realizado la llamada. A veces esos asesinos atacan de nuevo en el mismo lugar, ¿no?

—Creo que eso es más bien en las novelas policiacas —aseguró Harry—. Yo no pensaría demasiado en eso.

Giró el vaso. La medicina empezaba a hacer efecto.

—¿Tú y tu compañero no conoceréis por casualidad a Lisbeth Barli?

Vibeke enarcó las cejas maquilladas claramente sorprendida.

—¿La tía que ha desparecido? ¿Por qué demonios íbamos a conocerla?

—Sí, claro, por qué demonios ibais a conocerla —murmuró Harry preguntándose qué era lo que lo había impulsado a preguntar.

Eran cerca de las nueve cuando se encontraban en la acera delante del Underwater.

Harry tuvo que hacer un esfuerzo para guardar el equilibrio.

—Yo vivo en esta calle —le dijo—. ¿Qué tal si…?

—No digas nada de lo que te puedas arrepentir, Harry.

—¿Arrepentirme?

—Llevas la última media hora hablando exclusivamente de esa tal Rakel. No lo habrás olvidado, ¿verdad?

—Ella no me quiere, ya te lo he dicho.

—No, y tú tampoco me quieres a mí. Tú quieres a Rakel. O a una sustituía de Rakel.

Vibeke puso la mano sobre su brazo.

—Y quizá me habría gustado serlo por un rato, si las cosas fueran de otra manera. Pero no lo son. Y Anders no tardará en llegar a casa.

Harry se encogió de hombros y dio un paso de apoyo.

—Al menos, deja que te acompañe hasta la puerta —farfulló.

—Son doscientos metros, Harry.

—Podré hacerlo.

Vibeke se rió de buena gana y se cogió de su brazo.

Caminaron despacio por la calle Ullevålsveien mientras los coches y los taxis ociosos los adelantaban sin prisa, el aire de la noche les acariciaba la piel como sólo ocurre en Oslo en el mes de julio. Harry escuchaba el flujo incesante y monótono de su voz y pensó en lo que estaría haciendo Rakel en aquel momento.

Se detuvieron delante de la puerta negra de forja.

—Buenas noches, Harry.

—Sí. ¿Cogerás el ascensor?

—¿Por qué lo preguntas?

—Por nada —Harry se metió las manos en el bolsillo del pantalón y estuvo a punto de perder el equilibrio—. Ten cuidado. Buenas noches.

Vibeke sonrió, se fue hacia él y Harry aspiró su olor cuando ella lo besó en la mejilla.

—En otra vida, ¿quién sabe? —le susurró.

La puerta se cerró con un suave chasquido. Harry se quedó inmóvil un instante para orientarse, cuando, de pronto, algo que había en el escaparate que tenía delante llamó su atención. No era el repertorio de lápidas, sino lo que se reflejaba en el cristal. Un coche rojo junto a la acera de enfrente. Si a Harry le hubieran interesado los coches un mínimo, se habría dado cuenta de que aquel exclusivo juguete era un Tommy Kaira ZZ-R.

—Joder —masculló Harry poniendo un pie en la calzada. Un taxi le pasó a un centímetro y su conductor tocó el claxon indignado.

Cruzó hasta el coche deportivo y se detuvo en el lado del conductor. La ventanilla blindada bajó silenciosamente.

—¿Qué coño haces aquí? —farfulló Harry—. ¿Me estás espiando?

—Buenas noches, Harry —dijo Tom Waaler con un bostezo—. Estoy vigilando el apartamento de Camilla Loen. Observando quién viene y quién va. No es sólo un cliché, ¿sabes?, el autor del crimen siempre vuelve al lugar de los hechos…

—Sí que lo es —dijo Harry.

—Pero, como seguramente habrás deducido, es lo único que tenemos. El asesino no nos ha dejado muchas pistas.

—El homicida —precisó Harry.

—O la homicida.

Harry se encogió de hombros y dio otro paso de apoyo. La puerta del acompañante se abrió de golpe.

—Entra, Harry. Quiero hablar contigo.

Harry miró la puerta abierta. Vaciló. Dio otro paso de apoyo. Rodeó el coche y entró.

