Capítulo 24

El maestro que no aprende nada de sus alumnos, no es un buen maestro. El discípulo que se burla del conocimiento verdadero de su maestro es como el que escoge las uvas verdes y desecha el fruto dulce de la parra que se ha dejado madurar a su tiempo.

Dichos de los ABATES

—Debe sentarse usted en esta silla —dijo Bakrish cuando hubieron acabado de rezar.

Indicó el armatoste bajo y feo que estaba delante de la pared barrera.

Orne miró la silla y vio una especie de cuenco puesto al revés y montado de manera que se pudiera colocar por encima del asiento. Había una tensión premonitoria en aquella silla. Orne notó que los latidos de su corazón aumentaban de presión.

"Algunas veces, sólo vamos por el mero hecho de ir." Estas palabras acudían a su memoria y se preguntaba quién las había pronunciado. La gran rueda giraba.

Orne se acercó a la silla y se sentó en ella.

En el momento en que se sentó, notó que su premonición de peligro se hacía mucho más intensa.

Unas bandas metálicas saltaron desde sus escondrijos en la silla, le atenazaron los brazos y le rodearon el pecho y las piernas. Se retorció intentando liberarse.

—No luche —le advirtió Bakrish—. No puede escapar.

—¿Por qué no me ha avisado usted de que me iban a amarrar aquí?

—No lo sabía, de verdad. Esta silla es parte de la máquina Psi y, a través suyo, tiene una vida propia. Por favor, Orne, se lo pido como amigo: no luche, no nos odie. El odio multiplica muchas veces el riesgo que corre y puede hacerle fracasar.

—¿Arrastrándole también a usted conmigo?

—Sería muy posible —replicó Bakrish—. Nadie puede escapar a las consecuencias de su odio.

Suspiró, se puso detrás de la silla y cambió de posición el cuenco invertido hasta dejarlo en alto, sobre la cabeza de Orne.

—No haga movimientos bruscos ni trate de sacudir la cabeza. Si lo hiciera, las sondas de microfilamento que contiene este cuenco le causarían un intenso dolor.

Bakrish hizo descender el cuenco.

Orne notó que algo tocaba en muchos sitios de su cuero cabelludo; tenía la sensación de que algo corría por allí haciéndole cosquillas.

—¿Qué es esto? —preguntó.

Su voz retumbaba de un modo raro en sus oídos. De repente discurrió:

"¿Por qué he de aguantar todo esto? ¿Por qué he de creer todo lo que me dicen?"

—Esta es una de las mayores máquinas Psi —contestó Bakrish.

Ajustó algo detrás de la silla y se oyó un ruido metálico.

—¿Ve la pared que está delante de usted?

Orne miró hacia delante, por debajo del borde del cuenco.

—Sí —respondió.

—Observe la pared —ordenó Bakrish—. Puede poner de manifiesto sus más recónditas voliciones. Con esta máquina, puede conseguir hacer milagros. Puede hacer volver a los muertos, y otras muchas maravillas. Está en el umbral de una profunda experiencia mística.

Orne intentó tragar saliva.

—¿Si quisiera que se apareciera mi padre, lo haría?

—¿Ha muerto ya?

—Sí.

—Entonces, podría ser que sí.

—¿Sería mi padre, vivo…, él mismo?

—Sí, pero permítame que le prevenga. Las cosas que verá aquí no son alucinaciones. Si tiene éxito en su invocación a los muertos, estará invocando a esta persona muerta y… algo más.

A Orne, le picaba y escocía la parte posterior del brazo derecho.

Se moría de ganas de rascarse allí.

—¿Qué significa este "algo más"?

—Es una paradoja viviente —contestó Bakrish—. Cualquier criatura que se manifieste aquí por medio de usted quedará investida con la psique de usted además de la suya propia. Su contenido puede influir en el contenido de la suya, de modo que no se puede prever. Todos sus recuerdos estarán a la disposición de cualquier carne viva que invoque.

