Capítulo VI

Jeserac estaba sentado inmóvil en medio de un torbellino de números. El primer millar de números primos, expresados en la escala binaria que había sido utilizada para todas las operaciones aritméticas desde que fueron inventados los computadores electrónicos, marchaban en perfecto orden ante él. Filas sin fin de unos y ceros pasaban en constante desfile, trayendo a los ojos de Jeserac las secuencias completas de todos aquellos números que no poseían factores, excepto ellos mismos y la unidad. Había un misterio en los números primos que siempre había fascinado al Hombre y continuaba sosteniéndose en su Imaginación.

Jeserac no era un matemático, aunque a veces le gustaba creerlo así. Todo lo que podía hacer era investigar entre el infinito agrupamiento de primos en busca de las relaciones y reglas que muchos hombres de talento podían incorporar en leyes generales. Él podía hallar cómo se comportaban los números; pero sin poder explicar el por qué. Para él constituía un placer sumergirse en la intrincada jungla de la aritmética y a veces descubría maravillas que otros investigadores más diestros, habían errado.

Dispuso la matriz de todos los posibles números enteros y puso en marcha su computador esparciendo los números primos por su extensión en la forma en que se disponen las cuentas en las intersecciones de una malla. Jeserac había hecho aquello cien veces antes, sin que le hubiera enseñado nada. Pero estaba realmente fascinado en la forma en que los números que estudiaba se hallaban esparcidos, sin ninguna ley aparente, a través y a lo ancho del espectro de los números enteros. Conocía las leyes de distribución que ya habían sido descubiertas; pero siempre esperaba descubrir algo más.

Apenas si tuvo tiempo de quejarse de la interrupción sufrida. De haber deseado permanecer aislado sin que nadie le molestase habría dispuesto su anunciador adecuadamente. Mientras que el suave zumbido sonaba en sus oídos, los dígitos se disiparon conjuntamente y Jeserac volvió al mundo de la simple realidad.

Reconoció al instante a Khedrom, lo que no le gustó mucho. Jeserac no se preocupaba habitualmente por ser interrumpido de su ordenada forma de vivir, pero Khedrom representaba lo imprevisible. Sin embargo, saludó a su visitante bastante cortésmente ocultando cualquier traza de disgusto.

Cuando dos personas se saludaban en Diaspar por primera vez e incluso por la centésima, era cosa de costumbre educada el emplear una hora más o menos en el intercambio de cortesías, antes de entrar de lleno en el objeto de su conversación o sus negocios, de haberlos. Khedrom ofendió de cierta forma a Jeserac, al saltarse a la torera aquellas formalidades en sólo quince minutos, para después y a renglón seguido, decirle sin otro preámbulo.

—Me gustaría hablarle sobre Alvin. Usted es su tutor, según creo, ¿no es cierto?

—Es verdad —replicó Jeserac—. Aún le veo varias veces en la semana… tan frecuentemente como él lo desea.

—Y… ¿diría usted que ha sido un discípulo apto?

Jeserac meditó sobre aquello, era una pregunta difícil de contestar. La relación tutor-discípulo era extremadamente importante y constituía, ciertamente, uno de los fundamentos de la vida de Diaspar. Por término medio, diez mil nuevas mentes surgían a la vida en la ciudad cada año. Sus antiguas memorias, permanecían aún en estado latente y durante los primeros veinte años de su existencia, todo lo que les rodeaba resultaba nuevo y extraño. Tenían que ser enseñados a utilizar las miríadas de máquinas y dispositivos que formaban la base y el fondo de la vida diaria, teniendo que aprender a conducirse por sí mismos a través de la más compleja sociedad que el Hombre jamás hubiera construido.

Parte de aquella instrucción, procedía de la pareja escogida para ser los padres de los nuevos ciudadanos. La selección se confiaba a la suerte y los deberes no resultaban onerosos. Eriston y Etania habían dedicado devotamente no más de una tercera parte de su tiempo en la educación de Alvin y habían hecho en ello todo cuanto se podía esperar de tales personas.

Los deberes de Jeserac se confinaban a los aspectos más formales de la educación de Alvin, se asumía que sus padres le enseñarían cómo conducirse en sociedad y de presentarle en un círculo creciente de amistades. Eran los responsables del carácter de Alvin y Jeserac, de su mente.

