Capítulo 29

Construir una barrera alrededor de tu señor no es necesariamente una atención amorosa. ¿Cómo podrá observar a sus siervos y ver si le obedecen sin ánimo de obtener recompensa? No, hijo mío, muchas veces, una barrera es el fruto del temor y un depósito de polvo.

Dichos de los ABATES

La calle donde vivía el Abad resultó ser todavía más estrecha que las otras. Orne pasaba por ella y veía que, si extendía los brazos, podría tocar ambas paredes, que eran de piedra sin pulir y estaban iluminadas por unos muy espaciados globos luminosos, de antiguo diseño. Al final de la calle se veía una puerta gris débilmente iluminada.

Aquel lugar olía a tierra acabada de labrar y a moho. La superficie de plastrete del suelo estaba erosionada por el paso de los viandantes.

Resultó que la puerta de la casa del Abad estaba cerrada.

Orne pensó:

"¿Una puerta cerrada? ¿No podría ser todo pureza y dulzura, en Amel?"

Dio un paso hacia atrás y miró cuidadosamente la pared. Tenía unas oscuras irregularidades en la parte superior que muy bien podían ser pinchos, u otra barrera similar.

Los pensamientos de Orne se volvieron cínicos:

"¡Vaya citas civilizadas las de este "pacífico" planeta!"

Había violencia allí, detrás del salvajismo de las turbas. Las calles estrechas eran más fáciles de defender. Los hombres que sabían dar órdenes concisas, sabían, asimismo, cómo dar órdenes militares. Las florituras del Psi y el constante hablar de la paz delataban una preocupación e interés por la violencia de las masas.

Un interés por la guerra.

Orne miró hacia atrás por el callejón. Seguía vacío. Percibió dentro de él el apremio del miedo. Quería abandonar aquel lugar tan de prisa como se lo permitieran las piernas. Pero este deseo no alivió en lo más mínimo la intensidad de la señal interior. Cualquier sitio era tan peligroso como cualquier otro, en este planeta. No había otra salida más que ir haciendo frente a los peligros, sin titubeos.

Respiró profundamente, se despojó del hábito sacerdotal, balanceo una de las puntas con dobladillo por encima del borde de la pared, y tiró. El hábito resbaló, pero al final quedó prendido. Lo probó tirando con fuerza; se oyó un ruido ligero de desgarro, pero la tela aguantó. Orne probó si resistía su peso. Se estiró, pero el hábito estaba firmemente sujeto a la parte alta de la valla.

Logró pasar por encima de las piedras que le arañaban. Evitó los pinchos del borde, donde se detuvo para examinar los alrededores.

En el piso de arriba, el segundo, de la casa que tenía delante había una ventana iluminada con una luz rosada muy tenue tras unas cortinas sueltas. Orne miró hacia abajo y vio un patio en el que había filas de arriates llenos de flores. Volvió a mirar hacia la ventana y notó la punzada de rechazo.

¡Allí estaba el peligro!

Un ambiente tenso se adueñó del patio.

Las sombras podían esconder a un ejército de guardias, pero su sentido le decía que el peligro vendría de algún otro lado.

¡Detrás de aquella ventana!

Orne desenganchó la vestidura y se dejó caer en el patio; agazapado en las sombras se volvió a poner el hábito y se apretó el cinturón. Anduvo por el patio, pegado a sus paredes, por la izquierda; y evitando los tiestos, procuraba aprovechar las zonas sumidas en la sombra.

Unas enredaderas llegaban hasta una balconada que estaba debajo de la ventana iluminada. Probó tirando de una, pero se le quebró en las manos. Era demasiado frágil.

Fue siguiendo la pared de la casa. Una corriente de aire dio en su mejilla izquierda. Se detuvo, se esforzó por ver en una oscuridad más negra todavía: había una puerta abierta.

Los avisos del miedo le corrían por los nervios. Se sobrepuso, y entró por la puerta hasta llegar a una escalera.

¡Y en la escalera se encendió la luz!

Orne se quedó petrificado, pero tuvo que contener la risa cuando vio el interruptor de rayo sensor al lado del vano de la puerta.

