Capítulo XVI

Apenas si hubo formalidades. El Presidente declaró abierta la sesión y se volvió hacia Alvin.

—Alvin —le dijo con bastante afabilidad— quisiéramos saber qué es lo que ha ocurrido desde que desapareciste de la ciudad, desde hace diez días.

El uso de la palabra "desaparecer" resultó para Alvin altamente significativo. Incluso entonces, El Consejo se resistía a admitir que en realidad había estado fuera de Diaspar. Trató de imaginar si aquellas venerables personas conocían que había extranjeros en la ciudad; pero lo puso en duda. De haber sido así, habrían mostrado una alarma mucho más considerable.

Alvin relató su historia claramente, prescindiendo de todo dramatismo. El relato en sí era fantástico y casi increíble para sus mismos oídos, por lo que no necesitaba ser exagerado ni embellecido. Sólo en un aspecto, se aparta de la estricta verdad de lo ocurrido, ya que no dijo nada de la forma en que tuvo que escapar de Lys. Le pareció más que verosímilmente, que tal procedimiento tendría que ser utilizado de nuevo.

Resultaba fascinante observar la forma en que fue cambiando la actitud de los miembros del Consejo durante el curso de su narración. Al principio, parecían escépticos, rehusando aceptar la negación de todas sus creencias, la violación de sus más arraigados prejuicios. Cuando Alvin les dijo su apasionado deseo de explorar el mundo existente más allá de la ciudad y su irracional convicción de que tal mundo existía, se le quedaron mirando con fijeza como si fuese algún extraño e incomprensible animal. Para sus mentes, lo era, ciertamente. Pero finalmente, se vieron compelidos a admitir que el joven había estado en lo cierto y que ellos se habían equivocado. Conforme fue desarrollándose el largo relato de Alvin, cualquier duda que pudiesen haber tenido hasta entonces fue disolviéndose lentamente. Podría no haberles gustado lo que les dijo; pero ya no podían por más tiempo negar la verdad. De haberlo intentado, sólo tenían que echar un vistazo al silencioso compañero de Alvin.

Hubo sólo un aspecto en su relato que levantó la indignación general del Consejo… y no estaba dirigido precisamente hacia él. Un murmullo de sorda irritación se produjo en todo el Consejo al explicar Alvin la ansiedad que mostraba Lys para evitar la contaminación con Diaspar y los pasos que Seranis había dado y las precauciones adoptadas para prevenir semejante catástrofe. La ciudad estaba orgullosa de su cultura y con buenas razones. Que cualquiera pudiese considerarle como inferiores, era mucho más de lo que cualquier miembro del Consejo podía tolerar.

Alvin tuvo mucho cuidado en que no apareciese ninguna ofensa en cuanto dijo; deseaba, a toda costa, inclinar al Consejo de su parte. A través de sus palabras y de todo el relato, trató de dar la impresión de que no había nada malo ni fuera de razón en cuanto había hecho, esperando una alabanza más bien que una censura por sus estupendos descubrimientos. Era la mejor política que podía haber adoptado, ya que así desarmaba a los que le hubieran criticado por anticipado. Además, tenía el efecto —aunque no lo hubiera intentado ex profeso— de transferir parte de la culpa sobre el desaparecido Khedrom. El propio Alvin era demasiado joven para ver ningún peligro en lo que hacía, cosa que parecieron ver clara todos los miembros del Consejo. El Bufón, sin embargo, debería ciertamente haber conocido mejor la cuestión y haber actuado de una forma mucho más responsable.

El propio Jeserac, como tutor de Alvin, se merecía de todas formas alguna censura, y de tanto en tanto varios de los miembros le dirigieron miradas en tal sentido. No pareció importarle mucho aunque se hallaba perfectamente advertido de lo que estaban pensando. Existía un cierto honor y orgullo en haber instruido a la mente más original que había aparecido en Diaspar desde las Edades del Amanecer, y nadie podía quitar a Jeserac semejante mérito.

Hasta no haber terminado por completo su exposición de los hechos acaecidos en sus aventuras, no intentó un poco de persuasión. De algún modo, tenía que convencer a aquellos hombres de las verdades que había conocido en Lys; pero ¿cómo hacerles comprender realmente algo que ellos no habían visto jamás y que apenas podían imaginar?

