9
Miércoles. Desaparecida

El policía pisó el freno de mala gana y el coche patrulla se deslizó hasta el semáforo en rojo de la plaza de Alexander Kielland.

—¿O le damos al niiii-naaaa-niiii-naaaa y pisamos a fondo? —preguntó girándose hacia el asiento del copiloto.

Harry negó distraídamente con la cabeza. Miró al parque que fuera en otro tiempo una explanada de césped con dos bancos, siempre ocupados por tipos sedientos que intentaban acallar el estruendo del tráfico con sus canciones y sus broncas. Un par de años atrás, sin embargo, decidieron invertir unos millones en adecentar la plaza dedicada al escritor y el parque quedó limpio y asfaltado. Plantaron flores y arbustos, trazaron senderos y colocaron en él una fuente impresionante que recordaba a una escala de salmón. No cabía duda de que se había convertido en un escenario aún más atractivo para las canciones y las broncas.

El coche patrulla giró a la derecha y entró en la calle Sannergata, cruzó el puente del río Akerselva y se detuvo ante la dirección que Møller le había facilitado a Harry.

Harry le dijo al policía que volvería por su cuenta, bajó del coche y enderezó la espalda. Al otro lado de la calle había un edificio de oficinas recién construido aún vacío y, según los periódicos, seguiría así una temporada. En sus ventanas se reflejaba el bloque que correspondía a la dirección que él buscaba, un edificio blanco de los años cuarenta aproximadamente, no del todo perteneciente al funcionalismo, aunque sí un pariente indefinido. La fachada estaba profusamente decorada con grafitis firmados marcando terreno. Una chica de piel oscura mascaba chicle con los brazos cruzados en la parada del autobús y miraba una valla publicitaria gigantesca de Diesel que se alzaba al otro lado de la calle. Harry encontró el nombre en el timbre superior.

—Policía —anunció Harry preparándose para subir las escaleras.

Cuando llegó al rellano jadeando, se le presentó a la vista una extraña aparición que lo aguardaba en el umbral de la puerta: un hombre con una cabellera increíblemente abundante y alborotada y la barba negra, la cara de color rojo borgoña y una vestimenta similar a una túnica que lo cubría desde el cuello a los pies, enfundados en un par de sandalias.

—Estupendo que hayáis podido venir tan rápido —se congratuló el hombre tendiéndole la pata. Porque una pata era su mano, tan grande que cubrió por completo la de Harry cuando el hombre se presentó como Willy Barli.

Harry se presentó e intentó retirar la mano. No le gustaba el contacto físico con hombres y aquel apretón de manos parecía más un abrazo. Pero Willy Barli sujetó a Harry como si de un salvavidas se tratase.

—Lisbeth ha desaparecido —murmuró con una voz sorprendentemente clara.

—Sí, Barli, hemos recibido el aviso. ¿Entramos?

—Vamos.

Willy precedía a Harry al interior de otro ático, pero, en tanto que el de Camilla Loen era pequeño y estaba amueblado de forma estricta y minimalista, éste era enorme, suntuoso y ostentoso en su decoración, una especie de pastiche neoclasicista, pero con una exageración que recordaba a una orgía. En lugar de muebles normales para sentarse, en este apartamento había unos artefactos para tumbarse, como en una versión de Hollywood de la antigua Roma, y las vigas de madera estaban recubiertas de escayola imitando columnas dóricas o corintias. Harry nunca aprendió a diferenciarlas, aunque reconoció los relieves en la escayola aplicada directamente sobre la pared blanca de cemento del pasillo. Cuando eran pequeños, su madre los llevó una vez a Søs y a él a un museo de Copenhague donde vieron la obra de Bertel Thorvalsen Jasón y el vellocino de oro. Era obvio que acababan de reformar el apartamento. A Harry no le pasaron inadvertidos los listones recién pintados ni los trozos de cinta adhesiva y también notó el agradable olor a disolvente.

En el salón había una mesa baja puesta para dos personas. Harry siguió a Barli por una escalera que los condujo a una terraza grande con suelo de baldosas, que daba a un patio interior cerrado por cuatro edificios. El estilo allí fuera era noruego actual. Tres chuletas carbonizadas humeaban en la barbacoa.

—En los áticos hace mucho calor por las tardes —explicó Barli a modo de excusa señalando una silla blanca de plástico.