—Encuentro más bien difícil responder a esa pregunta —replicó Jeserac—. Ciertamente no hay nada equivocado o que vaya mal en la inteligencia de Alvin; pero la mayor parte de las cosas que deberían importarle, parecen ser una cuestión de completa indiferencia. Por otra parte, muestra una morbosa curiosidad respecto a cuestiones que nosotros no discutimos generalmente.

—¿El mundo que hay al exterior de Diaspar, por ejemplo?

—Si… pero ¿cómo lo sabe usted?

Khedrom vaciló unos instantes, queriendo estar seguro de hasta qué límite podría conceder su confianza a Jeserac. Sabía que Jeserac era amable y bien intencionado; pero a su vez también sabía que Jeserac estaba ligado y esclavo de los mismos tabúes que controlaban a todo el mundo de Diaspar; a todos, excepto a Alvin.

—Lo había imaginado, simplemente.

Jeserac se hundió más confortablemente en el sillón que ocupaba y que acababa de materializar bajo él. Aquella resultaba una situación interesante y deseó analizarla tan completamente como le fuese posible. No había mucho que tuviese que aprender, por supuesto, a menos que Khedrom estuviese dispuesto a cooperar.

Tenía que haberse imaginado que algún día Alvin se encontraría con el Bufón, con todas sus consecuencias imprevisibles. Khedrom era la única persona en la ciudad a quien podía llamársele un excéntrico, pero incluso aquella excentricidad de carácter tuvo sin duda que haber sido diseñada y dispuesta por los que planearon la ciudad. Hacía ya mucho tiempo que se había comprobado y descubierto que sin algún crimen, alteración o desorden, la Utopía pronto se convertiría en una pesada losa de plomo insoportable de conllevar. El crimen, sin embargo, de la naturaleza de las cosas, no podía ser garantizado para que permaneciese al óptimo nivel que exigía una sociedad como aquella. Se le dispensaba, reglamentaba y regulaba, cesando, por tanto, de ser un crimen.

El oficio del Bufón era la solución: a primera vista ingenuo y con todo, de hecho, profundamente sutil, y a quien los diseñadores de la ciudad habían dado vida. En toda la historia de Diaspar hubo menos de doscientas personas cuya herencia mental encajase para desempeñar aquel papel tan peculiar. Disfrutaban de ciertos privilegios que les protegían de las consecuencias de sus acciones, aunque habían existido Bufones que habían sobrepasado la racha marcada y habían tenido que purgar las penalidades que Diaspar tuvo que imponerles como castigo, tal como el ser barridos del futuro antes de que su corriente encarnación hubiese concluido.

En raras e imprevisibles ocasiones, el Bufón había vuelto la ciudad de arriba abajo por algún disparate que no podía ser considerado más que una gran broma o él haberse interpuesto en la vida corriente de cualquier ciudadano temporalmente, con alguna intriga pasajera. Consideradas todas las circunstancias, el nombre de "Bufón" era el más apropiado para aquella ocasión. En tiempos antiguos de pasadas épocas, hubo hombres con similares deberes, y actuando con las mismas licencias, en los días en que había reyes y cortes.

—Sería de mucha ayuda —dijo Jeserac— si somos francos el uno con el otro. Ambos sabemos que Alvin es un Único, y que nunca ha experimentado ninguna vida anterior en Diaspar. Quizá pueda usted imaginar, mejor que yo, lo que esto implica. Dudo mucho de que todo lo que sucede en la ciudad haya dejado de ser previamente planeado, por tanto, tiene que haber existido un propósito en su creación. Si alcanza lo que se propone, sea lo que fuere, es algo que desconozco. Tampoco sé si será bueno o malo. No entiendo imaginar qué es, en realidad.

—Supongamos sin mala intención que concierne al exterior de la ciudad…

Jeserac sonrió pacientemente; el Bufón estaba ya metido con sus bromas, como era de esperar.

—Yo ya le dije lo que había allá al exterior, Alvin sabe muy bien que no existe nada fuera de Diaspar, excepto el Desierto. Llévelo allí si es que puede usted hacerlo, tal vez usted encuentre la forma y el camino. Cuando vea la realidad, creo que se curará para siempre de sus morbosos deseos al respecto.