Dio un paso atrás: la oscuridad. Un paso adelante: la luz.

La escalera ascendía en curva hacia la izquierda. Orne subió por ella, deslizándose silenciosamente. Encontró una puerta al final con una sola inicial de oro: A.

"¿El Abad?"

El tirador de la puerta era una simple barra corta montada en un pivote. No había ningún cerrojo de código palmar ni otro dispositivo de cierre. Cualquiera podía abrir aquella puerta. Orne tenía la garganta seca cuando, poniendo una mano sobre la barra, la hizo bajar. Sonó un click final. Orne abrió la puerta, se lanzó dentro, y la cerró de golpe.

—Ahhhh, le estaba esperando.

La voz era débil, de hombre, de tenor, ligeramente temblorosa.

Orne vio una amplia cama con dosel. Aislado en ella, como una muñeca de piel oscura, se hallaba sentado un hombre que llevaba una camisa de dormir blanca. Estaba apoyado en una montaña de almohadones, y su cara le resultaba ligeramente familiar. Era una cara estrecha y tenía una nariz asomada a un precipicio sobre una amplia boca. La calva pulida, de color oscuro, relucía a la débil luz de un solitario globo que estaba al lado de la cama.

La amplia boca se movió y la temblorosa voz de tenor dijo:

—Soy el Abad Halmyrach. Le doy la bienvenida y le bendigo.

Un olor de vetustez y polvo dominaba en la habitación. Orne oyó el tictac de un reloj antiguo que debía de estar en las sombras.

Dio dos pasos hacia la figura que se encontraba en la cama. Su sentido premonitorio incrementó la presión. Orne se detuvo intentando recordar a quién se parecía el Abad.

—Usted se parece a un hombre que conozco con el nombre de Emolirdo.

—Es mi hermano, es más joven que yo —dijo el Abad—. ¿Sigue empeñado en explicar que la inicial de su nombre corresponde a la palabra agonía?

Orne asintió.

—Esto es un intento de bromear, ¿sabe? —dijo el Abad—. Su nombre verdadero es Aggadah, y se refiere a las máximas y a todo el Talmud, que es un libro religioso muy antiguo.

—Ha dicho usted que me estaba esperando —dijo Orne.

—Normalmente, espero a aquellos que he llamado —dijo el Abad.

Sus ojos parecían penetrar en el interior de Orne, buscar y calificar.

Alzó un brazo esquelético e hizo un gesto en dirección a una sencilla silla que estaba al lado de la cama.

—Siéntese por favor, y perdóneme por recibirle de esta manera; pero velo mucho por mi descanso en estos últimos años. ¿Encontró a mi hermano con buena salud, la última vez que le vio?

—Sí, parecía estar muy bien.

Orne se acercó a la silla reflexionando sobre el Abad. Algo que había en aquel anciano, aparentemente flaco y frágil, denotaba mayores poderes que todos los que había encontrado antes. Unas fuerzas mortales estaban latentes en aquella habitación. Orne miró a su alrededor, vio cosas oscuras colgadas en las paredes; había formas sobrenaturales labradas en ellas, curvas y cuadrados, pirámides, esvásticas, un repetitivo signo como un ancla de la suerte.

El suelo era duro y frío. Orne miró hacia él y vio ladrillos blancos y negros tallados en grandes piezas pentagonales, de por lo menos un metro de largo. Unos muebles de madera pulida estaban en los rincones, en sombra. Identificó un pupitre, una mesa baja, sillas, una estantería con videodiscos que tenía los lados en forma de lira.

—¿Ha llamado usted a sus guardias? —preguntó Orne, volviéndose a ocupar del Abad.

—¿Qué necesidad tengo de los guardias? —respondió el Abad—. Cuando una cosa está guardada, eso crea la necesidad de los guardias.

El brazo esquelético volvió a señalar en dirección a la silla.

—Siéntese, por favor. Me desagrada ver que no está usted cómodo.

Orne estudió la silla. Tenía forma de huso, y carecía de brazos que pudieran ocultar ligaduras secretas.

