XLVI

Teotihuacán, año de Nuestro Señor de 1535

El bosque se sacudía con un ruido sordo cuando Yaretzi alcanzó la salida de la cueva. Los que se habían salvado del ataque corrían en desbandada, cada uno en la dirección que les había de llevar a sus aldeas. Alguien la conducía tras los pasos del hijo mayor de Tecolotl y de los que regresaban a Acolman. Sin embargo, Yaretzi no reconocía a nadie. Las viejas piernas de la antigua esclava se movían gracias a su instinto, pero no sabía ni dónde estaba ni adónde se dirigía. Tampoco sabía quién era ella misma, pues el temblor de la tierra, las rocas, los gritos y los muertos la habían sumido en una confusión en la que sólo oía el canto de una voz que trinaba como los pájaros; a su mente sólo afloraba el lejano recuerdo de una niña que la miraba con grandes ojos de visos castaños.

En algún momento de su alocada carrera, la tierra dejó de temblar, pero no su cuerpo. Aunque la anciana no fuera consciente, hacía mucho que habían dejado atrás la arboleda. Las ramas caídas crujían bajo sus pies, la luna se ponía en el oeste y el alba ya anunciaba la victoria del sol cuando ante sus ojos se dibujaron los pastos, las casas y el campanario que se alzaba en medio de un poblado. Entonces, aún sin saber quién era ella misma, Yaretzi tuvo la sensación de que había olvidado algo muy preciado en el corazón del bosque, y en la bruma del recuerdo el canto cesó y permaneció la mirada interrogativa y silenciosa de unos grandes ojos desconsolados.

—Ameyali —gimió con un hilo de voz.

De pronto reconoció a la hermosa niña, supo quién era ella misma, recordó con claridad lo sucedido en la cueva y reconoció a quien la sostenía en la huida. Mientras vadeaban un riachuelo, fue consciente del peso de sus viejas piernas y de un dolor en el pecho, a punto de estallar. Le faltaba la respiración, y cayó de rodillas sobre la hierba, agotada en su derrota.

—¡Ay, mi niña! Nos han traicionado —sollozó.

—No puede ser. Nadie traicionaría a nuestra señora —musitó la sirvienta que la había salvado.

—No podemos quedarnos aquí. ¡Vamos! —urgió una voz masculina.

Yaretzi sintió que pretendían alzarla de nuevo, pero ella se revolvió con brusquedad y gritó:

—¡Ha sido el hombre blanco! ¡La ha engañado!

—No ha sido él —replicó el joven Tecolotl sujetándole con fuerza el rostro—. Yo he visto quién se la ha llevado.

Un escalofrío recorrió a Yaretzi, lo comprendió todo al mirar los ojos oscuros y angustiados del hijo del cihuacóatl asesinado, y el miedo la hizo ponerse en pie y correr.

Las luces del alba ribeteaban el horizonte cuando el caballo de Santiago entró al paso en Acolman. Se encontró con algunos campesinos que miraron sorprendidos la carga que portaba, pero al cruzarse con los ojos centelleantes de su señor bajaron inmediatamente la cabeza, e incluso alguno, asustado, volvió a meterse en su casa. «Así se dan por advertidos —pensó, convencido de que aquella entrada reafirmaba su ultrajada autoridad—. Se lo dirán unos a otros en cuanto se levante el mercado, eso es lo que harán».

Atravesada como un fardo sobre la cruz del corcel, Ameyali gemía levemente, pero no había recuperado el conocimiento desde que la golpeara en la cueva. Tal y como doña Mariana le había asegurado, nadie se opuso cuando se la llevó. «Sólo les interesa el conde —le dijo—, así que no intentes vengarte por tu cuenta y déjaselo a los soldados. Ellos se harán cargo de su protector; tú apodérate sólo de lo que es tuyo». La locura que le invadió tras descubrir el carro, resistiéndose a creer muerta a su esposa, desapareció en cuanto la viuda le dijo que sabía de su paradero; pero sus alusiones a su protector fueron como una puñalada que le devolvió la razón. Ahora la tenía de nuevo consigo, y le haría pagar su traición poniéndola en su lugar: ella era simplemente suya.

Santiago sabía que si hasta entonces Ameyali no lo había entendido era por su propia culpa, pues le había cegado el amor; quiso creer que ella le ayudaba y no se había dado cuenta de que en verdad era como todas las demás mujeres, que manipulan la voluntad de los hombres haciéndoles creer que es la suya propia. «Ahora entiendo por qué Juan quería alejarme de ella», se dijo. Sin embargo, él ahora ya no era el mismo. Volvería a yacer con ella, sí, pero para someterla y enseñarle el deber real de toda buena esposa. Y la obligaría a ver cómo Rosario, su leal Rosario, pasaba a ser la principal, la convertiría en señora de Acolman y madre de Hipólito, pues no dejaría que Ameyali, con sus artimañas, corrompiera a su hijo o a sus súbditos.

