Inclínate ante Ullua, la estrella viajera de los Ayrbs. No permitas que la blasfemia exista, no permitas que viva un blasfemo. Que la blasfemia le pudra la boca. Los blasfemos están malditos por Dios y están malditos por los justos. Que esta maldición caiga sobre el blasfemo desde la planta de sus pies hasta la corona de su cabeza, mientras duerma y cuando esté despierto, cuando esté sentado y cuando esté en pie…
Invocación para el Día de Bairam
Un embarrado suelo gris y unos tristes pasillos entre monstruosos troncos azules de árboles: esto era la jungla de Gienah.
Sólo una mínima intensidad de luz les llegaba hasta el barro.
El camuflado trineo de Orne, con sus unidades paragrávicas desconectadas, daba tumbos y resbalones por entre las raíces elevadas. Los faros oscilaban en absurdos ángulos entre los troncos y entre el barro.
Las enredaderas caían desde el alto techo del bosque. Un constante goteo de condensación salpicaba el parabrisas, obligando a Orne a usar los soplantes laminares.
En el asiento anatómico de la cabina del trineo, Orne luchaba con los controles al tiempo que intentaba vigilar por todos los lados buscando señales de la partida de asalto de los gienahnos. Se sentía molesto por la vaga impresión de estar flotando a cámara lenta que los nativos de un planeta pesado experimentan siempre que se ven sometidos a una gravedad menor. Le hacía sentirse mal del estómago.
Había cosas que cruzaban por el aire alrededor del vehículo que iba dando tumbos, cosas que revoloteaban y se precipitaban encima del trineo, de color azul, rojo, verde o violeta, cosas oscuras. Los insectos gienahnos, con sus alas de pelusa, llegaban formando dos conos gemelos, atraídos por los faros. Un interminable zumbido, crujido, raspado, silbido y campanilleante toc-toc-toqui sonaba detrás de las luces del trineo.
De repente, la voz de Stetson sonó suavemente en el altavoz que le habían implantado quirúrgicamente a Orne:
—¿Cómo lo ves?
—No humano.
—¿Hay algún signo le la turba?
—Negativo.
—De acuerdo. Vamos a despegar. Buena suerte.
Por detrás de Orne llegó el profundo rugido de los cohetes de propulsión del crucero de reconocimiento.
La conmoción fue disminuyendo. Todos los otros sonidos callaron durante un momento y volvieron a sonar: primero, los más intensos y, luego, los más débiles.
Un objeto pesado y oscuro cruzó enfrente de los faros columpiándose en una liana. Desapareció detrás de un árbol. Otro. Y otro. Unas sombras fantasmales, cogidas a unos péndulos de liana, rodeaban ambos lados del trineo. Algo golpeó pesadamente en el capó.
Orne frenó hasta quedar parado en seco, lo que hizo desplazar la carga que llevaba atrás. A través del parabrisas pudo ver a un nativo de Gienah que estaba agachado sobre el capó y tenía un rifle Mark XX de balas explosivas que apuntaba a su cabeza. A pesar de la sorpresa que le produjo el encuentro, Orne reconoció el arma, que era de dotación de los guardia marinas de todas las naves de reconocimiento del R&R.
El nativo parecía hermano gemelo del que Orne había visto en la pantalla de translite, incluso por el cinturón con todos sus adminículos. La mano de cuatro dedos que parecía entrenada y capaz estaba colocada en la culata del Mark XX.
Lentamente, Orne se puso una mano en la garganta para activar el micrófono oculto y movió los músculos de hablar:
"Acabo de entablar contacto. Uno de los de la turba está sobre el capó. Con uno de nuestros rifles Mark XX apunta a mi cabeza."
La voz sibilante de Stetson llegó por el altavoz subcutáneo.
—¿Quieres que regresemos?
—Negativo. Quedad a la escucha. Parece ser más curioso que hostil.
—Ándate con cuidado. Nunca se puede estar seguro de las reacciones de una especie desconocida.
Orne apartó la mano derecha de la garganta, la alzó y la mantuvo con la palma en alto. Lo pensó mejor y levantó también la mano izquierda. Todo el mundo sabe que el símbolo universal de las intenciones pacíficas es mostrar las manos vacías. El cañón del rifle descendió ligeramente. Orne intentó recordar el lenguaje de Gienah que había aprendido hipnóticamente.
“¿Ocheero? No, esto significa ‘La Gente’, Ahh…” pensó, y recordó el duro sonido fricativo de bienvenida.
