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Viernes. Huevos

El edificio se construyó en 1898 sobre un suelo de arcilla que había cedido levemente por la parte oeste, de modo que el agua pasaba por el umbral también por ese lado, hacia el que estaba descolgada la puerta. Desde allí discurría hasta el suelo del dormitorio dibujando en el parqué de roble una línea húmeda, siempre hacia el oeste. En su fluir se posaba un momento en una hendidura del parqué, hasta que una nueva onda de agua la desplazaba empujándola por detrás y haciéndola correr como a una rata asustada hasta el listón de la pared. Una vez allí, se deslizaba hacia ambos lados, buscando y olisqueando por debajo del listón antes de encontrar una ranura en el ángulo que formaba la pared con el extremo de los listones de parqué. En la ranura había una moneda de cinco coronas acuñada con el perfil del rey Olav en 1987, un año antes de que la moneda cayera del bolsillo del carpintero. Pero eran tiempos de prosperidad, había que rehabilitar rápidamente muchos áticos y el carpintero no se había molestado en buscar la moneda perdida.

El agua no precisó mucho tiempo para encontrar el camino por el que atravesar el suelo, bajo el parqué. Salvo una fuga registrada en 1968, el mismo año en que se renovó el tejado del edificio, los maderos llevaban secándose y encogiéndose ininterrumpidamente desde 1898, con lo que la ranura entre los dos maderos de pino interiores ya casi medía medio centímetro. Y bajo la ranura, el agua caía sobre una de las vigas que la llevaba hacia el oeste, hasta la parte interna de la pared exterior. Y desde allí, se filtraba por el enlucido y el mortero que, más de cien años atrás, preparó Jacob Andersen, albañil y padre de cinco hijos. Al igual que los otros albañiles de la época, Andersen mezclaba su propio mortero y su propio enlucido. Y no sólo componía una mezcla única de cal, agua y arena, sino que incluía además dos ingredientes especiales: cerdas de caballo y sangre de cerdo. En opinión de Jacob Andersen, las cerdas y la sangre aglutinaban, y eso aportaba a la mezcla una fuerza añadida. Al ver la actitud incrédula de sus colegas, Andersen les aseguraba que no se trataba de una invención suya. Su padre y su abuelo, ambos escoceses, habían utilizado los mismos ingredientes, pero de cordero. Y pese a haber renunciado a su apellido escocés y haber adoptado el de su maestro de albañilería, no veía razón alguna para despreciar seiscientos años de experiencia. Algunos de los albañiles opinaban que aquello era inmoral; otros, que parecía una práctica diabólica, pero la mayoría de los colegas simplemente se burlaban de él. Con toda probabilidad, fue uno de ellos el que puso en circulación la historia que llegó a circular de boca en boca por aquella ciudad en vías de crecimiento, entonces conocida como Kristiania. Un cochero de Grünerløkka se casó con una prima suya de Varmland y la pareja se mudó a la calle Seilduksgata, a un pisito de una habitación y cocina, de uno de los edificios en cuya construcción había participado Andersen. El primer hijo del matrimonio tuvo la mala suerte de nacer con el cabello rizado y oscuro y los ojos marrones. Dado que ambos progenitores eran rubios y de ojos azules, el marido, de talante particularmente celoso, llevó a su mujer al sótano una noche y la emparedó. Las gruesas paredes de ladrillo de doble capa entre las que quedó atada y aprisionada ahogaron sus gritos con suma eficacia. El marido pensó sin duda que moriría por falta de aire, pero si algo eran capaces de hacer bien los albañiles, era conseguir que éste circulara. Al final, la pobre mujer intentó derribar la pared con los dientes. Tal intento habría podido dar resultado, pues el escocés Andersen pensaba que, ya que utilizaba sangre y cerdas, bien podía ahorrar en la cal de la mezcla, que era más cara, con lo que sus paredes resultaban porosas y se deshicieron bajo los duros ataques de los dientes de Varmland. Por desgracia, las ansias de vivir de la mujer la empujaron a morder bocados de mortero y ladrillo demasiado grandes. Hasta que llegó un momento en que no pudo masticar, tragar, ni escupir, y la arena, las lascas y el lodo le taponaron el esófago. Se le puso la cara azul, el corazón empezó a latir despacio y la mujer dejó de respirar.

Estaba lo que la mayoría de las personas llamarían muerta.

