Harry se fue hacia el fondo de la tienda, abrió la puerta de cristal del frigorífico donde estaba la leche y se inclinó hacia el interior. Se subió la camiseta sudada, cerró los ojos y sintió en la piel el aire refrescante.
Habían dicho que tendrían una noche tropical y los pocos clientes que había en el establecimiento habían ido a buscar comida para barbacoa, cervezas y refrescos.
Harry la reconoció por el color del pelo. Estaba de espaldas a él, en la sección de la carne. El ancho trasero rellenaba perfectamente los vaqueros. Cuando se dio la vuelta, vio que llevaba un top con una cebra en el centro, aunque igual de ajustado que el de leopardo. Vibeke Knutsen cambió de opinión, dejó los filetes empaquetados, empujó el carro de la compra hasta el arcón frigorífico y sacó dos paquetes de filetes de bacalao.
Harry se bajó la camiseta y cerró la puerta de cristal. No iba a comprar leche. Ni carne, ni bacalao. A decir verdad, quería lo mínimo indispensable, sólo algo para comer. No por el hambre, sino por su estómago. Su estómago se había rebelado la noche anterior. Sabía por experiencia que si no comía algo sólido ahora, no podría retener, ni una gota de alcohol. En su carro de la compra había un pan integral y una bolsa del Vinmonopolef[1] que había al otro lado de la calle.
Lo completó con medio pollo y un paquete de seis cervezas Hansa y caminó errante junto al mostrador de la fruta antes de aterrizar en la cola de la caja justo detrás de Vibeke Knutsen. No lo había planeado, pero quizá tampoco fuese pura casualidad.
La mujer se dio media vuelta y, aunque no lo vio, arrugó la nariz como si oliera mal, algo que Harry no podía descartar. Vibeke Knutsen le pidió a la cajera dos paquetes de cigarrillos Prince Mild.
—Creía que intentabais mantener un espacio libre de humo.
Vibeke se dio la vuelta y lo miró sorprendida. Le dedicó tres sonrisas diferentes. Primero una rápida, automática. Luego, una de reconocimiento. Finalmente y después de pagar su compra, una llena de curiosidad.
—Y por lo que veo, tú vas a dar una fiesta en casa.
La mujer metió la compra en una bolsa de plástico.
—Algo así —murmuró Harry devolviéndole la sonrisa.
Ella inclinó la cabeza levemente. Las rayas de cebra se movían.
—¿Muchos invitados?
—Varios. Todos sin invitación.
La cajera le entregó el cambio a Harry, pero éste señaló con la cabeza a la caja de monedas del Ejército de Salvación.
—Supongo que podrás echarlos, ¿no? —La sonrisa se reflejaba ya en sus ojos.
—Bueno. Precisamente estos invitados no se dejan ahuyentar tan fácilmente.
Las botellas de Jim Beam tintinearon alegremente contra las cervezas cuando levantó las bolsas.
—Ah… ¿Viejos amigos de juerga?
Harry la miró. Parecía saber de qué hablaba. Le resultó más extraño aún que fuera pareja de un tipo tan serio. O mejor dicho, que un tipo tan serio la tuviese a ella por pareja.
—No tengo amigos —aseguró Harry.
—Una dama, entonces. ¿De las pesadas?
Fue a sujetarle la puerta, pero era de esas automáticas. Al fin y al cabo, sólo había estado en aquella tienda unas doscientas veces… Se quedaron en la acera, el uno frente al otro.
Harry no sabía qué decir. Quizá por eso lo dijo:
—Tres damas. A veces se van, si bebo lo suficiente.
—¿Qué?
Vibeke se hizo sombra con la mano y lo miró.
—Nada. Sorry. Estaba pensando en voz alta. Es decir, no pienso… pero lo hago en voz alta. Parlotear, creo que se llama. Yo…
No entendía por qué la mujer seguía allí.
—Han estado subiendo y bajando nuestras escaleras todo el fin de semana —dijo ella al cabo de unos segundos.
