Ciudad de México, año de Nuestro Señor de 1535
El tañido de las campanas a lo lejos anunciaba la hora nona; nueve horas desde la salida del sol, y el día ya sólo podía declinar como el corazón que se le encogía en el pecho. Sentado en el taburete, con la pluma en la mano y la vela prácticamente consumida, Martí no había escrito una sola palabra. Sólo podía aguzar los oídos a la espera de cualquier sonido procedente del pasillo. Confiaba en que registraran su casa y hallaran la correspondencia que le acreditaba como conde. Era lo único que permitiría su salida, pero a la vez temía que fuera la guardia de Alfons la que lo hiciera, y si Ameyali había regresado…
El tintineo de las llaves acercándose por el pasillo le hizo dejar la pluma y se volvió con la esperanza de que el sonido se detuviera ante su puerta. El candelero del centinela alumbró la celda y dio paso a una figura embozada.
—¡Dios santo, Martí! ¿Estás bien? ¿Te han herido?
Mariana se desprendió de la capa y se acercó a él mientras el centinela entornaba la puerta y se quedaba fuera. Tan sorprendido como ella, Martí musitó:
—¿Cómo has sabido que…?
La viuda le puso un dedo en los labios.
—Alguien me dijo que te llevaban preso. No fueron discretos al hacerte entrar en la ciudad. Pero lo mismo que otros pagan, yo pago. No digas nada que pueda inculparte. Que estuvieras en esa cueva tiene una explicación: trampa, engaño, fuiste a la fuerza…
—Pero esa ya no es la acusación, Mariana, se trata de algo personal entre…
—Es igual lo que hayas hecho, es igual, la verdad —le interrumpió ella—. Tengo la manera de sacarte de aquí, pero debes entender que si te apoyo en esto, me la juego.
Martí tomó las manos de la mujer y suspiró con alivio. Si ella le ayudaba, estaba seguro de que no tardaría en salir de allí.
—Gracias, Mariana.
Ella sonrió, se desprendió de sus manos y le acarició la mejilla.
—Ahora no es momento de hablarlo, hay que sacarte de aquí, pero ya sabes cómo devolverme el favor.
Él se echó hacia atrás y contrajo el rostro.
—Casarme contigo no es devolverte el favor —afirmó.
—Por supuesto. Tu honor quedará limpio.
—Y si lo hiciera, ¿cuánto tardarías en despreciarme? —preguntó Martí con un suspiro—. Yo no soy el hombre que necesitas.
Ella golpeó la mesa con rabia.
—¡Oh, vamos! ¿Y encima me tengo que creer que dices eso porque eres honesto? Si lo haces por la india, ya te puedes ir quitando esa idea de la cabeza porque no la tendrás.
Él se puso en pie y se encaró con Mariana.
—¿Cómo lo sabes?
La viuda dio un paso atrás mientras respondía con rabia:
—Tardaste poco en meterla en tu cama cuando te eché de la mía. ¿O quizá por eso te querías ir? —El rostro lívido del conde la hería como jamás hubiera imaginado, pero su orgullo sólo le permitió acariciarle la cara y añadir en tono burlón—: ¡Oh, pobre! ¿Estás enamorado?
Martí le agarró la mano con fuerza y la apartó.
—¿Cómo lo sabes? —repitió mientras una sospecha empezaba a fraguarse en su mente: ¿Mariana podía tener algo que ver con lo ocurrido?
—¡Eso qué más da! —escupió ella—. Te voy a sacar de la cárcel, y de paso te quito a esa de encima. ¡Una india, por el amor de Dios! ¡Y, además, fugitiva! Estabas en un buen lío, y te he librado porque te quiero, aunque esté fuera del trato, te quiero.
Martí tuvo la certeza de que su antigua amante había tramado todo aquello para separarlo de Ameyali y obligarle a sentirse agradecido por sacarle de aquella celda. La venganza personal de Alfons probablemente había sido un imprevisto, pero eso ya poco le preocupaba, pues la furia se había apoderado de él. La agarró por un brazo y lo apretó con fuerza.
—¿Qué le has hecho?
Mariana se zafó con un gesto y, acercándose al rostro de Martí, respondió:
—Devolverla a su dueño. ¿Es que no me has oído? Te amo.
—¿Has urdido todo esto por amor? Lárgate. No te quiero ver más —dijo Martí.
Y se dejó caer en el taburete, vencido.
Había enviado la nota a Alfons antes de ir a ver a Martí. Ahora, de vuelta en su palacio, Mariana se preguntaba si lo habría hecho después de aquel rechazo. En realidad, su respuesta había sido la misma que le dio cuando le propuso matrimonio, y era obvio que jamás la había amado. Tampoco se lo ocultó. Pero aquella reacción en la prisión… De haberla previsto, ¿habría organizado todo aquello? Aunque quisiera lamer su herida convenciéndose de que era mejor que Alfons no acudiera a la cita, recelosa de sus propios sentimientos, lo aguardaba con impaciencia.