—¿Mis recuerdos? Pero…

—Atienda, Orne. Esto es importante. En algunos casos, los aparecidos pueden conocer su dualidad. Otros pueden rechazar la mitad propia de usted, o ser incapaces de asumirla. Algunos pueden llegar incluso a no percibirla.

Orne experimentó la impresión de que el miedo provocaba las palabras de Bakrish; estaba convencido de su sinceridad, y pensó:

"Éste se lo cree."

Lo que no hacía que todo ello fuera verdad, pero daba un peso adicional a las palabras del sacerdote.

—¿Por qué me han amarrado a esta silla? —preguntó Orne.

—No estoy seguro de saberlo. Es posible que fuera muy importante que no pudiera escaparse de usted mismo.

Bakrish puso una mano sobre un hombro de Orne, y se lo oprimió suavemente.

—Ahora debo irme, pero rezaré por usted. Que la gracia y la fe le guíen.

Orne oyó el crujido del hábito cuando el sacerdote se retiró. Una puerta batió con un golpe cuyos ecos se fueron amortiguando. Una infinita soledad invadió a Orne.

Luego, un ronroneo como el que produce una abeja lejana fue haciéndose perceptible. El amplificador Psi que Orne llevaba en el cuello daba dolorosos tirones, y pudo sentir las descargas de las fuerzas Psi a su alrededor.

La pared que hacía de barrera estaba viva, había tomado un color verde vivo y pulido. Unas líneas de púrpura tornasolada empezaban a reptar por ella. Se movían y retorcían como si fueran gusanos encerrados en una pecera de agua viscosa y verde.

Orne inhaló entrecortadamente. El miedo le golpeaba. Las líneas reptantes de color púrpura producían una fascinación hipnótica. Algunas parecían salirse de la pared y saltar hacia él. La forma de la cara de Diana relució momentáneamente entre las líneas.

Intentó retener la imagen, pero desapareció en un fundido.

"No quiero que ella esté en este sitio tan peligroso", pensó.

Unas formas contrahechas pululaban por la pared. Se aglutinaron de repente formando la silueta de un Shriggar, el lagarto con dientes de sierra, de Chargon, que las madres llamaban para asustar a los niños desobedientes. La imagen fue aumentando en consistencia cuando desarrolló unas placas amarillas y escamosas y unos ojos acechantes.

El tiempo, para Orne, transcurría muy lentamente. Recordó su niñez en Chargon y actualizó sus terrores de entonces. Se decía:

"Incluso en aquel tiempo, los Shriggar se habían extinguido. Mi tataratataraabuelo vio el último ejemplar."

Los recuerdos se hacían persistentes, le llevaban por un largo corredor lleno de ecos vacíos que sugerían la locura o un galimatías de drogado. Hacia atrás… más hacia atrás…, más. Recordaba sus risas infantiles, una cocina, su madre que era muy joven. Sus hermanas estaban chillando y burlándose mientras él se acurrucaba avergonzado. Tenía tres años y había entrado en la casa para balbucear, aterrorizado, que había visto un Shriggar en las profundas sombras del barranco del río.

"¡Niñas que se reían! Odiosas niñas: "¡Dice que ha visto un Shriggar!" "¡Basta ya, vosotras dos!" Diversión, incluso la había en la voz de su madre. Ahora lo sabía”.

En la pared verde, la silueta del Shriggar se abombó hacia fuera. Una pata con espolones se extendió hasta el suelo. El Shriggar dio un paso y salió por completo de la pared. Era el doble de alto que un hombre y sus acechantes ojos miraban de izquierda a derecha y de derecha a izquierda sin cesar…

Orne quiso alejar estas vivencias de su memoria sacudiendo la cabeza, pero sintió unas dolorosas palpitaciones causadas por los microfilamentos de las sondas.

Los espolones rascaron el suelo cuando el Shriggar dio tres pasos alejándose de la pared para investigar.

Orne notó en la boca el ácido gusto del terror.

Pensó:

"Mis antepasados fueron acosados por criaturas como ésta."

