XLV

Ciudad de México, año de Nuestro Señor de 1535

Después de una mala noche de juego y alcohol, sentado a la mesa mirando a los ventanales que daban al patio de armas, Alfons esperaba. El sol matinal que comenzaba a entrar en la habitación iluminaba una bandeja de fiambres, pan y frutas. No había dormido y sentía el cuerpo entumecido. Tomó una rodaja de pan y la regó con un buen chorro de aceite. Cuando daba el primer mordisco oyó los cascos de los caballos y sonrió. No se acercó para mirar por las ventanas, pues no dudaba que la misión se había cumplido.

Se sirvió una copa de vino y cortó un buen pedazo de tocino, seguro de que Martí Alzina recibiría su castigo. Esta vez no tenía dudas, pues era el secretario del virrey, prácticamente su álter ego en su ausencia, y la Real Audiencia ya se preparaba para cederle el poder. Le resultaba obvio que aquel encomendero indio quería afianzar su posición antes de la llegada de Mendoza, y no había dudado en acudir directamente a él. Se había presentado unos días atrás y con una mezcla de altanería y adulación le había hablado del conde de Empúries.

—Está muy bien relacionado con los frailes y temo que no me hagan caso. Sin duda él cuenta con ello para llevar a cabo sus actividades secretas. Con la luna llena, usted puede ponerles fin, pues el indio de quien se ha servido me ha asegurado que el conde asistirá también a la ceremonia.

Saboreó el tocino como si celebrara ya la victoria. Tantos desvelos en Barcelona y Roma para atraparlo, y ahora resultaba tan fácil… Alfons sabía mucho de suertes, y aquella era demasiada: el conde caía en sus redes por un crimen casi idéntico al que Martí Alzina había cometido en Barcelona. Sólo podía tratarse de justicia divina. Empezaba a pensar que Dios le había sometido a todas aquellas pruebas durante su vida sólo para ponerlo en aquella posición, pues Su voluntad era que a Martí se le condenara por servir al demonio, y él lo había sabido desde su infancia.

La puerta sonó con fuerza, y desde el quicio el mayordomo anunció al sargento de su guardia. Alfons le hizo entrar y despidió al criado. El oficial, con la media armadura polvorienta y con una manga rasgada, se cuadró ante él con la alabarda en alto.

—Señor, el prisionero está en las mazmorras —informó.

—Veo que ha habido resistencia —señaló el secretario del virrey tomando un sorbo de vino, complacido de poder hacer más grave la acusación.

—No estaba solo, señor. Había muchos indios, pero tembló la tierra y muchos escaparon. Hemos perdido a dos guardias por culpa de ello.

Alfons se recostó en el respaldo de la silla con la copa en la mano mientras lanzaba una mirada inquisitiva al sargento.

—Explícate.

—Seguimos sus indicaciones, señor. Mas al acercarnos por el bosque, descubrimos unas huellas que nos llevaron hasta una cueva. Temiendo que fuera otra entrada y nos aguardaran para sorprendernos, dividí la guardia en dos. Una parte bajo mis órdenes se quedó allí, la otra fue hacia la ciudad en ruinas y halló la entrada que usted nos dijo, con la cámara secreta llena de ídolos demoníacos. Pero no había nadie. Al final, Dios mediante, los atrapamos en la cueva, practicando la brujería.

—¿El prisionero practicaba la brujería? —rió Alfons.

—No, señor… Bueno, sí. Al verse atrapados, la bruja hizo que la tierra se sacudiera —añadió el sargento persignándose—. Nuestros dos hombres fueron aplastados por las rocas. Hubo resistencia, pero el prisionero no pudo escapar.

—¿Y el indio, Mateo Mixcóatl?

—Se rebeló, señor. Está muerto.

Alfons frunció el ceño. Era una lástima. Con su testimonio hubiera podido probar que Martí había llevado a cabo su actividad a lo largo de todos aquellos años. Sin embargo, con todos los objetos comprados por el conde y lo que le contaba el sargento tendría suficiente. De pronto, le asaltó un temor.

—¿Y la cámara?

El sargento bajó la mirada y respondió:

—Sepultada, señor.

—Bien, puedes retirarte.

Alfons se llevó la mano a la barba y la acarició mientras oía cómo la puerta se cerraba. La acusación no sería lo mismo sin el indio ni el acceso a la cámara, pero en todo caso contaba con los testimonios de los soldados y, por último, les haría excavar hasta que la encontraran. En cuanto a la práctica de la brujería, mejor no mencionar el terremoto. Nadie tenía tanto poder.

Era la segunda vez que el sargento visitaba a Alfons aquella mañana. Salió al pasillo entornando la puerta tras de sí y asintió. Mariana sacó un saquillo de monedas de entre los pliegues de su vestido, lo sopesó para demostrar que contenía más de lo pactado y se lo entregó satisfecha. Había valido la pena, pues la información acerca del apresamiento de Martí había sido tan oportuna como rápida la audiencia que le había conseguido.

Ambos se saludaron con una inclinación de cabeza y la mujer entró por la puerta entornada. Accedió a un pequeño salón con el fondo dominado por estanterías repletas de pergaminos y la pared perpendicular llena de baúles en hilera. Delante de estos había una silla de tijera, y dos más estaban dispuestas frente a los ventanales, en la pared opuesta. El secretario del virrey la observaba desde allí, vestido con una elegante casaca oscura que destacaba la palidez de su piel y el cansancio bajo sus ojos.

