Capítulo IV

Jeserac no resultó de mucha ayuda para Alvin, aunque no fuera tan falto de cooperación como a Alvin casi le había parecido. Le había hecho tales preguntas antes, en su larga carrera como mentor del joven, y no creyó que incluso un único como Alvin pudiese producir muchas sorpresas, o plantearle problemas que no pudiera resolver.

Era cierto que Alvin estaba comenzando a mostrar ciertas excentricidades de menor importancia en su conducta, las cuales eventualmente necesitaban la debida corrección. Alvin no se adhirió tan completamente como hubiera deseado a la increíble y elaborada compleja vida social de Diaspar, o en los mundos de fantasía de sus jóvenes compañeros. Tampoco había mostrado un particular interés para sumergirse en los dominios más altos del pensamiento, aunque a su edad, hubiera sido más bien sorprendente. Más notable resultaba su errática vida amorosa, llegó a la conclusión de que no formaría una relativamente estable pareja por lo menos de un siglo de duración y la brevedad de sus asuntos amorosos fue pronto famosa. Era intensa mientras permanecía en su período ardiente, pero ninguna relación duraba más allá de unas cuantas semanas. Por lo que parecía, sólo podía interesarse por una sola cosa cada vez.

Había veces en que se mezclaba de todo corazón en los eróticos juegos de sus compañeros o desaparecía con la compañera de su elección durante varios días. Pero una vez pasada la fuga pasional, se producía largos períodos en que daba la impresión de hallarse totalmente desinteresado de lo que debería ser su mayor preocupación a su edad. Aquello resultaba malo para él probablemente y ciertamente para sus amoríos dejados de lado, que vagaban por la ciudad desconsoladamente hasta encontrar otra consolación adecuada. Mystra, según había notado Jeserac, había llegado entonces en tan desgraciada época para Alvin.

No es que Alvin fuese falto de corazón ni desconsiderado. En el amor, como en las demás cosas, parecía ir buscando un objetivo una meta que Diaspar no podía proporcionarle.

Ninguna de tales características de Alvin preocuparon demasiado a Jeserac. Un Único, debía comportarse seguramente de aquella forma y a su debido tiempo el joven encajaría en la conducta y forma de vivir propios de la ciudad. Ningún individuo, por excéntrico o brillante que fuese, podría concebir otra cosa distinta.

—El problema que te afecta es uno ya muy viejo —le dijo a Alvin—, pero te sorprenderías de cuánta gente toma el mundo tal y como es y jamás se preocupa de nada y tampoco permite que le turbe su mente. Es cierto que la raza humana ocupó una vez un espacio infinitamente más grande que esta ciudad de Diaspar. Tú ya has visto algo de lo que era la Tierra antes de que llegase el desierto y desaparecieran los océanos Esos registros a los cuales eres tan aficionado de proyectar, son los más antiguos que poseemos, son los únicos que muestran la Tierra tal y como era antes de que llegasen los Invasores. No imagino que mucha gente los haya visto, esos espacios abiertos, sin límites son algo que no podemos contemplar, ni resistir. Incluso la Tierra entera, por supuesto, era sólo un granito de arena en el Imperio Galáctico. Lo que esas inmensidades entre las estrellas tienen que haber sido y son, es como una pesadilla que ningún hombre en su sano juicio trata de imaginar. Nuestros antepasados los cruzaron en el amanecer de nuestra historia, cuando se dirigieron a construir el Imperio. Los cruzaron de nuevo por última vez cuando los Invasores se dirigieron hacía la Tierra.

»La leyenda dice, aunque sea sólo una leyenda, que hicimos un pacto con los Invasores. Ellos tendrían para sí el Universo si tanta falta les hacía y nosotros nos conformaríamos con el mundo en que nacimos.

»Hemos mantenido ese pacto y olvidado los vanos sueños de nuestra lejana infancia, como tú también los olvidarás, Alvin. Los hombres que constituyeron esta ciudad y establecieron la sociedad que en ella vive, fueron los señores de la materia y del pensamiento. Pusieron todo lo que la raza humana pudiera necesitar para siempre dentro de estas murallas, y después tomaron las medidas de seguridad necesarias para no abandonarlas jamás.