—Creo que es una gran tragedia —dijo el joven— que dos ramas supervivientes de la raza humana hayan podido estar tan separadas por tan enormes períodos de tiempo. Un día, tal vez, podamos conocer lo ocurrido; pero es más importante ahora reparar el daño causado… y prevenir de que vuelva a suceder otra vez. Cuando estuve en Lys, protesté contra su punto de vista de considerarse superior a nosotros; tienen, ciertamente, mucho que enseñarnos; pero nosotros también tenemos mucho que enseñarles a ellos. Si ambos creemos que nada tenemos que aprender los unos de los otros, ¿no será obvio que ambos estemos equivocados?

Y miró con expectación a lo largo de aquella línea de graves rostros. Se le alentó para que continuase.

—Nuestros antepasados —continuó Alvin— construyeron un Imperio que llegó a las estrellas. Los hombres iban y venían entre todos esos incontables mundos del espacio exterior… y ahora, sus descendientes tienen miedo de sacar una mano al exterior de las murallas que protegen la ciudad: ¿Tendré que decir por qué? —Hizo una pausa pero no se movió absolutamente nada dentro de aquella inmensa cámara del Consejo—. Y es porque tenemos miedo, miedo de algo que ocurrió al principio de nuestra historia. Se me dijo la verdad en Lys, aunque yo la había sospechado tiempo ha. ¿Es que debemos seguir escondidos como cobardes en Diaspar, pretendiendo que no existe nada… porque hace mil millones de años los Invasores hicieron que volviésemos a la Tierra?

Alvin había puesto el dedo en la llaga y en el secreto temor de la verdad… el temor que él nunca había compartido con sus conciudadanos y cuyo poder y alcance nunca comprendería a partir de aquel momento. Ahora, que ellos hicieran lo que quisieran, él había dicho la verdad tal y como la había visto con sus propios ojos.

El Presidente le miró con aire grave.

—¿Tienes algo más que decir, antes de que consideremos los hechos?

—Sólo una cosa. Me gustaría llevar a este robot hasta el Computador Central.

—Pero… ¿para qué? Tú ya sabes que el Computador sabe todo cuanto haya ocurrido u ocurra en esta sala.

—A pesar de eso, quisiera hacerlo —replicó Alvin cortés pero obstinadamente—. Solicito el permiso del honorable Consejo y del Computador.

Antes de que el Presidente pudiera hablar, una voz calmosa, clara y potente sonó a través de la cámara. Alvin no la había oído jamás en su vida; pero sabía lo que iba a decir. Las máquinas de información, que no eran más que fragmentos fronterizos de su gran inteligencia, podían hablar a los hombres; pero ninguna de ellas poseía aquel inequívoco acento de sabiduría y autoridad.

—Permitan que vengan a mí —dijo el Computador Central.

Alvin miró al Presidente. A su crédito estaba el no querer explotar aquella victoria. Se limitó a preguntar, siempre con la mayor cortesía:

—¿Tengo permiso para salir?

El Presidente miró a todos los miembros del Consejo, no vio ningún signo de oposición y replicó un tanto desamparado:

—Muy bien. Los agentes te acompañarán y volverán a traerte cuando hayas terminado tu discusión.

Alvin se inclinó gentilmente dando las gracias; las grandes puertas se abrieron de par en par y salió lentamente de la Cámara. Le acompañaba Jeserac y cuando las puertas se cerraron tras ellos, se volvió hacia su tutor.

—¿Qué crees que hará ahora el consejo? —preguntó con ansiedad.

Jeserac sonrió.

—Impaciente como siempre, ¿verdad? No creo que el valor de mis suposiciones sean ciertas; pero imagino que decidirán sellar la Tumba de Yarlan Zey para que nadie más intente volver a hacer ese viaje. Después, Diaspar continuará su vida como antes, sin ser molestada por el mundo exterior.

—Eso es lo que peor temo —dijo Alvin con amargura.

—¿Es que acaso intentas evitarlo?

Alvin no replicó al instante; sabía que Jeserac había leído sus intenciones; pero al menos, su tutor no podía prever sus planes ya que no tenía ninguno por el momento. Había llegado a la situación en que sólo podían improvisarse las cosas y enfrentarse con cada nueva situación, según fuera apareciendo.

—¿Acaso me lo reprochas? —dijo a poco y Jeserac pareció sorprendido por el nuevo tono de su voz. En ella existía un matiz de humildad, como si fuese la primera vez que Alvin buscase la aprobación de sus conciudadanos. Jeserac se sintió afectado; pero era demasiado prudente y sabio para tomarlo demasiado en serio. Alvin se hallaba bajo una fuerte impresión y habría resultado poco seguro asumir que cualquier mejoramiento de su carácter especial pudiese ser algo permanente.