—Es una simple silla —dijo el Abad.

Orne se sentó como el que se tira al agua fría, tensó los músculos para saltar. No pasó nada.

El Abad sonrió.

—¿Lo ve usted?

Orne se mojó los labios. El aire de la habitación le preocupaba. Notaba que era insuficiente para sus pulmones. Había allí algo completamente fuera de lugar. Aquella entrevista no se desarrollaba como él había supuesto que se iba a desarrollar, aunque, cuando reflexionó sobre ello, no podía precisar cómo se había imaginado que sería aquel encuentro. Algo no estaba bien.

—Ha pasado usted por unos trances muy fatigosos —dijo el Abad—. Casi siempre era necesario, pero, por favor, comparta mi sentimiento de compañerismo. Recuerdo muy bien cómo lo pasé.

—¿Oh? ¿Usted también vino aquí para descubrir algunas cosas?

—En cierto sentido, sí —respondió el Abad—. En un sentido muy real.

—¿Por qué intenta usted destruir el I-A? —le soltó Orne—. Esto es lo que quiero descubrir.

—Un reto no implica necesariamente el deseo de destruir —precisó el Abad—. ¿Ha descifrado la intención que se ocultaba detrás de su ordalía? ¿Sabe usted por qué ha cooperado con nosotros en unas pruebas tan peligrosas?

Los grandes ojos, oscuros y relucientes, miraban inocentemente a Orne.

—¿Qué otra cosa podía hacer yo?

—Muchas cosas, como nos lo ha demostrado.

—De acuerdo… Sentía curiosidad.

—¿Acerca de qué, concretamente?

Orne sintió que se agitaba dentro de él y bajó la mirada. Cuando reaccionó se preguntó:

"¿Qué intento ocultar?"

El Abad le preguntó:

—¿Es usted honrado consigo mismo?

Orne tragó saliva. Se sentía como el escolar llamado a rendir cuentas a su maestro. Contestó:

—Intento serlo… Creo que continué porque sospechaba que usted iba a enseñarme cosas acerca de mí mismo que… todavía no conozco.

—Magnífico —dijo el Abad—. Pero usted es un producto de las civilizaciones marakianas que…

—Y de las nathianas —le interrumpió Orne.

—Más a mi favor —dijo el Abad—. Y esta civilización presume de tener muchas técnicas para que los humanos puedan conocerse a sí mismos: recondicionamientos, métodos de microcirugía muy sofisticados, la aplicación forzada de tono cultural. ¿Cómo puede haber algo relacionado con usted que todavía necesite descubrir?

—Pues, sencillamente, sabía que lo había.

—¿Porqué? ¿Cómo?

—Siempre hay algo más que necesitamos saber sobre cualquier cosa. Esto es así, en un universo infinito.

—Es una rara intuición —observó el Abad—. ¿Alguna vez ha tenido miedo sin saber exactamente de qué?

—¿Y quién no?

—Desde luego —confirmó el Abad—. Usted dice las palabras, pero no creo que obre según su intuición. ¡Ah, si tuviéramos tiempo para hacerle estudiar la psiquiatría taumatúrgica y a los antiguos cristianos!

—¿Estudiar, qué cosa?

—Ya existían ciencias mentales mucho antes de las técnicas desarrolladas por su civilización —dijo el Abad—. La religión de los Christeros conserva algunos fragmentos de esas técnicas. Su estudio sería muy valioso para usted.

Orne hizo oscilar la cabeza. Las cosas no iban como deberían ir. Se notaba a la defensiva, manipulado. Sí, delante de él no había más que un humano esquelético, vestido con un ridículo camisón. No… Orne se corrigió a sí mismo. Se enfrentaba a mucho más. La impresión de poder que allí había no podía ser pasada por alto.

El Abad preguntó:

—¿De verdad cree usted que ha venido aquí para proteger a su querido I-A, y descubrir si estamos fomentando la guerra?

—Esto debe ser parte de los motivos —respondió Orne.