—Ffroiragrazzi —dijo.
El nativo se puso a la derecha de Orne, y contestó en un perfecto galactés culto y carente de acento:
—¿Quién es usted?
Orne tuvo que luchar contra un pánico repentino que se apoderó de él. La boca sin labios había tomado una forma rara al articular las palabras que le resultaban tan familiares:
La voz de Stetson, murmuró:
—¿Este nativo hablaba en galactés?
Orne se tocó la garganta.
—Usted mismo ha podido oírle.
—¿Quién es usted? —volvió a preguntar el gienahno.
Orne bajó la mano y respondió:
—Soy Lewis Orne, del servicio del Redescubrimiento y Reeducación. Me han destinado aquí a petición del Oficial de Primer Contacto del Delfín Redescubrimiento.
—¿Dónde está su nave?
—Me depositó aquí y se fue.
—¿Por qué?
—Iba retrasada, tenía otra misión que cumplir.
Por el rabillo del ojo, Orne vio otras sombras que caían en el barro, a su alrededor. El trineo osciló cuando alguien montó sobre la carga, detrás de la cabina.
El nativo se subió al escalón lateral del trineo y abrió la puerta del golpe. El rifle seguía apuntando. De nuevo la boca sin labios articuló en galactés:
—¿Qué lleva usted en su… vehículo?
—El equipo del R&R, las cosas que un agente de campo necesita para ayudar a la gente de un planeta redescubierto a recuperar su civilización y su economía.
Orne señaló el rifle.
—¿Le importaría apuntar esta arma hacia otro sitio? Me pone nervioso.
La boca del rifle se quedó fija en la cintura de Orne. La boca del gienahno se abrió y mostró unos largos caninos y una lengua azul.
—¿No le parecemos extraños?
—Supongo que en este planeta habrá habido importantes variaciones de mutación de la norma humana —respondió Orne—. ¿Qué las causó? ¿Demasiada radiación dura?
El gienahno no contestó.
Orne dijo:
—En realidad, esto importa muy poco. Estoy aquí para ayudarles, como lo hacemos con todos los planetas redescubiertos.
—Soy Tanub, jefe de los Altos Senderos de los Grazzi —dijo el nativo—. Yo seré quien decida a quién hay que ayudar.
Orne tragó saliva.
—¿Adónde va usted? —preguntó Tanub.
—Me dirigía a vuestra ciudad. ¿Está permitido?
Tanub permaneció en silencio durante algunos latidos, mientras sus pupilas verticales se dilataban y contraían. Aquellos ojos le recordaban a Orne los de un felino pronto a saltar.
Al fin, Tanub contestó:
—Está permitido.
La voz de Stetson llegó por el altavoz oculto:
—¡No hay más apuestas, Orne! Vamos a buscarte. Galactés además de este Mark XX, esto es otro juego. Estoy convencido de que tienen al Delfín.
Orne se tocó la garganta.
—¡No! Deme un poco más de tiempo.
—¿Por qué?
—Usted me ha metido en medio de una lucha endiablada. Además, tengo una corazonada en cuanto se refiere a estos gienahnos.
—¿Cuál es?
—No hay tiempo. Confíe en mí.
Hubo una larga pausa, durante la cual Orne y Tanub seguían estudiándose mutuamente. Stetson dijo:
—Muy bien. Adelante tal como estaba planeado. Pero encuentre dónde está escondido el Delfín. Si podemos recuperar nuestra nave, les privaremos de algunos dientes.
—¿Por qué se toca usted continuamente? —le preguntó Tanub.
Orne apartó su mano de la garganta.
—Estoy nervioso. Las armas siempre consiguen ponerme nervioso.
Tanub bajó ligeramente la boca del rifle.
—¿Podemos continuar hasta su ciudad? —preguntó Orne.
Se humedeció los labios con la lengua. La luz verde de la cabina confería una apariencia siniestra a la cara del gienhano.
—Pronto podremos irnos —respondió Tanub.
—¿Quiere usted subir conmigo? —preguntó Orne—. Hay un asiento de pasajero detrás de mí.
La mirada de Tanub se movió como la de un felino, a la izquierda, a la derecha.
—Sí.
Se dio la vuelta, lanzó una orden hacia la oscuridad de la jungla y subió detrás de Orne.
El gienahno tenía un olor de piel húmeda con un toque de ácido.
—¿Cuándo nos vamos? —preguntó Orne.
—El gran sol se ocultará muy pronto —dijo Tanub—. Podremos continuar así que salga Chiranachuruso.