—Esa es una pregunta difícil de contestar —repuso Jeserac con lentitud—. Estoy tentado a decir que todo conocimiento es valioso y no puede negarse que tú has aportado mucho al nuestro. Pero al propio tiempo, has aportado peligros y en el largo devenir de ambas cosas, ¿cuál será la más importante? ¿Con cuánta frecuencia te has detenido a considerarlo?

Por unos instantes, maestro y discípulo se miraron el uno al otro pensativamente, tal vez viendo cada uno respecto al otro su punto de vista más claramente que en ninguna ocasión anterior de sus vidas. Entonces, a un solo impulso, se volvieron juntos hacia el largo pasaje que procedía de la Cámara del Consejo, siguiéndoles a retaguardia la escolta de guardianes, pacientemente y en silencio.

★★★

Alvin sabía que aquel mundo no había sido hecho para el hombre. Bajo el terrible resplandor de las luces azules… tan brillantes que herían los ojos, aquellos largos y amplios corredores parecían extenderse hacia el infinito. Por todos aquellos pasadizos los robots de Diaspar podían ir y venir a través de sus vidas sin fin y con todo, en siglos enteros, no había resonado el eco de unas pisadas humanas. Allí estaba la ciudad subterránea, la ciudad de las máquinas, sin las cuales Diaspar no existiría. A unos centenares de yardas hacia delante, el corredor se abría en una cámara circular de más de una milla de distancia, con el techo soportado por grandes columnas que deberían aguantar el inimaginable peso de la Central de Energía. Allí, de acuerdo con los mapas, el Computador Central cobijaba eternamente el destino de Diaspar.

La cámara estaba allí presente, y aun siendo más vasta de lo que Alvin hubiera podido imaginar… pero ¿dónde estaba el Computador? En cierta forma, había esperado encontrarse con alguna gigantesca máquina solitaria de impresionantes proporciones. Aquel tremendo panorama, sin significación concreta para él, hizo que se detuviera asombrado.

El corredor por el que habían llegado terminaba a la altura de la pared de la cámara —seguramente la mayor cavidad jamás construida por el hombre—, y a cada lado unas largas rampas se inclinaban hacia abajo, para llegar al piso distante del enorme espacio. Recubriendo la totalidad de la Instalación con una brillante luz, y esparcidas a lo largo y a lo ancho de aquella fabulosa construcción, aparecían centenares de blancas estructuras grandes y amplias, tan inesperadas, que por un momento Alvin pensó que estaba mirando a una ciudad subterránea. La impresión era impresionantemente vívida y era algo que Alvin no olvidaría jamás. Por ninguna parte apareció lo que el joven esperaba, el brillo familiar del metal que desde los principios del tiempo el Hombre había aprendido a asociar con sus sirvientes.

Allí se encontraba el fin de una evolución casi tan duradera como el propio Hombre. Sus principios se hallaban perdidos en las brumas de las Edades del Amanecer, cuando la humanidad hubo comenzado a utilizar el uso de la energía y a enviar sus ruidosos ingenios por la faz del mundo. Vapor, agua, viento, todo había sido dominado y utilizado y después abandonado. Durante siglos, la energía de la materia había gobernado al mundo hasta ser también pospuesta y con cada cambio, las viejas máquinas habían sido olvidadas para dejar paso a otras. Muy lentamente, a lo largo de millares de años, el ideal de la máquina perfecta se iba aproximando más y más, el ideal que una vez fue sólo un sueño, después una perspectiva lejana y finalmente una realidad: —Una máquina que no contuviese ninguna pieza en movimiento.

Y allí estaba la última expresión de aquel ideal antiguo. Su logro había costado al Hombre quizá cien millones de años y en el momento del triunfo había vuelto la espalda a la máquina para siempre. Había alcanzado la finalidad y de allí en adelante podría sostenerse a sí misma eternamente, a la par que servía en todo al Hombre que la había creado.