—Oh, las barreras físicas son las menos importantes. Tal vez haya rutas que conduzcan al exterior de la ciudad, pero estoy seguro de que no irías muy lejos por ellas, incluso en el caso de que las encontraras. Y aunque tuvieses éxito en el intento ¿qué bueno podría proporcionarte eso? Tu cuerpo no permanecería vivo mucho tiempo en el desierto, allá donde la ciudad dejaría de protegerte y alimentarte.

—Si existe una salida que conduzca al exterior de la ciudad —preguntó Alvin—, ¿qué es lo que me prohíbe utilizarla?

—Esa es una pregunta tonta —le respondió Jeserac—. Creó que ya conoces la respuesta.

Jeserac tenía razón; pero no en la forma que él imaginaba. Alvin lo sabía, o más bien lo había supuesto así. Sus compañeros le habían dado la respuesta, tanto en su vida consciente, como en las aventuras en sueños que había compartido con ellos. Ellos nunca estarían en condiciones de dejar a Diaspar; pero lo que Jeserac ignoraba era que las motivaciones que gobernaban sus vidas, no ejercían el menor poder ni la más pequeña influencia sobre Alvin. Tanto si su calidad de Único era debida a un accidente o a algún antiguo designio, era cosa que lo ignoraba; pero aquel era uno de sus resultados. Alvin trató de imaginar cuantos otros tendría que descubrir.

Nadie se daba prisa en Diaspar, y esto constituía una regla que incluso Alvin raramente alteraba. Consideró el problema cuidadosamente durante varias semanas y empleó mucho tiempo en la búsqueda de las más antiguas memorias históricas de la ciudad. Durante horas sin cuento, permanecía yacente en los brazos impalpables del campo antigravitatorio con el proyector hipnótico abierto y su mente proyectada al pasado. Cuando el registro había terminado, la máquina descansaba y todo se desvanecía; pero Alvin todavía continuaba en reposo con la mente fija en la nada anterior a su vuelta a través de las edades para encontrarse de nuevo con la realidad. Volvía a ver de nuevo las extensiones sin fin de aguas azules de los mares, más vastas que la propia tierra firme, con sus olas yendo a romper en las doradas orillas de los mares. Sus oídos percibían el rumor de los rompientes, callados hacía ya millones de años atrás. Recordaba los bosques y las praderas y las extrañas bestias que una vez compartieron el mundo con el Hombre.

Existían muy pocos de tales registros, como cosa generalmente aceptada, aunque nadie sabía por qué y que en algún momento entre la llegada de los Invasores y la construcción de Diaspar todos los recuerdos primitivos de los tiempos antiguos se habían perdido. Tan completo había sido el olvido de tales acontecimientos que resultaba difícil creer que aquello pudo haberse debido a un simple accidente. El género humano había perdido su pasado, excepto por unas cuantas crónicas que podían ser más bien una cosa ya legendaria. Antes de Diaspar sólo había existido… las Edades del Amanecer. En aquel limbo se hallaban inmersos inextricablemente juntos los primeros hombres que encendieron el fuego y los primeros que utilizaron la energía atómica, los primeros hombres que construyeron una canoa con sus manos y los primeros que llegaron a las estrellas. Al extremo lejano de aquel inmenso desierto de tiempo pasado, todos eran como vecinos próximos.

Alvin había intentado hacer solo sus experiencias; pero la soledad era algo que no siempre se podía tener a mano en Diaspar. Apenas dejaba su habitación, se encontraba con Mystra, quien no hacía el menor intento para pretender que su presencia fuese puramente accidental.

Nunca se le ocurrió a Alvin pensar que Mystra fuese bella, ya que jamás había visto la fealdad humana. Cuando la belleza es universal, pierde su poder de hacer latir el corazón y sólo su ausencia es la que puede producir efectos emocionales.