—Ya me he dado cuenta —convino Harry antes de acercarse al borde para mirar al fondo del patio.

Por lo general, no tenía problemas con las alturas, pero después de un largo periodo de mucho beber, incluso alturas relativamente pequeñas podían causarle mareos. Vio dos bicicletas viejas y, quince metros más abajo, una sábana blanca tendida meciéndose al viento, antes de tener que apartar la vista.

En una terraza con la barandilla negra de hierro forjado, dos vecinos alzaron las botellas saludando. La mesa que tenían delante estaba casi repleta de botellas marrones. Harry les devolvió el saludo. No se explicaba que hiciera viento en el patio y no allí arriba.

—¿Un vino tinto?

Barli ya se estaba sirviendo uno de una botella medio vacía. Harry observó que le temblaba la mano. «Domaine La Bastide Sy», se leía en la botella. El nombre era más largo, pero unas uñas nerviosas habían arrancado el resto de la etiqueta.

Harry se sentó.

—Gracias, pero no bebo cuando estoy de servicio.

Barli hizo un gesto y dejó la botella en la mesa con brusquedad.

—Por supuesto que no. Tienes que perdonarme, pero estoy tan nervioso. Dios mío, yo tampoco debería beber en una situación como ésta.

Se llevó el vaso a la boca y bebió mientras unas gotas le caían en la túnica, en la que una mancha roja empezó a extenderse despacio.

Harry miró el reloj para que Barli se diera cuenta de que debería ir al grano cuanto antes.

—Sólo bajó a la tienda a comprar ensaladilla de patatas para las chuletas —sollozó Barli—. No hace más de dos horas, estaba sentada ahí mismo, donde tú estás ahora.

Harry se encajó las gafas de sol.

—¿Tu mujer lleva dos horas desaparecida?

—Sí, ya sé que no es mucho tiempo, pero es que sólo iba a la tienda Kiwi, la que está en la esquina.

Las botellas de cerveza de la otra terraza enviaban sus destellos. Harry se pasó la mano por la frente, se miró los dedos mojados preguntándose qué iba a hacer con el sudor. Entonces los posó en el ardiente brazo de plástico de la silla y notó que la humedad se disipaba despacio.

—¿Has llamado a amigos y conocidos? ¿Has bajado a mirar en la tienda? A lo mejor se encontró con alguien y se fue a tomar una cerveza. A lo mejor…

—¡No, no, no! —Barli levantó las manos con los dedos separados—. ¡No ha hecho eso! Ella no es así.

—¿Cómo que no es así?

—Es de las que… vuelven.

—Bien…

—Primero llamé a su móvil, pero se lo había dejado en casa. Entonces llamé a la gente que conocemos con quienes se podía haber encontrado. He llamado a la tienda, a la comisaría general, a otras tres comisarías, a todos los servicios de urgencias y a los hospitales Ullevål y Rikshospitalet. Nada. Nothing. Rien.

—Comprendo que estés preocupado, Barli.

Barli se apoyó en la mesa. Los labios húmedos le temblaban entre la barba.

—No estoy preocupado, estoy aterrado. ¿Conoces a alguien que salga a la calle sólo con el biquini y un billete de cincuenta coronas mientras las chuletas están en la barbacoa, y que haya pensado de pronto que es una buena oportunidad para pirarse?

Harry dudó un instante. Cuando acababa de decidir que, después de todo, aceptaría un vaso de vino, Barli vertió el resto del vino en su propio vaso. ¿Así que por qué no se levantaba, decía algo tranquilizador sobre la cantidad de casos similares que ocurrían, casi todos ellos con una explicación lógica y desprovista de dramatismo, se despedía y le pedía a Barli que llamara si ella no se presentaba antes de la hora de dormir? A lo mejor era lo del biquini y el billete de cincuenta coronas. O a lo mejor era porque Harry llevaba todo el día esperando que ocurriese algo y que esto era una excusa para aplazar lo que le esperaba en su propio apartamento. Pero, sobre todo, era por el pavor de Barli, desmesurado en apariencia. Harry le había restado importancia a la intuición en otras ocasiones, tanto a la ajena como a la propia, y la experiencia siempre le había costado muy cara.

—Tengo que hacer un par de llamadas —dijo Harry.