Los pesados cortinajes cerraban las ventanas, y todo en el salón estaba dispuesto para dar la impresión de opulencia. De la sensación de poder que desprendiera dependía todo, pero eso era antes. ¿Ahora resultaba realmente necesario? Mariana se retorcía las manos mientras sopesaba la situación. Se había movido rápido, había gastado una buena suma para comprar a don Gonzalo la deuda de juego del secretario del virrey. El objetivo ya no era denunciarlo por juego, y tampoco obtendría la recompensa esperada si actuaba como tenía pensado para liberar a Martí.
Pero sabía que si no intervenía las cosas se complicarían para él, y ella tendría que vivir con la culpa de lo que le sucediera. Aquella acusación era un absoluto imprevisto. Su antiguo amante tendría papeles que probaban que era el conde de Empúries, probablemente del obispo de Girona. Durante años, Zumárraga no albergó ninguna duda sobre su título nobiliario, pero Alfons le había hecho creer que con la acusación le protegía y tapaba el escándalo que recaería sobre la diócesis si se conocieran las inclinaciones paganas del doctor. ¿Y otros testigos? Se habían reducido. Don Gonzalo pareció alegrarse demasiado de librarse de la deuda, y no quería enfrentarse al secretario del virrey por una singular acusación que ganaba credibilidad.
—Yo no vi ningún papel que demostrara que su padre era barón. ¡Vaya usted a saber! Cataluña queda lejos, y don Alfonso es del lugar. Algo sabrá —había dicho.
Seguro que encontraría personas dispuestas a atestiguar a favor de Martí, pero ¿cuántos serían descalificados por considerarlos en deuda con él por haberles salvado la vida o la de algún familiar? El único que podía competir con la palabra del secretario del virrey era Hernán Cortés, el marqués del valle de Oaxaca, pero estaba en la mar.
—Señora —le interrumpió la voz del mayordomo—, don Alfonso está aquí.
Mariana suspiró.
—Hazlo pasar.
¿Dejaría a Martí en manos de un destino que ella misma había entretejido? Aunque lo había hecho para recuperarlo, ahora podía ser víctima de su despecho. Pero ¿aquel dolor y aquella angustia eran realmente resentimiento? Se sentó en la butaca más alejada de la puerta y recolocó los pliegues de su vestido.
—Así que, por lo que veo, no traicionaba a don Gonzalo —dijo Alfons mientras entraba en el salón—. ¿Actuaba por su propia cuenta?
—Digamos que aproveché una oportunidad —respondió sin moverse de su sitio—. Martí siempre fue mi protegido.
Sin pedir permiso ni esperar invitación, el secretario del virrey, apoyándose en el brazo de la butaca y dejándose caer, se sentó a su lado.
—Señora, permítame que le diga que ha errado protegiendo a un tipo de su calaña. Y ha tirado el dinero comprando la deuda que tengo con don Gonzalo, si cree que a cambio de ello puede obtener la libertad del conde. Sólo quería que le quede claro. No se meta en asuntos de leyes, son cosas de hombres y le quedan lejos. Eso sí, se ha asegurado el corregimiento para su nuevo esposo.
Mariana dejó escapar una carcajada afectada. Había tomado una decisión, y supo que era la correcta en cuanto empezó a hablar:
—¡Claro que tengo el corregimiento! Mire, don Alfonso, es cierto que yo soy una simple mujer, pero llevo mucho tiempo lidiando en asuntos de hombres, me temo que más que usted, porque no parece apreciar que con su deuda en mi poder usted ya no es necesario para mis objetivos. Lo que le ofrezco es librarse de su propia caída, y para ello sólo ha de retirar esa absurda acusación contra el conde de Empúries.
—¡Lo que usted dice sí que es absurdo! Soy el secretario del virrey, ¿y usted quién es? —se exasperó Alfons, altivo.
—La salvadora del virrey si Martí no queda libre hoy mismo —aseguró Mariana poniéndose en pie—. Porque si el juicio se llega a instruir, don Antonio de Mendoza sabrá que tengo la deuda de juego que usted contrajo, le diré que la compré para evitar un juicio contra su secretario y sobrino. A él no se le escapará que le salvo de un escándalo que se podría convertir en un arma política, pues es consciente de que aquí hay muchos que no lo consideran merecedor del virreinato. Así, yo conservaré mi corregimiento y a usted le mandarán a un villorrio de Castilla. ¿O acaso cree que Mendoza se jugará su prestigio y el de su familia ante el emperador por un sobrino político que dicen que no tiene ni título nobiliario propio?