En los primeros momentos y al encontrarla, Alvin se sentía un tanto aburrido y molesto por el encuentro con el recuerdo de pasiones que ya no le afectaban apenas. Era todavía demasiado joven para sentir la ausencia de una amistad perdida y cuando llegara el momento podría darse el caso de resultarle difícil él hacerlas de nuevo. Incluso en sus momentos de mayor intimidad la barrera de su calidad de Único surgía entre él y sus amantes. Para aquel cuerpo ya completamente formado, era sin embargo un muchacho y así continuaría aún durante décadas, mientras que sus compañeros, uno tras otro, recordarían las memorias de sus pasadas vidas y le dejarían muy atrás en tal aspecto. Ya lo había experimentado. Incluso Mystra que tenía un aspecto tan ingenuo y desprovista de artificio entonces, pronto se convertiría en todo un complejo de recuerdos y memorias, con un talento más allá de la imaginación de Alvin.

Su ligera molestia solía desvanecerse casi al instante. No había razón alguna para que Mystra no pudiese ir con él si ella lo deseaba. Alvin no era egoísta y no deseaba tampoco encerrar para sí sus nuevas experiencias en el fondo de un escondrijo, como un avaro. Por lo demás, podía ir aprendiendo mucho de las reacciones de la bella muchacha enamorada de él.

Ella no solía hacer preguntas, cosa que resultaba poco usual y en aquella ocasión permaneció callada mientras el canal exprés les iba sacando fuera del agitado corazón de la ciudad. Juntos siguieron su camino hacia la sección central de alta velocidad sin molestarse en echar un vistazo de pasada al milagro que yacía bajo sus pies. Un ingeniero del viejo mundo, se habría vuelto loco de remate poco a poco, al tratar de comprender cómo una calzada aparentemente sólida podía estar fija a ambos lados, mientras que por el centro discurría a una velocidad creciente. Pero para Alvin y Mystra era perfectamente natural, que la materia pudiese existir de tal forma que resultase solida en una dirección y líquida en la opuesta.

A su alrededor, los edificios se hacían más y más altos, como si la ciudad fuese reforzando sus defensas contra el mundo exterior. Qué extraño resultaría, pensó Alvin, si aquellas imponentes murallas se hiciesen transparentes como el cristal y se pudiese observar la vida que latía en su interior. Esparcidos por doquier y en el espacio que les rodeaba se hallaban amigos a quienes conocía, amigos que conocería en alguna ocasión y personas extrañas a quienes jamás, probablemente llegaría a conocer. En realidad estas últimas personas serían pocas, ya que en el curso normal de su dilatada vida futura tendría ocasión de encontrarse y conocer a casi toda la población de Diaspar. La mayor parte de aquellas personas, estarían en sus habitaciones particulares, aunque no estuviesen solas. Sólo tenía que formarse una idea y formular un deseo, para que apareciesen junto a ellas en todo, excepto en realidad física, la apariencia de la persona elegida o deseada. Nadie se aburría, ya que tenían acceso a todas las cosas que habían sucedido en 105 dominios de la imaginación o de la realidad, desde los días en que fue construida la ciudad. Para los hombres con una mente así constituida, la existencia era de lo más placentero y agradable. Que ello no fuese algo realmente fútil, era algo que Alvin todavía no había llegado a comprender.

Conforme Alvin y Mystra se dirigían alejándose del corazón de la ciudad, el número de personas que veían por las calles, iba decreciendo lentamente, y no hubo nadie a la vista, al llegar a un lento descanso contra una larga plataforma de mármol brillantemente coloreada. Caminaron a través de aquella helada materia donde la sustancia del camino rodante fluía de vuelta hacia su origen y se enfrentaron con una muralla agujereada con túneles brillantemente iluminados. Alvin escogió uno de ellos sin vacilar y entró en él con Mystra tras él a corta distancia. El campo peristáltico les acogió en el acto y les impulsó hacia delante, mientras se recreaban con cuanto les rodeaba.