Beate Lønn apareció en la calle Sannergata, en el apartamento de Willy y Lisbeth Barli, a las siete menos cuarto de la tarde y, un cuarto de hora más tarde, se presentó un señor de la patrulla canina en compañía de un pastor alemán. El hombre se presentó a sí mismo y al perro como Ivan.

—Pero es casualidad —explicó el hombre—. Éste no es mi perro.

Harry notó que Ivan esperaba algún comentario chistoso, pero no se le ocurrió ninguno.

Mientras Willy Barli iba al dormitorio a buscar alguna foto reciente de Lisbeth y algo de ropa que Ivan el perro pudiese olfatear, Harry se dirigió a los otros dos muy rápido y en voz baja.

—Vale. Esa mujer puede estar en cualquier sitio. Puede que lo haya dejado, puede haber sentido un malestar súbito, puede que haya dicho que iba a otro sitio y él no lo entendió bien. Existe un millón de posibilidades. Pero también puede que ahora mismo esté drogada en un asiento trasero mientras la violan cuatro jóvenes a los que se les fue la olla porque vieron un biquini. Pero yo quiero que no os imaginéis ni lo uno ni lo otro, sólo que busquéis.

Beate e Ivan asintieron con la cabeza, en señal de que lo habían entendido.

—La patrulla de Seguridad Ciudadana no tardará en llegar. Beate, recíbelos tú y les dices que controlen el vecindario, que hablen con la gente. Sobre todo en la tienda a la que se dirigía. Luego, tú misma hablas con la gente que vive en este portal. Yo voy a ver a los vecinos que están en la terraza del otro edificio.

—¿Crees que saben algo? —preguntó Beate.

—Tienen una vista perfecta de este lado y, a juzgar por la cantidad de botellas vacías, llevan ahí un buen rato. Según el marido, Lisbeth Barli ha pasado todo el día en casa. Quiero saber si la han visto en la terraza y cuándo.

—¿Por qué? —preguntó el policía tironeando de la correa de Ivan.

—Porque me parecería muy sospechoso que una señora en biquini en este horno de apartamento no hubiera salido a la terraza.

—Por supuesto —murmuró Beate—. Sospechas del marido.

—Sospecho del marido por norma —confirmó Harry.

—¿Por qué? —repitió Ivan.

Beate sonrió en señal de aprobación.

—Siempre es el marido —dijo Harry.

—La primera norma de Hole —añadió Beate.

Ivan miró varias veces a Harry y a Beate alternativamente.

—Pero… ¿no ha sido él quien ha dado el aviso?

—Sí —admitió Harry—. Pero de todas formas, siempre es el marido. Por eso, Ivan y tú no vais a empezar a rastrear en la calle, sino aquí dentro. Invéntate una excusa si es necesario, pero primero quiero tener controlados el apartamento y los trasteros del desván y del sótano. Después podéis seguir en el exterior. ¿De acuerdo?

El agente Ivan se encogió de hombros mirando a su tocayo, que le correspondió con una mirada de desánimo.

Las dos personas de la terraza resultaron no ser dos chicos, como Harry había pensado cuando las vio desde la terraza de Barli. Harry sabía que ser una mujer adulta, tener fotos de Kylie Minogue en la pared y compartir piso con una mujer de su misma edad con el pelo de punta y una camiseta estampada con la leyenda «El águila de Trondheim», no significaba necesariamente ser también lesbiana. Pero, de momento, se imaginaba que sí. Estaba sentado en el sillón enfrente de las dos mujeres, igual que cinco días antes con Vibeke Knutsen y Anders Nygård.

—Siento pediros que dejéis el balcón —dijo Harry.

La mujer que se había presentado como Ruth se puso la mano en la boca para moderar un eructo.

—No importa, ya hemos tenido bastante —aseguró—. ¿Verdad?

Ruth hizo la pregunta dándole a su compañera un manotazo en la rodilla. De una forma un tanto masculina, observó Harry al tiempo que recordaba lo que Aune, el psicólogo, le había explicado en una ocasión: que los estereotipos se acentúan a sí mismos porque buscan inconscientemente aquello que les sirve para afirmarse. Por esa razón los policías, basándose en lo que llamaban experiencia, opinaban que todo delincuente era tonto.