El pánico estaba en sus genes. Se percató de esto a medida que sus sentidos se concentraban en el lagarto de pesadilla.

Las escamas chirriaban a cada bocanada de aire que inhalaba el monstruo. Tenía una cabeza pequeña, como de pájaro; la dobló hacia un lado y luego la agachó. Su pico-boca se abrió y mostró una lengua bífida y unos dientes de sierra.

Un instinto primordial hizo que Orne apretara la espalda contra la silla. Le alcanzó el hedor que exhalaba aquella criatura. Era un hedor pegajoso y dulzón con regustos de leche agria y de pantano.

El Shriggar movió la cabeza y tosió:

—¡Chunk!

Sus ojos se movieron y enfocaron a Orne. Una pata con sus espolones se alzó y se puso en movimiento hacia el hombre que se hallaba inmovilizado en la silla. Se detuvo a unos cuatro metros de distancia. El lagarto torció la cabeza hacia un lado y examinó a Orne.

La peste que desprendía embargaba los sentidos de Orne, quien miraba fijamente, de abajo arriba, hacia los ojos de la bestia a pesar del dolor que sentía en el pecho por culpa de las ataduras.

En la pared verde que estaba detrás del lagarto continuaba el bullir de las líneas púrpura irisadas. El movimiento era un borroso plano de fondo en la visión de Orne. No podía apartar sus ojos del lagarto. El Shriggar se acercó más. Orne olió el pútrido hedor que lanzaba cuando respiraba.

"Esto ha de ser una alucinación —se decía Orne—. No me importa lo que haya dicho Bakrish. Esto es una alucinación. Los Shriggar son animales extintos."

Otro pensamiento se hizo patente cuando vio el balanceo del terrible pico del lagarto:

"Los sacerdotes de Amel pueden haber criado ejemplares para el zoo. ¿Cómo puede alguien saber lo que aquí se ha hecho en nombre de la religión?"

El Shiggar dobló la cabeza hacia el otro lado, movió los ojos saltones hasta un metro de la cara de Orne. Algo se materializó en la pared verde. Orne movió sólo los ojos para descubrir lo que representaba aquel nuevo movimiento.

Dos niñas vestidas con unos pequeños delantales de tomar el sol, saltaron al suelo de piedra. Sus pasos despertaban ecos. Unas risitas infantiles sonaron en la vacía inmensidad de aquel recinto abovedado. Una de las niñas aparentaba tener unos cinco años, la otra era algo mayor, posiblemente de unos ocho años de edad. No podían ocultar la pesadez de cuerpo de los que habían nacido en Chargon. La niña mayor llevaba consigo un pequeño cubo y una pala de juguete. Se pararon y miraron a su alrededor en silencio, un silencio repentino y confuso.

La menor preguntó:

—Maddie, ¿dónde estamos?

Al oír esto, el Shriggar giró rápidamente, sus espolones rascaron el suelo hasta que salieron lanzados en un amplio arco para herir.

Experimentando un gran horror, Orne reconoció a las niñas: eran sus dos hermanas, las que antes se habían reído de sus gritos de miedo aquel día tan lejano. Era como si hubiera actualizado aquel incidente con el solo propósito de desahogar su odio, haciéndoles pasar por aquello que les había causado risa.

—¡Corred! —gritó—. ¡Corred!

Pero las niñas estaban inmóviles, paralizadas por el terror.

El Shiggar se abalanzó sobre las niñas, impidiendo con su cuerpo que Orne las viera. Se oyó un alarido infantil que se quedó ahogado enseguida, bruscamente. Incapaz de detenerse, el lagarto golpeó contra la pared verde, se fundió en ella y se descompuso en líneas serpenteantes.

La niña mayor yacía en el suelo apretando todavía su cubo y su pala de juguete. Una mancha roja marcaba las piedras que estaban junto a ella. Miró fijamente a Orne a través de la habitación y lentamente se puso en pie.

"Esto no puede ser real —pensó Orne—. No importa lo que Bakrish diga."