—¿Y qué pasaría si descubriera usted que estamos planeando una guerra? Entonces, ¿qué? ¿Es usted cirujano? ¿Está usted preparado para cortar la infección y dejar a la sociedad en su anterior estado de salud?

Orne tuvo un acceso de ira, que desapareció tan aprisa como había venido. ¿Salud? Este concepto le preocupaba. ¿Qué era la salud?

—Por todas partes, a nuestro alrededor —dijo el Abad—, existen las fuerzas de las tinieblas. De vez en cuando, rompen las dimensiones que las encierran y se actualizan en formas lo suficientemente tangibles para que las podamos percibir. Usted las está percibiendo ahora mismo. Si las consideramos desde el punto de vista de la vida, algunas de estas fuerzas son saludables y otras no lo son. Hay maneras de hacer que la vida pueda hablar a estas formas, pero nuestra comunicación no siempre obtiene los resultados que nos habíamos propuesto.

En silencio, Orne miraba al Abad y sabía, por el sentido de vacuidad interior que experimentaba, que se había embarcado en una empresa peligrosa. Percibió que, dentro de él, surgían unas fuerzas salvajes y terribles.

El Abad preguntó:

—¿No ve usted paralelos entre las cosas que hemos discutido hasta ahora?

—Yo… —Orne deglutió—. Tal vez.

—Lo mejor de una sociedad científica y mecanicista le sopesó a usted, Orne, y le asignó una casilla en su esquema de las cosas. Pero ¿es esta casilla de su medida?

—Usted sabe que no lo es.

—Algo quedó en usted que su civilización no pudo tocar, tal como siempre queda algo que su I-A no toca.

Orne notó que se le hacía un nudo en la garganta, se acordó de Gienah, de Hamal, de Sheleb. Dijo:

—Algunas veces, tocamos demasiado.

—Desde luego —asintió el Abad—. Pero la parte mayor de un iceberg queda por debajo del mar. Lo mismo sucede con Amel. Lo mismo sucede con usted, con el I-A y con todas las manifestaciones que podamos considerar.

Orne volvió a sentir que la ira estaba de nuevo a punto de aflorar.

—Todo esto sólo son palabras —dijo—. ¡Nada más que palabras!

El Abad cerró los ojos y suspiró. Habló en voz baja:

—El gurú Pasawan, que acaudilló a los Ramakrishnanas en la Gran Unificación, que ahora conocemos como la Tregua Ecuménica, enseñó la divinidad del alma, la unidad de todo lo existente, la unidad de Dios, la armonía de todas las religiones, el inexorable transcurrir de la eternidad…

—¡Ya he aguantado bastante monserga religiosa! —estalló Orne—. Parece haber olvidado usted que he pasado por algunas de sus máquinas. Sé que manipula el…

—Tómese esto como si fuera una lección de historia —dijo el Abad, y abriendo los ojos de par en par para mirar severamente a Orne.

Este se quedó en silencio, avergonzado de su arranque emotivo.

"¿Por qué lo había hecho? ¿Qué presiones estaban ocultas allí?"

—El descubrimiento y la interpretación del Psi tienden a confirmar lo que decía el gurú Pasawan —dijo el Abad—. Hasta aquí, nuestros postulados siguen siendo ciertos.

—¿Ah, sí?

Y Orne reflexionó sobre esto; ¡probablemente, el Abad no iba a proponer una prueba científica de la religión!

El Abad siguió diciendo:

—Cuando todo el género humano actúa unido, representa una gran fuerza Psi, un sistema de energía. Las palabras actuales carecen de importancia porque los hechos que se pueden observar hablan por ellos mismos. Algunas veces, a esta fuerza la llamamos religión. Otras veces, le atribuimos un foco de acción independiente y lo llamamos Dios.

—¡El foco Psi! —exclamó Orne—. Emolirdo creía que yo podía ser… Bien dijo que yo…

—¿Un dios? —preguntó el Abad.

Orne vio que las manos del anciano temblaban como hojas sobre la colcha. El miedo premonitorio había desaparecido, pero pensaba que no le gustaban los embates de las fuerzas internas que habían quedado en su lugar.