Harry les expuso un breve resumen de la situación. Las mujeres lo miraban con sorpresa.

—Seguramente todo se arreglará, pero la policía tiene que hacer estas cosas. De momento, intentamos comprobar algunas indicaciones horarias.

Muy serias, las dos mujeres asintieron con la cabeza.

—Bien —dijo Harry probando la «sonrisa Hole», que era el nombre que Ellen le había dado a la mueca que formaban los labios de Harry cada vez que intentaba aparentar un talante amable y jovial.

Ruth contó que, efectivamente, se habían pasado toda la tarde en el balcón. Habían visto a Lisbeth y a Willy tumbados en la terraza hasta las cuatro y media, hora a la que Lisbeth se fue adentro. Al cabo de un rato, Willy encendió la barbacoa. Le gritó a Lisbeth algo sobre una ensaladilla de patatas y ella le contestó desde el interior. Él entró y volvió a salir con los filetes —Harry la corrigió: eran chuletas—, más o menos veinte minutos más tarde. Algo más tarde, calcularon que sería a las cinco y cuarto, vieron a Barli llamando desde el móvil.

—El sonido se transmite bien en este tipo de patios interiores —explicó Ruth—. Y oíamos cómo sonaba el móvil en el interior del apartamento. Barli daba la impresión de estar muy atribulado, porque arrojó el móvil contra la mesa.

—Aparentemente, intentaba llamar a su mujer —intervino Harry.

Observó que las dos mujeres intercambiaban una mirada elocuente y se arrepintió de haber dicho «aparentemente».

—¿Cuánto se tarda en comprar ensaladilla de patatas en la tienda de la esquina?

—¿En Kiwi? Yo puedo ir y volver corriendo en cinco minutos, si no hay cola.

—Lisbeth Barli no corre —dijo la compañera en voz baja.

—Así que la conocéis, ¿no?

Ruth y «El Águila de Trondheim» se miraron como para coordinar la respuesta.

—No, pero sabemos quiénes son.

—¿Y?

—Bueno, supongo que has visto el extenso artículo que publicó el periódico VG sobre Barli, que ha alquilado el Teatro Nacional este verano para montar un musical, ¿no?

—Ruth, sólo era una nota.

—No lo era —dijo Ruth contrariada—. Lisbeth va a ser la protagonista. El artículo incluía fotos de gran tamaño y eso, es imposible que no lo hayas visto.

—Ya —murmuró Harry—. Este verano mi lectura de los periódicos ha sido… algo floja.

—Se armará un gran revuelo. El mundillo cultural consideraba indigno que se estrenara una revista de verano en el Teatro Nacional. ¿Cómo se llama la obra? ¿My Fat Lady?

«Fair» Lady —la corrigió en voz baja «El Águila de Trondheim».

—¿Así que se dedican al teatro? —quiso saber Harry.

—Bueno, al teatro… Willy Barli es uno de esos tipos que se dedican a todo. Revistas, películas y musicales y…

—Él es productor. Y ella canta.

—¿Ah, sí?

—Seguro que te acuerdas de Lisbeth antes de que se casara, entonces se llamaba Harang.

Harry negó con la cabeza y Ruth exhaló un hondo suspiro.

—Entonces cantaba con su hermana en Spinnin’Wheel. Lisbeth era una verdadera muñeca, un poco como Shania Twain, y tenía verdadera fuerza en la voz.

—No era tan conocida, Ruth.

—Bueno, en cualquier caso, cantó en el programa aquel de Viciar Lønn-Arnesen. Y vendieron un montón de discos.

—Eran cintas, Ruth.

—Yo vi a Spinnin’Wheel en la feria de Momarkedet. Todo muy en serio, ¿sabes? Incluso iban a grabar un disco en Nashville. Pero entonces la descubrió Barli. Iba a convertirla en una estrella de musicales, pero parece que está tardando.

—Ocho años —aclaró «El Águila de Trondheim».

—Bueno, Lisbeth Harang dejó lo de Spinnin’Wheel y se casó con Barli. El dinero y la belleza. ¿Te suena?

—¿Así que la rueda dejó de girar?

—¿Qué?

—Está preguntando por el grupo, Ruth.

—Ah, bueno. La hermana siguió cantando sola, pero Lisbeth era la estrella. Creo que ahora se dedica a cantar en hoteles de alta montaña, en los barcos que van a Dinamarca y esas cosas.