Miraba atentamente a la pared, esperando la reaparición del Shiggar, pero advirtió que la bestia ya había cumplido su propósito. Le había hablado sin palabras. Vio que aquello había sido una parte de él mismo. Esto es lo que había querido decir Bakrish. Aquello era su propia bestia.

La niña empezó a andar hacia Orne balanceando su cubo. En la mano derecha sostenía la pala. Miró fijamente a Orne.

"Es Maddie —pensó—. Es Maddie tal como era. Pero ahora es una mujer mayor, casada y con hijos. ¿Qué es lo que he creado aquí?"

En las piernas y en las mejillas de la niña había salpicaduras de arena. Una de sus trenzas rojas pendía medio deshecha. Se veía que estaba enfadada, su furia infantil la hacía temblar. Se detuvo a unos dos metros de Orne.

—¡Tú lo has hecho! —le acusó.

Orne se estremeció bajo el efecto de la furia que sacudía la voz infantil.

—¡Tú has matado a Laurie! —le acusaba—. Has sido tú.

—No, Maddie, no —susurró Orne.

La niña levantó el cubo y le arrojó su contenido. Orne cerró los ojos y notó que la arena llegaba a su cara y al cuenco de su cabeza. Le corría por las mejillas, le cayó en los brazos, en el pecho, en el regazo. Movió la cabeza para hacer caer la arena de su cara, y el dolor le atravesó el cuerpo cuando el movimiento desconectó los filamentos conectados a su cuero cabelludo.

Con los ojos medio cerrados, Orne vio que las líneas que bailaban en la pared verde adquirían un movimiento desordenado, se doblaban, se retorcían, se enlazaban. Orne contemplaba aquel frenesí verde y púrpura, a través de un rojo velo de dolor. Recordó la advertencia del sacerdote de que cualquier vida que evocara tendría la psique de él además de la propia.

—Maddie —dijo—. Intenta comprender…

—¡Has intentado meterte en mi cabeza! —chilló ella—. ¡Pero yo te he echado fuera y no podrás volver a entrar! Bakrish se lo había dicho: "Otros pueden rechazar la mitad propia de usted". La Maddie niña le había rechazado porque su mente de ocho años no podía aceptar aquella experiencia.

Al interpretarlo así, Orne reconocía implícitamente que aceptaba este suceso como una realidad y no como una alucinación. Pensó:

"¿Qué puedo decirle? ¿Cómo puedo deshacer esto?"

—¡Voy a matarte! —chilló Maddie.

Se abalanzó sobre él, esgrimiendo la pala de juguete. La luz brilló en la delgada hoja. Le hizo una sajadura en el brazo derecho y allí tuvo una explosión de dolor. La sangre le oscureció la manga de la toga.

Orne se encontró atrapado en aquella pesadilla. Unas palabras afloraron a sus labios:

—¡Maddie, detente o Dios te castigará!

La niña retrocedió y se preparó para atacar de nuevo.

Un nuevo movimiento en la pared llamó la atención de Orne.

Una figura con vestidura blanca y turbante rojo salió a grandes zancadas de la pared: era un hombre alto que tenía ojos relucientes y la cara de un asceta torturado con una larga barba gris partida, al estilo de los Sufí.

Orne pronunció en voz baja el nombre:

—¡Mahmud!

Una gigantesca imagen tridimensional de esta cara y figura había dominado la pared del fondo de la mezquita donde Orne había ido regularmente en Chargon.

“Dios te castigará”

Orne recordaba haber estado al lado de un tío suyo, mirando aquella imagen, inclinándose ante ella.

Mahmud se colocó detrás de la niña y le cogió el brazo cuando intentaba dar otro golpe con la pala. Ella se retorció, luchando, pero Mahmud la tenía bien sujeta y fue doblándole lenta y metódicamente el brazo. El hueso se rompió. La niña chillaba y chillaba y…

—¡No lo haga! —protestó Orne.

Mahmud tenía una voz baja y retumbante. Dijo:

—No se puede ordenar al agente de Dios que interrumpa sus justos castigos.