—¿Has pensado en lo que te dije? —preguntó Waaler bajando la radio.

—Sí, lo he pensado —dijo Harry retorciéndose en el estrecho asiento en forma de cubo.

—¿Y has encontrado la respuesta correcta?

—Parece que te gustan los deportivos japoneses rojos —Harry levantó la mano y golpeó el salpicadero con fuerza—. Sólido. Dime… —Harry se concentraba en articular bien—. ¿Fue así cómo conversaste con Sverre Olsen en Grünerløkka la noche en que mataron a Ellen? ¿Dentro del coche?

Waaler se quedó mirándolo un buen rato, antes de abrir la boca para responder.

—Harry, no sé de qué me estás hablando.

—¿No? Tú sabías que Ellen había descubierto que tú eras el cerebro de la banda que trafica con armas, ¿verdad? Tú te encargaste de que Sverre Olsen la matara antes de que ella pudiera contárselo a alguien. Y cuando te enteraste de que yo seguía el rastro a Sverre Olsen, te las ingeniaste para que pareciera que él había sacado la pistola cuando ibas a detenerlo. Igual que con ese tío del almacén del puerto. Parece que es tu especialidad, deshacerte de detenidos molestos.

—Estás borracho, Harry.

—He tardado dos años en descubrir algo que te implique, Waaler. ¿Lo sabías?

Waaler no contestó.

Harry rompió a reír y dio otro golpe. El salpicadero emitió un crujido ominoso.

—¡Claro que lo sabías! El Príncipe Heredero lo sabe todo. ¿Cómo lo haces? Cuéntamelo.

Waaler miró por la ventanilla. Un hombre salió del Kebabgården, se paró y miró a ambos lados antes de empezar a bajar hacia la iglesia Trefoldighetskirken. Ninguno de los dos dijo nada hasta que el hombre se metió en la calle, entre el cementerio y el hospital Vor Frue.

—Vale —dijo Waaler en voz baja—. Puedo confesarme, si eso es lo que quieres. Pero recuerda, cuando se recibe una confesión es fácil encontrarse con dilemas desagradables.

—Benditos dilemas.

—Le di a Sverre Olsen su merecido.

Harry volvió la cabeza lentamente hacia Waaler, que estaba apoyado en el reposacabezas, con los ojos entornados.

—Pero no porque tuviese miedo de que contase que éramos cómplices ni nada por el estilo. Esa parte de tu teoría es errónea.

—¿Ah, sí?

Waaler suspiró.

—¿Has pensado alguna vez en por qué la gente como nosotros se dedica a esto?

—No hago otra cosa —aseguró Harry.

—¿Cuál es tu primer recuerdo nítido, Harry?

—¿El primer recuerdo de qué?

—Lo primero que yo recuerdo es que es de noche, estoy en la cama y mi padre se inclina sobre mí.

Waaler pasó la mano por el volante antes de continuar.

—Yo tendría unos cuatro o cinco años. Él olía a tabaco y a protección. Ya sabes. Como tienen que oler los padres. Tal y como solía, había llegado a casa cuando yo ya estaba en la cama. Y sé que se habrá ido a trabajar mucho antes de que yo me despierte por la mañana. Sé que, si abro los ojos, sonreirá, me pasará la mano por la cabeza y se marchará. Así que finjo estar dormido para que se quede un ratito más. Sólo a veces, cuando tengo la pesadilla de la mujer con la cabeza de cerdo que deambula por las calles en busca de sangre infantil, me descubro y le pido que se quede un poco más cuando noto que se levanta para irse. Y él se queda y yo me quedo mirándolo. ¿A ti te pasaba igual con tu padre, Harry? ¿Experimentabas lo mismo con él?

Harry se encogió de hombros.

—Mi padre era profesor. Siempre estaba en casa.

—Un hogar de clase media, entonces, ¿no?

—Algo así.

Waaler asintió con la cabeza.