—¿Chiranachuruso?
—Es nuestro satélite… Nuestra luna.
—¡Qué palabra tan bonita! —dijo Orne—. Chiranachuruso.
—En nuestro idioma significa "El brazo de la Victoria" —aclaró Tanub—. Su luz nos permitirá continuar.
Orne se volvió y miró a Tanub.
—¿Dice usted que puede ver con la poca luz que llega hasta aquí a través de los árboles?
—¿Acaso usted no puede ver? —preguntó Tanub.
—Sin los faros, no.
—Nuestros ojos son diferentes —dijo Tanub.
Se inclinó hacia Orne y le miró a los ojos. Las pupilas verticales del gienhano se dilataban y se contraían.
—Usted, es igual que… los otros.
—¡Ah! ¿Los del Delfín?
—Sí.
Orne hizo un esfuerzo para lograr permanecer callado. Quería preguntar sobre el Delfín, pero se daba cuenta de que andaba sobre la cuerda floja, y con un pequeñísimo margen de tolerancia. Sabían tan poco de los gienahnos… ¿Cómo se reproducían? ¿Qué religión tenían? Le resultaba evidente que Stetson y los demás altos capitostes no confiaban en que su misión tuviera éxito. Esta era una jugada desesperada en la que se arriesgaba un peón del que se podía prescindir.
Orne experimentó un repentino sentimiento de simpatía hacia los gienahnos. Tanub y sus congéneres no podían decidir su propio destino. Los desesperados humanos hacían todas las jugadas.
Unos humanos desesperados y asustados que habían crecido a la sombra de los terrores de las Guerras de Rim. ¿Acaso esto les concedía el derecho a decidir si toda una especie debía sobrevivir? Los gienahnos eran criaturas racionales.
A pesar de que nunca se había considerado muy religioso, Orne elevó una plegaria silenciosa.
"Mahmud, ayúdame a salvar a estos… seres."
Una calma interior se apoderó de él. Una sensación de fuerza y confianza.
Pensó:
"¡Soy el que hago las jugadas!"
Un frío resplandor se extendió por la jungla, acallando de repente los sonidos salvajes. Después, una conmoción general se hizo patente por los gienahnos que estaban en los árboles y alrededor del trineo.
Tanub se agitó y gruñó.
Los gienahnos, que se habían subido sobre la carga, se apearon y saltaron hacia la izquierda.
—Vámonos ahora —ordenó Tanub—. Lentamente. Vaya detrás de mis… batidores.
—Bien.
Orne movió el trineo hacia delante esquivando una raíz que estorbaba el paso; a la luz de los faros, observaba las balanceantes figuras de su escolta.
El silencio invadió la cabina mientras se arrastraban hacia delante.
—Gire un poco a su derecha —dijo Tanub, indicándole un pasillo que había entre los árboles.
Orne obedeció. Alrededor de él, las sombras se lanzaban de liana en liana.
—Pude admirar su ciudad desde el aire —dijo Orne—. Es muy bonita.
—Sí —dijo Tanub—. Su especie también lo sabe apreciar. ¿Por qué descendieron con su nave tan lejos de nuestra ciudad?
—No queríamos que, al aterrizar, pudiéramos destruir algo.
—No hay nada en la jungla que se pueda destruir, Orne.
—¿Por qué sólo tienen una ciudad grande? —preguntó Orne.
Silencio.
—He preguntado que por qué…
—Orne, ignora usted nuestra manera de ser —gruñó Tanub—. Por esto le excuso. La ciudad es para nuestra raza, para siempre jamás. Nuestros hijos deben nacer a la luz del sol. Hace mucho tiempo, usábamos unas sencillas plataformas situadas en la copa de los árboles. En la actualidad…, sólo lo hacen los salvajes.
La voz de Stetson susurró en los oídos de Orne:
—No aprietes en el aspecto sexual ni en el de crianza. Estos temas son delicados. Estas criaturas son ovíparas. Al parecer, sus glándulas sexuales están escondidas en el pelo largo que cubre donde deberían tener el mentón.
Orne especuló:
—¿Y quién es el que decide dónde han de estar los mentones?
—Los que controlan el lugar de los nacimientos, son los que controlan nuestro mundo —informó Tanub—. Antes, existió otra ciudad. La destruimos, socavamos sus torres y las hicimos caer en el sucio barro para que se rompieran donde la jungla se hiciera cargo de ellas.
—¿Hay muchos… salvajes? —preguntó Orne.
