XLVIII

Ciudad de México, año de Nuestro Señor de 1535

Aún no había amanecido cuando la doncella despertó a Rosario y le anunció que fray Antonio requería ser recibido de inmediato. La cara de la india a la luz de la vela se mantenía impávida, pero lo inusual de la situación y la prisa con que agarró la bata para que se cubriera hicieron que su corazón diera un vuelco. Ni siquiera se calzó. Con el cabello despeinado se precipitó por la escalera. Un dolor sordo en su pecho frenaba cualquier pensamiento. Sabía que sólo podían ser malas noticias, pero su premura partía del profundo deseo de desmentir el miedo que palpitaba en su corazón.

Se oyó el canto lejano de un gallo cuando Rosario alcanzó el patio y llegó a la sala donde su marido solía recibir a las visitas. El fraile no estaba solo. Frente a la chimenea había un franciscano más joven, pelirrojo, que apretó los dientes y suspiró cuando la vio. La mujer se quedó en el umbral de la puerta y escrutó a fray Antonio con mirada inquisitiva. Cubierto con la capucha, se acercó a ella y al descubrirse le dejó ver lo que sólo podían ser huellas de llanto en los ojos. Le estrechó la mano y le indicó que tomara asiento, pero Rosario se deshizo de su contacto con brusquedad y se aferró al marco de la puerta, como si quedándose fuera pudiera evitar lo que sentía que se avecinaba. Sonaron las campanas anunciando la hora prima. Fray Antonio tomó aire con dificultad, sus labios se movieron, pero no logró articular palabra y se volvió hacia el franciscano pelirrojo en busca de auxilio. Este asintió y sin apartar su mirada de Rosario anunció:

—Don Santiago Zolin ha partido al reino del Señor.

—Imposible —negó ella. Entró en la sala y se paseó por el lugar, mirando mesa, sillas, paredes, como si buscara algo que le sirviera para probar lo contrario. Y entre murmullos, con voz monótona, añadió—: Mi marido está en la encomienda, en Acolman. Partió antes de ayer y mañana regresará. Me envió una nota. Vendrá.

Fray Antonio se acercó a la mujer, la sujetó de los hombros y la obligó a tomar asiento. Ella, dócil, esta vez dejó que guiaran su cuerpo.

—Rosario —musitó—, fray Rodrigo viene de Acolman.

Ella observó al franciscano pelirrojo, a quien jamás había visto y del que sólo había oído hablar, y levantó la mirada hacia fray Antonio, que de pronto se le antojaba un anciano desconocido que desvariaba y por alguna extraña razón se empeñaba en mantener la mano en su hombro como si fuera un familiar. Fray Rodrigo se le acercó y se sentó a su lado. Ella bajó la cabeza y fijó los ojos en el suelo, con los puños apretados, como si con ello pudiera ignorar su presencia. Los dos franciscanos intercambiaron una mirada, fray Antonio asintió con pesar y el fraile de Acolman dijo entonces con voz suave:

—Fue el caballo, como su pobre hermano Juan, Dios lo tenga en su gloria. Al parecer Santiago cayó, pero le quedó el pie enredado en el estribo y lo arrastró. Por lo que me han dicho, su esclavo Gabriel estaba con él, lo intentó liberar, pero fue pisoteado. Cuando los indios consiguieron frenar al animal, ya era tarde. El Señor se lo había llevado.

Rosario cerró los ojos mientras negaba con la cabeza.

—He enviado un mensaje a Pedro y a tu hermana —añadió fray Antonio—. Lo están velando en Acolman; deberíamos partir cuanto antes. Seguro que querría ser enterrado en su tierra.

—¡No! —gritó ella de pronto, poniéndose en pie; la cara enrojecida, las lágrimas surcando sus mejillas—. ¡Váyanse de aquí! ¡Váyanse ahora mismo! Mi marido vendrá, con su hijo, seré madre, me lo dijo antes de partir. Volverá.

—Rosario, querida —gimió fray Antonio.

—Fuera, fuera, fuera —gritó ella mientras empujaba a su confesor hacia la puerta.

Cerró de un portazo, se dejó caer de rodillas al suelo y entre sollozos se repitió una y otra vez:

—Volverá, volverá, volverá…

Cuando empezó a ver manantiales y pastos donde asnos, mulos y caballos pacían como si los hubieran expulsado de sus cuadras, supo que había llegado a Acolman. Martí ató su montura al borde del camino y se dirigió a la ciudad. Intentaría entrar a escondidas en el palacio, con la esperanza de que Chanehque hubiera sobrevivido y pudiera ayudarlo.

Tomó una callejuela bordeada por chozas de madera y tejado de maguey. El día despuntaba brumoso, pero aun así la neblina dejaba ver la espadaña que sobresalía entre las casas. Hacia allí debía dirigirse. Las calles estaban desiertas y el croar de las ranas a lo lejos, entremezclado con el graznido de los guajolotes, parecía realzar un silencio fantasmal. No salía humo de los hogares, no percibía olor a comida, y sintió que un escalofrío le recorría la espalda, abrumado por el temor de que aquello fuera una mala señal.