—Mi padre era albañil. Como los padres de mis dos mejores amigos, Geir y Solo. Vivían justo encima de nosotros, en el bloque de Gamlebyen donde me crié. Era uno de los barrios grises de la ciudad, aunque el bloque de viviendas estaba bien cuidado, propiedad de los vecinos. No nos considerábamos de la clase obrera, todos éramos empresarios. El padre de Solo era propietario de un quiosco donde trabajaba toda la familia, de ahí el apodo[3]. Todos trabajaban duro, pero ninguno como mi padre. Él trababa a todas horas. Día y noche. Era como una máquina que sólo se apagaba los domingos. Mis padres no eran muy creyentes, aunque mi padre estudió teología durante medio año en una academia nocturna porque el abuelo quería que fuera pastor. Pero cuando el abuelo murió, él lo dejó. Aun así, íbamos todos los domingos a la iglesia de Vålerenga y luego mi padre nos llevaba de excursión a Ekeberg o a Østmarka. A las cinco de la tarde nos cambiábamos de ropa: los domingos cenábamos en el salón. Puede sonar aburrido, pero ¿sabes qué? Yo me pasaba toda la semana esperando a que fuera domingo. Al día siguiente era lunes y él desaparecía de nuevo. Siempre estaba en alguna obra donde había que hacer horas extras. Un poco de dinero blanco, un poco de gris y un poco de dinero negro como el carbón. Decía que era la única forma de reunir algunos ahorros en su sector. Cuando yo tenía catorce años, nos mudamos a la parte oeste de la ciudad, a una casa con jardín y manzanos. Mi padre dijo que estaríamos mejor allí. Y yo era el único de la clase cuyo padre no era abogado, economista, médico o algo parecido. El vecino era juez y tenía un hijo de mi edad, Joakim. Mi padre esperaba que yo fuese como él. Dijo que si quería entrar en alguna de esas carreras, era importante tener conocidos dentro del gremio, aprender los códigos, el lenguaje, las reglas no escritas. Pero yo nunca veía al hijo del vecino, sólo a su perro, un pastor alemán que se pasaba las noches ladrando en el porche. Cuando salía del colegio cogía el tranvía hasta Gamlebyen para ver a Geir y Solo. Mis padres invitaron a una barbacoa a todos los vecinos, pero todos presentaron alguna excusa para no acudir. Recuerdo el olor a barbacoa aquel verano, y las risas que resonaban en los otros jardines. Nunca nos devolvieron la invitación.

Harry se concentraba en la dicción.

—¿Este cuento viene a propósito de algo?

—Eso lo decidirás tú. ¿Dejo de contar?

—Bueno, da igual, esta noche no había nada interesante en la tele.

—Un domingo, cuando íbamos a la iglesia, como de costumbre, yo estaba ya en la calle esperando a mis padres y mirando al pastor alemán que andaba suelto por el jardín. Parecía que quisiera morderme y no dejaba de gruñir desde el otro lado de la valla.

»No sé por qué lo hice, pero me acerqué y abrí la verja. Quizá porque creía que el animal estaba enfadado porque estaba solo. El perro saltó, me tumbó y me mordió en la mejilla. Todavía tengo la cicatriz.

Waaler señaló con el dedo, pero Harry no vio nada.

—El juez lo llamó desde la terraza y el animal me soltó. Luego, me dijo con muy malos modos que me largara de su jardín. Mi madre lloraba y mi padre apenas se pronunció mientras me llevaban a Urgencias. Cuando volvimos a casa, tenía un hilo de sutura gordo y negro desde el mentón hasta debajo de la oreja. Mi padre se fue a casa del juez. Cuando volvió tenía la mirada sombría y estuvo menos hablador si cabe. Comimos el asado dominical sin que nadie mediara palabra. Esa misma noche me desperté y me quedé pensando en el porqué. Todo estaba en silencio. Entonces caí en la cuenta. El pastor alemán. Había dejado de ladrar. Oí cerrarse la puerta de entrada e, instintivamente, supe que nunca más volveríamos a oír al pastor alemán. Me apresuré a cerrar los ojos cuando la puerta del dormitorio se abrió silenciosa pero me dio tiempo de ver el martillo. Él olía a tabaco y a protección. Y yo fingí estar dormido.

Waaler limpió una mota inexistente del salpicadero.

—Hice lo que hice porque sabíamos que Sverre Olsen había matado a una colega. Lo hice por Ellen, Harry. Por nosotros. Ahora ya lo sabes, maté a un hombre. ¿Me vas a delatar o no?