—¿Quién?
—La policía.
Harry asimiló lentamente la información de que había pasado un fin de semana desde que estuvo en el apartamento de Camilla Loen. Intentó ver su imagen reflejada en la ventana de la tienda. ¿Todo el fin de semana? ¿Qué pinta tendría ahora?
—No nos queréis revelar nada —dijo ella—. Y los periódicos dicen que no tenéis pistas. ¿Es verdad?
—No es mi caso —dijo Harry.
—Vale —Vibeke Knutsen asintió con la cabeza. Y empezó a sonreír.
—¿Y sabes qué?
—¿Qué?
—Supongo que está bien así.
Transcurrieron un par de segundos, hasta que Harry se dio cuenta de lo que quería decir. Y se echó a reír. Hasta que la risa se convirtió en una tos muy fea.
—Es raro que no te haya visto antes en esta tienda —dijo cuando recuperó el aliento.
Vibeke se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? A lo mejor volvemos a vernos pronto.
Le sonrió radiante y echó a andar. Las bolsas de plástico se meneaban de un lado a otro al ritmo del trasero. «Tú y yo somos animales en África». Harry lo pensó tan alto que, por un instante, temió haberlo dicho.
Había un hombre sentado en la escalera delante de la puerta de la calle Sofie con la chaqueta echada por los hombros y apretándose el estómago con la mano. Tenía la camisa manchada de negros cercos de sudor en el pecho y en las axilas. Cuando vio a Harry, se levantó.
Harry tomó aire y se armó de valor. Era Bjarne Møller.
—Dios mío, Harry.
—Dios mío, jefe.
—¿Sabes la pinta que tienes?
Harry sacó las llaves.
—¿Como si no estuviera bien entrenado?
—Se te ordenó participar en la investigación del caso de asesinato durante el fin de semana y nadie te ha visto el pelo. Y hoy ni siquiera has ido a trabajar.
—Me quedé dormido, jefe. Y no está tan lejos de la verdad como tú crees.
—Ajá. ¿Quizá también estuviste dormido las semanas anteriores a este viernes durante las cuales no apareciste?
—Bueno. Las nubes se dispersaron después de la primera semana, así que llamé al trabajo. Pero me dijeron que alguien me había puesto en la lista de vacaciones. Pensé que serías tú.
Harry entró en el portal con paso enérgico y con Møller pisándole los talones.
—Tuve que hacerlo —suspiró sin dejar de apretarse el estómago con la mano—. ¡Cuatro semanas, Harry!
—Bueno, una millonésima de segundo en el universo…
—¡Y ni una palabra sobre dónde has estado!
Harry guió la llave laboriosamente dentro de la cerradura.
—Eso viene ahora, jefe.
—¿El qué?
—Una palabra sobre dónde he estado: aquí.
Harry empujó la puerta del apartamento y enseguida sintieron la bofetada de un olor agridulce a basura revenida, cerveza y colillas.
—¿Te habrías sentido mejor sabiéndolo?
Harry entró y Møller lo siguió con paso vacilante.
—No tienes que quitarte los zapatos, jefe —le gritó Harry desde la cocina.
Møller alzó la vista al cielo con los ojos en blanco y cruzó el salón intentando no pisar las botellas vacías, los platos llenos de colillas y los discos de vinilo.
—¿Te has pasado aquí cuatro semanas bebiendo, Harry?
—Con algunas pausas, jefe. Algunas pausas largas. Estoy de vacaciones, ¿verdad? La semana pasada no pude probar ni una gota.
—Tengo malas noticias, Harry —gritó Møller soltando el pasador de la ventana y empujando el marco febrilmente. Al tercer empujón, la ventana se abrió por fin. Con un gemido, Møller se desabrochó el cinturón y el primer botón del pantalón. Cuando se dio la vuelta, Harry estaba en el umbral de la puerta del salón con una botella de whisky abierta en la mano.
