Capítulo III

Cuando Jeserac y sus padres se desvanecieron de su vista, Alvin permaneció descansando durante largo rato, tratando de mantener su memoria vacía de todo pensamiento. Cerró su habitación por completo para que nadie pudiese interrumpir aquella especie de trance mental.

No estaba durmiendo, el sueño era algo que jamás había experimentado, puesto que era algo que pertenecía a un mundo que tuviese día y noche, pero en Diaspar sólo existía el día. Aquello era lo más cercano que podía existir a un hecho olvidado y aunque no era realmente esencial para él, sabía que de tal forma podía componer su estado mental.

Había aprendido poco, casi todas las cosas que Jeserac le había dicho ya lo había supuesto. Pero había una cosa que suponer e imaginar y que tal suposición fuese confirmada más allá de toda posibilidad de refutación.

¿De qué forma podría afectar su vida, si es que debía afectarle? Alvin no pudo estar seguro y la incertidumbre fue una nueva sensación para el joven. Tal vez aquello no tuviese ninguna importancia ni estableciese diferencia alguna en su vida si no encajaba por completo en la vida de Diaspar, podría hacerlo en la próxima… o en otra más lejana…

Aunque se había esforzado en conformar y encararse con tal pensamiento, su mente rehusaba aceptarlo. Diaspar podría ser suficiente para el resto de la Humanidad; pero no lo bastante para él. No dudaba de que podían emplearse un millar de vidas sin apurar el gozo de tanta maravilla y de experimentar todos sus cambios. Él podría hacer todo aquello; pero aun así, si no pudiese hacer algo más, jamás estaría contento.

Se planteaba un problema con que encararse. ¿Qué más había que hacer?

Aquella pregunta sin respuesta, le sacó de su estado de ensoñación. No podía permanecer allí estático, en semejantes circunstancias y estado de ánimo. En la ciudad existía sólo un lugar en donde poder hallar alguna paz para su mente excitada.

La pared se desvaneció en parte al salir hacia el corredor y las moléculas polarizadas de su estructura resistieron su paso como un débil viento soplándole en el rostro. Existían muchos medios de ser transportado sin esfuerzo a cualquier parte; pero prefirió caminar. Su habitación se hallaba casi al nivel principal de la ciudad y un corto pasaje le llevo a una rampa en espiral que a su vez conducía a la calle.

Alvin ignoró el camino rodante y siguió a pie por la estrecha acera, un gesto excéntrico, ya que tenía varias millas que caminar. Pero a Alvin le gustaba el ejercicio, servía para relajarle la mente. Además, había tantas cosas que ver que resultaba una lástima pasar de largo sin contemplar de cerca las últimas maravillas de Diaspar, cuando tenía ante él una verdadera eternidad de tiempo.

Era la costumbre de los artistas de la ciudad, y todos sus ciudadanos lo eran en una u otra ocasión el mostrar públicamente sus producciones corrientes a lo largo de los caminos móviles, para que los transeúntes pudiesen admirar su trabajo. De esta manera, era usualmente cosa de pocos días el que la totalidad de la población de Diaspar hubiese criticado y examinado cualquier producción notable expresando así sus diferentes puntos de vista al respecto de la creación artística. El veredicto resultante, registrado automáticamente por dispositivos especiales que recogían las opiniones de forma tal que nadie pudiera sobornar o alterar, aunque alguna vez se habían realizado intentos en tal sentido, decidían la aparición de una obra maestra. Si existían bastantes votos afirmativos, su forma iría a parar a la memoria de la ciudad, de tal manera que cualquiera que lo deseara, en cualquier fecha futura, pudiese poseer una reproducción absolutamente indistinguible del original.

Las obras de menos éxito, seguían el camino de tales trabajos bien disolviéndose en sus materiales elementales de origen o expuestas en los hogares de los amigos del artista.

Alvin tan sólo vio un objeto de arte en su jornada que realmente llamó su atención. Era una creación casi abstracta, como la reminiscencia pura de una flor a punto de abrirse a la luz. Creciendo lentamente y procedente de un diminuto núcleo de color, expandiría sus complejas espirales y estructuras para después colapsarse y recomenzar de nuevo el ciclo. Aun así no del todo con exactitud, puesto que no había dos ciclos idénticos. Aunque Alvin la observaba a través de una especie de pulsaciones cada vez se producían unas sutiles e indefinibles diferencias, aunque la pauta básica permanecía la misma.

Alvin sabía por qué le gustaba aquella pieza de intangible escultura. Su ritmo expansivo, daba una impresión de espacio… casi de evasión. Por tal razón, no llamaría probablemente la atención de la mayor parte de sus compatriotas. Tomó nota del nombre del artista y decidió visitarle en la más próxima oportunidad.

