Capítulo 18

Un universo sin guerra requiere unos conceptos de masa crítica aplicados a los seres humanos. Cualquier episodio que pueda llevar a la guerra siempre se magnifica por cuestiones de valores personales, por las complicaciones del sinergismo tecnológico, por las cuestiones de naturaleza ético-religiosa, por las áreas que quedan abiertas a una acción contraria, e inevitablemente quedan los imponderables, siempre propensos a una insidiosa complejidad. La situación humana, en lo que se relaciona con la guerra, puede compararse a un sistema de autorretroalimentación multilineal con bucles, en el que nada deja de ser importante.

"Guerra, lo No-posible."

Capítulo IV, Manual I-A

La luz del atardecer creaba unas sombras alargadas en el cuarto de hospital de Orne, en el centro médico del I-A. Era el tiempo tranquilo entre la comida y las horas de visita. La pseudoperspectiva de la habitación se había cerrado para crear un ambiente de seguridad reposada.

El decoracol se había dejado en verde suave, y las luces se habían amortiguado. El vendaje inductivo abultaba debajo de la barbilla, pero aún no había empezado el picor característico de la cicatrización acelerada.

El hecho de estar en un hospital hacía que Orne se sintiera algo incómodo. Conocía el motivo de ello.

Los olores y los sonidos le recordaban los meses que había perdido arrastrándose de vuelta de la muerte, después de estar en Sheleb. Se acordó que Sheleb había sido uno más de los planetas donde la guerra no podía desencadenarse.

Como Amel.

La puerta de la habitación se corrió hacia un lado para dejar entrar a un oficial técnico, alto, todo piel y huesos, que llevaba la insignia del rayo bifurcado, propia de la Sección Psi, en la solapa. La puerta se volvió a cerrar tras él.

Orne estudió al hombre: una cara desconocida, de pájaro, una nariz larga, mentón puntiagudo, boca pequeña. Los ojos hacían movimientos rápidos, parecían dardos.

Levantó la mano derecha en un movimiento de saludo y se apoyó en el travesaño que había a los pies de la cama de Orne.

—Soy Ag Emolirdo —dijo—, jefe de la Sección Psi. Lo de Ag es por agonía.

Incapaz de mover la cabeza a causa del vendaje de inducción, Orne miró a lo largo de su nariz y de la cama a Emolirdo. O sea que éste era el huraño y misterioso jefe del Psi en el I-A. El hombre irradiaba un aura de autoconfianza. A Orne le recordaba a un sacerdote de su planeta, Chargon, que también era un graduado de Amel. Este recuerdo incomodó algo a Orne. Dijo:

—He oído hablar de usted. ¿Cómo está?

—Ahora vamos a ver cómo estoy —respondió Emolirdo—. He revisado sus fichas. Son fascinantes. ¿Se da usted cuenta de que puede ser un foco Psi?

—¿Un qué?

Orne probó a sentarse, pero las ligaduras del vendaje se lo impidieron.

—Un foco Psi —repitió Emolirdo—. Se lo explicaré enseguida.

—Hágalo, por favor.

Orne vio que no le gustaba la labia de Emolirdo, ni su pose de saberlo todo.

—Puede considerar esto como el principio de su formación avanzada —dijo Emolirdo—. He decidido encargarme yo mismo de ella. Si usted es lo que sospechamos… bien, sería muy raro.

—¿Raro? ¿Por qué y en qué grado?

—Los otros que hubo se perdieron entre los míticos velos de la antigüedad.

—Ya comprendo. Lo del foco Psi, ¿es eso?

—Así es como llamamos a este fenómeno. Si usted es un foco Psi, entonces es usted… Bien, es un dios.

Orne parpadeo. Se quedó frío. Vio la rueda de su vida que giraba, el sentido de ser una entidad inflamado por una terrible pasión por la existencia. Una conciencia avasalladora formaba remolinos dentro de él, acercándole a todas las antiguas funciones de la vida para que las examinara. Pensó:

"No hay nada que pueda ser excluido de la vida. Todo es la misma cosa."

—¿Usted no discute eso? —preguntó Emolirdo.

Orne tragó saliva y respondió:

—Tengo que hacerle preguntas, muchas preguntas.

—Empiece.

—¿Por qué cree usted que soy eso…, un foco Psi?

Emolirdo asintió.

—Parece que usted es una isla de orden en un universo desordenado. Cuatro veces, desde que está bajo la atención del I-A, ha hecho lo imposible. Cualquiera de los problemas que usted ha solucionado podrían haber llevado quizás hasta una guerra general. Pero llegó usted, y consiguió poner orden donde no…

—Sólo hice lo que me habían enseñado, nada más.

—¿Enseñado? ¿Quién le había enseñado?

—El I-A, desde luego. Esta es una pregunta tonta.

—¿Lo es?

Emolirdo cogió una silla, y se sentó al lado de la cama, con lo que su cabeza quedaba al nivel de la de Orne.

—Vamos a proceder con orden, empezando por nuestra articulación de la vida.

—Yo articulo la vida viviéndola —dijo Orne.