—¿Cómo de malas? —Harry miró el cinturón aflojado de su jefe—. ¿Me vas a azotar? ¿O me vas a violar?
—Digestión lenta —explicó Møller.
—Ya —Harry olió la boca de la botella—. Una expresión curiosa ésa de «digestión lenta». Yo también he tenido problemas estomacales, así que he leído sobre el tema. La digestión puede durar de doce a veinticuatro horas. En todo el mundo. En cualquier caso. No es que tus intestinos necesiten más tiempo, es sólo que duelen más.
—Harry…
—¿Una copa, jefe? A no ser que la quieras limpia.
—He venido a decirte que se acabó, Harry.
—¿Vas a romper conmigo?
—¡Basta ya!
Møller dio en la mesa tal puñetazo que hizo saltar las botellas, y se hundió en un sillón orejero de color verde. Se pasó la mano por la cara.
—He arriesgado mi puesto para salvarte demasiadas veces, Harry. Hay personas en mi vida que significan para mí más que tú, personas a las que debo mantener. Se acabó, Harry. No puedo ayudarte más.
—Vale.
Harry se sentó en el sofá y llenó uno de los vasos.
—Nadie te ha pedido que me ayudes, jefe, pero gracias de todos modos. Por el tiempo que duró. Salud.
Møller aspiró profundamente y cerró los ojos.
—¿Sabes qué, Harry? A veces eres el gilipollas más arrogante, egoísta y estúpido del mundo.
Harry se encogió de hombros y apuró el vaso de un trago.
—He redactado tu carta de despido —dijo Møller.
Harry dejó el vaso y volvió a llenarlo.
—Está en la mesa del jefe de la Policía Judicial. Lo único que le falta es su firma. ¿Comprendes lo que eso significa, Harry?
Harry asintió.
—¿Estás seguro de no querer un traguito antes de irte, jefe?
Møller se levantó. En el umbral de la puerta del salón se dio la vuelta.
—No te imaginas lo que me duele verte así, Harry. Rakel y este trabajo era todo lo que tenías. Primero pasas de Rakel y ahora pasas del trabajo.
«Perdí ambas cosas hace exactamente cuatro semanas», resonó el pensamiento de Harry.
—Me duele muchísimo, Harry.
La puerta se cerró detrás de Møller.
Tres cuartos de hora más tarde, Harry dormía en el sillón. Había recibido visita. No de las tres mujeres de costumbre. Sino del comisario jefe de la Policía Judicial.
Habían pasado cuatro semanas y tres días. Fue el jefe de la Policía Judicial en persona quien solicitó que la reunión se celebrase en el Boxer. Una taberna para los felices sedientos, a un tiro de piedra de la comisaría y a un par de pasos inseguros del arroyo. Sólo él, Harry y Roy Kvinsvik. Le explicó que, mientras no hubiese tomado una decisión, más valía hacerlo todo de la manera menos oficial posible, para que él mantuviera intactas todas las posibilidades de retroceso.
Nada dijo, eso sí, de las posibilidades de retroceso de Harry.
Cuando Harry llegó al Boxer un cuarto de hora más tarde de lo acordado, el comisario jefe ya estaba sentado al fondo del local, tomándose una cerveza. Harry sintió su mirada mientras se sentaba, aquellos ojos azules que, a ambos lados de su estrecha y majestuosa nariz, brillaban desde la profundidad de sus cuencas. Tenía el pelo gris y tupido y un porte erguido y delgado para su edad. El comisario jefe no se parecía en nada a esos sesentones de los que a uno le cuesta imaginar que hayan sido jóvenes alguna vez. En el grupo de Delitos Violentos lo llamaban «el Presidente» porque su despacho era oval, pero también porque él, sobre todo cuando se trataba de reuniones oficiales, hablaba como si lo fuera. Aquel día, en cambio, fue «lo menos oficial posible». La boca sin labios del jefe de la Policía Judicial se abrió por fin.