—Eso es lo que dijo —asintió Orne.

—Hemos aprendido —dijo el Abad— que un dios que no tenga disciplina se enfrenta con el mismo destino, en nuestras dimensiones, que el humano más corriente en las mismas circunstancias. Es una desgracia que la humanidad se haya sentido siempre tan atraída por los absolutos, incluso en lo que se refiere a nuestros dioses.

Orne recordaba su experiencia con Bakrish en la ladera de la colina, las turbas, las fuerzas Psi que brotaban de aquel organismo masificado de humanidad.

El Abad prosiguió diciendo:

—Usted habla con cierta falta de convicción acerca de la eternidad de los absolutos. Vayamos a la existencia finita y será mejor. Consideremos un sistema finito, en el que un determinado ser, incluso un dios, agote todas las fuentes de conocimiento y lo sepa todo, los cómos y los porqués.

Orne, que se imaginó la imagen pintada por las palabras del Abad, le interrumpió:

—¡Eso sería peor que la muerte!

—Un ser que se encontrara en estas condiciones se enfrentaría a un aburrimiento mortal e inenarrable —corroboró el Abad—. El futuro sería para él una repetición sin fin, sería como tocar siempre los mismos discos. Sería, como bien dice usted, un aburrimiento peor que la extinción.

—Pero el aburrimiento es una especie de éxtasis —dijo Orne—. Esto tendría que romperse por alguna parte, explotar y convertirse en Caos.

—¿Y en dónde tenemos nosotros, pobres criaturas finitas, que pasar nuestra existencia? —preguntó el Abad.

—Rodeados por el Caos —dijo Orne.

—Sumergidos en él —dijo el Abad, pestañeando por culpa de sus cansados párpados—. Vivimos en un sistema infinito, donde cualquier cosa puede suceder, un sitio de cambios constantes. Nuestra única afirmación absoluta es: "Las cosas cambian."

—Si todo puede suceder —dijo Orne—, ¿su hipotético ser puede extinguirse? ¿Incluso si fuera un dios?

—Hay todo un precio que pagar, para huir del aburrimiento, ¿no es verdad? —inquirió el Abad.

—No es posible que sea tan sencillo —protestó Orne.

—Y muy probablemente no lo es —asintió el Abad—. En nosotros existe otra conciencia que niega la extinción. Se la ha llamado con nombres tales como el subconsciente colectivo, la paramatman, el Urgrund, el Sanatana Darma, el ober palliat. Se la ha llamado de muchas maneras.

—Más palabras, otra vez —objetó Orne—. El hecho de que exista un nombre para algo no certifica que esta cosa exista.

—Bien —dijo el Abad—. Usted no confunde un razonamiento claro con un razonamiento correcto. Usted es empírico. ¿Ha oído alguna vez la leyenda de Tomás el dubitativo?

—No.

—Ah —dijo el Abad—, pues ahora un mortal va a instruir a un dios. Tomás es uno de mis personajes predilectos. Rehúsa aceptar los hechos cruciales como cosas de fe.

—Pues me parece que es un hombre sabio.

—Yo siempre le he tenido por tal —dijo el Abad—. Preguntaba mucho, pero no llegó lo suficientemente lejos con sus preguntas. Nunca preguntó a quién adoraban los dioses.

Orne se percató de que su ser interior había cambiado, pero siguiendo una evolución lenta. Percibía que las fuerzas se ponían donde debían estar, conceptos, orden, Caos, nuevas relaciones. Era una explosión de conocimientos, una luz potentísima que iluminaba, para él, lo infinito.

Cuando esto hubo pasado, Orne dijo:

—Ustedes no instruyeron a Mahmud.

—No, no lo hicimos —reconoció el Abad en voz baja y contrita—. Mahmud se nos escapó. Podemos generar dioses…, profetas, pero no siempre quedamos en buenas relaciones con ellos. Cuando nos señalan el camino hacia la degeneración y el fracaso, podemos no escucharles. Cuando nos señalan el camino para que abandonemos nuestra ceguera, unos tupidos velos se nos ponen ante los ojos. Los resultados son siempre los mismos.

