Capítulo 26

El orden implica ley. Por medio de esto indicamos la forma que ayuda a nuestra comprensión del orden, capacitándonos para predecir y, por otra parte, para tratar con el orden. Sigamos diciendo, no obstante, que la ley presupone intención; este es otro asunto, que no se deriva necesariamente de la existencia de la ley. De hecho, el concepto de eternidad abre otra manera opuesta de verlo. La intención requiere un principio, luego la intención y luego la ley. La esencia de la eternidad es que no hay principio ni fin. Sin principio, no hay intención, no hay un motivo eterno. Sin fin, no hay una meta final, no hay juicio. A partir de estas observaciones, postulamos que el pecado y la culpa, que son productos de la intención, no son unos derivados fijos de la eternidad. En último extremo, tales conceptos como pecado-culpa-juicio requieren unos inicios, tienen entidad si son fragmentos de eternidad. Tales conceptos son maneras de tratar con la ley finita, y sólo incidentalmente con los asuntos eternos. Es así como podemos comprender lo limitadas y limitantes que son nuestras proyecciones a la divinidad.

ABAD HALMYRACH

El reto de la Eternidad

El aire de la noche era de un frío cortante y hacía que Orne agradeciera el grosor de su toga. Bakrish le había llevado a una gran área cerrada de parque dentro del barrio religioso. Los pájaros se arrullaban en las oscuras sombras de los árboles. Aquel sitio olía a hierba recién cortada. No había luces artificiales en las proximidades, pero Bakrish iba por una senda escabrosa como si pudiera ver, y Orne seguía la débil silueta del hábito del sacerdote.

Delante de ellos, había una colina que se destacaba sobre el fondo estrellado. Colina arriba subía una serpiente de luces que se movían.

A Orne aún le dolía el brazo herido, pero una tableta de energía había eliminado su cansancio.

Bakrish habló por encima del hombro.

—Las luces las llevan los estudiantes, y cada uno va acompañado por un sacerdote. Cada estudiante tiene un palo de dos metros con una caja iluminada en el extremo. La caja tiene cuatro caras translúcidas, cada una de diferente color, como puede ver: rojo, azul, amarillo y verde.

Orne observó las luces que titilaban en la colina, como si fueran insectos fosforescentes.

—¿Por qué hacen todo esto?

—Demuestran así su devoción.

—¿Por qué hay estos cuatro colores?

—Ahh… Rojo por la sangre que usted ha ofrecido, azul por la verdad, amarillo por la riqueza de la experiencia religiosa y verde por el crecimiento de la vida.

—¿De qué manera el ir por la montaña denota devoción?

—Porque ellos la sienten.

Bakrish recuperó el ritmo de su marcha y abandonó la senda para cruzar una extensión de prado. Orne, sorprendido, tuvo que darse prisa para poderle alcanzar. Se preguntaba otra vez por qué se sometía a aquella ordalía. ¿Acaso porque podía llevarle hasta el Abad? ¿Porque Stetson le había ordenado que cumpliera aquella misión? ¿A causa de su juramento al I-A? Ninguna de estas razones le parecía la correcta. Se sabía atrapado en una pista estrecha que podía abandonar tan fácilmente como Bakrish había hecho con la senda que quedaba atrás.

El sacerdote se detuvo frente a una estrecha puerta que había en una pared de piedra, y Orne se dio cuenta de que una hilera de gente silenciosa pasaba por ella. Sus manos se tendían para coger unos palos largos que estaban en una estantería, al lado de la puerta. Las luces empezaban a lucir detrás de la pared. Podía oler la transpiración humana, oír el arrastre de los pies, el roce de los hábitos.

De vez en cuando se oía una tos, pero ninguna conversación.

Bakrish cogió un palo de la estantería y dobló su parte final. La luz empezó a brillar en la caja que había en la parte alta del palo. Puso el lado rojo hacia la procesión que pasaba por la puerta. Ponía un reflejo rojo en la gente, estudiante y sacerdote, que andaban con los ojos bajos y con expresiones sobrias e intensas.

—Tenga esto.

Bakrish puso el palo en las manos de Orne.

A Orne le pareció que era liso y oleoso. Quería preguntar qué se suponía debía hacer con él, aparte de sostenerlo, y si en realidad había que hacer algo más, pero el silencio de la procesión le intimidaba.

Encontraba tonto sostener aquello. ¿Qué era lo que realmente hacían allí? ¿Y por qué ahora estaban esperando?

Bakrish le cogió el brazo y le dijo en voz baja:

—Éste es el final de la procesión. Póngase detrás. Yo le seguiré. Lleve su luz en alto.

Alguno de los que tomaban parte en la procesión hizo:

—¡Shhhhhh!