—Creo que ya lo ha visto —dijo Khedrom en voz baja, más bien para él que para que le oyese Jeserac.

—Creo que Alvin no es feliz —continuó Jeserac—. No ha formado adhesiones reales y es duro ver cómo sufre con tales obsesiones. Pero después de todo, Alvin es muy joven todavía. Puede superar esta fase y convertirse en un elemento natural y constitutivo de la ciudad.

Jeserac hablaba como para asegurarse a sí mismo; y Khedrom creía estar seguro de que no creía en lo que estaba diciendo.

—Dígame, Jeserac —preguntó Khedrom inopinadamente—. ¿Sabe Alvin que él no es el primer Único?

Jeserac pareció sorprendido y después un tanto desafiante.

—Tuve que haberlo imaginado —dijo en tono disgustado—. Usted tenía que saberlo. ¿Cuántos Únicos han existido en toda la historia de Diaspar? ¿Tantos como diez?

—Catorce —repuso Khedrom sin vacilar—. Sin contar con Alvin.

—Usted dispone de mejor información al respecto. Tal vez pudiera decirme lo que ocurrió con esos otros Únicos…

—Desaparecieron.

—Gracias, eso ya lo sabía. Por esa causa dije tan poco a Alvin respecto a sus predecesores: le habría servido de muy poco en su presente estado de ánimo. ¿Puedo tener confianza en su cooperación?

—Por el momento… sí. Quiero estudiarlo por mí mismo; los misterios me han intrigado siempre y hay demasiado pocos en Diaspar. Además, creo que el Destino puede estar disponiendo alguna sorpresa en la que todos mis esfuerzos serán muy modestos, desde luego. En tal caso, quiero estar seguro de hallarme presente cuando llegue el clímax.

—Es usted muy aficionado a expresarse en acertijos —se quejó Jeserac—. Exactamente… ¿qué es lo que está usted anticipando?

—Dudo de que mis suposiciones sean mejores que las de usted. Pero creo esto: ni usted ni yo, ni nadie en Diaspar será capaz de detener a Alvin cuando haya decidido hacer lo que desea. Tenemos por delante unos cuantos siglos muy interesantes que ver.

Jeserac siguió sentado inmóvil durante bastante tiempo, con sus matemáticas olvidadas, una vez que la imagen de Khedrom se hubo desvanecido de su vista. Un extraño presentimiento pesó sobre él como nunca lo había experimentado antes. Durante unos instantes pensó en haber solicitado una audiencia en el Consejo… pero ¿no resultaría algo ridículo dar un paso semejante y crear un problema para nada? Quizá todo aquello no era más que una complicada y oscura broma de Khedrom, aunque no pudo discernir por qué le había escogido a él como blanco de tal broma.

Permaneció durante bastante tiempo considerando el asunto cuidadosamente, examinando el problema desde todos los ángulos posibles. Tras poco más de una hora, tomó una decisión característica en él.

Esperaría a ver lo que pasaba.

Alvin no perdió el tiempo aprendiendo todo cuanto pudo de Khedrom. Jeserac, como de costumbre, era su principal fuente de información. El anciano tutor le proporcionó un cuidadoso y detallado relato de su conversación con el Bufón, y añadió que por lo demás, sabía muy poco respecto a la forma de vida de éste. Hasta donde era posible en Diaspar, Khedrom era un recluso: nadie sabía dónde vivía o cualquier cosa respecto a su forma de vivir. La última broma a la que había contribuido había sido más bien una jugarreta infantil que tuvo como consecuencia una paralización general de los caminos rodantes móviles. De aquello había pasado quince años. Un siglo antes había dejado suelto un dragón particularmente revoltoso que había errado por toda la ciudad comiéndose cuanto existía en especies de trabajos del más popular escultor de la ciudad. El propio artista justificadamente alarmado ante la dieta única de la bestia, huyó a esconderse y no reapareció hasta que el monstruo desapareció tan misteriosamente como había aparecido.

Una cosa resultaba evidente de aquellos relatos. Khedrom precisaba tener un profundo conocimiento de las máquinas y poderes que gobernaban la ciudad y podía hacerles obedecer a su voluntad en formas que nadie más era capaz de hacerlo. Presumiblemente, debía existir cierto control sobre aquella persona de tal forma que pudiese prevenir cualquier disparate de un Bufón demasiado ambicioso al causar un daño permanente e irreparable a la compleja estructura de Diaspar.

