Capítulo XXV

Jeserac paseaba en silencioso asombro a través de las calles de una Diaspar que jamás había visto. Tan diferente era, ciertamente de la ciudad en la que había pasado muchas de sus vidas, que le costaba trabajo reconocerla de nuevo. Sabía, por supuesto, que era Diaspar, aunque cómo lo sabía era algo que no se detenía a preguntar.

Las calles eran estrechas, los edificios más bajos y… el Parque había desaparecido. O más bien, había dejado de existir. Aquélla era la Diaspar anterior al cambio, la Diaspar que había sido abierta al mundo y al universo. El cielo tenía un azul pálido, moteado con la gracia de unas nubes pasajeras, que se retorcían y cambiaban de forma lentamente por los vientos que ahora soplaban a través de la superficie de aquella nueva Tierra, más joven.

Por encima de aquellas nubes y en la lejanía, se desplazaban los viajeros del cielo. Por millas de distancia por encima de la ciudad, enlazando los cielos con su silenciosa tracería, las naves aéreas que enlazaban a Diaspar con el resto del mundo exterior iban y venían en sus apresurados negocios. Jeserac se quedó mirando fijamente durante un cierto tiempo al misterio y a la maravilla del cielo abierto y por un momento el temor antiguo volvió a trastornarle el espíritu. Se sentía como desnudo y desprotegido, consciente de que aquella cúpula pacífica y azul por encima de su cabeza, no era más que la más delgada de las envolturas… y que más allá, se extendía el Espacio, con todo su misterio y sus amenazas.

El temor no fue tan fuerte como para paralizar su voluntad. En parte de su mente, Jeserac sabía que aquella experiencia era un sueño y un sueño no podía hacerle ningún daño. Se sintió arrastrado por el hechizo de la fantasía, saboreando cuanto podía darle, hasta despertar una vez más en la ciudad que tan bien conocía.

Estaba paseando en el corazón de Diaspar, hacia el punto donde en su propia edad se había levantado la Tumba de Yarlan Zey. Ya no había tumba alguna allí, en aquella vieja ciudad… solamente un edificio pequeño y circular con muchas arcadas que daban acceso a la construcción. Junto a una de aquellas arcadas, un hombre estaba esperándole.

Jeserac debería haberse sentido sobrecogido por el asombro; pero ya nada podía sorprendente. De alguna forma parecía correcto y natural que tuviera que encararse frente por frente con el hombre que había construido Diaspar.

—Me reconocerás, imagino —dijo Yarlan Zey.

—Por supuesto; he visto tu estatua millares de veces. Tú eres Yarlan Zey y ésta es la Diaspar de hace mil millones de años. Sé que estoy soñando y que ninguno de nosotros tiene nada que ver con la realidad presente.

—Entonces, no tienes por qué alarmarte por cualquier cosa que pueda ocurrir. Por tanto, sígueme y recuerda que nada te hará ningún daño, puesto que en cuanto lo desees puedes despertar en Diaspar… en tu propia edad.

Obedientemente, Jeserac siguió a Yarlan Zey al interior del edificio con su mente receptiva y falta de crítica como una esponja. Algún recuerdo, o el eco del recuerdo, le avisó de lo que iría a ocurrir a renglón seguido y sabía que una vez habría huido de aquello surgido en el horror. Ahora, sin embargo, no sintió temor alguno. No solamente se sintió protegido por el conocimiento de que aquella experiencia no era real, sino que la presencia de Yarlan Zey parecía un talismán contra cualquier peligro con el que tuviera que encararse eventualmente.

Había poca gente que se dirigía por los caminos deslizantes hacia el interior subterráneo y a las profundidades del edificio y que no tenían otra compañía cuando a poco, quedaron en pie junto al largo y rayado cilindro metálico, que les conduciría fuera de la ciudad en una jornada, que Jeserac una vez contempló con verdadero horror. Cuando su guía señaló hacia la puerta abierta, se detuvo sólo un instante en el umbral, para pasar inmediatamente al interior.

—¿Lo estás viendo? —le dijo Yarlan Zey con una sonrisa—. Ahora, cálmate y recuerda que estás seguro de que nada podrá tocarte ni dañarte en lo más mínimo.

Jeserac le creyó. Oyó sólo el suave zumbido vibratorio de la máquina y una cierta aprensión al pasar la entrada del túnel ante él, mientras que la máquina ganaba rápidamente velocidad al ir discurriendo entre las profundidades subterráneas. Fuese cual fuese el temor que había tenido, todo quedó olvidado ante la idea de conversar animadamente con aquella figura, casi mítica, del pasado.