—Cada estación hay menos —respondió Tanub; y su voz sonaba jactanciosa y confiada.
—Así es cómo consignen sus esclavos —transmitió Orne.
—Pronto no quedará ninguno —dijo Tanub.
—Habla usted un galactés perfecto —dijo Orne.
—El jefe de los Altos Senderos ha de tener los mejores maestros —dijo Tanub—. Y usted, Orne, ¿sabe muchas cosas?
—Por este motivo me han mandado aquí.
—¿Hay muchos planetas para adiestrar? —preguntó Tanub.
—Muchos —respondió Orne—. En su ciudad hay muchos edificios altos. ¿Con qué los construyen?
—En el idioma de usted, con cristal —respondió Tanub—. Los ingenieros del Delfín decían que era imposible. Como puede usted ver, estaban equivocados.
La voz de Stetson llegó:
—¡Una cultura de vidrio soplado! Esto puede explicar muchas cosas.
El camuflado trineo de aire se fue arrastrando por los pasillos de la jungla, mientras Orne revisaba todo cuanto había oído y todo cuanto había observado. Sopladores de cristal. Jefe de los Altos Senderos. Ojos con cortes verticales en las pupilas. Una especie arborícola. Cazadores. Belicismo. Cultura con esclavos. Los jóvenes debían nacer a la luz del sol. ¿Era una necesidad cultural o física? Aprendían muy aprisa.
Sólo hacía dieciocho meses normales que tenían al Delfín y a su tripulación.
Uno de los batidores se plantó delante de los faros y agitó los brazos.
Orne detuvo el trineo obedeciendo la orden de Tanub. Esperaron casi diez minutos antes de proseguir.
—¿Los salvajes? —preguntó Orne.
—Quizá. Pero somos una fuerza demasiado importante para que ellos piensen en atacarnos. Y no poseen buenas armas. No tema, Orne.
El resplandor de muchas luces se hizo visible a través de los gigantescos troncos de árbol. Se hizo más intenso cuando el trineo rebasó el borde de la jungla y salió al terreno despejado, y desde allí pudo observar la ciudad a través de dos kilómetros de espacio abierto.
Orne miró hacia arriba, maravillado. La ciudad de Gienah se elevaba con pisos y rampas en espiral hacia el cielo iluminado por la luna, mucho más alta que los árboles más altos. Parecía un frágil bordado de puentes, columnas relucientes y parpadeantes puntos de luz. Los puentes se entretejían de columna a columna, formando una red visible que recordaba una tela de araña reluciente por las gotas de rocío.
—Y todo está hecho con cristal —murmuró Orne.
—¿Qué pasa? —preguntó Stetson.
Orne se tocó la garganta.
—Acabamos de salir de la jungla y vamos hacia los edificios más próximos de la ciudad: son magníficos.
—Sería una pena que tuviéramos que destruirlos.
Orne se acordó de una maldición usada en Chargon:
"¡Así crezcas como una raíz salvaje, con la cabeza metida en la tierra!"
Tanub dijo:
—Hasta aquí ya es suficiente, Orne. Detenga el vehículo.
Orne hizo que el trineo se parara dando una sacudida. Veía, por doquier y a la luz de la luna, gienahnos armados con unos Mark XX de demolición. Un edificio con columnas que llevaban contrafuertes de cristal se destacaba, a la luz lunar, delante mismo de ellos. Parecía ser más alto que el crucero que se había posado en el círculo de aterrizaje de la jungla.
Tanub se inclinó sobre el hombro de Orne.
—¿Verdad que no le hemos podido engañar, Orne?
Este notó que se le contraía el estómago.
—¿Qué quiere usted decir?
El olor de la piel de gienahno se había hecho opresivo en la cabina.
—Ya se ha percatado usted de que no somos mutantes de su raza —dijo Tanub.
Orne intentó aclararse la garganta. La voz de Stetson llegó a sus oídos:
—Lo mejor es admitirlo.
—Es cierto —reconoció Orne.
—Me gusta usted, Orne —dijo Tanub—. Será uno de mis esclavos. Le daré cinco hembras escogidas del Delfín, y usted me enseñará muchas cosas.
—¿Cómo capturó el Delfín? —preguntó Orne.
—¿Cómo se ha enterado de esto?
Tanub se echó hacia atrás, y Orne vio que la boca del rifle se levantaba.