Alvin tomó buena nota de aquella información e hizo lo posible por tomar contacto con Khedrom. Aunque tenía muchas preguntas que hacer al Bufón, su obstinado deseo de independencia —tal vez la más realmente única de todas sus cualidades— le hizo tomar la determinación de descubrir todo lo que pudiera por sus propios esfuerzos, sin ayuda de nadie. Se había embarcado en un proyecto que podría mantenerle ocupado durante años; pero mientras que se iba aproximando a su objetivo se sentía feliz.

Como cualquier viajero de los antiguos constructores de mapas en una tierra desconocida, había comenzado la sistemática exploración de Diaspar. Empleó días y semanas a través de las torres solitarias, en el borde de la ciudad, con la esperanza de que en alguna parte pudiese descubrir una salida hacia el mundo exterior de la ciudad. Durante el curso de su investigación, encontró una docena de grandes ventanales conductores de aire, abiertos en lo más alto cara al desierto; pero todos estaban protegidos con barrotes. Aunque no hubiera sido por la presencia de semejante obstáculo, la caída a pico de un millar de pies de altura ya habría sido suficiente obstáculo.

No encontró otras salidas, aunque exploró un millar de corredores y diez mil cámaras vacías. Todas aquellas construcciones se hallaban en tan perfecta condición y estado, que las gentes de Diaspar tenían como cosa segura que formaban parte del orden normal de las cosas. A veces, Alvin se encontró con algún robot aislado y errante, sin la menor duda dando una vuelta de inspección, y nunca dejó de hacer preguntas a la máquina. No pudo sacar nada en claro, porque las máquinas que encontró al paso no estaban programadas para responder al discurso ni al pensamiento humano. Y aunque se daban perfecta cuenta de su presencia, ya que cortésmente se echaban de lado para dejarle pasar, rehusaban sistemáticamente comprometerse en ninguna clase de conversación.

Había veces en que Alvin no se encontraba un solo ser humano durante días enteros. Cuando sentía apetito, no tenía más que ir a su apartamento y ordenar una comida. Máquinas milagrosas de cuya existencia raramente sé apercibía Alvin y a las cuales apenas si le dedicaba un pensamiento, despertaban mágicamente para atenderle al punto en sus necesidades. Los programas de acción que tenían insertos en sus memorias, bordeaban la misma realidad organizando y dirigiendo la materia que controlaban. Y así, una comida preparada por un jefe de cocina cien millones de años antes, podía ser solicitada a su existencia real para delicia del paladar o sencillamente para satisfacer el apetito.

La soledad de aquel mundo desierto —la cáscara vacía que contorneaba el corazón de la ciudad— no deprimió a Alvin. Se había acostumbrado a la soledad, incluso cuando se hallaba entre los que él llamaba sus amigos. Aquella ardiente exploración, absorbiendo toda su energía e interés, le hicieron olvidar por el momento el misterio de su herencia y la anomalía que le separaba del resto de sus otros compañeros.

Había explorado ya una centésima parte del borde de la ciudad, cuando decidió que estaba malgastando su tiempo. Su decisión, no fue el resultado de la impaciencia, sino de un agudo sentido común. Si fuese preciso, estaba dispuesto a volver y a terminar la tarea aunque ello le llevara lo que le quedaba de vida. Había visto bastante, sin embargo, para convencerse de que si había un camino de salida de Diaspar, no sería encontrado tan fácilmente en aquella forma. Podría estar gastando siglos enteros en una búsqueda infructuosa, a menos que no se ayudase con la asistencia de hombres más sabios.

Jeserac le había dicho claramente que no conocía de ningún camino para salir de la ciudad, y que dudaba que pudiera existir. Las máquinas informativas, cuando Alvin las había consultado, habían rebuscado en vano sus memorias casi infinitas. Podían suministrarle cualquier detalle de la historia de la ciudad, yendo hacia atrás en el tiempo y desde sus principios, hasta llegar a la barrera en que las Edades del Amanecer yacían escondidas y pérdidas para siempre. Pero ninguna pudo responder ni a una sola de las preguntas de Alvin. Tal vez algún poder más alto les había prohibido hacerlo así…

Tendría que ver de nuevo a Khedrom.