Sin embargo, según el mito, el sabor a sangre de cerdo hizo que la desgraciada creyera que seguía con vida, de modo que se deshizo sin dificultad de las cuerdas que la tenían atada, atravesó la pared y echó a andar. Algunos ancianos de Grünerløkka aún recuerdan la historia que oían en su infancia sobre aquella mujer con cabeza de cerdo que se paseaba con un cuchillo para cortarles la cabeza a los niños pequeños que andaban por la calle a altas horas de la noche, porque necesitaba el sabor de sangre en la boca para no desaparecer del todo. Pocos conocían, sin embargo, el nombre del albañil y Andersen seguía haciendo su singular mezcla sin inmutarse. Tres años después de haber terminado el edificio por el que ahora discurre el agua, Andersen se cayó de un andamio y dejó por toda herencia doscientas coronas y una guitarra. Todavía tenían que transcurrir casi cien años para que los albañiles empezasen a utilizar fibras artificiales parecidas al pelo en sus mezclas de cemento y para que en un laboratorio de Milán se descubriese que los muros de Jericó estaban reforzados con sangre y cerdas de camello.

La mayor parte del agua no se filtró por la pared, sino que fluyó hacia abajo. Porque el agua, la cobardía y el deseo buscan siempre el fondo más abismal. Las primeras cantidades de agua las absorbió la arcilla grumosa que había entre las vigas, pero el líquido elemento seguía filtrándose, la arcilla empezaba a saturarse y el agua terminó por penetrarla y por mojar el periódico Aftenposten del 11 de julio de 1898 que había quedado atrapado en el interior de la pared y que informaba de que, seguramente, la buena racha de la construcción en Kristiania había alcanzado ya el límite y de que cabía esperar que a los especuladores inmobiliarios carentes de escrúpulos se les avecinasen tiempos menos prósperos. En la página tres decía que la policía continuaba sin tener pistas sobre el asesinato de una joven costurera a la que habían encontrado apuñalada en su baño la semana anterior. Ya en mayo habían sacado del río Akerselva el cadáver de una joven asesinada y mutilada de la misma forma, pero la policía no quería pronunciarse sobre la posibilidad de que existiese alguna relación entre ambos casos.

El agua se filtró, pues, desde el periódico por entre las tablas de madera de debajo y traspasó el techo. Y puesto que ya lo habían perforado en 1968 para localizar la fuga, el agua rezumaba por los agujeros formando gotas que se quedaban adheridas a la pintura hasta que adquirían el peso suficiente como para que la gravedad venciera la resistencia de la adhesión a la superficie, momento en el que se soltaban para caer desde una altura de tres metros y ocho centímetros, sin encontrar obstáculos en su camino. Y allí aterrizaba y se detenía el agua. Sobre más agua.

Vibeke Knutsen chupó el cigarrillo con fuerza y exhaló el humo por la ventana abierta del cuarto piso. Era por la tarde y el aire templado que ascendía desde el asfalto del patio caldeado por el sol se llevaba el humo hacia arriba a lo largo de la fachada azul claro, sobre cuya superficie terminaba disipándose. Al otro lado del tejado se oía el ruido de algún que otro coche que pasaba por la calle Ullevålsveien, por lo general muy transitada. Ahora, sin embargo, en el periodo vacacional, la ciudad había quedado prácticamente evacuada. Una mosca yacía patas arriba tumbada en el alféizar, no había tomado la precaución de escapar del calor. Hacía más fresco en aquella parte del apartamento, que daba a la calle de Ullevålsveien, pero a Vibeke Knutsen no le gustaba esa panorámica. El cementerio de Vår Frelser. Lleno de celebridades. De celebridades muertas. En el bajo había un local comercial donde vendían «Monumentos», según rezaba la placa, es decir, lápidas. Proximidad a la fuente del mercado, dicen que se llama.

Vibeke apoyó la cabeza en el fresco cristal de la ventana.

Se había alegrado cuando llegó el calor, pero la alegría no tardó en esfumarse y ya echaba de menos que las noches fuesen más frescas y que hubiese gente por la calle. Cinco clientes habían entrado ese día en la galería antes de la hora de comer, y después del almuerzo, sólo tres. Se había fumado un paquete y medio de cigarrillos de puro aburrimiento, sufría palpitaciones y le dolía tanto la garganta que apenas podía hablar cuando la llamó el jefe para preguntar qué tal iban las cosas. Aun así, no había hecho más que llegar a casa y poner una olla de agua a hervir para cocer patatas, cuando de nuevo sintió ganas de fumar.