Dobló una esquina que le llevó a una calle más ancha. Las casas eran más grandes, de piedra y sin ventanas, según el uso de los naturales. Ya ni las voces de los animales llegaban a sus oídos y escuchaba sus botas sobre la calzada con tal fuerza que el sonido de sus propios pasos aumentaba su inquietud. La calle se abrió a la plaza, pero él no salió. Desde una esquina observó el amplio rectángulo de tierra perfectamente alisada, sin huellas ni ninguna otra señal de vida. La puerta principal del palacio estaba cerrada, y en el extremo opuesto, la entrada de la iglesia parecía una boca oscura. Con el corazón en un puño, escudriñó las casas que rodeaban la plaza. El crujido de una puerta le hizo asomarse. Las fachadas eran todas iguales, pero a la entrada de una se amontonaban las flores. Sintió que se le resecaba la boca, una muchacha asomó y empezó a recogerlas, mientras la mente de Martí intentaba espantar un súbito miedo: «¿Quién las ha dejado allí? ¿Qué significan?». Un hombre vestido con un maxtlatl blanco salió a la puerta e hizo ademán de agacharse para ayudar a la chica, pero entonces lo vio. El conde no pudo moverse y ambos se quedaron inmóviles, mirándose el uno al otro. Intentando recordar su nombre, recorrió el espacio que los separaba. El hombre hizo entrar a la muchacha sin moverse de su sitio ni apartar la mirada.

—Creíamos que había muerto —murmuró atónito en náhuatl cuando llegó frente a él.

—¿Dónde está? —susurró mientras sentía que las sienes le estallaban.

Los ojos del hombre se humedecieron, lo escrutaba aún estupefacto, entonces Martí se acordó.

—Tecolotl hijo, por favor, necesito verla —le imploró poniéndole una mano sobre el hombro.

El hombre reaccionó con un gesto de asentimiento y entró en la casa. Martí le siguió y se vio en un pequeño patio interior desde donde se oía un murmullo incesante, como un canto tímido dominado por voces graves de mujer. Pero no llegó a verlas, pues sus ojos sólo podían mirar las flores que cubrían el suelo. A pesar de su perfume, predominaba el olor del incienso que quemaba a los pies de una figura colocada en el centro. Era una basta imagen de arcilla que parecía aún húmeda, con faldas de hojas de maíz y una calavera en el vientre que vigilaba la entrada. Martí reconoció a Coatlicue y distinguió en sus manos los restos de algo blanco, ensangrentado y sucio. Todo su cuerpo se estremeció al reconocer las bolas de pluma que habían adornado el cabello de Ameyali. «Todo por mi culpa», se decía sin dudar que era sangre de ella, sin atreverse a pensar más allá.

Tecolotl hijo lo tomó del brazo y lo hizo avanzar. Un perro sin pelo, negro con una mancha blanca en la cara, se levantó para dejarles paso. El joven alzó una cortina y le indicó que entrara. Martí accedió, solo, a una sala apenas iluminada por una antorcha. El murmullo que había oído en el patio le llegó claro, en una sola voz. Una anciana sentada se balanceaba ante un cuerpo tendido en el suelo.

Martí lloró, en silencio, desconsolado. Parecía amortajada, cubierta de una fina tela blanca, casi transparente. No supo bien cómo, se vio arrodillado junto a Ameyali. Su rostro descubierto, hinchado, con los ojos cerrados. Deslizó la mano por su mejilla y gimió:

—¡Dios!, ¿qué te he hecho?

Abrí los ojos. Humedad y penumbra. No podía moverme. Estaba atrapada…, sin dolor. En verdad, me parecía que flotaba. Sólo sentía que alguien me daba la mano, gimiendo al son de un arrullo que se interrumpió de golpe.

—¡Ha despertado!

Conocía esa voz. A la penumbra acudió el eco de un recuerdo: Yaretzi corriendo por la plaza. «Estoy viva». Enmudecieron los sollozos y oí a lo lejos como un eco:

—¡Ha despertado!

Un rumor gozoso flotó en el aire. Y un rostro se dibujó ante mí, los ojos verdes como el lago.

—Te quiero —susurró Martí.

—Temía que hubieras muerto en la cueva —musité. Y con una mezcla de miedo y esperanza, añadí—: ¿Y Huemac?

—En mi casa, esperándote —sonrió él.

—No hables —dijo Yaretzi—. Estás muy débil. Te he cubierto de maguey. Santiago te golpeó, pero ya no te dañará más. Ni a ti ni a nadie.

Me pesaban los ojos. Entendí que ella me había dado algo para el dolor. Niebla y humedad. Flotaba. «Tengo que decirle que le quiero», pensé.

—En cuanto puedas viajar, te llevaré con tu hijo —oí a lo lejos a Martí—. No nos separaremos más.

—Descansa, mi niña.

Oscuridad, noche de luna llena, paz.