Una religión requiere muchas relaciones dicotómicas. Necesita creyentes y descreídos. Necesita contar con los que conocen los misterios y con los que sólo los temen. Necesita de los que están dentro y de los que están fuera. Necesita tanto a un dios como a un diablo. Necesita absolutos y relatividad. Necesita de lo que no tiene forma (pero está en vías de formación) y de lo que ya está formado.
Ingeniería religiosa, "escritos secretos de Amel"
—Estamos a punto de crear un dios —dijo el Abad Halmyrach.
Era un hombre menudo, de piel oscura y que llevaba una túnica color naranja pálido que le llegaba hasta los tobillos formando suaves pliegues. Su cara, estrecha y lisa, estaba dominada por una larga nariz que colgaba como de un precipicio sobre una boca ancha, de labios finos. La pulida calvicie de su cabeza era de un color pardo.
—No sabemos a partir de qué criatura o cosa va a nacer el dios —dijo el Abad—. Podría ser de uno de vosotros.
Hizo un ademán en dirección al cuarto lleno de acólitos sentados en el mismo suelo de una austera habitación iluminada por los mortecinos rayos del sol de media mañana de Amel. La habitación era una fortaleza Psi, protegida por aparatos y conjuros. Medía unos veinte metros de lado, y tres metros del suelo al techo. Once ventanas, cinco en un lado y seis en el otro, permitían mirar por encima de los tejados del complejo central de edificios tipo colmena de Amel. La pared que estaba detrás del Abad, así como la que se hallaba enfrente, tenían el aspecto de piedra blanca surcada por delgadas líneas pardas como huellas de insectos: era una de las configuraciones de una máquina Psi.
Las paredes relucían con una luz pálida y blanca tan mate como la leche descremada.
El Abad percibió la fuerza que fluía entre aquellas dos paredes y notó el premonitorio escalofrío de culpa-miedo, que sabía que era compartido por los acólitos de la clase. Oficialmente esta clase se llamaba Ingeniería Religiosa, pero los jóvenes acólitos persistían en su impiedad. Para ellos, era creación de Dios.
Y estaban lo bastante adelantados para conocer los peligros.
—Lo que digo y hago aquí ha sido planeado y medido con precisión —dijo el Abad—. Aquí, la influencia de la casualidad es muy peligrosa. Por este motivo esta habitación está tan desnuda. Una mínima intrusión imprevista podría acarrear diferencias inconmensurables en lo que hacemos. En consecuencia, declaro que ningún demérito alcanzará a quien ahora quiera abandonar esta habitación para no participar en la creación de un dios.
Los acólitos sentados se agitaron dentro de sus blancas vestiduras.
Pero ninguno aceptó la invitación.
El Abad experimentó una ligera sensación de satisfacción. Hasta aquí, las cosas iban desarrollándose de acuerdo con sus predicciones.
Dijo:
—Como sabéis, cuando creamos un dios, el peligro está en que tengamos éxito. En la ciencia de Psi, un éxito del orden de magnitud de lo que proyectamos aquí comporta un profundo peligro para nosotros. Lo que conseguimos, de hecho, es crear un dios. Y cuando hayamos creado un dios, lo que habremos logrado, paradójicamente, ya no será nuestra creación. Podría muy bien suceder que llegáramos a ser la creación de lo que antes habíamos creado.
El Abad asintió a lo que él mismo decía, considerando las creaciones de dioses en la historia del género humano: salvajes, determinados, primitivos, sofisticados…, pero todos imprevisibles. Sin importar el método utilizado, los dioses seguían sus propios derroteros. Los caprichos de los dioses no se podían tomar a la ligera.
—El dios resurge siempre del caos —dijo el Abad—. Esto no lo podemos controlar: sólo sabemos cómo se hace un dios.
Notó que en su boca iba en aumento la seca electricidad del miedo, reconoció que la tensión necesaria crecía a su alrededor. El dios debía surgir, en parte, del miedo, pero no sólo de él.
—Hemos de sentir respeto por nuestra creación —dijo—. Hemos de estar dispuestos a adorar, obedecer, rogar y suplicar.
Los acólitos reconocieron su pie de entrada:
—Adorar y obedecer —murmuraron, y un respetuoso sentimiento emanaba de ellos.
"Pues —pensó el Abad—, hay infinitas posibilidades e infinitos peligros, a esto hemos llegado. La complejidad de nuestro universo se apoya en momentos como éste."
Dijo:
—Primero, damos el ser a la semiforma, al agente del dios que crearemos.
Levantó los brazos, rompiendo así el flujo de fuerzas que iba de pared a pared y mandando remolinos a la deriva por la habitación. A medida que se movía, notó una simultaneidad, una marejada temporal en su universo, con la percepción interior de imágenes de tres cosas que ocurrían a la vez. Llegó a su mente una visión de su propio hermano, Ag Emolirdo, un humano narigudo y con aspecto de pájaro, de pie a la pálida luz del lejano Marak, y que sollozaba sin motivo. La visión se transformó en la imagen de una mano, con uno de cuyos dedos apretaba un botón de una cajita verde. En el mismo instante se vio a sí mismo, en pie y con los brazos en alto, mientras un Shriggar, el lagarto de la muerte en Chargon, surgía de la pared que estaba detrás de él.
Los acólitos jadeaban.
Con la exquisita lentitud del terror, el Abad bajó los brazos y se dio la vuelta. Sí, era un verdadero Shriggar, una criatura tan alta que tenía que estar agachada en aquella habitación. Unos grandes espolones emergían de sus cortos brazos. La cabeza estrecha, con el pico curvado que se abría para mostrar una lengua bífida, se doblaba a la derecha y luego a la izquierda. Sus ojos saltones se movían rápidamente y su aliento llenó la habitación de olores cenagosos.
De repente, la boca se cerró de golpe:
—¡Chunk!
Cuando se volvió a abrir, salió una voz, profunda, descarnada, articulada, pero carente de la sincronización de la lengua y los labios del Shriggar. Dijo:
—El dios que creáis puede morir en el proceso. Estas cosas requieren su tiempo y su método. Quedo vigilante y estaré dispuesto para intervenir. Habrá un juego de guerra, una ciudad de cristal donde vivirán criaturas de alto potencial. Habrá un tiempo para los políticos y un tiempo para que los clérigos teman las consecuencias de la osadía. Todo esto ha de suceder para conseguir un objetivo desconocido.
Lentamente, el Shriggar empezó a disolverse: primero, la cabeza; después, el enorme cuerpo recubierto de escamas amarillas. Un charco de fluido pardo y tibio se formó donde había estado, y se extendió por la habitación, alrededor de los pies del Abad y alrededor de los acólitos sentados.
Nadie se atrevió a moverse. Sabían demasiado bien que no debían introducir una fuerza aleatoria en aquel lugar antes de que cesaran las oscilantes corrientes Psi.