Alvin dejó de preguntarse cuál de aquellas silenciosas estructuras blancas era el Computador Central. Tuvo la certeza que era la suma de todo aquello y que se extendía, además, mucho más allá de aquel recinto enorme, incluyendo también en su ser a todas las otras incontables máquinas existentes en Diaspar, tanto si eran móviles o estáticas. Por lo mismo que su propio cerebro era la suma de miles de millones de células independientes, dispuestas en un pequeño volumen de unas cuantas pulgadas de extensión, así los elementos físicos del Computador Central se hallaban esparcidos a través y por toda la anchura y largura de toda Diaspar. Aquella cámara podría sólo mantener el sistema de conexiones mediante el cual aquellas dispersas unidades se mantenían en contacto unas con otras.

Incierto respecto a dónde dirigirse primero, Alvin miró fijamente las grandes rampas en declive y al gigantesco espacio circular que se extendía a sus pies. El Computador Central tenía que saber que estaba allí, por la misma razón que sabía todo lo que ocurría en Diaspar en todos sus detalles y aspectos. Sólo tenía que esperar recibir instrucciones.

La ahora ya familiar y con todo, aún temible voz, habló tan suavemente y tan próxima a él que llegó a suponer que ni su propia escolta pudiese oiría.

—Baja por la rampa de la izquierda —le dijo—. Te dirigiré desde allí.

Descendió lentamente la rampa señalada, con el robot flotando por encima de él. No le siguieron ni Jeserac ni los agentes de custodia. Alvin imaginó si no habrían recibido instrucciones a su vez en tal sentido, o si por el contrario, hubiesen decidido espontáneamente permanecer allí para observar lo que ocurriese desde aquel punto ventajoso, sin la molestia de tan largo descenso. O tal vez, se habían aproximado tanto a aquella especie de santuario de Diaspar, que tuviesen miedo de seguirle…

Al pie de la rampa, la voz calmosa del Computador Central volvió a dar nuevas instrucciones a Alvin y siguió caminando entre una avenida de formas titánicas sumidas en un eterno sueño. Por tres veces volvió aquella voz a hablarle, hasta que llegó el momento en que comprobó que había llegado al sitio señalado.

La máquina que tenía ante él, era más pequeña que muchas de sus compañeras, aunque se sintió como un enano en su presencia. Las cinco hileras transversales en que estaba dispuesta, daban en cierto modo la impresión de una bestia acurrucada, y mirándola y después al robot de Alvin, éste encontró difícil de creer que ambos productos fuesen resultado de la misma evolución, y ambos descritos por el mismo nombre.

A unos tres pies del suelo, un amplio panel transparente corría a todo lo largo de la estructura. Alvin apoyó la frente contra la suave y curiosamente tibia constitución de aquel material, y escudriñó con toda atención en el interior de la máquina. Al principio no distinguió nada; pero algo más tarde, una vez que sus ojos se acostumbraron y escudándoselos con las manos, pudo distinguir unos leves puntos de luz por millares y millares suspendidos en la nada. Estaban alineados unos tras otros en un enrejado como una especie de celosía tridimensional, tan extraño para él como lo habían sido las estrellas para el hombre de la antigüedad. Aunque estuvo observando durante unos cuantos minutos, con un completo olvido del paso del tiempo, aquellas luces coloreadas nunca cambiaban de lugar, no variando tampoco su intensidad luminosa y su multiforme coloración.

De haber podido mirar en el interior de su propio cerebro, pensó Alvin, el resultado habría sido idéntico. La máquina parecía inerte e inmóvil, ya que le resultaba imposible ver sus pensamientos. Por primera vez, comenzó a tener una sombra de entendimiento de los poderes y fuerzas que sostenían a la ciudad. Toda su vida había aceptado, sin discusión alguna, el milagro de los sintetizadores, que edad tras edad, habían provisto de cuanto hubiera sido necesario para la fácil y cómoda vida de Diaspar. Millares de veces había visto aquel acto de creación, recordando rara vez que en alguna parte debería existir el prototipo de lo que había visto cobrar la realidad del mundo visible.

Lo mismo que una mente humana puede retener durante un cierto tiempo un simple pensamiento, así aquel cerebro infinitamente más poderoso, suma a su vez de muchos otros maravillosos cerebros, que eran los componentes del Computador Central podían retener y captar para siempre las ideas más intrincadas. Los modelos y pautas de todas las cosas creadas se hallaban congeladas en aquellas mentes eternas, no precisando más que el toque de una voluntad humana para convertirlas en realidad.