Orne habló, y oía cómo el eco de su propia voz resonaba terriblemente en la habitación del Abad:

—Incluso cuando ustedes siguen el camino, sólo pueden conseguir un orden perecedero. Trepan hacia el poder y caen y se estrellan contra las circunstancias.

Una luz interior brillaba en los ojos del Abad. Dijo:

—Se lo ruego, Orne, ¿puede echar usted la cuenta del número de inocentes desamparados que han sido torturados y maltratados en nombre de la religión, en nuestra sangrienta historia?

—El número no tiene demasiada importancia —contestó Orne.

—¿Por qué las religiones se desmandan? —preguntó el Abad.

—¿Está usted enterado de lo que me ha ocurrido esta noche? —preguntó Orne, a su vez.

—Lo supe pocos minutos después de que pudiera escapar —respondió el Abad—. Le ruego que no esté enfadado. Recuerde que yo fui quien le llamó.

Orne miró al Abad, pero no veía la carne sino las fuerzas que se concentraban allí, como si fueran apareciendo por el desgarrón de una cortina negra.

—Usted quería que yo sufriera y aprendiera la explosiva energía que tiene la religión —dijo—. Es verdad: un mortal puede instruir a un dios…

Dudó:

—…o a un profeta. Me gusta usted, Abad Halmyrach.

De los ojos del Abad brotaron lágrimas. Preguntó:

—¿Qué es usted, Orne: dios o profeta?

Orne acalló la percepción sensorial para examinar la nueva relación, y luego contestó:

—Cualquier cosa de las dos, o las dos a la vez, o ninguna. La Unidad tiene una opción. Acepto vuestro desafío. No quiero empezar una nueva religión que se desmande.

—Entonces, ¿qué hará usted? —inquirió el Abad.

Orne se volvió, y agitó una mano. Una espada de fuego oscilante se hizo visible a unos dos metros de la mano. La dirigió hacia la cabeza del Abad y vio el miedo reflejado en sus viejos ojos.

—¿Qué le sucedió al primer humano solitario que controló esta forma de energía? —preguntó Orne.

—Lo quemaron vivo, por brujo —respondió con voz ronca el Abad—. No sabía cómo emplear la fuerza después de haberla hecho aparecer.

—Entonces, resulta que es peligroso hacer que exista una fuerza que no se sepa emplear —dijo Orne—. ¿Sabe usted cómo se llama esta fuerza particular?

—Una salamandra —musitó el Abad.

—Los hombres creyeron que era un demonio dotado de vida propia —dijo Orne—. Pero usted sabe de esto mucho más que ellos, ¿no es cierto, Reverendo Abad?

—Es energía sin domar —dijo en voz baja el Abad.

Dio un suspiro y se hundió en los almohadones. Orne respetó la pausa, que infundió nueva energía al Abad.

—Gracias —dijo éste—. Algunas veces, me olvido de mis años, pero mis años no se olvidan de mí.

—Usted me obligó a aceptar las cosas que yo ya podía hacer —dijo Orne—. Yo dudaba de la existencia de una conciencia superior que algunas veces se manifiesta en los hombres, en los dioses, en los profetas y en las máquinas. Pero usted me hizo pasar por la prueba de la fe, y me obligó a tener fe en mí mismo.

—Y es así como se hacen los dioses —se atrevió a decir el Abad.

Orne recordó su antigua pesadilla:

"Los dioses se hacen, no nacen."

Dijo:

—Usted debía haber hecho caso de Tomás: los dioses pueden adorar y adoran. Invoqué a Mahmud, y Mahmud no había sido hecho por ustedes. Provoqué dolor y sufrimiento. En un universo infinito, un dios puede odiar.

El anciano se tapó la cara con las manos, y sollozó:

—¡Ah! ¿Qué hemos hecho? ¿Qué hemos hecho?

—Psi debe ser combatido con Psi —dijo Orne.

Sólo empleando el esfuerzo de su voluntad, Orne se proyectó al espacio de otras dimensiones, encontró un sitio donde las fuerzas Psi no le podían confundir. En alguna parte, se oía un clamor casi inaudible, pero pudo hacer caso omiso de él. El pensamiento de unos segundos que daban un tictac deslumbrante en su interior.

