Capítulo 27

La envidia, el deseo y la ambición limitan al hombre al Universo de Maya. ¿Y qué es este Universo? Es sólo la proyección de su envidia, de su deseo y de su ambición.

NOAH ARKRIGHT

La sabiduría de Amel

—¡Qué locura! —dijo el Abad—. Usted deliberadamente dijo a su amigo que azuzara a las masas contra él. Y después de que yo lo hubiera prohibido. Ahhhh, Macrithy…

Este se hallaba de pie con los hombros gachos, en el estudio del Abad. Y el Abad estaba en la postura del loto sobre una mesa baja y de cara al sacerdote.

Con dos dedos alzados como si fueran antenas, y las rodillas que sobresalían a causa de la postura, el Abad miraba fijamente a Macrithy.

—Yo sólo pensaba en usted —protestó Macrithy.

—¡Usted no pensaba! ¡Punto! —El Abad era terrible en su enjuiciamiento tan lacónico como penoso—. Usted no pensaba en los seres humanos que se habían convertido en una chusma. Orne podía haberlos mandado al infierno eterno. Podrá hacerlo, incluso, cuando adquiera sus plenos poderes.

—He venido aquí para avisarle a usted tan pronto he sabido que se había escapado —dijo Macrithy.

—¿Y de qué sirve este aviso? —preguntó el Abad—. Ahhh, mi querido amigo, ¿cómo es posible que haya incurrido en semejante error? Como puede ver, lo que está sucediendo ahora mismo es la consecuencia, que era fácilmente previsible, de su acción. Debo suponer que esta situación es, realmente, lo que usted quería.

—¡Oh, no!

Macrithy estaba horrorizado.

—Cuando la boca y la acción no están de acuerdo, cree en la acción —dijo el Abad—. Macrithy, ¿por qué quiere destruirnos?

—¡No es verdad! ¡No es verdad!

Macrithy se apartó del Abad haciendo gestos defensivos con las manos. Se detuvo al llegar a la pared.

—Pero usted lo ha hecho —dijo el Abad, con voz apesadumbrada—. Quizá lo ha hecho porque le encargué a Bakrish y no a usted que acompañara a Orne. Pero esto no podía ser, amigo mío. Usted habría querido destruir a Orne… y a usted mismo. Yo no podía permitirlo.

Macrithy se cubrió la cara con las manos.

—Nos destruirá a todos —sollozó.

—Rece para que no lo haga —dijo el Abad con voz suave—. Hágale llegar el amor y el interés que siente por él. Así, puede que tenga un afortunado despertar.

—Y ahora, ¿de qué va a servirnos el amor? —preguntó Macrithy—. Él viene a buscarle a usted.

—Desde luego —murmuró el Abad—. Porque yo le llamé. Abandone su violencia, Macrithy. Rece por usted. Rece para que su espíritu quede limpio. Yo también rezaré por usted.

Macrithy movió la cabeza de lado a lado.

—Es demasiado tarde para rezar.

—¡Y que sea usted quien diga tal cosa! —se lamentó el Abad.

—¡Perdóneme! ¡Perdóneme! —le suplicó Macrithy.

—Váyase, con mi bendición —dijo el Abad—. Sería mejor que pidiera perdón a Dios. Debe de haberle ofendido gravemente.