El mundo había adelantado mucho, desde que hora tras hora, el primer hombre de las cavernas había afilado pacientemente sus cabezas de flechas y sus cuchillos contra el duro pedernal…

Alvin esperó, sin preocuparse de hablar nada, hasta que recibiese un ulterior signo de reconocimiento. Hubiera deseado saber de qué forma el Computador Central se hallaría advertido de su presencia, pudiendo verle y oír su voz. En ninguna parte se advertían signos de órganos sensoriales, ninguna de las rejillas o pantallas, u ojos de cristal estaban desprovistos de toda emoción a través de los cuales los robots tenían normalmente conocimiento del mundo que les rodeaba.

—Cuenta tu problema —dijo la quieta voz que sonó en su oído. Resultaba increíble que tan gigantesca maquinaria pudiera producir un lenguaje tan perfecto y con un tono tan sensible y delicado. Después, Alvin comprobó que estaba halagándose a sí mismo, puesto que quizás ni una millonésima parte del cerebro del Computador Central se hallaba ocupado en su asunto particular. Él constituía pura y llanamente uno de los innumerables incidentes que reclamaban su atención simultánea por toda la ciudad de Diaspar.

Resulta difícil hablar a una presencia que llena por completo la totalidad del espacio que envuelve a una persona. Las palabras de Alvin parecieron morir en el vacío tan pronto como eran pronunciadas.

—¿Quién soy yo? —preguntó.

Si hubiera hecho tal pregunta a una de las máquinas de información diseminadas por toda la ciudad, Alvin sabía de antemano la respuesta adecuada que hubiese recibido. Lo había hecho con frecuencia y la respuesta era invariablemente: "Eres un hombre". Pero ahora estaba encarándose con una inteligencia de otro orden muy diferente, y no era preciso emplear agudezas semánticas. El Computador Central, sabía lo que él quería decir; pero no suponía en sí que tuviera que responderle. Pero la respuesta fue justamente la que Alvin se había temido.

—No puedo responder a esa pregunta. Hacerlo, sería como revelar el propósito de los que me construyeron, y en consecuencia, anularlo.

—Entonces… el papel que yo juego en la vida fue planeado cuando se construyó la ciudad, ¿no es cierto?

—Eso mismo puede decirse de todos los hombres.

Aquella respuesta evasiva hizo que Alvin reflexionara. Era cierto, todos los habitantes de Diaspar habían sido diseñados tan cuidadosamente como las máquinas. El hecho de que fuese un Único, daba a Alvin una cierta rareza; pero no necesariamente una virtud especial.

Alvin sabía que no podría saber nada más allí con respecto al misterio de su origen. Resultaba inútil intentar emplear trucos con aquella vasta inteligencia o esperar que dejase escapar alguna información que hubiese sido ordenada mantener en secreto por el gran cerebro del Computador Central. El joven no se sintió realmente decepcionado, sintió que ya había comenzado a otear la verdad desde lejos, y en todo caso, aquélla no era la causa fundamental de su visita.

Miró al robot que había traído y pensó en la forma de dar el siguiente paso. Podría reaccionar violentamente, de conocer lo que estaba planeando, por lo que resultaba esencial que no pudiese oír lo que intentaba decir al Computador Central.

—¿Puedes disponer de una zona de silencio? —preguntó.

Instantáneamente, sintió la inequívoca formación de una zona muerta, impenetrable, totalmente aislada de todo sonido, que se producía al crear aquella zona de aislamiento. La voz del Computador, ahora curiosamente enérgica y siniestra en cierto modo, le habló de nuevo.

—Nadie puede oírnos ahora. Di cuanto tengas que decir.

Alvin miró de reojo al robot, que no se había movido de su posición. Tal vez no sospechase nada y hubiera estado completamente equivocado al suponer que pudiese hacer planes por su propia cuenta. Podría muy bien haberle seguido a Diaspar como un sirviente confiado y leal, en cuyo caso lo que estaba planeando entonces no tenía por qué ocultarlo.

—Tienes que haber oído de la forma en que este robot —comenzó a decir Alvin—. Debe poseer conocimientos del pasado que no tienen precio, ya que proceden de los días en que nuestra ciudad aún no existía como ahora la conocemos. Puede incluso estar en condiciones de decirnos cosas respecto a otros mundos diferentes de la Tierra, ya que siguió al Maestro en sus viajes. Desgraciadamente, sus circuitos de lenguaje se hallan bloqueados totalmente. Ignoro de qué forma tan efectiva puedan estarlo; pero solicito de ti que los suprimas.