Con tal convicción, atravesó la plaza de la ciudad. Gabriel había seguido sus instrucciones y aguardaba con las puertas del palacio abiertas de par en par. Dos sirvientes que portaban vasijas de agua se apartaron de su camino, y vio a algunos de sus súbditos más prominentes asomarse desde sus casas, sin duda atraídos por el sonido de los cascos de su caballo; nadie más montaba, excepto el señor. Santiago se inclinó sobre su corcel y apartó el cabello de Ameyali para que todos distinguieran con claridad que era ella. Luego se irguió, sobrepasó las puertas y, nada más entrar en el patio de armas, detuvo el caballo y desmontó. Sabiéndose observado, depositó a su mujer en el suelo. Su cabellera azabache, que todavía conservaba algunas de las bolas de pluma blanca, quedó esparcida alrededor de su hermoso rostro, y sus pechos desnudos parecían endurecerse por el frío del amanecer. El deseo se despertó en el señor de Acolman, pero de inmediato quedó sofocado por la ira al recordar que se había entregado a otro y gritó en náhuatl:

—¡Gabriel! Llévate el caballo y trae un cubo de agua.

Mientras los cascos del animal se alejaban hacia la cuadra, Santiago miró a través de la puerta abierta y con ojos desafiantes, erguido y orgulloso, recorrió, uno a uno, todos los edificios de la plaza. Sabía que estaban allí, observando. ¿Y, aparte de aquellos de sus propias aldeas, cuántos más se habrían entregado al poder de seducción de Ameyali? «Es igual», se dijo. Les mostraría a todos qué pasaba cuando le traicionaban y desafiaban su autoridad. Su esposa siempre fue un ejemplo, y lo sería una vez más: él, Santiago Zolin, era su único dueño, y también el de Acolman.

—Señor —dijo Gabriel a sus espaldas.

Santiago se volvió, tomó el cubo que su esclavo le tendía y, con todas sus fuerzas, arrojó el agua sobre el torso desnudo de Ameyali.

Recuperé el conocimiento con un brusco escalofrío e instintivamente me incorporé, pero apenas quedé sentada, un fuerte mareo me nubló la vista. Sintiendo que me desplomaba, cuando alcé un brazo para cubrirme los ojos, me di cuenta de que estaba mojada.

—Buenos días, Ameyali. ¡Loados los dioses, que te han devuelto al hogar!

Una punzada de miedo me agitó el corazón al reconocer la voz de Santiago. Retiré el brazo que me cubría, y a pesar del dolor hiriente de cada parpadeo, reconocí las puertas abiertas del patio de armas y, al otro lado, la plaza desierta de Acolman. Pero ¿cómo había llegado hasta allí?

—¿Dónde está mi hijo? ¡Vamos, contesta! —rugió él con impaciencia mientras de una patada me lanzaba arena sobre el cuerpo.

Entonces recordé el terremoto, la mano que me tapó la boca mientras me arrastraban; Chanehque, la roca precipitándose sobre él mientras rodaba por el agujero…

—¿Y los demás? —pregunté alarmada mientras me volvía hacia Santiago. Él me había sacado del templo, pero ¿habrían perecido todos allí, víctimas del terremoto o de los soldados?

Él, con los puños apretados, lanzó otra patada que acabó sobre mis piernas, y mientras yo gemía, gritó:

—¡Muéstrame más respeto! ¿Cómo te atreves a mirar directamente a tu señor? ¿Dónde está mi hijo?

—¿Dónde están los otros? —insistí yo, sentándome erguida y volviendo a mirarle a los ojos.

Por toda respuesta, Santiago alzó la mano y me abofeteó con tal fuerza que me hizo caer de costado. Detrás de él, Gabriel observaba la escena, con una sonrisa siniestra y los brazos en jarras.

—¿Te refieres al conde? No te salvará —murmuró. Me agarró del pelo y la barbilla, esta vez obligándome a mirarle a los ojos, enloquecidos de furia, y muy cerca de mi rostro, entre dientes escupió—: ¿Pensabas que metiéndote en su cama escaparías de mí? ¡Nunca serás de otro! —sentenció, y con fuerza me lanzó contra el suelo.

El golpe no me dolió, sí la sospecha de que Martí hubiera muerto en sus manos.

—¿Dónde escondes a Hipólito? —gritó de nuevo—. ¿En la casa de tu protector?

Quebrado mi corazón, sentí que ya no tenía nada que temer, pues todo estaba perdido…, excepto Huemac. Mi cuerpo estaba embarrado y magullado, el sabor a sangre afloraba a mi boca, pero ya nada me dolía. Con dificultad me puse en pie, me encaré con Santiago y respondí con aplomo:

—Jamás lo tendrás. —Sólo lejos de él estaría a salvo; Xilonen y Tonalna lo protegerían si de veras Martí había perecido—. Mátame si quieres, porque ni él ni yo somos tuyos.