Orne vio la figura que iba al final de todo, y se puso detrás de ella. Inmediatamente la premonición le drenó la energía. Vaciló, tropezó.

Bakrish susurró:

—¡Aguante! ¡Aguante!

Orne recuperó el paso, pero aún sentía por dentro los bocinazos del vacío. Su luz teñía de un apagado color verde la figura del sacerdote que le precedía.

Muy lejos, un murmullo rítmico empezó a sonar desde la cabeza de la procesión, fue haciéndose más fuerte a medida que se acercaba, a lo largo de toda la hilera, llegó a dominar sobre el ruido de las vestiduras, y ahogó el ruido de los insectos que había en la crecida hierba que brotaba al lado del camino. Era un sonido sin palabras:

—¡Ahhh-ah-uhh! ¡Ahhh-ah-uhh!

La cuesta del camino se hizo más empinada, y la procesión daba vueltas serpenteando para poder subir: luces vacilantes, sombras borrosas, cánticos, tropezones con las raíces que se encontraban al paso, piedras, sitios resbaladizos, aire frío.

Bakrish le dijo al oído:

—¡Usted no canta!

El sentido del peligro y sus sentimientos de estar fuera de lugar se combinaron para llenar a Orne de rebeldía. Contestó:

—¡Esta noche no tengo buena voz!

—¡Ahhh-ah-huh!

¡Qué tonterías! Tenía ganas de tirar la luz colina abajo y desaparecer en la noche.

La procesión y el cántico se pararon tan de repente que faltó poco para que Orne tropezara con el sacerdote que le precedía. Orne dio un traspié, recuperó el equilibrio y puso enhiesto su palo para evitar herir a alguien. La concurrencia se iba aglomerando a su alrededor, saliéndose del camino. Él siguió marchando, abriéndose paso hasta un matorral bajo. Detrás se encontraba un anfiteatro poco profundo, y en él había una muela de piedra que se elevaba hasta una altura doble a la de un hombre. Los sacerdotes se separaron de los estudiantes, que formaron un semicírculo en pendiente hacia la piedra. Sus luces arrancaban multicolores reflexiones a las piedras.

"¿Dónde estaba Bakrish?"

Orne miró a su alrededor y comprobó que le habían separado de Bakrish. ¿Qué se suponía que tenía que hacer ahora? ¿Cómo podía esto demostrar devoción?

Un sacerdote barbudo salió de detrás de la piedra y se plantó delante de ella. Llevaba una vestidura negra y un sombrero de tres picos rojo. Sus ojos brillaban a la luz. Los estudiantes permanecían en completo silencio.

Orne, que estaba en el anillo exterior, se preguntaba cómo esto podía formar parte de una ordalía.

¿Qué iban a hacer ahora?

El sacerdote del tricornio rojo extendió por completo los brazos y los bajó. Habló con una resonante voz de bajo:

—Estáis delante del trono de la Pureza y de la Ley. Ambas son inseparables en toda creencia verdadera. Pureza y Ley. He aquí la clave del Gran Misterio que nos ha de llevar al paraíso.

Orne sintió la tensión del aviso premonitorio y, además, un enorme aumento de la fuerza Psi. Esta Psi era diferente, en alguna manera, de la que había experimentado en ocasiones anteriores. Batía, como un metrónomo con la cadencia de las palabras del sacerdote de la barba, floreciendo y ampliándose a medida que la pasión de la prédica aumentaba.

Orne se concentró en las palabras:

—…La divinidad inmortal y la pureza de todos los grandes profetas. ¡El soplo de la eternidad dado para nuestra salvación! ¡Concebido en la pureza, nacido en la pureza, sus pensamientos siempre impregnados de pureza! ¡Jamás mancillados por la baja naturaleza en todos sus aspectos, nos muestran el camino!

Experimentando una conmoción íntima, Orne reconoció que la fuerza Psi que le rodeaba ahora no procedía de ninguna máquina, sino de la aglutinación de las emociones que brotaban de las masas de oyentes. Captó el contenido emocional, sutiles armónicos en el predominante campo Psi. El sacerdote barbudo dominaba a su audiencia como un músico que tocara un instrumento.

—Tened fe en la verdad eterna de este divino dogma —chillaba el sacerdote.

Ráfagas de olor a incienso llegaban hasta Orne. Un oculto instrumento empezó a emitir notas bajas de órgano, una melodía llena de redobles y pasajes sonoros que llegaba con la voz del sacerdote, pero que nunca la ahogaba.

Orne vio que la masa de gente se desplazaba hacia la derecha, donde los sacerdotes agitaban los incensarios. Un humo azul se expandía sobre los oyentes y formaba remolinos fantasmales. Una campanilla tocaba, con abrupta cadencia, cada vez que el sacerdote hacía una pausa. Tocó siete veces.