Vibeke había dejado de fumar hacía dos años, cuando Anders entró en su vida. Y no porque él se lo hubiese impuesto, al contrario. Cuando se conocieron en Gran Canaria, él le pidió un cigarrillo. Sólo por gusto. Y un mes después de regresar a Oslo, cuando se fueron a vivir juntos, una de las primeras cosas que dijo fue que su relación debería cargar con la culpa de que Vibeke lo convirtiera en un fumador pasivo, que los investigadores del cáncer seguramente exageraban un poco y que, con el tiempo, se acostumbraría a que su ropa oliese a tabaco. Vibeke tomó la decisión al día siguiente y unos días más tarde, cuando él le dijo mientras almorzaban que hacía mucho que no la veía con un cigarrillo, ella le contestó que nunca se había considerado fumadora. Anders se inclinó y le acarició la mejilla con una sonrisa.

—¿Sabes qué, Vibeke? Ésa fue también mi impresión.

Vibeke oía el agua hervir a borbotones en la cacerola, a su espalda, y miró el cigarrillo. Tres caladas más. Dio la primera. No sabía a nada.

No recordaba bien cuándo había empezado a fumar otra vez. Quizás el verano anterior, cuando las ausencias de Anders por viajes de trabajo empezaron a prolongarse. ¿O fue después de Año Nuevo, cuando Anders empezó a hacer horas extras casi todas las noches?

¿Era porque se sentía desgraciada? ¿Acaso era desgraciada? Nunca discutían. Tampoco hacían el amor muy a menudo, pero eso, según le dijo Anders, dando así el tema por zanjado, era por lo mucho que él trabajaba. Tampoco es que ella lo echase tanto de menos. Las escasas ocasiones en que hacían el amor sin mucho entusiasmo era como si él no estuviera allí. De modo que Vibeke había decidido que ella tampoco tenía por qué estar presente.

Sin embargo, no discutían. A Anders no le gustaba que se levantase la voz.

Vibeke miró el reloj. Las cinco y cuarto. ¿Dónde estaría? Por lo menos solía avisar cuando se retrasaba. Apagó el cigarrillo y lo dejó caer al suelo del patio interior, se dio la vuelta y le echó un vistazo a las patatas. Pinchó la más grande con un tenedor. Casi listas. Unos pequeños grumos negros flotaban en el agua que hervía a borbotones. ¡Qué raro! ¿Serían de las patatas o de la cacerola?

Intentaba recordar para qué la había utilizado la última vez, cuando oyó la puerta de entrada y enseguida una respiración jadeante y el ruido de alguien que se quitaba los zapatos. Al cabo de un instante, Anders entró en la cocina y abrió el frigorífico.

—¿Y bien? —preguntó.

—Hamburguesas.

—Vale —Anders elevó el tono al final, como marcando una interrogación cuyo significado ella conocía aproximadamente: «¿Otra vez carne? ¿No deberíamos comer pescado más a menudo?».

—Seguro que está rico —continuó Anders con poco entusiasmo, inclinándose sobre los fogones.

—¿Qué has estado haciendo? Estás empapado en sudor.

—No voy a poder entrenar esta tarde así que he recorrido en bicicleta el trayecto de ida y vuelta al lago Sognsvann. ¿Qué son esos grumos negros que flotan en el agua?

—No lo sé —admitió Vibeke—. Acabo de verlos.

—¿Que no lo sabes? ¿No decías que estuviste a punto de ser cocinera?

Dicho esto, cogió raudo uno de los grumos entre el índice y el pulgar y se lo metió en la boca. Ella le miraba el cogote de hito en hito. El pelo fino y castaño que tanto le gustó al principio. Corto y bien cuidado. Con la raya al lado. Tenía un aspecto tan decente. Como de alguien con futuro. Para más de una persona.

—¿A qué sabe? —preguntó Vibeke.

—A nada —respondió Anders aún inclinado sobre la placa—. A huevos.

—¿A huevos? Pero si fregué bien esa cacerola la última vez…

Vibeke se interrumpió de pronto.

Él se dio la vuelta.

—¿Qué pasa?

—Está… goteando —dijo señalándole la cabeza con el dedo.

Anders frunció el entrecejo y se pasó la mano por el cogote. Entonces ambos levantaron simultáneamente la vista al techo, de donde pendían dos gotas. Vibeke, que era un poco miope, no habría distinguido las gotas si éstas hubieran sido trasparentes. Pero no lo eran.

—Parece que Camilla tiene una fuga —constató Anders—. Tendrás que subir a avisarle mientras yo busco al portero.

Vibeke entornó los ojos con la vista aún en el techo y luego observó los grumos en la cacerola.

—Dios mío —susurró sintiendo otra vez las palpitaciones.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Anders.

—Tú vete a buscar al portero. Y luego vais los dos a casa de Camilla. Entre tanto, yo llamaré a la policía.