Todos los caminos, tanto los móviles como los estacionarios, llegaban a un fin, al alcanzar el Parque que era el gran corazón verde de la ciudad. Allí, en un espacio circular de tres millas de anchura, se hallaba un recuerdo de lo que la Tierra había sido antes de que el desierto lo engullera todo, excepto Diaspar. Primero, un gran cinturón de hierba, después arbustos que crecían en árboles más y más altos y espesos conforme se caminaba hacia delante bajo su sombra. Al propio tiempo, el terreno se inclinaba suavemente hacia abajo, de tal forma que cuando al final se emergía del bosque quedaba desvanecido todo rastro de la ciudad, escondida por una pantalla de árboles.

La amplia corriente acuosa que Alvin tenía frente a sí, era llamada sencillamente el Río. No tenía otro nombre, ni lo precisaba. A intervalos, era cruzado por estrechos puentes y fluía alrededor del Parque en un círculo cerrado y completo, roto ocasionalmente por algunos lagos. Aquel río de rápida corriente, volvía sobre sí mismo tras un recorrido de unas seis millas y nunca había sorprendido a Alvin con nada fuera de lo normal, en realidad ni siquiera había pensado dos veces respecto a la cuestión de sí en cualquier punto de su circuito, el Río hubiese fluido colina arriba. Había cosas mucho más extrañas que aquélla en Diaspar.

Una docena de personas jóvenes estaban nadando en uno de los pequeños lagos de su recorrido y Alvin se detuvo para observarlas. Conocía a la mayor parte de vista, aunque no por sus nombres y por un momento estuvo tentado de unirse a su distracción. Pero el secreto que llevaba en su interior le decidió contra tal decisión y se contentó con su papel de simple observador.

Físicamente, no había forma de decir cuáles de aquellos jóvenes ciudadanos habían salido de la Sala de Creación en aquel año, o cual vivía en Diaspar tanto tiempo como Alvin mismo. Aunque existía una considerable variación en altura y peso, tales características no tenían correlación alguna con la edad. La gente nacía sencillamente de aquella forma y aunque por término medio, cuanta mayor talla tenía una persona, mayor era su edad, no constituía una regla segura para ser aplicada a menos que no hubiesen transcurrido siglos de tiempo.

El rostro de la persona era una guía más segura. Algunos de los recién nacidos eran más altos que Alvin, pero tenían un aspecto de falta de madurez y una expresión de maravillada sorpresa ante el mundo en que se encontraban, que lo revelaba inmediatamente. Resultaba extraño pensar, que aletargadas y sin desvelar todavía en sus mentes, existían infinitas vivencias que pronto podrían ir comenzando a recordar. Alvin les tuvo envidia en este aspecto, aunque no estuvo muy seguro de sí debería hacerlo así. La primera existencia de un ser es un precioso regalo que jamás puede repetirse. Resultaba maravilloso ver la vida por primera vez, como en la frescura de una aurora, al amanecer. Si hubiera otros como él, con quienes poder compartir sus pensamientos y sensaciones…

Con todo, Alvin estaba fundido en el mismo molde como aquellos muchachos que jugueteaban en el agua del Río. El cuerpo humano no había cambiado en absoluto en los mil millones de años desde la construcción y fundación de Diaspar, puesto que el diseño básico había sido archivado inalterado en los bancos de memoria de la ciudad. Había cambiado, no obstante, en comparación con su original y primitiva forma, aunque la mayor parte de las alteraciones eran internas y no visibles a la vista. El Hombre se había reconstruido muchas veces en su larga historia, en el esfuerzo de abolir los defectos y males de la carne que constituían su herencia.

Detalles tales como los dientes y uñas se habían desvanecido.

El cabello se había quedado confinado a la cabeza; ya no quedaba traza alguna del pelo en el resto del cuerpo. La característica que más habría podido sorprender a cualquier hombre de las remotas edades pasadas, sería sin duda, la desaparición del ombligo. Su inexplicable ausencia le habría dado mucho en que pensar, por lo mismo que a primera vista, se hubiera encontrado chasqueado ante el problema de distinguir al macho de la hembra. Hubiera incluso llegado a la conclusión de que apenas existía diferencia, lo que en realidad, hubiera constituido un grave error. En las apropiadas circunstancias propias de la época, no había duda alguna respecto a la masculinidad de cualquier varón de Diaspar. Era sencillamente que su disposición externa respecto a los órganos diferenciales se hallaba más perfectamente oculta cuando no era precisa, y su conservación interna enormemente mejorada respecto a la original dispuesta por la Naturaleza, inelegante y desde luego debida en gran parte a disposiciones desarrolladas un tanto al azar en sus primeras edades sobre la Tierra.

Era cosa cierta que la reproducción había dejado ya tiempo ha de ser algo concerniente a una función corporal, en que tal función reproductiva consistía en mucho dejar que el azar influyese en la génesis de un cuerpo como una partida de dados tirados al aire. Con todo, aunque la concepción y el nacimiento ya no eran ni incluso recuerdos, el sexo permanecía. Incluso en los antiguos tiempos, ni una centésima parte de la actividad sexual había tenido que ver con la reproducción. La desaparición de ese sencillo uno por ciento había cambiado la pauta de la sociedad humana, y las palabras tales como "padre" y "madre"; pero el deseo persistía, aunque entonces su satisfacción no tuviese un objetivo más profundo que cualquiera de los placeres propios de los demás sentidos.