—Usted tiene un rifle de los suyos —dijo Orne—. No vamos por ahí repartiendo armas. Nuestra meta es reducir el número de armas en todo el…
—¡Sois débiles y os arrastráis por el suelo! —dijo Tanub—. No podéis competir con nosotros. Nosotros vamos por los Altos Senderos. Nuestra destreza es grande. Somos más astutos que cualquiera de las demás criaturas. Os dominaremos.
—¿Cómo se apoderó usted del Delfín? —insistió Orne.
—¡Ah! Pusieron la nave a nuestro alcance porque tenía los tubos de mala calidad. Les dijimos, y no mentíamos, que podíamos mejorarlos. La cerámica que hace vuestra especie es muy mala.
Al apagado resplandor de las luces de la cabina, Orne estudió a Tanub.
—Tanub, ¿ha oído usted hablar del I-A?
—¡El I-A! Investigan y arreglan cuando los demás cometen errores. Su existencia es el reconocimiento de vuestra inferioridad. ¡Cometéis errores!
—Mucha gente lo hace —sentenció Orne.
Una tensión agresiva se apoderó del gienahno. Abrió la boca para enseñar los caninos.
—¿Se apoderó usted del Delfín a traición? —preguntó Orne.
La voz de Stetson llegó hasta los oídos de Orne.
—¡No le provoques!
Tanub contestó:
—Los del Delfín eran tontos. Porque nuestra talla es menor que la vuestra, creyeron que éramos más débiles.
La boca del rifle se apoyó sobre la boca del estómago de Orne.
—Va usted a explicarme una cosa: ¿Por qué habla del I-A?
—Soy del I-A —respondió Orne—. He venido aquí para saber dónde ha escondido usted el Delfín.
—Usted ha venido aquí para morir —dijo Tanub—. Hemos escondido el Delfín donde nos ha parecido mejor. En toda nuestra historia, nunca hemos tenido un lugar mejor para agazaparnos y esperar el momento de atacar.
—¿No ve usted otra alternativa que atacar? —preguntó Orne.
—En la jungla, los fuertes destrozan a los débiles hasta que sólo quedan los fuertes —contestó Tanub.
—Y después, los fuertes luchan unos contra otros —dijo Orne.
—¡Eso no es más que una excusa para los débiles!
—O para los que han visto cómo esta manera de pensar convertía mundos enteros en inhabitables para todas las formas de vida, sin dejar nada para los débiles ni para los fuertes.
—Dentro de un año de los vuestros, Orne, estaremos a punto. Entonces veremos quién tiene razón.
—Es muy malo que usted opine así —dijo Orne—. Cuando se encuentran dos culturas, como lo hacen ahora las nuestras, tienen tendencia a ayudarse mutuamente. Todos salen ganando. ¿Qué ha hecho usted con la tripulación del Delfín?
—Son esclavos —respondió Tanub—. Los que todavía están vivos. Algunos se resistieron. Otros tuvieron reparos en enseñarnos lo que debemos saber.
Apuntó con el rifle a la cabeza de Orne.
—Usted no es tan loco como para poner objeciones, ¿no es verdad?
—No hay ninguna necesidad de que me comporte como un loco —contestó Orne—. Nosotros, los del I-A, también somos maestros. Damos lecciones a los que cometen errores. Usted ha cometido un error, Tanub. Usted me ha dicho dónde tiene escondido el Delfín.
—¡Anda, chico! —chilló la voz secreta de Stetson—. ¿Dónde está?
—¡Imposible! —gruñó Tanub.
El cañón del rifle seguía centrado en la cabeza de Orne.
—Está en vuestra luna —dijo Orne—. En el lado oscuro. Está en una montaña del lado oscuro de vuestra luna.
Los ojos de Tanub se dilataron y se contrajeron.
—¿Puede usted leer el pensamiento?
—Los del I-A no necesitamos leer el pensamiento —contestó Orne—. Nos apoyamos en nuestra extraordinaria agudeza mental y en los errores de los demás.
—Dos monitores de ataque están en camino —susurró la voz de Stetson—. Vamos a buscarte. Quiero saber cómo lo has sabido.
—Usted es tan tonto y débil como los demás —rechinó Tanub.
—Es una pena que usted se forjara una opinión sobre nosotros, observando a los bajos cargos del R&R —dijo Orne.
—Cuidado, cuidado —recomendó Stetson—. No te pongas a luchar con él. Recuerda que es arborícola y probablemente es tan fuerte como un mono.
—Tú eres un esclavo que se arrastra por el suelo —dijo despectivamente Tanub—. Puedo matarte aquí mismo antes de que puedas levantarte.