Harry lo miraba de hito en hito. Waaler cerró los ojos.

—Sólo teníamos pruebas circunstanciales contra Olsen, Harry. Lo habrían soltado. No lo podíamos permitir. ¿Tú habrías podido, Harry?

Waaler giró la cabeza y se encontró con la mirada fija de Harry.

—¿Habrías podido?

Harry tragó saliva.

—Hay un tipo que os vio a ti y a Sverre Olsen juntos en el coche. Uno que estaba dispuesto a testificar. Pero eso ya lo sabes, ¿no?

Waaler se encogió de hombros.

—Hablé con Olsen varias veces. Era neonazi y delincuente. Hay que estar al día en nuestro trabajo, Harry.

—El tipo que os vio ha cambiado de opinión repentinamente, ya no quiere testificar. Has hablado con él, ¿verdad? Lo has silenciado con amenazas.

Waaler negó con la cabeza.

—No puedo responder a eso, Harry. Si decides unirte a nuestro equipo, la norma es que sólo se te informará de lo que te hace falta saber para cumplir con tu trabajo. Puede que suene un tanto estricto, pero funciona. Nosotros funcionamos.

—¿Hablaste con Kvinsvik? —balbuceó Harry.

—Kvinsvik es sólo uno de tus molinos de viento, Harry. Olvídalo. Piensa en ti. —Se inclinó hacia Harry y bajó la voz—: ¿Qué puedes perder? Mírate bien al espejo…

Harry parpadeó perplejo.

—Exacto —dijo Waaler—. Eres un alcohólico de casi cuarenta años, sin trabajo, sin familia, sin dinero.

—¡Por última vez! —Harry intentó gritar, pero estaba demasiado borracho—. ¿Hablaste con… con Kvinsvik?

Waaler se irguió otra vez en el asiento.

—Vete a casa, Harry. Y reflexiona sobre a quién le debes algo. ¿Al Cuerpo, que te ha triturado con sus dientes y te ha escupido tras hallar que sabes mal? ¿A tus jefes, que salen corriendo como ratones asustados en cuanto se huelen que hay problemas? ¿O quizá es a ti mismo a quien le debes algo? Has trabajado duro año tras año para mantener las calles de Oslo más o menos seguras en un país que protege a sus delincuentes mejor que a sus policías. Realmente, eres uno de los mejores en tu trabajo, Harry. A diferencia de ellos, tú tienes talento y, aun así, eres tú quien percibe un sueldo miserable. Yo te puedo ofrecer cinco veces más de lo que ganas ahora, pero eso no es lo más importante. Te puedo ofrecer un poco de dignidad, Harry. Dignidad. Piénsatelo.

Harry intentó enfocar a Waaler con la mirada, pero su cara se desdibujaba. Buscó el tirador de la puerta, no lo encontró. Malditos coches japoneses. Waaler se inclinó y le abrió la puerta.

—Sé que has intentado encontrar a Roy Kvinsvik —dijo Waaler—. Permíteme que te ahorre la molestia. Sí, hablé con Olsen en Grünerløkka esa noche. Pero eso no significa que tuviera nada que ver con el asesinato de Ellen. Callé para no complicar las cosas. Tú haz lo que quieras, pero créeme, el testimonio de Kvinsvik carece de interés.

—¿Dónde está?

—¿Acaso cambiaría algo si te lo dijera? ¿Me creerías entonces?

—Puede ser —respondió Harry—. Quién sabe.

Waaler suspiró.

—Calle Sognsveien, número treinta y dos. Vive en el sótano de la casa de su padrastro.

Harry se dio la vuelta haciendo señas a un taxi que se acercaba con el piloto verde encendido.

—Pero esta noche está ensayando con el coro Menna —advirtió Waaler—. A un paso. Ensayan en la casa parroquial de Gamle Aker.

—¿Gamle Aker?

—Ha abandonado la iglesia de Filadelfia y se ha convertido a la de Bethlehem.

El taxi libre frenó, el conductor dudó un instante, volvió a pisar el acelerador y desapareció en dirección al centro. Waaler sonrió.

—No es necesario haber perdido la fe para convertirse a otro credo, Harry.