Izó a la niña tirando de sus cabellos, recogió la pala que se había caído y le cortó la garganta con ella.

Los chillidos habían cesado. La sangre salpicaba la vestidura de Mahmud. Dejó caer la ahora fláccida figura al suelo, dejó caer la pala y se encaró con Orne.

"Pesadilla —pensó Orne—. Esto ha de ser una pesadilla."

—Tú crees que esto es una pesadilla —retumbó Mahmud.

Orne recordó lo que había dicho Bakrish: si esta criatura era real, podía pensar con sus memorias. Rechazó este pensamiento.

—Tú eres una pesadilla.

—Tu creación ha cumplido su misión —dijo Mahmud—. Tenía que ser eliminada, ya lo sabes. Había tomado cuerpo por el odio y no por el amor. Habías sido advertido de esto.

Orne se sintió culpable, enfermo y airado. Recordó que aquella prueba exigía la comprensión de los milagros.

—¿Había que suponer que esto era un milagro? —preguntó—. Esto era una experiencia mística profunda.

—Deberías haber hablado con el Shriggar —le dijo Mahmud—. Habríais discutido acerca de ciudades de cristal, del significado de la guerra, de la política, de todas estas cosas. Yo voy a ser más exigente. Vamos a ver, quiero saber lo que crees que constituye un milagro.

Un aire de incertidumbre rodeaba a Orne. El miedo premonitorio devoraba sus adentros.

—¿Qué es un milagro? —inquirió Mahmud.

Orne sintió el fuerte palpitar de su corazón. Tenía dificultades para enfocar la pregunta, y tartamudeó:

—¿De verdad eres un agente de Dios?

—¡Sofismas y etiquetas! —ladró Mahmud—. ¿Todavía no has aprendido lo que son las etiquetas? ¡El universo es una cosa! No podemos cortarlo en piezas a nuestra conveniencia. El universo existe más allá de las etiquetas.

Un punzante sentimiento de locura se apoderó de Orne. Se veía a sí mismo en equilibrio al mismo borde del Caos.

"¿Qué es un milagro?", consideraba.

Recordó las palabras didácticas de Emolirdo:

"Caos… Orden… Energía. Psi es igual a milagros."

"Palabras, más palabras."

¿Dónde estaba su fe?

"Yo existo —pensó—. Esto es suficiente."

—Yo soy un milagro —dijo.

—Ohhh, muy bien —dijo Mahmud—. Un foco Psi, ¿eh? Energía del Caos transformada en duración. Pero ¿es un milagro bueno o demoníaco?

Orne respiró entrecortadamente.

—Siempre he oído decir que los milagros son buenos, pero que, en realidad, no tienen que ser buenos ni malos. Tanto lo bueno como lo malo se refiere a los motivos. Los milagros únicamente son.

—Los hombres tienen motivos —dijo Mahmud.

—Los hombres pueden ser buenos o malos según cualquier definición que ellos quieran dar —dijo Orne—. ¿Dónde está el milagro en esto?

Mahmud miró desde lo alto de su nariz a Orne.

—¿Tú eres bueno o malo?

Orne le devolvió la mirada. El haber ganado a través de esta prueba había tenido un profundo significado para él. Aceptó ahora que aquel Mahmud era real. ¿Qué era lo que el profeta intentaba hacerle decir?

—¿Cómo puedo ser bueno o malo para mí mismo?

—¿Es esta tu respuesta?

Orne, que presentía peligro en esta pregunta, contestó:

—¡Estás intentando hacerme decir que los hombres crean dioses para reforzar sus definiciones de bueno y malo!

—¡Ah! ¿Es éste el origen de la divinidad? Vamos, amigo mío. Conozco tu mente, tienes que dar tu respuesta.

"¿Soy bueno o malo?", se preguntaba Orne.

Concentró la atención en esta pregunta, pero eso era como vadear a contracorriente un río rápido. Sus pensamientos daban vueltas y más vueltas, tenían una tendencia a desbocarse.