Harry se levantó.

—Sólo una última pregunta rutinaria. ¿Tenéis alguna impresión sobre cómo funcionaba el matrimonio de Willy y Lisbeth?

«El Águila de Trondheim» y Ruth intercambiaron nuevas señales de radar.

—Como ya dijimos, el sonido se trasmite bien en esta clase de patios —dijo Ruth—. Su dormitorio también da al patio.

—¿Los oíais discutir?

—No, discutir no.

Miraron a Harry con expresión elocuente. Transcurrieron un par de segundos antes de que él cayese en la cuenta de lo que estaban insinuando y notó con disgusto que se ruborizaba.

—Así que tenéis la impresión de que funcionaba bastante bien, ¿no?

—La puerta de la terraza está entreabierta todo el verano, así que a mí se me ha ocurrido en broma que deberíamos ir de puntillas hasta el tejado, dar la vuelta al edificio y saltar a su terraza —rió Ruth en tono burlón—. Espiar un poco, ¿no? No es difícil, te pones en la barandilla de nuestro balcón, colocas el pie en el canalón y…

«El Águila de Trondheim» le dio a su compañera un empujoncito en el costado.

—Pero realmente no hace falta. Lisbeth es una profesional… ¿cómo se dice?

—De la comunicación —completó «El Águila de Trondheim».

—Eso es. Todas las buenas imágenes están en las cuerdas vocales, ¿sabes?

Harry se frotó la nuca.

—Una potencia indiscutible —intervino «El Águila de Trondheim», sonriendo sin excesos.

Cuando Harry volvió, Ivan e Ivan seguían repasando el apartamento. El Ivan humano no paraba de sudar y el pastor alemán tenía la boca abierta y la lengua colgando como un lazo color hígado en la fiesta nacional del 17 de mayo.

Harry se sentó con cuidado en aquella especie de tumbona y le pidió a Willy Barli que se lo contase todo desde el principio. Lo que explicó sobre cómo había transcurrido la tarde y el horario exacto concordaba con lo que le habían dicho Ruth y «El Águila de Trondheim».

Harry vio que la desesperación que reflejaban los ojos del marido era real. Y empezó a creer que si se trataba de un acto criminal, podría —podría— ser una excepción estadística. Pero ante todo, eso lo reafirmó en su creencia de que no tardarían en encontrar a Lisbeth. Si no había sido el marido, no había sido nadie. Estadísticamente hablando.

Beate volvió y le contó que sólo había gente en dos de los pisos del bloque y que no habían visto ni oído nada, ni en las escaleras, ni en la calle.

Llamaron a la puerta y Beate fue a abrir. Era uno de los agentes uniformados de la patrulla de Seguridad Ciudadana. Harry lo reconoció enseguida, era el mismo que estaba de guardia en la calle Ullevålsveien. Se dirigió a Beate, ignorando a Harry por completo.

—Hemos hablado con la gente que había en la calle y en Kiwi y hemos comprobado los portales y los patios del vecindario. Nada. Pero claro, estamos de vacaciones y las calles de este barrio están casi desiertas, así que pueden haber metido a la señora en un coche a la fuerza sin que nadie haya visto nada.

Harry notó que Willy Barli se sobresaltaba a su lado.

—A lo mejor deberíamos hablar con algunos de esos paquistaníes que tienen comercios por aquí —sugirió el agente hurgándose la oreja con el meñique.

—¿Por qué con ellos precisamente? —preguntó Harry.

El agente se volvió por fin hacia él y preguntó poniendo énfasis en la última palabra.

—¿No has leído la estadística sobre criminalidad, comisario?

—Sí —dijo Harry—. Y si no recuerdo mal, los dueños de comercios están muy al final de la lista.

El agente estudió su meñique.

—Yo sé algunas cosas sobre los musulmanes que tú también sabes, comisario. Para esa gente, una mujer que entra en la tienda en biquini es una tía que está pidiendo a gritos que la violen. Se puede decir que casi lo ven como una obligación.

—¿No me digas?

—Exacto, así es su religión.

—Ahora creo que estás mezclando cristianismo e islamismo.

—Bueno, Ivan y yo ya hemos terminado —dijo el policía de la patrulla canina que bajaba las escaleras en ese momento.

