Cuando un hombre sabio no comprende, dice: "No comprendo". El loco y el inculto se avergüenzan de su ignorancia. Se quedan callados cuando una pregunta podría traerles la sabiduría.
Dichos de los ABATES
No había ninguna excusa para poder seguir esperando en la rampa del transporte, se dijo Orne. Había superado el primer impacto de las fuerzas Psi de Amel. Pero la presciente sensación de peligro era tan persistente como un dolor de muelas.
Notaba el calor y la pesada toga. Estaba empapado de sudor.
Y el estómago le decía:
—Espera.
Dio un corto paso hacia el descensor y la impresión de vacuidad que experimentaba dentro de él fue en aumento. Su nariz captó el ácido impacto del incienso, un olor tan fuerte que se sobreponía al de aceite-ozono que predominaba en el espaciopuerto.
A pesar de su adiestramiento y de su agnosticismo, Orne tuvo una sensación de respeto. Amel exudaba un aura de magia que desafiaba a la incredulidad.
"Esto sólo es Psi", se decía.
Unos sones agudos y cantarines surgían, como una niebla aural, de la aglomeración religiosa. Algunos recuerdos fragmentarios procedentes de su niñez en Chargon pugnaban por salir a flote: las procesiones religiosas en los días sagrados… La imagen de Mahmud resplandeciente en el kiblah… El azan dando vueltas por la plaza Mayor, el Día de Bairam.
Que no exista la blasfemia, no permitáis que el blasfemo viva…
Orne movió la cabeza, y pensó:
"Ahora es el gran momento para abrazar la religión e inclinarse ante Ullua, la estrella peregrina de los Ayrbs."
Las raíces de su miedo le llegaban hasta muy adentro.
Se apretó el cinturón y se encaminó hacia el descensor. La sensación de peligro seguía allí, pero no aumentaba.
El suave toque del descensor le hizo bajar hasta el suelo, y le dejó al lado de un pasillo cubierto. Hacía más calor en el suelo que en la rampa. Orne se secó el sudor de la frente. Una nube de sacerdotes, con hábitos blancos, y de estudiantes, con togas azul pálido, se apretujaba en la pobre sombra del pasaje cubierto.
Cuando llegó Orne, empezaban a separarse, se marchaban en parejas: un sacerdote con cada estudiante.
Sólo quedaba un sacerdote: alto, un corpachón, daba la impresión de que el suelo iba a retumbar a su paso.
"¿Otro nativo de Chargon?", se preguntó Orne.
Llevaba afeitada la cabeza. Unos profundos rasguños le decoraban la cara. Una oscura mirada salía de debajo de unas cejas grises y prominentes.
—¿Es usted Orne? —retumbó la voz del sacerdote.
Orne entró en el pasaje.
—Sí.
La piel del sacerdote mostraba una untuosidad amarillenta, en las sombras.
—Soy Bakrish —dijo.
Apoyó las enormes manos en la cintura, y miró con dureza a Orne.
—Se ha perdido usted la ceremonia de recepción.
—Me han dicho que bajara cuando me pareciera bien —dijo Orne.
—Es uno de éstos, ¿eh? —preguntó Bakrish.
Algo de aquella figura pesada, la cara reluciente, le hizo recordar a un sargento de instrucción del I-A de Marak. Este recuerdo devolvió a Orne su sentido de ecuanimidad, e hizo asomar una sonrisa a su cara.
—¿Qué es lo que le parece divertido? —preguntó Bakrish.
—Esta humilde cara refleja la felicidad de estar en su presencia en Amel —respondió Orne.
—¿Sí?
—¿Qué quiere decir uno de éstos? —preguntó Orne.
—Usted es uno de estos talentos que han de conseguir su equilibrio en Amel —dijo Bakrish—. Esto es todo. Vámonos.
Se dio la vuelta, y echó a andar por el pasaje sin preocuparse de mirar si Orne le seguía.
"¿El equilibrio en Amel?", se preguntaba Orne.
Se fue tras de Bakrish, y vio que tenía que ir a medio trote para poderle seguir.
"No hay aceras móviles ni transportadores —pensó Orne—. Este es un planeta primitivo."
El pasaje cubierto sobresalía como un pico largo de un edificio bajo y sin ventanas, de plastrete gris. Unas dobles puertas daban paso a un vestíbulo que envolvió a Orne en aire frío. Se dio cuenta, no obstante, de que había que abrir las puertas a mano, y que una de ellas rechinaba. Sus pasos resonaron en el vestíbulo.
Bakrish marcó el camino a lo largo de filas de celdillas sin puertas, algunas ocupadas por figuras que murmuraban, algunas repletas de aparatos raros, otras vacías. Al fondo del vestíbulo, había otra puerta que se abría a una habitación lo bastante grande para contener una mesita de despacho y dos sillas. Una luz de color rojo llenaba la habitación desde excitadores ocultos. El sitio olía a hongos. Bakrish hizo crujir su cuerpo y la silla que estaba detrás de la mesa, e hizo señal a Orne de que se sentara en la otra silla.
Orne obedeció y notó en el estómago que las punzadas del peligro se volvían más agudas.
Dijo Bakrish:
—Ya sabe que en Amel vivimos bajo la Tregua Ecuménica. El servicio de inteligencia del I-A debe haberle instruido sobre el significado superficial de este hecho.
Orne disimuló su sorpresa ante este enfoque de la conversación.