—Vienes solo.
Harry le pidió al camarero un agua de Farris, cogió un menú que había sobre la mesa y, mientras examinaba la primera página, dijo descuidadamente, como si se tratara de una información superflua.
—Ha cambiado de opinión.
—¿Tu testigo ha cambiado de opinión?
—Sí.
El comisario jefe tomó un largo trago de cerveza.
—Se ha pasado cinco meses consintiendo en ser testigo —dijo Harry—. La última vez fue anteayer. ¿Crees que el Eisbein estará bueno?
—¿Qué ha dicho?
—Habíamos quedado en que yo iría a buscarlo después de la reunión de hoy en la Iglesia de Filadelfia. Cuando llegué, dijo que lo había pensado mejor. Que había llegado a la conclusión de que el hombre al que había visto en el coche con Sverre Olsen no era Tom Waaler.
El comisario jefe miró fijamente a Harry. Luego, con un gesto que Harry interpretó como la finalización de la entrevista, se subió la manga del abrigo y miró el reloj.
—Entonces no nos queda otra que presumir que se trataba de otra persona, y que el hombre al que vio tu testigo no era Tom Waaler. ¿Tú qué dices, Hole?
Harry tragó saliva. Y volvió a tragar. Sin dejar de observar atentamente el menú.
—Eisbein. Yo digo Eisbein.
—Lo que tú digas. Tengo que irme, pero cárgalo en mi cuenta.
Harry se rió.
—Te lo agradezco, pero si he de serte sincero, tengo la desagradable sensación de que voy a quedarme solo con la cuenta de todas formas.
El comisario jefe frunció el entrecejo y habló con la irritación vibrándole en las cuerdas vocales.
—Yo te voy a ser sincero, Hole. Es de sobra sabido que tú y el comisario Waaler no os soportáis. Desde que formulaste esas infundadas acusaciones, he albergado la sospecha de que tu antipatía personal había influido en tu juicio. Y según lo veo yo, acabas de confirmarme tal sospecha.
El comisario jefe empujó el vaso de cerveza medio lleno hacia el centro de la mesa, se levantó y se abrochó el abrigo.
—Por lo tanto, iré al grano y espero que quede claro, Hole. El asesinato de Ellen Gjelten está resuelto y el caso queda cerrado. Ni tú ni nadie ha podido aportar algo nuevo y sustancial que justifique una nueva investigación. Si se te ocurre acercarte a este asunto otra vez, se te considerará culpable de desacato a una orden y tu carta de despido con mi firma irá a parar inmediatamente al consejo de contratación. No hago esto porque sea mi intención consentir la existencia de policías corruptos, sino porque es mi deber mantener la moral de trabajo de este organismo a cierto nivel. No podemos permitirnos tener policías que gritan a destiempo «¡que viene el lobo!». Si descubro que, de alguna manera, intentas seguir adelante con las acusaciones contra Waaler, te apartaré inmediatamente del servicio y el caso pasará a Asuntos Internos.
—¿Qué caso? —preguntó Harry—. ¿El de Waaler contra Gjelten?
—El de Hole contra Waaler.
Una vez se hubo marchado el comisario jefe, Harry se quedó mirando el vaso de cerveza medio lleno. Podía obedecer al pie de la letra las órdenes del comisario jefe, pero eso no cambiaría nada. Estaba acabado de todas formas. Había fallado, y ahora era un riesgo para los suyos. Un traidor paranoico, una bomba a punto de estallar de la que se desharían a la primera de cambio. Sólo dependía de Harry darles una oportunidad.
Llegó el camarero con la botella de agua y le preguntó si quería comer algo. O beber algo. Harry se humedeció los labios mientras se debatía entre pensamientos contradictorios. Sólo había que darles una oportunidad, otros harían el resto.
Empujó la botella de agua a un lado y respondió a la pregunta del camarero.
Hacía cuatro semanas y tres días. Fue entonces cuando todo empezó. Y terminó.