Como si estuviera hipnotizado, Orne absorbía toda la escena, y pensaba:

"¡Las emociones masificadas actúan como una fuerza Psi! ¿Qué es este poder?"

El sacerdote que estaba en la muela de piedra elevó los dos brazos; y con los puños apretados, gritaba:

—¡El paraíso eterno para los verdaderos creyentes! ¡La condenación eterna para los descreídos!

El tono de su voz descendió:

—Tú, que buscas la verdad eterna, híncate de rodillas y ruega para que te llegue la luz. Ruega para que se alce el velo que hay delante de tus ojos. Ruega para alcanzar la pureza que trae la santa comprensión. Ruega para salvarte. Ruega para que el Todo-Uno te imprima su bendición.

Un ruido de pies y vestiduras siguió a esta prédica cuando los estudiantes se arrodillaron alrededor de Orne. Pero éste se quedó de pie, expuesto a todas las miradas, abstraído en lo que acababa de descubrir:

"¡Las emociones de las masas producen una fuerza Psi!" Se sentía alegre, limpio, al borde de una gran revelación. Quería llamar a Bakrish para gritarle su descubrimiento.

Unos murmullos de enfado surgían de las bocas de los estudiantes arrodillados, pero apenas sí captaban la atención de Orne. Miradas de protesta se posaban en él. Los murmullos fueron en aumento.

La percepción presciente rugía dentro de Orne. Salió de su abstracción para percatarse del peligro que le rodeaba.

En un extremo del grupo de estudiantes arrodillados, un estudiante levantó un brazo y señaló a Orne.

—¿Qué pasa con ése? ¡Es un estudiante! ¿Por qué no se arrodilla como nosotros?

Orne lanzó miradas escudriñadoras a todas partes. ¿Dónde estaba Bakrish? Alguien tiró de la toga de Orne para que se arrodillara, pero Orne se apartó.

El camino quedaba precisamente detrás de él, a través del matorral.

Alguien, de entre la masa de estudiantes, chilló:

—¡Incrédulo!

Orne notó la fuerza de esta palabra como si una red Psi hubiera sido lanzada hacia él, disminuyera su percepción y le bloqueara la razón.

Algunos otros empezaron a repetir la palabra en un canto estúpido:

—¡Incrédulo! ¡Incrédulo! ¡Incrédulo!

Orne se retiró poco a poco, hacia atrás, a través del matorral, experimentando mucho miedo. La tensión de la masa era algo tangible, una mecha que echaba humo y buscaba su camino hacia una explosión masiva.

El sacerdote barbudo lanzó una mirada feroz a Orne; su oscura cara aparecía contrahecha bajo las luces calidoscópicas de los estudiantes. De repente, el anfiteatro se convirtió en una escena de pesadilla, para Orne, un lugar demoníaco, y se dio cuenta de que todavía llevaba su antorcha, que era como un faro para que le localizaran. Su luz le mostró el sendero que detrás de él le llevaría hacia la oscuridad.

De pronto, el sacerdote predicador elevó la voz hasta convertirla en un alarido de loco:

—¡Traedme la cabeza de ese blasfemo!

Orne lanzó la antorcha a modo de lanza cuando los estudiantes se pusieron en pie rugiendo. Giró velozmente, y salió a toda prisa por el sendero, oyendo los gritos atronantes de sus perseguidores.

Los ojos de Orne se habituaron a la luz de las estrellas y podía ver el sendero que era una línea negra sobre negro. Olvidando las precauciones, echó a correr. El rabioso aullido de sus perseguidores se oyó en la noche. El sendero torcía hacia la izquierda, y un bloque de una negrura más profunda se veía a la vuelta. ¿Bosques? Las ramas le azotaban la cara.

El sendero bajaba, giró a la derecha, luego a la izquierda. Tropezó en una raíz y estuvo a punto de caerse. Su túnica se enganchó en un arbusto y perdió unos segundos para liberarse. Sus perseguidores, que chillaban y agitaban los faroles, casi le alcanzaron. Orne se lanzó fuera del camino, colina abajo hacia la derecha y paralelo a una línea de árboles. La túnica se le enredó en unos matorrales. Echó mano a su cinturón, y dejó allí la túnica.

Alguien que estaba más arriba que él gritó:

—¡Le oigo! ¡Allí abajo!

Los perseguidores se detuvieron en seco, y durante un instante guardaron silencio. Todos los otros ruidos fueron dominados por los de la desenfrenada huida de Orne.

—¡Va por allí! ¡Hacia abajo!

Estaban detrás de él. Les oyó cuando atravesaban la maleza, oyó sus gritos y maldiciones.

—¡Aquí está su túnica! ¡Tengo su túnica!

—¡Su cabeza! ¡Arrancadle la cabeza!

