La configuración de la violencia letal masiva, este fenómeno que llamamos guerra, se mantiene gracias a un síndrome de culpa-miedo-odio que se transmite por el condicionamiento social igual que una enfermedad. Aunque la falta de inmunidad a esta enfermedad es una cosa muy humana, la enfermedad por sí misma no es una condición natural ni necesaria de la existencia humana. Entre las distintas vías condicionadas de transmisión de esta enfermedad podemos encontrar las siguientes: la justificación de errores pasados, los sentimientos de la propia rectitud y la necesidad de mantener estos sentimientos…
UMBO STETSON
Conferencias en el Instituto Antiguerra
Bakrish se detuvo ante una pesada puerta de bronce, al final de un largo vestíbulo por el que había guiado a Orne. El sacerdote hizo girar el pomo decorado que había sido fundido en forma de sol brillante con largos rayos.
Apretó con el hombro contra la puerta, que se abrió rechinando.
Dijo:
—Por lo general, no venimos por este camino. Estas dos pruebas muy pocas veces van una detrás de otra en la misma ordalía.
Orne cruzó la puerta tras Bakrish, y vio que se hallaba en una habitación enormemente grande. Las paredes de piedra y plastrete ascendían curvándose hacia un techo en forma de bóveda, muy alto. Unas ventanas en forma de rendijas situadas en la parte curvada del techo dejaban pasar unos delgados haces de luz que caían a través de un polvo dorado. La mirada de Orne siguió la luz hacia abajo, hasta su foco, que estaba en una pared recta que hacía de barrera y tenía unos veinte metros de alto y unos cuarenta o cincuenta de largo. La pared quedaba cortada por arriba y aparecía incompleta hacia la mitad de la inmensa sala, aparentemente disminuida por todo el espacio que tenía en derredor.
Bakrish dio la vuelta alrededor de Orne para cerrar la puerta. Señaló con una inclinación de cabeza hacia la pared que hacía de barrera y dijo:
—Vamos allí.
Abrió la marcha y Orne le siguió.
El golpeteo de sus sandalias producía un eco extraordinariamente retrasado. El olor de la piedra húmeda producía un gusto amargo en las narices de Orne.
Miró a su izquierda y vio unas puertas distribuidas regularmente alrededor del perímetro de la sala; las puertas eran de bronce y parecían idénticas a aquella por la que habían entrado. Mirando sobre el hombro intentó localizarla, pero se había perdido en un anillo de cosas iguales.
Bakrish se detuvo a unos diez metros del centro de la pared barrera. Orne se detuvo a su lado. La superficie de la pared parecía ser de plastrete gris liso, no tenía nada especial, pero resultaba amenazante.
Orne sintió que su presciente miedo aumentaba cuando miraba la pared.
El miedo llegaba como el ir y venir de las olas en una playa. Emolirdo habría interpretado esto como Infinitas posibilidades en una situación básicamente peligrosa.
¿Qué podía haber en una pared lisa que provocara aquel aviso?
Bakrish miró a Orne.
—¿No es verdad, estudiante, que uno debe obedecer las órdenes de sus superiores?
La voz del sacerdote tenía un eco vacío en la inmensidad de la sala.
Orne tosió para limpiar la rasposa sequedad de su garganta.
—Si las órdenes tienen sentido y los que las dan son verdaderamente superiores, creo que sí. ¿Por qué lo pregunta usted?
—Orne, le han enviado aquí como un espía, como un agente del I-A. De derecho, lo que le suceda a usted aquí incumbe a sus superiores y no a nosotros.
Orne se puso tenso.
—¿Dónde quiere ir a parar?
En la frente de Bakrish brillaba el sudor. Miró a Orne y sus oscuros ojos brillaban.
—Estas máquinas a veces nos causan terror, Orne. Son imprevisibles en cualquier sentido absoluto. Cualquiera que se ponga al alcance de su campo puede quedar sujeto a su poder.
—¿Tal como cuando estaba usted suspendido al borde del infierno?
—Sí —contestó Bakrish encogiéndose de hombros.
—¿Todavía quiere que yo pase por todo esto?
—Debe hacerlo. Es la única manera de conseguir lo que hizo que le enviaran aquí. No puede parar, usted no quiere parar. La rueda del Gran Mandala está girando.
—A mí no me enviaron —dijo Orne—. El Abad me llamó. Yo sí soy de su incumbencia, Bakrish. En caso contrario, no estaría usted aquí conmigo. ¿Dónde está su propia fe?
Bakrish apretó las palmas de sus manos una contra otra, las puso delante de la nariz y se inclinó reverentemente.
—El estudiante da lecciones al gurú.
—¿Por qué se hace usted eco de estos miedos? —preguntó Orne.
Bakrish bajó las manos.
—Es porque usted todavía sospecha de nosotros y nos teme. Yo reflejo sus miedos. Esta emoción conduce al odio. Ya lo vio en la primera prueba. Pero en la prueba que está a punto de soportar, el odio representa el peligro supremo.
—¿Para quién, Bakrish?
—Para usted, para todos a los que usted pueda influir. De esta prueba se puede conocer una rara clase de comprensión, porque es…
Se interrumpió porque se produjo un ruido de chatarra detrás de ellos. Orne se volvió y vio dos acólitos que depositaban un pesado sillón de brazos escuadrados en el suelo, enfrente de la pared que hacía de barrera. Lanzaron unas temerosas miradas a Orne y se escabulleron hacia una de las puertas de bronce.
—Me temen —afirmó Orne indicando con un movimiento de cabeza la puerta por donde se habían escapado los acólitos—. ¿Significa esto que me odian?
—Le tienen miedo a usted —dijo Bakrish—. Están preparados para reverenciarle. Me resultaría muy difícil explicar cómo el temor y la reverencia indican un odio reprimido.
—Ya comprendo.
Bakrish prosiguió diciendo:
—Aquí no hago más que seguir órdenes, Orne. Le ruego que no me odie, ni que odie a nadie. No abrigue odio durante esta prueba.
—¿Por qué aquellos dos me temían y estaban dispuestos a reverenciarme? —preguntó Orne, con la mirada todavía fija en la puerta por donde se habían ido los acólitos.
—Ha corrido la voz de su presencia —respondió Bakrish—. Ellos conocen esta prueba. La estructura de nuestro universo está tejida en ella. Muchas cosas penden aquí de la balanza cuando se refieren a un potencial foco Psi. Las posibilidades son infinitas.
Orne profundizó en busca de los motivos de Bakrish. El sacerdote, obviamente, se percató de ello. Dijo:
—Estoy aterrorizado. ¿Es esto lo que quería saber?
—¿Porqué?
—En mi ordalía, esta prueba casi fue fatal. Había guardado escondido un núcleo de odio. Este lugar se apodera de mí, incluso ahora.
Y era cierto, porque temblaba.
Orne supo que el miedo del sacerdote le desestabilizaba.
Bakrish dijo:
—Consideraría un gran favor que quisiera rezar conmigo, ahora.
—¿A quién? —preguntó Orne.
—A cualquier fuerza en la que tengamos fe —dijo Bakrish—. A nosotros mismos, al Único Dios, cada uno de nosotros al otro. No importa; rezar nos ayudará.
Bakrish junto las manos e inclinó la cabeza.
Después de un momento de vacilación, Orne le imitó.