—¿No te parece extraño —comenzó a decir Yarlan Zey— que aunque los cielos estén abiertos para viajar por ellos, hemos tratado de enterrarnos a nosotros mismos en las entrañas de la Tierra? Es el principio de la enfermedad cuyo fin has visto en tu propia edad. La Humanidad está intentando ocultarse, está asustada de lo que se extiende por el espacio y pronto cerrará las puertas que conducen al Universo.

—Pero yo he visto espacionaves por el cielo de Diaspar —repuso Jeserac.

—No las verás por mucho tiempo. Hemos perdido el contacto con las estrellas y pronto otros planetas también serán abandonados. Nos llevará millones de años el hacer la jornada hacia el exterior… pero sólo pocos siglos para volver de nuevo al hogar. Y dentro de bien poco, incluso tendremos que abandonar la propia Tierra en su mayor parte.

—¿Y por qué lo hiciste? —preguntó Jeserac. Sabía la respuesta, pero así y todo se sintió impulsado a hacer la pregunta.

—Necesitábamos un refugio para protegernos contra dos clases de temor, el temor a la muerte y el temor al espacio. Éramos un pueblo enfermizo espiritualmente y ya no deseábamos ir a ninguna parte del Universo… y así, pretendimos creer que no existía. Vimos el caos extenderse entre las estrellas y ansiábamos la paz y la estabilidad. En consecuencia, Diaspar tenía que ser resguardada, cerrada, de forma que nada ni nadie pudiese entrar más en ella.

»Diseñamos la ciudad que tú conoces e inventamos un falso pasado para esconder nuestra cobardía. Oh, no fuimos nosotros los primeros en hacer eso; pero sí los primeros en llevarlo a cabo con todas sus consecuencias. Y rehicimos el espíritu humano, reconformándolo, suprimiéndole sus pasiones y su ambición de tal forma que quedase contento y feliz con el pequeño mundo que poseía.

»Se llevó mil años en construir la ciudad y todas sus máquinas. Mientras que cada uno de nosotros cumplía su tarea, su mente iba siendo lavada de sus recuerdos, al propio tiempo que se insertaba en ella la idea de su personal identidad para ser restaurada, tras haber quedado encerrada en los Bancos de Memoria, y resurgir llegado el momento en el futuro.

»Y así, al final llegó el día en que no quedó ni una sola persona viviente en Diaspar; quedando sólo el Computador Central que obedecía fielmente las órdenes que se habían alimentado en su complicada estructura electrónica, y controlando los Bancos de Memoria en donde estábamos en estado latente, durmiendo. No quedó uno sólo que tuviese cualquier contacto con el pasado… y a partir de ese momento, comenzó su historia.

»Después, uno tras otro, en una secuencia predeterminada, fuimos siendo llamados fuera de los circuitos de memoria y reencarnados de nuevo. Como una máquina que acaba de ser construida y comenzaba a operar por primera vez, Diaspar comenzó a cumplir con sus deberes en la forma en que había sido diseñada y concebida.

»Así y todo, algunos de nosotros, tuvimos nuestras dudas desde el principio. La eternidad era demasiado tiempo, reconocimos los riesgos que implicaba el no dejar una espita abierta, al tratar de encerrarnos completamente al margen del resto del Universo. No podíamos desafiar los deseos de nuestra cultura, por lo que trabajamos en secreto, haciendo las modificaciones que estimamos necesarias.

»Los Únicos fueron invención nuestra. Ellos deberían aparecer a largos intervalos e intentarían, si las circunstancias se lo permitiesen, descubrir si existía algo más allá de Diaspar que valiese la pena de ser contactado. Nunca imaginamos que se llevaría tanto tiempo para que uno de ellos tuviera éxito… ni tampoco que semejante éxito fuese tan grande.

A despecho de la suspensión de las facultades críticas, que es la pura esencia de un sueño, Jeserac quiso saber y se preguntó inconscientemente cómo Yarlan Zey podía hablar con tal conocimiento de las cosas que habían ocurrido hacía mil millones de años antes de su tiempo. Resultaba muy confuso… sin saber en qué lugar del tiempo o del espacio se hallaba.

La jornada llegaba a su fin; las paredes del túnel dejaron de pasar rápidamente ante sus ojos a tan tremenda velocidad. Yarlan Zey comenzó a hablar con verdadera prisa y con una tal autoridad, como no había mostrado antes.