Orne se agachó para salvar una rama, tropezó y resbaló colina abajo, se lanzó a través de una senda y se abrió camino entre los matorrales. Tenía frío y estaba desnudo, sólo llevaba las sandalias y unos calzoncillos que había llevado debajo de la túnica. Las ramas se le clavaban en la piel. Oyó a sus perseguidores, una avalancha humana que estaba en la colina por encima de él y que chillaba y maldecía. Las figuras tunicadas saltaban y corrían alocadamente.

De nuevo, Orne encontró un sendero. Iba hacia abajo y a su derecha. Se metió por él, jadeando y tropezando. Le dolían las piernas. Sentía una fuerte opresión en el pecho. Le dolían los flancos. La senda le llevó a una negrura más intensa y perdió el camino. Miró hacia arriba para ver los árboles contra las estrellas.

La turba desenfrenada levantaba un clamor confuso detrás de él.

Orne se detuvo y se apoyó en un árbol para escuchar.

—¡Una parte de vosotros id por aquí! —gritó alguien—. ¡Los demás, seguidme!

Orne respiraba desesperadamente, jadeaba. ¡Estaba acosado como un animal feroz porque había abandonado momentáneamente su cautela! Recordó las palabras de Bakrish: "La cautela es la hermana del miedo…"

Casi encima de Orne, y no más lejos de cincuenta metros, alguien gritó:

—¿Le oís?

Más lejos, a la izquierda, una voz dio la respuesta:

—¡No!

Orne empujó para apartarse del árbol, se deslizo hacia abajo, con sumo cuidado, tanteando cada paso. Oyó que alguien corría, algo más arriba que él, y unos pasos que se alejaban, a la izquierda. El ruido se fue apagando. Gritos confusos, luego silencio, y luego más gritos llegaron desde la mitad de la distancia a la colina, hacia la izquierda. Finalmente, éstos también se apagaron.

Algunas veces arrastrándose, siempre tanteando cada avance, Orne hacía camino aprovechando la oscuridad que había debajo de los árboles. Una vez tuvo que estar tendido en el suelo mientras cinco figuras pasaron muy cerca de él. Cuando se hubieron ido se dejó resbalar por la pendiente de la colina hasta otro bucle del sendero. La herida del brazo le daba punzadas de dolor y advirtió que había perdido el vendaje. El dolor le recordaba la sensación de picor que había experimentado cuando estuvo atado a la silla de Bakrish. Había sido como el picor que había experimentado cuando se curaba una herida, pero antes de haber herida.

Orne experimentó la impresión de que había descubierto otra clave de Amel, pero su significado se le escapaba.

Cayó en un ritmo de escapatoria: bajo los matojos, evitar las hojas, lanzarse a través de los sitios oscuros donde los árboles tapaban a las estrellas. Pero los árboles fueron haciéndose escasos y los arbustos estaban cada vez más distanciados. Notó el césped bajo los pies, y se dio cuenta de que había bajado ya la ultima cuesta de la colina y estaba en el área del parque. Había una pared. Orne se acurrucó para calmar su temblor.

Bakrish había dicho que el Abad Halmyrach se encontraba cerca.

Cuando se acordó del Abad, Orne sintió que la sensación que le roía por dentro se aliviaba momentáneamente, pero luego se hacía más fuerte. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué estaba a salvo… pero no salvado? Experimentó el irresistible deseo de encontrar al Abad para poder arrancar la verdad del reconocido jefe de todo Amel.

"¿Para qué molestarse con los escalones de abajo? ¿Dónde estaba Bakrish cuando le necesitaba? ¿Es así como debe actuar un agente del I-A?"

Orne supo que había sido liberado de un sueño. ¡Dogma y ceremonia! ¡Vaya tontería!

Una sonrisa astuta apareció en los labios de Orne. Pensó:

"¡Me proclamo graduado en esta ordalía! ¡Se ha acabado! ¡He pasado las pruebas!"

Unos pasos sonaron a su izquierda.

Orne se escondió detrás de un árbol y miró a su alrededor. A la débil luz de las estrellas que se filtraba entre los ya escasos árboles, vio a un sacerdote vestido de blanco que avanzaba hacia él por el sendero que pasaba por delante del árbol que le ocultaba. Orne se apretó contra el tronco y esperó. Los pájaros aleteaban y hacían débiles ruidos en las ramas que estaban encima de él. Olía la fragancia de las flores que se abrían por la noche. Los pasos se acercaron más, y siguieron más allá de donde él estaba.

Orne salió de detrás del árbol. Corrió cuatro pasos por la hierba blanda del borde del sendero. Puso una mano alrededor del cuello del sacerdote y presionó en un nervio. El sacerdote resopló una vez, se aflojó y cayó inerte en los brazos de Orne.