—¡No puede hacer eso! —rugió Alfons.
Mariana lo ignoró y le señaló la puerta mientras decía:
—¿Me pondrá a prueba?
En su estudio, Sebastián Ramírez de Fuenleal dejó el pergamino que tenía entre las manos con un suspiro resignado y lo colocó junto al montón de cartas traído tras el registro de la casa de Martí de Orís y Prades. El presidente de la Real Audiencia había convocado a los oidores para vísperas, de forma excepcional, pues se trataba de recoger formalmente la acusación del secretario del virrey. Sin embargo, todo aquello le parecía un sinsentido. Ante sí tenía abundante documentación que probaba que el conde de Empúries era quien decía ser: aparte del documento episcopal que así lo atestiguaba, había correspondencia con su administrador, e incluso en la carta que acababa de dejar sobre la mesa se le informaba de los preparativos que se hacían para recibir a Galcerán Coromines de Prades, primo del conde que había trabajado para la misma Real Audiencia hasta hacía poco. Si la acusación no procediera de un pariente de la poderosa familia Mendoza, Ramírez de Fuenleal no perdería un ápice de su tiempo con aquello.
Sabía que Martí no había enviado ninguna nota desde la prisión. Y conociéndolo personalmente, entendía que no quería que ningún amigo se viera perjudicado por culpa de lo que él intuía que tenía que ver con una venganza personal. El mismo don Alfonso le había dicho que fue apuñalado por el conde tiempo atrás, pero de ser eso cierto y punible, la justicia hubiera actuado, pues Martí de Orís y Prades viajó a la Nueva España sin ocultar en ningún momento su identidad, y su paradero hubiera sido fácil de averiguar. «Debió tratarse de una reyerta, y ahora se venga», pensaba el presidente de la Real Audiencia. Incluso dudaba que el lugar donde el secretario del virrey aseguraba que se había detenido a Martí fuera cierto, porque, de ser así, ¿por qué no se había valido de la guardia de la Real Audiencia, en lugar de utilizar la suya propia, cuya única misión era protegerle a él y preparar el camino del virrey? «O ha sido una trampa, o es una burda mentira», concluyó.
Pero en todo caso no se acusaba al conde de asistir a la ceremonia pagana, y dadas las circunstancias, poco importaba lo que pensara el presidente de la Real Audiencia. Probablemente se vería obligado a enviar a Martí a Barcelona para aclarar el malentendido, ya que si fallaba a su favor era posible que se le acusara de no ser objetivo, y no podía fallar en contra dada la documentación que manejaba. De pronto, unos enérgicos golpes sonaron en la puerta, y sin esperar respuesta del presidente de la Real Audiencia, entró su secretario tendiéndole una nota. El prelado distinguió el sello del secretario del virrey y con un gesto le pidió que aguardara. Abrió la nota, arqueó las cejas desconcertado y chascó la lengua con fastidio.
—Envía mensaje a los oidores; ya no hace falta que vengan. Al final el secretario del virrey retira toda acusación contra el conde de Empúries. Manda a alguien a la prisión para que lo liberen.
No se llevaría todas sus pertenencias. Levantaría rumores antes siquiera de abandonar la ciudad. Y era una huida, no le interesaba. Se marcharía con dinero, con toda su fortuna, eso era lo único que necesitaba, junto con su pericia, para empezar de cero en otro lugar. No soportaba la idea de ver a Martí, libre, siguiendo con su vida; no resistiría cruzarse con su mirada resentida por haberle robado el amor. Mariana sabía cuánto le dolía perderlo, él se lo había enseñado rechazándola, y aun así no podía dejar de amarlo.
Las lágrimas surcaron sus mejillas y evitó mirarse en el espejo. Se levantó del tocador y se tendió en la cama. Todavía no era de noche, pero había perdido la esperanza de que él viniera a su encuentro. Le habían liberado con presteza y seguro que sabría que había sido por su intervención, pero ni así la perdonaría y lo peor era que podía entenderlo. «Pero quizá consiga que su corazón sea clemente conmigo, con nuestro recuerdo», pensó. Se marcharía antes de la llegada del virrey, pero no dejaría que su secretario pudiera seguir buscando cómo atrapar al conde de Empúries. Por ello se aseguraría de que Antonio de Mendoza recibiera la deuda que ella había comprado, y así al menos limitaría el poder de Alfons. «No podrá hacerle daño», pensó. Aunque fue poco su consuelo, pues se daba cuenta de que no volvería a ver a Martí jamás. Mariana se sacudió entre sollozos. Se permitiría llorar durante toda la noche, debía vaciar sus lágrimas, pues al día siguiente empezaría una nueva vida.