—Encontramos un par de chuletas en la basura, eso es todo. ¿Sabes si ha habido aquí otros perros últimamente?

Harry miró a Willy. Éste sólo negó con la cabeza. La expresión de su cara indicaba que no le saldría la voz.

—Ivan reaccionó en la entrada como si hubiese olfateado a algún perro, pero sería otra cosa, supongo. Estamos listos para dar una vuelta por los trasteros. ¿Alguien puede acompañarnos?

—Por supuesto —dijo Willy levantándose.

Salieron por la puerta, y el policía de Seguridad Ciudadana le preguntó a Beate si podía marcharse.

—Pregúntale al jefe —respondió ella.

—Se ha dormido.

Señaló con la cabeza a Harry, que estaba probando la tumbona romana.

—Agente —dijo Harry en voz baja sin abrir los ojos—. Acércate, por favor.

El agente se colocó delante de Harry con las piernas separadas y los pulgares enganchados en el cinturón.

—¿Sí, comisario?

Harry abrió un ojo.

—Si te dejas convencer por Tom Waaler una vez más y entregas un informe sobre mí, me encargaré de que patrulles en Seguridad Ciudadana durante el resto de tu carrera policial. ¿Entendido, agente?

La musculatura facial del agente se movía inquieta. Cuando abrió la boca, Harry estaba preparado para que salieran por ella sapos y culebras, pero el agente respondió despacio y controlado.

—En primer lugar, no conozco a Tom Waaler. En segundo lugar, es mi deber informar cuando algún policía pone en peligro su vida y la de los demás colegas presentándose bebido al trabajo. Y en tercer lugar, no quiero trabajar en otro sitio que no sea en Seguridad Ciudadana. ¿Puedo irme ya, comisario?

Harry miró fijamente al agente con el ojo de cíclope. Luego lo cerró otra vez, tragó saliva y dijo.

—De acuerdo.

Oyó cómo se cerraba la puerta de entrada y dejó escapar un suspiro. Necesitaba una copa. De inmediato.

—¿Vienes? —preguntó Beate.

—Vete tú —dijo Harry—. Yo me quedaré y ayudaré a Ivan a rastrear un poco la calle cuando terminen con los trasteros.

—¿Seguro?

—Completamente.

Harry subió las escaleras y salió a la terraza. Observó las golondrinas y escuchó los sonidos procedentes de las ventanas abiertas al patio interior. Levantó la botella de vino tinto de la mesa. Quedaba un poquito. La apuró, saludó con la mano a Ruth y a «El Águila de Trondheim» que, después de todo, no habían bebido aún lo suficiente, y volvió a entrar.

Lo notó inmediatamente al abrir la puerta del dormitorio. Lo había notado ya en numerosas ocasiones, pero nunca supo de dónde venía aquel silencio de los dormitorios de personas extrañas.

Aún se apreciaban las señales de la reforma.

Delante del armario había una puerta de espejo sin montar y al lado de la cama doble ya hecha, una caja de herramientas abierta. Encima de la cama colgaba una foto de Willy y Lisbeth. Harry no había mirado con detenimiento las fotos que Willy le había entregado a los de Seguridad Ciudadana, pero ahora vio que Ruth tenía razón, Lisbeth era realmente una muñeca. Rubia con brillantes ojos azules y un cuerpo delgado y esbelto. Era diez años más joven que Willy, como mínimo. En la foto se les veía bronceados y felices. Quizá de vacaciones en el extranjero. Detrás de ellos se atisbaba un edificio magnífico y una estatua ecuestre. Un lugar de Francia, Normandía, tal vez.

Harry se sentó en el borde de la cama y se sorprendió al comprobar que cedía bajo su peso. Una cama de agua. Se echó hacia atrás y notó cómo el colchón se acoplaba a su cuerpo. Experimentó una profunda sensación de bienestar al sentir la funda del edredón fresca en sus brazos desnudos. Cuando él se movía, el agua chapoteaba al dar con la cara interior del colchón de goma. Cerró los ojos.