—Quizá debería haber dicho qué tomásemos esto desde otro punto de vista, empezando por la definición. La vida, tal como la entendemos, representa un puente entre el Orden y el Caos. Definimos el Caos como una energía salvaje, incontrolada, al alcance de todo lo que pueda dominarlo y convertirlo en alguna forma de Orden. En este sentido, la Vida resulta ser un Caos almacenado. ¿Puede seguirme?

—Oigo sus palabras —dijo Orne.

—Ahhhh… —Emolirdo se aclaró la garganta—. Volvamos a ello. La vida se alimenta del Caos, pero debe existir dentro del Orden. El Caos representa el telón de fondo sobre el que la Vida se identifica a sí misma. Esto nos lleva a otro trasfondo, la condición que se llama Éxtasis. Esto se puede comparar a un imán. El Éxtasis atrae energía libre hasta que las presiones del no-movimiento y de la no-adaptación, se hacen tan grandes que se produce una explosión. Al explotar, las formas que estaban en Éxtasis regresan al Caos, al no-orden. Uno llega a la inevitable observación de que el Éxtasis conduce siempre al Caos.

—Eso es bonito —dijo Orne.

Emolirdo hizo una mueca, y prosiguió:

—Esta regla es cierta tanto a nivel químico-inanimado, como a nivel químico-animado. El hielo, que es el Éxtasis del agua, explota cuando se pone en contacto con un calor extremo. La sociedad congelada explota cuando se expone al calor brusco de la guerra o al ardiente contacto de una nueva sociedad extraña. La Naturaleza rechaza el Éxtasis.

—Igual que rechaza el Vacío —dijo Orne, sólo para ver si podía hacer parar aquella verborrea.

¿Adónde quería ir a parar?

¿Qué era todo este discurso sobre el Caos, el Orden, el Éxtasis?

—Pensamos en términos de sistemas de energía —dijo Emolirdo—. Este es el enfoque Psi. ¿Quiere usted preguntarme algo más?

—Todavía no me ha explicado nada —dijo Orne—. Palabras, sólo palabras. ¿Qué tiene que ver todo esto con Amel, o su sospecha de que yo sea un… foco Psi?

—En lo referente a Amel —dijo Emolirdo—, parece que es un Éxtasis que no explota.

—Podría explotar si no fuera estático.

—Es usted muy astuto —dijo Emolirdo—. En cuanto a lo del foco Psi, eso nos lleva al problema de los milagros. Ha sido usted llamado a Amel porque hace milagros.

Un pinchazo de dolor se clavó en el vendado cuello de Orne cuando éste intentó volver la cabeza.

—¿Milagros? —preguntó.

—La comprensión de Psi equivale a la comprensión de los milagros —contestó Emolirdo volviendo a su estilo didáctico—. Hay un demonio en todo aquello que no comprendemos, por lo que los milagros nos llenan de un sentimiento de inseguridad.

—Como el amigo que se supone puede saltar de planeta en planeta sin necesitar una nave —dijo Orne.

—Sí, lo hace —dijo Emolirdo—. Otra forma de milagro es querer que un aparato salga de su carne, y conseguirlo sin que se produzca ninguna herida.

—¿Qué pasaría si yo quisiera que usted saliera de mi presencia? —preguntó Orne.

Una sonrisa a medias apareció, por un momento, en la boca de Emolirdo; se podría pensar que era como si hubiera sostenido una disputa interior sobre si había que reír o llorar y hubiera habido empate. Respondió:

—Podría ser interesante. Sobre todo, si yo contrapusiera mi propio deseo.

Orne se quedó confuso, y dijo:

—No iba por ese camino.

Emolirdo se encogió de hombros.

—Solo decía que el estudio de Psi es el estudio de los milagros. Examinamos lo que ocurre fuera de los cauces reconocidos y en contra de las reglas aceptadas. Los religiosos llaman milagros a estas cosas; nosotros decimos que hemos encontrado un fenómeno Psi o la acción de un foco Psi.

—Cambiar la etiqueta no cambia necesariamente la cosa —dijo Orne—. Todavía no le sigo.

—¿Ha oído usted hablar alguna vez de las cuevas milagrosas que hay en los antiguos planetas? —preguntó Emolirdo.

—He oído historias basadas en eso —contestó Orne.

—Son más que historias. Permítame que se lo explique de esta manera: tales lugares contienen configuraciones escondidas, convoluciones que se proyectan fuera de nuestro universo aparente. Excepto en estos lugares, las energías primarias y caóticas del universo resisten nuestra aspiración al Orden. Pero, en estos puntos focales, las energías primarias del Caos resultan muy accesibles y pueden ser dominadas. Por el mero hecho de desearlo así, moldeamos esta energía bruta, en forma que puede desafiar a nuestras antiguas reglas.

Los ojos de Emolirdo brillaban. Al parecer, luchaba por controlar una gran excitación interna.

Orne se humedeció los labios con la lengua.

—¿Configuraciones?