Alvin dejó a sus juguetones contemporáneos y continuó hacia el centro del Parque. Allí existía un incontable número de senderos cruzándose y volviéndose a cruzar a través de la baja espesura y ocasionales descensos por suaves hondonadas entre grandes rocas recubiertas de líquenes. Se encontró con una máquina poliédrica flotando entre las ramas de un árbol, no más grande que la cabeza de un hombre. Nadie sabía con certeza cuantas variedades de robots había en Diaspar, en general solían apartarse de las personas y llevar a cabo sus cometidos con tal perfección que resultaba bastante raro encontrarse con alguno.

En aquel momento, el terreno comenzó a elevarse de nuevo. Alvin se aproximaba a la pequeña colina que se hallaba en el mismo centro exacto del Parque, y en consecuencia, de la propia ciudad de Diaspar. Para llegar había muy pocos obstáculos en el camino, teniendo así una clara visión de la cima de la colina y del sencillo edificio que la coronaba. Llegó un tanto fatigado al final de la meta propuesta y le encantó quedarse descansando con la espalda apoyada contra una de las columnas de color rosado y mirar el camino que le había llevado hasta allá.

Existen ciertas formas arquitectónicas que nunca pueden cambiar por haber alcanzado la perfección. La Tumba de Yarlan Zey pudo haber sido diseñada por los constructores de templos de las primeras civilizaciones que el hombre hubo conocido, aunque resultaba imposible imaginar de qué clase de materiales estaba construida. El techo estaba abierto a pleno cielo y la simple cámara estaba pavimentada con grandes losas que a primera vista daban la impresión de ser piedra natural. Pero durante edades geológicas enteras, los pies humanos habían cruzado, y vuelto a cruzar aquel piso sin dejar la menor traza ni desgaste en aquel material inconcebiblemente sólido y perfecto.

El creador del gran Parque, esto es, el mismo constructor de la propia Diaspar, aparecía sentado con unos ojos literalmente inclinados hacia abajo, como examinando los planos extendidos sobre sus rodillas. Su rostro aparecía con una tal curiosa ausencia de cuanto parecía rodearle, que había sorprendido y dejado confuso al mundo durante incontables generaciones de seres humanos. Algunos habían opinado que sólo se trataba de un gesto producto de la imaginación del artista; pero a otros les parecía que Yarlan Zey sonreía a algún secreto indescifrable.

La totalidad de la construcción en sí, era un enigma, ya que nada de cuanto concernía a aquella construcción arquitectónica podía ser investigado, ni existía traza alguna en los archivos y registros de la ciudad. Alvin, ni siquiera estaba seguro de lo que significaba la palabra "tumba"; Jeserac pudo probablemente habérselo dicho, ya que era tan aficionado a coleccionar palabras antiguas y salpicar su conversación con ellas, para la confusión de quienes le escuchaban.

Desde aquel punto central ventajoso, Alvin pudo mirar claramente por todo el Parque, por encima de las barreras de árboles y a las lejanías de la gran ciudad. Los edificios más próximos, se hallaban casi a dos millas de distancia, formando como un cinturón de baja altura circundando el Parque. Más allá, fila tras fila de otros edificios cada vez más altos, se encontraban las torres y las terrazas que constituían el núcleo central de Diaspar. Aquello se extendía milla tras milla, como escalando poco a poco el propio cielo, haciéndose cada vez más completo y más impresionante. Diaspar había sido concebida como una entidad; en realidad era una sola y gigantesca máquina, poderosísima y misteriosa. A pesar de todo su aspecto exterior casi sobrepasaba su extraordinaria complejidad, pero sólo chocaba con las escondidas maravillas de la tecnología sin las cuales, todos aquellos grandes y fabulosos edificios hubieran sido sólo unos sepulcros sin vida.

Alvin se quedó mirando fijamente los límites de aquel, su propio mundo. Diez, veinte millas, con sus detalles ya perdidos en la distancia, eran los límites exteriores de la ciudad, sobre los cuales parecía descansar el techo del firmamento. No existía nada más allá de aquellos límites, nada excepto la dolorosa soledad del desierto en donde un hombre cualquiera se habría vuelto loco.

Pero… ¿por qué aquella soledad, aquel vacío arenoso le llamaba, le atraía misteriosa e imperativamente, como no lo había hecho con nadie de quienes había conocido?

Alvin lo ignoraba. Miró con fijeza a lo ancho de las espiras multicolores y de los gigantescos edificios que ahora encerraban la totalidad del dominio del género humano, como si de aquella forma pudiera hallar respuesta a su pregunta.

Pero no la halló. Sin embargo, en aquel momento, mientras su corazón le impulsaba a lo inalcanzable, tomó una decisión irrevocable.

Y supo entonces qué era lo que iba a hacer con su vida.