Parecía imposible que en realidad se hallasen en un túnel subterráneo. El arte que se había empleado en Diaspar pintando cuadros de bellísima factura, se había desplegado allí y por encima de sus cabezas los cielos parecían abiertos a todos los vientos y corrientes del firmamento. Por todo su entorno, observaban las espiras de la ciudad, reluciendo a la luz del sol. No era la ciudad que Alvin conocía, sino la Diaspar de una edad muy anterior. Aunque muchos de sus edificios le eran familiares existían sutiles diferencias que añadían más interés al escenario general. Alvin deseó ir muy despacio; pero nunca había hallado la forma de retardar su paso a través del túnel.

Pronto se sintieron depositados en una ancha cámara elíptica completamente rodeada de ventanas. A través de ellas, pudieron captar arrebatadoras vistas de maravillosos jardines, encendidos y salpicados de brillantes flores. Aún quedaban jardines en Diaspar; pero aquellos sólo habían existido en la mente de los artistas que los habían concebido. En realidad, muchas de aquellas flores, todavía existían en el mundo presente de Alvin.

Mystra se mostraba fascinada por su belleza y obviamente convencida que aquella había sido la finalidad por la que Alvin la había llevado hasta allí. Alvin la observó durante un rato, mientras corría alegremente de un lado a otro, de escena en escena gozando su delicia en cada nuevo descubrimiento. Había centenares de lugares como aquel, en los edificios medio desiertos que rodeaban la periferia de Diaspar, conservados en perfecto orden por los ocultos poderes que cuidaban de todo lo relacionado con la gran ciudad. Un día la marea irresistible de la vida podría fluir de aquella forma una vez más; pero hasta entonces, aquellos antiguos jardines eran como un secreto que compartían juntos.

—Tenemos que ir más lejos —dijo Alvin—. Esto es sólo el principio.

Entró por una de las ventanas y la ilusión se deshizo. No había jardín tras los cristales sino un pasaje circular curvándose ligeramente hacia arriba. Podía ver a Mystra a algunos pasos de distancia, aunque sabía que ella no le vería a él. Pero la chica no vaciló y un momento más tarde se hallaba junto a él en aquel pasaje.

Bajo sus pies el suelo comenzó a deslizarse lentamente hacia delante como si tuviese prisa en conducirles hacia su meta. Siguieron caminando en aquella forma unos cuantos pasos, hasta que su velocidad era tan grande que cualquier esfuerzo en contra habría resultado inútil.

El corredor continuaba todavía subiendo y a unos cien pies se había curvado casi en un ángulo recto. Pero aquello sólo podía conocerse por pura lógica, para todos los sentidos era como si se acelerase el paso por un corredor totalmente plano. El hecho de que en realidad estuviesen siendo llevados hacia arriba a miles de pies verticalmente, como por una gigantesca chimenea, no les ocasionaba la menor sensación de inseguridad, ya que cualquier fallo del campo polarizante era Inimaginable.

A poco el corredor comenzó a declinar "hacia abajo" de nuevo hasta que una vez más torció en un ángulo recto. El movimiento del piso disminuyó Imperceptiblemente hasta que llegó a detenerse al final de un largo salón adornado con espejos. Alvin sabía de antemano que sería muy difícil dar prisa a que Mystra saliese de allí. No era sólo que las características femeninas de la coquetería habían sobrevivido incambiadas desde la madre Eva, es que además, nadie podía resistir la fascinación de aquel lugar. No había nada como aquello, por lo que Alvin conocía, en el resto de Diaspar. Por algún capricho del artista, sólo unos cuantos espejos reflejaban la escena tal y como era, y aun aquellos según estaba convencido Alvin, estaban cambiando constantemente su posición. El resto reflejaban ciertamente algo, pero era ligeramente desconcertante para el que paseara entre ellos, el de verse entre unos alrededores siempre cambiantes y totalmente imaginarios.