—El pasado ha terminado —continuó—, hicimos nuestro trabajo, para bien o para mal y con esto terminó. Cuando tú fuiste creado, Jeserac, se te imprimió un tal miedo al mundo exterior que por nada del mundo hubieras abandonado la ciudad, impulsándote instintivamente a permanecer en ella siempre, temor que compartes con todos los demás ciudadanos de Diaspar. Ahora sabes que ese temor está carente de fundamento y que fue impuesto artificialmente en tu personalidad. Yo, Yarlan Zey, que te lo impuso, desde este momento te relevo de semejante esclavitud espiritual. ¿Comprendes bien?

Y con aquellas últimas palabras, la voz de Yarlan Zey se hizo más y más fuerte hasta que parecía reverberar a través de todo el espacio. El transporte subterráneo en donde se iba deslizando, comenzó a borrarse y a desintegrarse alrededor de Jeserac como un previo aviso de que el sueño estaba llegando a su fin. Y con todo, mientras que la visión se desvanecía, todavía pudo oír aquella imperiosa voz tronar en sus oídos:

—¡Ya no volverás a sentir miedo, Jeserac! ¡No volverás a temer nada!

Luchó por despertarse, como un submarino salta desde el océano a la superficie del mar. Yarlan Zey se había desvanecido, pero existía un extraño interregno en que voces que conocía por su matiz, aunque irreconocibles en las personas que las usaban, le hablaron dándole ánimos y se sintió como sostenido por manos amistosas. Después, como un relámpago que cruzara su mente, volvió a la realidad.

Abrió los ojos y vio a Alvin, Hilvar y Gerane permanecer ansiosamente junto a él. Pero Jeserac no les prestó atención, su mente estaba demasiado repleta con la maravilla que ahora se extendía ante él… el panorama de bosques y ríos y la bóveda azul del cielo abierto.

Se hallaba en Lys y no sentía el más pequeño temor.

Nadie le molestó en aquel momento sin tiempo, cuya huella había quedado estampada en su mente para siempre. Al fin, cuando estuvo satisfecho de que el entorno era real, se volvió hacia sus amigos.

—Gracias, Gerane. Nunca creí que tendría semejante éxito.

El psicólogo, con aire satisfecho de sí mismo, estaba haciendo unos delicados ajustes en una pequeña máquina que colgaba en el aire junto a él.

—Nos dio usted unos momentos de ansiedad —admitió—. Una o dos veces, comenzó a hacer preguntas que no podían ser respondidas lógicamente y tuve miedo de que se rompiese la secuencia.

—Suponiendo de que Yarlan Zey no me hubiera convencido… ¿qué habría hecho entonces?

—Le habríamos mantenido inconsciente y devuelto a Diaspar donde hubiera despertado en una forma natural, sin haber sabido nunca que había estado en Lys.

—Y esa imagen de Yarlan Zey que alimentó en mi mente… ¿cuánto de lo que dijo era verdad?

—Creo que la mayor parte, ciertamente. Yo estaba realmente ansioso de que mi pequeña leyenda tendría que convencerle con bastante precisión histórica: Callitrax la ha examinado y no ha encontrado errores en ella. Puede considerarse ciertamente consistente en todo cuanto conocemos respecto a Yarlan Zey y a los orígenes de Diaspar.

—Así, podemos ahora abrir realmente la ciudad —dijo Alvin—. Puede que se lleve mucho tiempo; pero eventualmente, estaremos en condiciones de neutralizar ese temor, de forma que quien lo desee, pueda salir de Diaspar.

—Se llevará mucho tiempo, desde luego —asintió Gerane—. Pero no olvides que Lys es lo suficientemente grande como para albergar a varios millones de personas más, en el caso de que todo tu pueblo decida venir aquí. No creo que será verosímil; pero es posible.

—Ese problema se resolverá por sí mismo —repuso Alvin—. Lys, puede ser diminuto; pero el mundo es muy grande. ¿Por qué deberíamos dejar al desierto que lo impida?

—Vaya, otra vez estás soñando, Alvin —dijo Jeserac con una sonrisa—. Estaba preguntándome qué es lo que va a quedarse sin que tú no intervengas.

Alvin no respondió, aquélla era una cuestión que se había hecho más y más insistente en su propia mente durante las últimas semanas pasadas. Permaneció como perdido en sus propios pensamientos, quedándose detrás de los demás, mientras caminaban colina abajo y en dirección a Airlee. ¿Acaso los siglos que tenía frente a sí se convertirían en un largo y penoso anticlinal?

La respuesta estaba en sus propias manos. Había cumplido ya con su destino; ahora, tal vez, podría empezar a vivir.