Rakel. Estaban en un río. No, en un canal. Se balanceaban en un barco y el agua besaba los laterales del barco con un chasquido intermitente. Estaban bajo la cubierta y Rakel yacía inmóvil a su lado en la cama. Se rió bajito cuando él le susurró. Ahora fingía estar dormida. A ella le gustaba eso. Fingir que dormía. Era como un juego entre los dos. Harry se dio la vuelta para mirarla. Y su mirada se encontró primero con la puerta del espejo, en el que se reflejaba toda la cama. Luego con la caja de herramientas abierta. Encima había un cincel corto con el mango de madera verde. Cogió la herramienta. Era ligera y pequeña, sin rastro de óxido bajo la fina capa de lubricante.

Iba a devolver el cincel a su lugar cuando detuvo la mano en el aire.

Había un miembro de un ser humano en la caja de herramientas. Ya lo había visto antes en el lugar del crimen. Genitales seccionados. Tardó un segundo en comprender que el pene de color carne no era más que un consolador.

Se volvió a tumbar de espaldas, todavía con el cincel en la mano. Tragó saliva.

Después de tantos años desempeñando un trabajo que incluía revisar las pertenencias y las vidas privadas de la gente, un consolador no causaba demasiada impresión. No fue por eso por lo que tragó saliva.

Aquí, en esta cama.

¡Tenía que tomar esa copa ya!

El sonido se transmite bien a través del patio interior.

Rakel.

Intentó no pensar, pero era demasiado tarde. Su cuerpo pegado al de ella.

Rakel.

Y se produjo la erección. Harry cerró los ojos y notó que la mano de ella se desplazaba, con los movimientos inconscientes y casuales de una persona dormida, para posarse en su barriga. La mano se quedó allí sin más, como si no tuviera intención de ir a ninguna parte. Los labios de ella contra su oreja, su aliento cálido que sonaba como el rugido de algo que arde. Sus caderas que empezaban a moverse en cuanto la tocaba. Los pechos pequeños y suaves con aquellos pezones sensibles que se ponían duros con tan sólo notar su respiración. Su sexo que se abría con la intención de devorarlo. Sintió una presión en la garganta, como si estuviera a punto de romper a llorar.

Harry se sobresaltó cuando oyó abrirse la puerta de abajo. Se sentó, alisó el edredón, se levantó y se miró en el espejo. Se frotó la cara con ambas manos.

Willy insistió en acompañarlos para ver si Ivan, el pastor alemán, lograba olfatear algo.

Justo cuando asomaron a la calle Sannergata, un autobús rojo salía silenciosamente de la parada. Una niña pequeña miró fijamente a Harry desde la ventanilla trasera, su cara redonda fue haciéndose más pequeña a medida que el autobús se alejaba en dirección a Rodeløkka.

Fueron hasta la tienda Kiwi y regresaron sin que el perro reaccionase.

—Eso no quiere decir que tu mujer no haya estado aquí —explicó Ivan—. En una calle de la ciudad con tráfico de vehículos y muchos otros peatones resulta difícil distinguir el olor de una persona en particular.

Harry miró a su alrededor. Tenía la sensación de ser observado, pero en la calle no había nadie, y lo único que vio en las ventanas de la hilera de fachadas era el cielo negro y sol. Paranoia de alcohólico.

—Bueno —dijo Harry al fin—. De momento, no podemos hacer nada más.

Willy los miró con desesperación.

—Todo irá bien, ya verás —dijo Harry.

Willy contestó con voz queda, como el hombre del tiempo:

—No, todo no irá bien.

—¡Ivan, ven aquí! —gritó el policía tirando de la cadena. El perro había metido el hocico debajo del parachoques frontal de un Golf que estaba aparcado al lado de la acera.

Harry le dio a Willy una palmadita en el hombro, evitando su mirada ansiosa.

—Todos los coches patrulla están avisados. Y si no ha aparecido a la medianoche, emitiremos una orden de búsqueda. ¿De acuerdo?

Willy no contestó.

Ivan seguía colgado de la cadena y no dejaba de ladrarle al Golf.

—Espera un poco —dijo el policía.

Se puso a cuatro patas y pegó la cabeza al asfalto.

—Vaya —dijo alargando el brazo por debajo del coche.

—¿Has encontrado algo? —preguntó Harry.

El policía se dio la vuelta con un zapato de tacón en la mano. Harry oyó jadear a Willy a su espalda y preguntó:

—¿Es el zapato de Lisbeth, Willy?

—No irá bien —respondió Willy—. Nada irá bien.