A veces había gente que iba de un lado a otro en el mundo existente tras los espejos y más de una vez Alvin había visto rostros que había reconocido. Comprobó muy bien que no había estado mirando a ningún amigo que conociese en existencia real. A través de la mente del artista desconocido había estado mirando en el pasado, observando las anteriores encarnaciones de gentes que vivían en el mundo de sus días. Aquello le entristeció, al recordarle su condición de Único y al pensar que por mucho que esperase las cambiantes escenas, jamás encontraría eco alguno de su propio yo.

—¿Sabes dónde estamos? —preguntó a Mystra cuando hubieron contemplado la vuelta completa al salón de los espejos.

Ella sacudió la cabeza negativamente.

—Supongo que en algún lugar al borde de la ciudad —repuso ella sin darle demasiada importancia—. Parece que nos hemos alejado bastante; pero no tengo ni idea de cuánto.

—Estamos en la Torre de Loranne —replicó Alvin—. Este es uno de los puntos más altos de Diaspar. Ven… te lo mostraré.

Tomó la mano de Mystra y la condujo fuera del salón. No había salidas visibles a la vista; pero en varios puntos las señales del suelo indicaban corredores laterales. Al aproximarse a los espejos en aquellos puntos, las reflexiones parecían fundirse en una arcada luminosa, pudiendo salir hacia otro pasaje. Mystra perdió toda traza consciente del camino seguido entre tanto retorcimiento y tanta vuelta hasta que al final emergieron en un túnel largo, perfectamente recto y a través del cual soplaba un viento frío y persistente. Se extendía horizontalmente por cientos de pies en cada dirección y su extremo lejano aparecía como un círculo luminoso.

—No me gusta este lugar —se quejó Mystra—. Hace frío.

Probablemente ella nunca había experimentado un frío real en toda su vida y Alvin se sintió en cierta forma culpable de la molestia de la joven. Tendría que habérselo advertido para que hubiese llevado una capa, y buena, ya que todas las ropas en Diaspar eran puramente ornamentales y completamente inútiles como protección.

Puesto que la incomodidad de la chica era completamente falta de Alvin, le entregó su capa sin pronunciar una palabra. No hubo en aquel gesto la menor traza de galantería; la igualdad de los sexos era desde hacía demasiado tiempo, completa en todos los aspectos, como para que tales gestos tuvieran que sobrevivir con algún significado especial. Mystra pudo a su vez haber hecho lo mismo y él la hubiera aceptado automáticamente.

No resultaba nada agradable caminar por el túnel con el viento soplando a la espalda, aunque pronto alcanzaron el extremo del mismo. Un amplio enrejado de filigrana en la piedra marcaba el final del camino, previniendo continuar hacia ninguna otra parte, lo que por lo demás, era preciso, ya que estaban en la frontera misma de la ciudad. Aquel gran aeroducto se abría a una de las caras de la torre y bajo ellos, caía a plomo una profundidad de más de mil pies. Se hallaban en la parte más alta de los aledaños de la ciudad y Diaspar se extendía bajo ellos en una forma como pocos de sus habitantes la habían visto nunca. La vista era el reverso de la observada por Alvin desde el centro del Parque. Mirando hacia abajo, se apreciaban las oleadas concéntricas de piedra y metal conforme iban descendiendo en escalones de una milla de anchura hacia el corazón de la ciudad. Lejos y en la distancia, en parte escondidos por las torres que interceptaban la vista, Alvin pudo mirar los campos distantes con sus árboles y el eterno río circundante. Todavía más allá en la lejanía, los remotos bastiones de Diaspar saltaban una vez más hacia el cielo.

Tras él, Mystra compartía aquel panorama con placer aunque sin mucha sorpresa. La joven había visto la ciudad incontables veces antes, desde otros puntos igualmente ventajosos y con mucha más comodidad.

—Este es nuestro mundo… todo él —dijo Alvin—. Ahora quiero mostrarte algo más.

Se apartó del enrejado y comenzó a caminar hacia el distante círculo de luz del extremo del túnel. El viento era frío contra su cuerpo apenas vestido; pero apenas si le dio importancia.