—¡Claro que eres mía! —gritó Santiago fuera de sí, la cara enrojecida, el cuello hinchado.

Me agarró del cabello hacia atrás y unió su boca a la mía. Yo me revolví y le mordí el labio con una súbita furia que fortaleció mi cuerpo, por Martí, por mi hijo, por todos los muertos en el templo. Entonces un puñetazo en el vientre me tumbó en el suelo y me replegué sobre mí misma, retorcida de dolor, los ojos nublados. Una lluvia de patadas me sacudía mientras en mi mente se mezclaban los besos de Martí, la risa de Huemac, los arrullos de Yaretzi cuando era niña… «Si sales con vida, comprenderás por qué la luz de la luna es tu guía protectora y nuestra salvación», dijo el nigromante en nuestro último encuentro. Lo había entendido, pero no serviría para nada.

—Cierra la puerta, Gabriel. ¡Cierra! —oí ordenar a Santiago, sin que cesara de golpearme.

—¡Que la mata, que la mata! —gritaron a lo lejos.

En un último esfuerzo, abrí los ojos. El esclavo obedecía a su amo, pero a lo lejos, en la plaza, pude ver unos hombres que corrían hacia el palacio. Entre ellos, una mujer era la que gritaba, y aunque yo ya no distinguía sus palabras, supe quién era. «Está viva —pensé al reconocer a Yaretzi—. Están vivos». Oí un ladrido y me pareció ver la sombra de un xoloitzcuintle en la plaza. Comprendí que venía por mí; era el perro que el dios Xolotl nos dio para guiar el alma de los difuntos al Mictlán. La imagen de mi querido Chanehque el día que descubrimos el templo volvió a mí, sonreí al saberme guiada por el dios del guardián, y en paz me dejé llevar por la oscuridad.

—¡Detenédle! —gritó Yaretzi desesperada al ver el cuerpo de Ameyali en el suelo, sacudido por la descontrolada furia de Santiago.

Salieron los vecinos de sus casas, como si su grito los hubiera despertado de un letargo de miedo e indecisión. La vieja esclava se sabía seguida por los campesinos que se habían unido a la huida encabezada por el hijo mayor de Tecolotl. Pero Gabriel ya se disponía a cerrar las puertas y la plaza iluminada por el sol del amanecer se veía enorme y alargada. No llegaban.

De pronto, de una esquina del patio, Yaretzi vio salir a Kolo, el perro de Huemac, seguido por su marido, que empuñaba una coa. Erguido su enclenque cuerpo, con el ímpetu que da la desesperación, Itzmin la alzó contra Gabriel, pero el enorme esclavo negro logró agarrar el palo y derribó al anciano sin esfuerzo. Entonces, Kolo rugió y se abalanzó sobre él, lo tiró al suelo y le atacó sin piedad. Santiago, indiferente a todo, no dejaba de golpear a Ameyali, cuyo cuerpo se desplazaba a cada patada, incapaz de protegerse. Entonces los vecinos más cercanos rebasaron las puertas, y Yaretzi de pronto se vio rodeada por una turba alborotada que gritaba: «¡Asesino! Es nuestra señora».

La vieja esclava no pudo resistir la embestida del tumulto y cayó al suelo. A su alrededor ahora todo eran gritos confusos y rabia desatada. «Mi niña, mi niña», pensaba. No podía llegar hasta ella. De pronto, la gente se quedó quieta y se hizo un pesado silencio. Kolo aulló y un confuso rumor de triunfo y espanto se expandió por la plaza. Como pudo, Yaretzi se puso en pie esperando encontrar a Ameyali imponiendo la paz como hizo al traer la prosperidad a aquellas tierras. Pero lo que vio le heló el corazón: sobre la puerta, amarrado con telas que estiraban sus brazos como un Cristo, pendía el cuerpo ensangrentado del señor de Acolman.

Con un alarido estremecedor, se abrió paso entre sus vecinos, y de pronto se vio avanzando por un pasillo estrecho y silencioso que sólo dejaba oír un llanto apagado. El pasillo se abrió en un círculo, el sol refulgió y allí estaba. Tendida, su cabeza reposaba sobre el regazo de Itzmin, quien deshecho en sollozos acariciaba la sonrisa que había quedado dibujada en los labios de la sacerdotisa de la luna. El luminoso color de su piel había sido borrado de aquel cuerpo sucio y amoratado que Kolo, con las fauces ensangrentadas, parecía guardar, echado con la cabeza apoyada en su vientre. La vieja esclava observó al perro, el xoloitzcuintle alzó la cabeza y le devolvió la mirada. Entonces ella lanzó un gemido y corrió a los pies de su niña.