¡EL TIEMPO!

Hacía juegos malabares con los símbolos como si fueran bloques de energía; manipulaba la energía como si fueran señales discretas. Tiempo y tensión: la tensión es igual a la fuente de la energía. Energía más oposición son iguales a la creación de la energía. Para reforzar una cosa, oponte a ella. El crecimiento de la energía más la oposición producen (tiempo/tiempo), producen nuevas identidades.

Orne hablaba, sin palabras, con el TIEMPO:

"Uno se convierte en lo peor de aquello a lo que se opone."

El TIEMPO desarrolló el tema para él:

—Lo grande degenera y es pequeño, el sacerdote se convierte en demonio…

En algún sitio, detrás de él, Orne percibió el flujo de la energía caótica. Se veía a sí mismo en la cima de una montaña, y allí había otra cima de montaña detrás de él. Apretó la tierra viva con las palmas abiertas.

"Luego, tengo forma", pensó.

Le llegó una voz que venía de detrás de las montañas. Se sentía atraído montaña abajo, distorsionado, retorcido. Orne se opuso a la distorsión, y consintió en ir hacia la voz.

—Bendito sea Orne; bendito sea Orne…

Era un cántico persistente, se oía la voz del Abad. Había otros: Diana, Stetson… una multitud.

—Bendito sea Orne…

Orne lo vio mediante sentidos que había creado a propósito y en dimensiones que él mismo había hecho. Aún percibía el flujo del Caos, pero sabía que ni tan sólo esto podía detenerle. No tenía que hacer más que crear su propia percepción y los velos caerían.

—Bendito sea Orne —rezaba el Abad.

Orne sintió un impulso de simpatía hacia el anciano al advertir su temor reverencial. Era como la demostración frustrada de Emolirdo: una sombra tridimensional en un universo de dos dimensiones. El Abad existía en un estrato muy tenue de tiempo. La Vida proyectaba la materia del Abad a lo largo de esta tenue dimensión.

El Abad rezaba a su dios Orne, y éste le contestaba; llegaba a él desde la cima de la montaña, borraba los rezos de las multitudes, venía a reposar como una forma con las piernas cruzadas y sentado sobre la cama.

—Me ha vuelto a llamar —dijo Orne.

—No me ha dicho usted lo que elige —le recordó el Abad—. ¿Dios, profeta…, o qué?

—Es interesante —observó Orne—. Uno existe dentro de estas dimensiones, pero también existe fuera de ellas. He visto que sus pensamientos recorrían toda su vida, sin emplear más que un segundo en todo el viaje. Cuando uno es amenazado, su conocimiento se refugia en el no-tiempo; obliga al tiempo a que casi se detenga.

El Abad seguía sentado, respaldado por la cama, pero ahora tenía las manos extendidas para rezar. Dijo:

—Le ruego que conteste a mi pregunta.

—Usted ya conoce la respuesta —dijo Orne.

—¿Yo?

Los ojos del Abad se abrieron de par en par, a causa de la sorpresa. Sus viejos huesos temblaban sobre la cama.

—Lo ha sabido durante miles de años —dijo Orne—. Lo he visto. Antes de que los hombres se aventuraran a ir al espacio, algunos miraron al universo del modo correcto y aprendieron la respuesta a esta pregunta. La llamaron Maya, y el idioma era el sánscrito.

—Maya —susurró el Abad—. Proyecto mi conciencia sobre el universo.

—La vida crea sus propias causas —dijo Orne—. Proyectamos nuestra propia razón de ser. Y siempre por delante de nosotros: el gran cataclismo y el gran despertar. Siempre por delante de nosotros va el infinito tiempo que abrasa y del que sale el fénix. La fe que tenemos es la fe que hemos creado.

—¿Y esto contesta a mi pregunta? —suplicó el Abad.

—Escojo lo que cualquier dios escogería —dijo Orne.

Y desapareció del dormitorio del Abad.