Dijo Bakrish:
—Lo que debe entender ahora es que no hay nada inusual en mi designación como gurú suyo.
—¿Por qué habría de pensar que fuera inusual? —preguntó Orne.
—Usted es un seguidor de Mahmud y yo soy un Hynd y un Wali bajo la protección divina. De acuerdo con la Tregua, todos servimos al mismo Dios, que tiene muchos nombres. ¿Lo ve usted?
—Pues no, no lo veo.
—Hynd y Ayrb tienen una larga tradición de enemistad —comunicó Bakrish—. ¿Lo sabía usted?
—Creo que he encontrado alguna referencia de esto en alguna parte —admitió Orne—. Mi propia creencia es que la enemistad conduce a la violencia, y ésta conduce a la guerra. He hecho juramento de evitar esta progresión.
—Es encomiable, muy encomiable —dijo Bakrish—. Cuando Emolirdo nos habló de usted, decidimos verle por nosotros mismos. Es por eso que está usted aquí.
Orne pensó:
"Así pues, Stet tenía razón: la Sección Psi espía en favor de Amel."
—Plantea usted un problema fascinante —dijo Bakrish.
Mientras éste hablaba, Orne notó que se disipaba la sensación de peligro, y vio que el sacerdote miraba hacia la puerta. Orne se volvió y pudo ver un atisbo de ropa y la visión de algo con ruedas que había sido sacado fuera.
Bakrish dijo:
—Esto está mejor. Ahora, ya tenemos la fase tensora de su equipo de amplificación. Cuando queramos, podremos anularlo, o destruirle a usted con él.
Orne luchó para controlarse y pensó:
"¿Qué clase de bomba ordenó Emolirdo que me colocaran los médicos?"
Pensó en desear que los dispositivos salieran de su cuerpo, pero se preguntaba si podía hacer eso en Amel. La posibilidad de un fracaso parecía ser mucho más peligrosa que dejar, de momento, las cosas como estaban. Dijo:
—Me alegro de que encontrara algo con qué estar ocupado.
—No se lo tome a broma —dijo Bakrish—. No tenemos el menor deseo de destruirle. Queremos que use los dispositivos que le dieron. Por esto se los pusieron y se le enseñó el modo de utilizarlos.
Orne respiró hondo dos veces. El adiestramiento Psi empezó sin que lo aceptara de un modo consciente. Se concentró en el foco interior para lograr la calma, que le llegó como una ducha de agua helada. Se volvió frío, observador, calmo y sensitivo a cualquier fuerza Psi. Al mismo tiempo, los pensamientos le cruzaban raudos por la mente. Esto no era el plan de sucesos que esperaba.
¿Le tenían acorralado?
—¿Quiere preguntar alguna cosa? —inquirió Bakrish.
Orne se aclaró la garganta.
—Sí. ¿Puede ayudarme para que vea al Abad Halmyrach? Debo saber por qué Amel intenta destruir el…
—Todo a su debido tiempo —dijo Bakrish.
—¿Dónde puedo encontrar al Abad?
—Cuando llegue el momento, podrá verle. Está cerca y espera los acontecimientos con gran curiosidad, se lo aseguro.
—¿Qué acontecimientos?
—Los de su ordalía, desde luego.
—Desde luego. Cuando usted tratará de destruirme.
Bakrish parecía estar intrigado.
—Créame, mi joven amigo, no tenemos el menor deseo de destruirle. Únicamente hemos tomado las precauciones necesarias. Los asuntos en que se centra nuestra atención son peligrosos.
—Usted dijo que podían destruirme.
—Sólo en caso de que se produjera la más imperativa necesidad. Debe usted comprender los dos hechos básicos, aquí y ahora: usted quiere saber cosas de nosotros y nosotros queremos saber cosas de usted. La mejor manera de conseguirlo para ambos es que se someta usted a la ordalía. En realidad, no le cabe otra elección.
—¡Esto es lo que usted dice!
—Se lo aseguro.
—Así pues, se supone que voy a dejarme llevar por usted como una grifka al matadero. Esto, o me destruirán. A elegir.
—Los pensamientos sanguinarios no son los adecuados —dijo Bakrish—. Enfóquelo igual que yo: es una prueba interesante.
—Pero sólo uno de los dos está en peligro.
—Difícilmente podría yo decir esto —dijo Bakrish.
Orne notó que la ira crecía dentro de él. Para esto había sufrido el retraso de su boda, las intervenciones de los médicos que, muy presumiblemente, habían sido dirigidas por un traidor al I-A, y el demoledor curso Psi. ¡Para esto!
—Voy a descubrir qué es lo que le hace latir a usted —chilló Orne aproximándose a Bakrish—. Y cuando lo sepa, voy a destruirle.
Bakrish palideció. Su piel amarilla parecía enfermiza. Tragó, movió la cabeza.
—Usted debe ser expuesto a los misterios —murmuró—. Es la única manera que conocemos.
Orne estaba avergonzado de su impetuoso arranque. Pensó:
"¿De qué tiene miedo este payaso? Tiene las riendas en la mano, pero mi amenaza le asustó. ¿Por qué?"
—¿Se someterá usted a la ordalía? —aventuró Bakrish.
Orne se volvió a sentar.
—Usted dijo que no tenía elección.
—Es cierto, no la tiene.
—En este caso, me someto. Pero el precio es una entrevista con el Abad.
—De acuerdo…, si sobrevive usted.