Su voz sonaba a hueco en aquella zona de silencio que absorbía cada palabra antes de que pudiese formar un eco. Esperó dentro de aquel vacío falto de reverberaciones, ya que su solicitud tenía que ser obedecida o rehusada.

—Tu orden implica dos problemas —replicó el Computador—. Uno es moral y el otro de orden técnico. Ese robot fue diseñado para obedecer las órdenes de cierto hombre. ¿Qué derecho tengo yo a contrarrestarlas, aunque pudiera?

Era una pregunta a la que Alvin se había anticipado y para la que había preparado varias respuestas.

—No sabemos qué forma exacta tuvo la prohibición del Maestro —replicó—. Si puedes hablar con el robot, podrías con toda seguridad persuadirle, de que las circunstancias en las que ese bloqueo fue impuesto, han cambiado.

Aquél era, evidentemente, el paso siguiente hacia su objetivo. Alvin lo había intentado sin éxito; pero esperó que el Computador Central, con sus recursos mentales infinitamente más grandes, pudiese llevar a cabo lo que él había fallado en realizar.

—Eso depende completamente de la naturaleza de ese bloqueo —fue la respuesta que le llegó a Alvin—. Es posible disponer un bloqueo mental, de tal forma, que entrometiéndose en él, tendría como causa final la erradicación de las células de memoria que lo han causado. Sin embargo, creo que el Maestro no poseyese suficiente destreza como para hacer tal cosa; eso requiere unas técnicas altamente especializadas. Preguntaré a tu máquina si se ha insertado un circuito suprimible en sus unidades de memoria.

—Pero supongamos que tiene por causa la supresión de la memoria simplemente por preguntar si existe un circuito suprimible —advirtió entonces Alvin en una súbita alarma.

—Para tales casos, existe un procedimiento típico, que es el que voy a poner en práctica. Le insertaré unas instrucciones secundarias, diciéndole a la máquina que ignore mi pregunta, si tal situación existe en ella. Así, es simple asegurarse de que se convertirá en una paradoja lógica, de forma tal que tanto si me contesta o si no me dice nada, se verá forzado a desobedecer sus instrucciones. En tales casos, todos los robots actúan de la misma manera, por su propia protección. Se desentienden de sus circuitos de fuerza mecánica y actúan como si no se les hubiera hecho ninguna pregunta.

Alvin casi lamentó haber planteado aquella cuestión y tras un momento de lucha mental decidió que él también adoptaría la misma táctica y pretender que nunca había preguntado tal cuestión. Al menos había recibido la seguridad en un punto importante: el Computador Central se hallaba totalmente preparado para encararse con cualquier trampa que pudiera existir en las unidades de memoria de cualquier robot, de la clase que fuera. Alvin no tenía el menor deseo de ver su máquina reducida a una pila de chatarra, sino por el contrario, volver a toda costa a Shalmirane con él y sus secretos intactos.

Esperó con paciencia, mientras se llevaba a cabo el silencioso e impalpable encuentro de aquellos dos intelectos. Allí estaba produciéndose la reunión entre dos mentes, ambas creadas por el genio humano en una edad dorada, tiempo atrás perdida, en el más grande de sus logros científicos. Y ahora se hallaban mucho más allá de la completa comprensión de cualquier hombre viviente.

Muchos minutos más tarde, la hueca voz sin ecos del Computador Central, habló de nuevo.

—He establecido un contacto parcial con tu robot —le dijo—. Al menos, conozco la naturaleza del bloqueo y creo saber ahora por qué le fue impuesto. Sólo existe una forma de poder romperlo. El robot no volverá a hablar jamás, a menos que los Grandes no vuelvan a la Tierra.

—¡Pero eso es absurdo! —protestó Alvin—. El otro discípulo del Maestro también creía en ellos y trató de explicar que eran como nosotros. La mayor parte del tiempo, lo que dijo fue una pura jerga. Los Grandes no han existido, y nunca existirán.

Aquello parecía un callejón sin salida y Alvin sintió un amargo desamparo. Se hallaba imposibilitado de conocer la verdad por los deseos de un hombre que había muerto hacía ya mil millones de años atrás.

—Puede que estés en lo cierto al decir que los Grandes nunca han existido —dijo el Computador Central—. Pero eso no significa que nunca existirán.

Se produjo otro silencio mientras que Alvin analizaba aquel comentario del Computador Central, en tanto que los dos robots volvían de nuevo a realizar otro delicado contacto. Y entonces, sin previo aviso, se encontró en Shalmirane.