Había recorrido ya alguna distancia, cuando se dio cuenta de que Mystra no tenía la menor intención de seguirle. Ella había quedado plantada en el enrejado observándole, apretándose al cuerpo la capa prestada por Alvin y con una mano medio levantada hacia la cara. Alvin vio cómo se movían sus labios; pero no le llegaron sus palabras. Se volvió hacia ella asombrado al principio, después con impaciencia no desprovista de lástima. Lo que Jeserac había dicho era verdad. Ella no podía seguirle. La joven había calculado el significado de aquel remoto círculo de luz desde el cual el viento soplaba desde siempre al interior de Diaspar. Tras Mystra estaba el mundo conocido, lleno de maravillas y con todo, desprovisto de sorpresas, levantado como un brillante; pero cerrado como una burbuja que discurría por el río del tiempo. Delante de ella y a una distancia de unos cuantos pasos, se hallaba el vacío de lo extraño, el mundo del desierto… el mundo de los Invasores.

Alvin volvió a reunirse con ella y se sorprendió de encontrársela temblando.

—¿De qué estás asustada? —le preguntó—. Seguimos estando seguros en Diaspar. ¡Ya que has mirado por esa ventana, podrías mirar también por aquella otra!

Mystra le estaba mirando fijamente como sí sé tratase de un extraño monstruo. Y en realidad, para sus formas de pensar y comportarse, lo era, ciertamente.

—No podría hacerlo —dijo ella al fin—. Nada más que de pensarlo me da más frío que el de este viento. ¡No vayas más lejos, Alvin!

—Pero eso no tiene nada de lógico —protestó Alvin—. ¿Qué es lo que puede dañarte con llegar al final del corredor y mirar hacia el exterior? Hay algo de extraño y de solitario; pero no es nada horrible. De hecho, cuanto más lo miro, más hermoso pienso que…

Mystra no permaneció hasta terminar de oír sus palabras. Se volvió sobre sus pasos y echó a correr a lo largo de la rampa que les había llevado hasta el piso del túnel. Alvin no hizo el menor intento de detenerla, ya que ello comportaba las malas formas de imponer la voluntad de una persona sobre otra. Sabía que Mystra no se detendría hasta reunirse con sus amigos. No existía peligro tampoco de que no volviera a encontrar el camino de vuelta por aquellos laberintos y pasajes. Una habilidad instintiva para salir de los más intrincados apuros, era uno de los mayores logros que el Hombre había aprendido desde que comenzó a vivir en las ciudades. La rata, extinguida ya hacía milenios, se había visto forzada a adquirir una similar destreza cuando abandonó los campos y se lanzó a vivir en masa junto a los seres humanos.

Alvin esperó un momento como si todavía esperase a medias que Mystra volviese. No se sorprendió de su reacción, sólo de su violencia y falta de racionalidad. Aunque lo lamentaba sinceramente, no pudo evitar el recordar que la joven le hubiera devuelto la capa al marcharse.

No solamente era el frío, era también difícil moverse contra el viento que soplaba a través de los pulmones de la ciudad. Alvin luchaba contra la corriente de aire y contra la que de cualquier forma desconocida mantenía su movimiento en la misma dirección. No pudo descansar hasta llegar hasta la rejilla de piedra y apoyarse allí con las manos. En la rejilla había suficiente espacio como para asomar la cabeza a través de la abertura, aun siendo ésta no muy grande ya que se hallaba algo restringida y reforzada contra las murallas de la ciudad.

Así y todo pudo ver bastante. A miles de pies bajo él, la luz del sol estaba a punto de esconderse por el lejano horizonte de aquel desierto sin límites. Los rayos de luz casi horizontales chocaron contra la rejilla y formaron una fantástica exhibición de sombras y luz dorada por el túnel. Alvin cerró los ojos contra el resplandor y miró hacia el terreno yacente bajo sus pies y que ningún hombre había hollado durante edades y milenios.