—Vas a matar a todo tu planeta, si lo haces —dijo Orne—. No estoy solo. Hay otros seres que están escuchando cada una de las palabras que pronunciamos. Hay una nave encima de nosotros que puede trocear vuestro planeta con una sola bomba, y lavarlo todo con roca fundida. Vuestro planeta se fundirá como el cristal de vuestros edificios. Todo vuestro planeta se convertirá en un bloque de cerámica.
—¡Mientes!
—Voy a hacerte una oferta —propuso Orne—. No queremos exterminaros. Por lo menos, no queremos a menos que nos obliguéis a hacerlo. Os concederemos la calificación de miembros provisionales de la Federación Galáctica, hasta que nos demostréis que no representáis amenaza alguna para los demás…
—Te atreves a insultarme —gruñó Tanub.
—Será mejor que me creas —dijo Orne—. Nosotros…
La voz de Stetson le interrumpió:
—¡Lo tenemos, Orne! Hemos recuperado el Delfín, que estaba en un pequeño valle entre montañas, donde dijiste. Dispara los cohetes y sal de ahí. Vamos a pasar la escoba para recogerte.
—Pues esto es lo que hay, Tanub —dijo Orne—. Ya hemos vuelto a capturar el Delfín.
Tanub lanzó una mirada hacia el cielo. Y volvió a mirar fijo a Orne.
—Es imposible. Tenemos su equipo de comunicaciones y no ha habido señal alguna. Las luces de nuestra ciudad todavía están encendidas, y usted no podrá…
—Sólo tenéis el equipo del R&R —dijo Orne—, que es muy inferior al que utiliza el I-A. Los vuestros que estaban allá arriba permanecieron callados hasta que ya fue demasiado tarde. Es su manera de ser, y no como…
Stetson preguntó:
—¿Cómo puedes saber esto?
Orne hizo caso omiso de Stetson, y dijo:
—A excepción del armamento capturado, que todavía sostienes, es evidente que no cuentas con armas para enfrentarte a nosotros, Tanub. En caso contrario, no habrías sacado este rifle del Delfín.
—Si es así, moriremos como unos valientes —dijo Tanub.
—No será necesario —afirmó Orne—. Nosotros no…
—No puedo correr el riesgo de que esté usted mintiendo —dijo Tanub—. He de matarle.
El pie de Orne que estaba apoyado en el pedal de control del trineo dio una patada hacia abajo. El trineo salió proyectado hacia arriba, y una intensa G apretó a sus pasajeros contra los asientos.
El rifle golpeó el regazo de Tanub, que se esforzaba en apuntarlo de nuevo.
Para Orne, su peso sólo representaba el doble del que tenía en Chargon. Estiró un brazo, arrancó el rifle que tenía Tanub y cogió cinturones de seguridad que utilizó para inmovilizar al gienhano. Después, Orne suavizó la aceleración.
Tanub le miraba aterrorizado, y apretaba los dientes.
—No necesitamos esclavos —dijo Orne—. Tenemos máquinas que nos hacen la mayor parte del trabajo. Os enviaremos expertos que os adiestrarán para lograr un mejor equilibrio con vuestro planeta: cómo construir buenos transportes, cómo extraer vuestros minerales, cómo…
—Y ¿qué tendremos que hacer a cambio? —susurró Tanub, que se sentía dominado por la fuerza de Orne.
—Para empezar, podréis enseñarnos cómo fabricáis vuestra cerámica —dijo Orne.
Mientras hablaba, una serie de imágenes desfilaban ante él: la función estabilizadora de la paz en un mercado central, el evitar la especialización de las cosas manufacturadas, haciendo que en un pueblo se hiciera el hierro de la azada, y en otro pueblo vecino, el mango de madera, la seguridad psicológica que dan los gremios y las castas…
Casi como si fuera colofón dijo:
—Espero que aceptaréis nuestra manera de mirar las cosas. Sinceramente, no queremos vernos obligados a hacer limpieza completa de todos. Ahora, ya sabes que podemos hacerlo, pero nos disgustaría profundamente tener que hacer volar por los aires vuestra ciudad, y que tuvierais que volver a la jungla buscando sitios para criar a vuestros hijos.
Tanub se estremeció.
—La ciudad… —susurró.
Después dijo:
—Llevadme con mi pueblo. Explicaré lo que he aprendido a… nuestro… Consejo.
Miró a Orne; se apreciaba mucho respeto en sus modales.
—Ustedes los del I-A son demasiado fuertes… demasiado fuertes. Ni lo sospechábamos.