Dijo:

—Yo soy… Yo soy uno con todo el universo, luego soy Dios. Yo soy Creación. Yo soy el milagro. ¿Cómo puede ser esto bueno o malo?

—¿Qué es eso de la creación? —exigió Mahmud—. ¡Responde a esto! ¡Para de intentar evadirte!

Orne tragó, recordó la secuencia de la pesadilla de esta prueba. ¿Creación? Y especulaba pensando si la gran máquina Psi amplificaba la energía que los humanos llaman religión. Pensó:

"Bakrish dijo que podía volver los muertos a la vida, aquí. Se supone que la religión tiene el monopolio para hacer esto. Pero ¿cómo puedo separar Psi de la religión y de la creación? El Mahmud original ha estado muerto durante siglos, si lo he vuelto a crear, ¿cómo sus preguntas pueden referirse a mí?"

Y siempre cabía la posibilidad de que todo fuera una forma de alucinación, a pesar del peculiar sentido de la realidad que tenía.

—Tú sabes la respuesta —insistió Mahmud.

Acosado hasta su límite, Orne dijo:

—Por definición, una creación puede actuar con independencia de su creador. Tú eres independiente de mí, a pesar de que participes de mí. Te he creado libre, te he dado tu libertad. Entonces ¿cómo puedo juzgarte? Tú no puedes ser bueno o malo excepto frente a tus propios ojos. ¡Ni yo!

Exultante, preguntó:

—¿Soy bueno o malo, Mahmud?

—Tú lo has dicho por ti mismo y, por tanto, has vuelto a nacer inocente —respondió Mahmud—. Tú has aprendido tu lección y te bendigo por esto.

La figura tunicada se inclinó y alzo a la niña muerta. Había una ternura insospechada en los movimientos de Mahmud. Se dio la vuelta, y se fue por la pared verde. El silencio se hizo en la sala. Las danzantes líneas de color púrpura se volvieron casi estáticas, se movían con cierto viscoso sopor.

Orne se dio cuenta de que tenía el cuerpo bañado en sudor. Le dolía la cabeza. Sentía punzadas en el brazo donde Maddie le había herido. Respiraba entrecortadamente como si hubiera corrido.

Un estruendo de bronce sonó despertando ecos detrás de él. La pared verde recuperó su amorfo color gris anterior. Unas pisadas golpearon el suelo. Unas manos manipularon el cuenco que llevaba Orne en la cabeza y lo levantaron cuidadosamente. Las ligaduras que le habían inmovilizado se soltaron.

Bakrish se acercó y se quedó frente a Orne.

—Ya me había dicho usted que sería una ordalía —jadeó Orne.

—Y le previne contra el odio —dijo Bakrish—. Pero usted está vivo y en posesión de su alma.

—¿Cómo sabe que todavía tengo mi alma?

—Esto se advierte por defecto, cuando está ausente —murmuró Bakrish.

Miró el brazo herido de Orne.

—Hemos de vendar esto. Ahora ya es de noche y debemos dar el paso siguiente.

—¿De noche?

Orne dirigió la mirada hasta las estrechas ventanas de la cúpula. Vio una negrura tachonada de estrellas. Miró alrededor del gigantesco salón y advirtió que la luz inducida por los globos brillantes, sin sombras, había reemplazado a la luz diurna. Dijo:

—Aquí el tiempo transcurre deprisa.

—Para algunos, sí —suspiró ahora Bakrish—. Pero para otros, no.

Le hizo una seña a Orne para que se levantara.

—Venga conmigo.

—Déjeme descansar un momento. Estoy agotado.

—Le daremos una píldora de energía cuando le vendemos el brazo. ¡Dése prisa ahora!

—¿Por qué tanta prisa? ¿Qué se supone que tengo que hacer ahora?

—Ya se ve que usted comprende los dos aspectos de un milagro —dijo Bakrish—. Observo que tiene una mística personal, una ética en el servicio de la vida, pero hay mucho más que hacer en su ordalía y el tiempo es corto.