Es como si hubiera estado contemplando un mar eternamente helado. Milla tras milla, las dunas de arena se ondulaban hacia el oeste, con sus contornos exagerados por la inclinación y el efecto de la luz solar en el crepúsculo. Aquí y allá, el capricho del viento había tallado curiosos remolinos y barrancos en la arena, de tal forma, que a veces resultaba difícil creer que algunos de ellos no fuesen el resultado de alguna inteligencia humana. A una grandísima distancia, tan lejos que era poco menos que imposible juzgar su remoto emplazamiento, se apreciaba una larga hilera de colinas suavemente redondeadas. Aquello produjo en Alvin una especie de decepción; ya que le habría gustado ver surgir del suelo las imponentes montañas que había contemplado en los antiguos registros y en sus propios sueños.

El sol descansaba sobre el filo de las colinas con su luz rojiza por los cientos de millas de atmósfera que atravesaba hasta llegar a su retina. En su disco se apreciaban dos manchas negras; Alvin había aprendido en sus estudios que tales cosas existían, pero se encontró sorprendido al comprobar lo fácil que era verlo con sus propios ojos. Eran como un par de ojos escudriñándole, mientras permanecía en aquel agujero como un espía con el viento soplándole incesantemente en los oídos.

En realidad, no había crepúsculo. Con la puesta del sol, las grandes lagunas de sombra yacentes junto a las dunas se unieron inmediatamente para formar un vasto mar de sombras. El color del cielo fue apagándose; los cálidos rojos y dorados barridos de la vista, dejando un azul que se hacía más y más profundo en la noche. Alvin esperó hasta aquel momento maravilloso en que él solo entre todo el género humano hubo conocido… el momento en que comenzaron a brillar las primeras estrellas en el firmamento.

Habían transcurrido muchas semanas desde que estuvo la última vez en aquel lugar y sabía que la disposición del cielo nocturno tuvo que haber cambiado mientras tanto. Aun así, no estaba preparado para su primera contemplación de los Siete Soles.

No podían tener otro nombre, la frase surgió espontánea de sus labios. Formaban un diminuto, muy compacto y sorprendente grupo simétrico contra el último resplandor del crepúsculo. Seis de aquellas estrellas aparecían dispuestas en una elipse aplastada pero que Alvin estaba seguro de que en realidad era un círculo perfecto, ligeramente inclinado hacia la línea de visión. Cada estrella era de un color diferente, y distinguió fácilmente el rojo, azul, oro y verde, aunque otros matices escaparon a sus ojos. En el mismo centro de aquella formación se hallaba una simple estrella gigante, la estrella más brillante de todo el cielo visible. La totalidad de la constelación tenía el aspecto de una pieza maestra de joyería, parecía como algo increíble y más allá de todas las leyes del azar, que la Naturaleza pudiese haber contribuido a una disposición tan perfecta.

Conforme sus ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad, Alvin pudo descubrir el grandioso y neblinoso velo que una vez fue llamado la Vía Láctea. Se extendía desde el cenit hasta el horizonte y los Siete Soles aparecían inmersos en sus encajes. Las otras estrellas que fueron apareciendo después y su disposición al azar sólo resaltaban el enigma de tan perfecta simetría. Era casi como si algún poder hubiese opuesto deliberadamente al desorden del universo natural, aquel signo sobre las estrellas.

La Galaxia había dado unas diez veces un giro completo sobre su eje desde que el Hombre hizo su primera aparición sobre la Tierra. A escala cósmica, aquello sólo representaba un momento. Y con todo, en tan corto tiempo, había cambiado completamente. Los grandes soles que una vez brillaron llenos de luz y calor en el orgullo de su juventud, se hallaban entonces caminando hacia su extinción. Pero Alvin no había visto los cielos en el esplendor de su antigua gloria y por tanto no pudo apreciar lo que de ellos se había perdido.