—Las referencias históricas son muy claras —dijo Emolirdo—. Los hombres han doblado alambres, los han enrollado, han esculpido trozos de plástico, amontonado extraños conjuntos de cosas sin relación aparente… y empiezan a ocurrir cosas milagrosas: una superficie metálica pulida se convierte en pegajosa, como si la hubieran untado con cola. Un hombre pinta un pentagrama en un determinado suelo y unas llamas empiezan a bailar dentro de él. Sale humo de una botella de forma extraña y, de repente, obedece a los deseos del hombre. Todo esto son configuraciones, ¿lo comprende?

—Así, así…

—Además hay ciertas criaturas, incluyendo a los humanos, que esconden un foco parecido en su interior. Andan hacia… la nada y reaparecen a años luz de distancia. Les basta con mirar a una persona que padezca una enfermedad incurable, y la enfermedad se cura. Despiertan a los muertos. Leen en las mentes.

Orne tenía la garganta seca, quiso tragar y no pudo. Emolirdo hablaba con tal aire de seguridad, de convicción, que esto resultaba ser mucho más que una fe ciega.

—Pero ¿para qué sirve el llamar Psi a estas cosas? —preguntó Orne.

—Para sacar estas cosas del reino del miedo absoluto —respondió Emolirdo.

Se inclinó hacia la luz de la cama de Orne e interpuso un puño entre la luz y la pared verde de la cabecera de la cama.

—Mire esta pared.

—No puedo volver la cabeza ni un centímetro —le recordó Orne.

—Lo siento —Emolirdo apartó la mano—. Sólo hacía una sombra. Imagíneselo usted. Digamos que había seres inteligentes confinados en el plano de esta pared que podían ver la sombra de mi puño. ¿Podría, un genio que estuviera entre ellos, imaginar la configuración que producía aquella sombra, una sombra proyectada desde fuera de su dimensión?

—Esta es una pregunta muy antigua, pero también muy interesante —dijo Orne.

—¿Qué pasaría si uno de los seres del plano de la pared tuviera un dispositivo que se proyectara en nuestra dimensión? —preguntó Emolirdo—. Sería como los legendarios hombres ciegos que estudiaban el elefante. Su dispositivo le contestaría en términos que no encajarían en sus dimensiones. Tendría que hacer suposiciones sobre las formas nuevas, aceptar toda clase de postulados opcionales.

Debajo del vendaje, la piel del cuello de Orne empezaba a picarle de una manera enloquecedora. Resistió la tentación de hurgar allí con un dedo. Retazos del folclore de Chargon volvían a su memoria: los magos del bosque, los diminutos personajes eme concedían los deseos de un modo que hacía que aquellos que los habían solicitado se arrepintieran de haberlo hecho, la gruta donde los enfermos se curaban…

El escozor de la cura rápida provocaba a su dedo casi de una manera irresistible. Buscó ansiosamente una píldora en la repisa de la cama y se la tragó esperando el alivio.

—Está pensando —dijo Emolirdo.

—Me han colocado un nuevo amplificador Psi en el cuello —comunicó Orne—. ¿Con qué propósito?

—Es un dispositivo mejorado para señalar la presencia de actividad Psi —respondió Emolirdo—. Detecta los campos Psi, la presencia de conformaciones focales. Amplifica las posibilidades latentes que usted tiene. Le proporciona una mayor capacidad para resistir mejor a las emociones Psi inducidas y, asimismo, para descubrir las motivaciones de otras personas mediante la lectura de sus emociones. Le permitirá conocer los peligros que acechan a su persona, aunque estén lejanos en el tiempo; es la presciencia, si es que prefiere llamarla así. Le doy algunos pases parahipnóticos para que pueda comprender mejor estos efectos.

Orne notó un hormigueo en el cuello y una sensación de vacío en el estómago que no se relacionaba con el hambre. ¿Peligro, acaso?

—Reconocerá usted la sensación presciente —dijo Emolirdo—. La notará como una especie peculiar de miedo, tal vez la confundirá con la de hambre. Sentirá una falta de algo, quizá dentro de usted o en el aire que respire. Es una señal muy fiable de peligro.

Orne notó la sensación de vacío en el estómago. Su piel estaba fría y húmeda a causa del sudor. El aire de la habitación le parecía viciado. Quería rechazar las sensaciones y la sugestiva conversación de Emolirdo, pero quedaba un hecho llamado Stetson. Nadie, en todo el I-A, podía ser más escéptico que él, pero Stet le había ordenado que siguiera adelante con todo aquello.

Había, además, el asunto del transceptor que había querido que se fuese lejos de su carne.

—Está algo pálido —dijo Emolirdo.

Orne consiguió sonreír ligeramente.

—Creo que ahora percibo el aviso presciente.

—Ahhh. Describa sus sensaciones.

Orne obedeció.

—Es raro que esto suceda tan pronto —dijo Emolirdo—. ¿Puede identificar el origen de este peligro?

—Usted —respondió Orne—. Y Amel.

Emolirdo se tiró de los labios.

—Podría ser que la misma enseñanza del Psi sea peligrosa para usted. Esto es extraño. Especialmente si resulta ser usted un foco Psi.