El frío que acabó calándole los huesos le hizo volver a la ciudad. Se frotó los miembros vigorosamente para hacer volver la circulación de su sangre a su cuerpo entumecido. Ante él, la luz que surgía de Diaspar era tan brillante que tuvo que cerrar los ojos por unos instantes. Al exterior de la ciudad existía el día y la noche; pero en su interior sólo había un día eterno. Conforme el sol descendía por el cielo de Diaspar, se iba llenando en su lugar con otra luz igual de tal forma que nadie podía apercibirse de que la iluminación natural se hubiera desvanecido. Incluso antes de que el hombre hubiese perdido la necesidad de dormir, ya habían barrido la oscuridad de sus ciudades. La sola noche que alguna vez cayó sobre Diaspar, era un raro e imprevisible oscurecimiento que a veces se producía en el Parque transformándolo en un lugar de misterio.

Alvin volvió lentamente al salón de los espejos, con la mente todavía llena de noche y de estrellas. Le hacía sentirse inspirado y al propio tiempo deprimido. Parecía no haber forma de escapar hacia aquella enorme extensión vacía… sin ningún propósito racional para llevarla a cabo. Jeserac había dicho que un hombre moriría muy pronto solo en el desierto, y Alvin le había creído siempre. Tal vez podría algún día descubrir alguna manera de salir de Diaspar; pero de hacerlo, sabía que pronto tendría que volver. Llegar al desierto podía ser un juego divertido, arriesgado y apasionante; pero nada más. Era un juego que no podía compartir con nadie y podría no llevarle a ninguna parte. Pero al menos valdría la pena de hacerlo si con aquello mitigaba la vehemencia y el anhelo de su alma.

Como si no quisiera volver al mundo familiar en que había nacido, Alvin se entretuvo entre los reflejos procedentes del pasado. Permaneció de pie frente a uno de los grandes espejos y observó las escenas que iban y venían mezcladas en sus profundidades. Sea cual fuese el mecanismo que producían aquellas imágenes, estaba controlado por su presencia física y en cierta medida por sus pensamientos. Los espejos aparecían siempre en blanco al llegar a la habitación, pero llenos de acción y movimiento tan pronto como cualquiera se movía ante ellos.

Le pareció hallarse en un ancho patio al descubierto que nunca había visto en la realidad; pero que probablemente existiese en algún lugar de Diaspar. Aparecía apretujado de gente fuera de lo corriente como si celebrase alguna especie de reunión. Dos hombres se hallaban discutiendo cortésmente sobre una plataforma que se elevaba a cierta altura del suelo, mientras que los reunidos les rodeaban interpelándoles de tanto en tanto. El silencio completo añadía más encanto a aquella escena, ya que la imaginación comenzaba inmediatamente a trabajar supliendo los sonidos que faltaban. ¿Qué estarían debatiendo? Tal vez no fuese una escena real ocurrida en el pasado; sino un episodio creado por algún artista. El cuidadoso equilibrio de las figuras y los movimientos levemente formales de sus componentes, hacían que toda aquella escena pareciese muy próxima a la misma vida.

Estudió los rostros de aquella multitud, en busca de alguno que pudiera reconocer. No había nadie reconocible; pero podría muy bien estar mirando a amigos que aún no conocería durante siglos en el futuro. ¿Cuántos modelos de fisonomía humana había allí? El número era enorme, casi infinito, especialmente cuando todos los faltos de estética habían sido eliminados.

La gente que se movía en aquel mundo del espejo continuó su discusión largamente olvidada, ignorando la imagen de Alvin que permanecía inmóvil entre ella. A veces resultaba difícil creer que Alvin no formara parte de la escena por sí mismo, ya que la ilusión era tan perfecta. Cuando uno de los fantasmas del interior del espejo pareció moverse detrás de Alvin, se desvaneció como pudiera haberlo hecho un objeto real y cuando otro se movía frente a él, era él precisamente el que se desvanecía eclipsado. Se estaba disponiendo a salir de allí cuando se dio cuenta de la presencia de un hombre vestido de una forma singular, de pie y ligeramente aparte del grupo principal. Sus movimientos, sus ropas, todo lo que a él concernía, parecía hallarse desfasado de aquella asamblea. Estropeaba el conjunto de aquella perfecta disposición; como Alvin, constituía un anacronismo.

Pero era algo más que aquello. Era real y se hallaba mirando a Alvin con una sonrisa ligeramente burlona.