—Mi señora, por favor, tome asiento.

—Don Alfonso… —saludó con una reverencia. Y acercándose añadió—: Le agradezco que me reciba con tanta celeridad.

El secretario del virrey respondió con una leve inclinación, se apoyó en el alféizar del ventanal y cruzó los brazos. Mariana no pudo evitar mirar de reojo la postura que le obligaba a adoptar su cojera y le pareció que su actitud respondía a un intento de mantener el dominio de la situación, orgulloso, pero a la vez inseguro.

—Veo que las noticias vuelan. Debo admitir mi curiosidad por su interés en el conde de Empúries —dijo Alfons, y con una sonrisa desdeñosa añadió—: Se ha dado mucha prisa, señora.

—El conde tiene amigos en esta ciudad.

—¿Son ellos quienes la envían?

—Puede —respondió ella fingiendo que no podía confirmar esa sopecha—. ¿De qué se le acusa?

—¡Ah! Entonces las noticias no vuelan tan rápido —exclamó él descruzando los brazos para apoyarlos sobre el alféizar.

Mariana se revolvió en la silla, simulando incomodidad, y dejó que su voz sonara insegura:

—Disculpe, don Alfonso, pero a los amigos del conde les contrarió verlo apresado por su guardia personal. —La dama se interrumpió para toser, como si se aclarara la garganta, y luego prosiguió—: Usted, bueno, en fin, es el secretario del virrey, pero este aún no ha llegado y… Bien, podría haber quien pensara que usted no tiene potestad para hacer lo que ha hecho.

—Como comprenderá, señora, soy consciente de que me arriesgo a que la Real Audiencia se sienta desairada, pero tengo justificadas razones, que seguro que los hombres de fe en quien su majestad deposita su confianza apoyarán.

El secretario del virrey se mostraba ahora muy seguro, a pesar de que el sargento había cumplido con lo que ella le pidió: matar a Mateo Mixcóatl, eliminando así a un testigo. Pero aquel inesperado rito en el que habían apresado a Martí jugaba en su contra de una forma que ella no contempló al concebir el plan. No podía chantajearle directamente sin correr un gran riesgo, por lo que decidió cambiar la actitud y usar lo que Alfons sospechaba —que era una enviada de otros— para inventar una trama que lo llevara al terreno que a ella le interesaba. Así que, erguida en la silla, afirmó:

—El problema de detener a un noble en esta ciudad es que siempre hay una lectura política, mi señor. Y temo que le hayan tendido una trampa en la que usted acabe siendo la víctima.

—No veo cómo —respondió él cruzando de nuevo los brazos.

—Ha recibido usted un muy buen trato de todos. Los corregidores desean mantener sus puestos como funcionarios reales, los encomenderos… En fin, los hay fieles a su majestad, pero muchos participaron en la conquista y se creen con más derecho que otros a estas tierras. Sienten que a Cortés, su héroe, quien repartió las primeras encomiendas, se le ha desairado, y por mucho que ahora esté de expedición, consideran que el virrey trae órdenes de controlarlo. E, igual que a él, a los demás encomenderos.

—¿Y qué tiene que ver eso con el conde, mi señora? —preguntó Alfons con sequedad.

—Cuenta con muchos amigos entre ellos —respondió Mariana ocultando una sonrisa, convencida de que si la sequedad del secretario aún no era nerviosismo pronto lo sería—. Su apresamiento se puede tomar como una advertencia del virrey contra los encomenderos. La primera y desastrosa Real Audiencia utilizó mucho esta práctica: buscar excusas para enjuiciar y condenar a amigos, e incluso amigos de amigos de Hernán Cortés.

Alfons se revolvió incómodo, a la par que con el rostro tenso le dirigía una dura mirada.

—¿Quién la manda, señora?

Mariana ignoró la pregunta y prosiguió su explicación:

—Si ellos consiguen desprestigiarle a usted, secretario del virrey, y con ello liberan a su amigo el conde de Empúries, el mensaje que creen que envía Mendoza se vuelve contra él, y los encomenderos le enseñan que no se van a dejar avasallar fácilmente.

—Eso suponiendo que haya algo que puedan utilizar en mi contra.

—¿Y si lo hay? Don Gonzalo, sus veladas con él —Mariana sonrió—, quizá no eran tan inocentes. El juego es punible. Y en un juicio, ¿cuántos testigos hallaría el conde a su favor y cuántos podría encontrar usted? Ausente el virrey, todo dependería de la Real Audiencia, también amiga de su prisionero, como bien sabe. En cambio, si lo libera…

—Seguirían jugando conmigo —interrumpió Alfons alzándose—. Pero los crímenes del conde no los ha inventado el virrey, son una realidad. Mi honor sí que quedaría dañado si cediera en este pulso.

—No dudo de la buena voluntad del virrey, ni de la suya propia —se apresuró a aclarar Mariana—. Usted ha apresado a Martí de Orís y Prades porque le han tendido una trampa, lo han utilizado para hacer creer a los demás encomenderos que el virrey le utiliza a usted para hacerles una advertencia. De este modo, don Gonzalo tiene a un buen grupo de su parte para cubrirle, acusándole a usted sin inculparse, pues les da una excusa para atacarle y enviar un mensaje a Mendoza: ¡ojo con seguir los pasos de la primera Real Audiencia! Si libera al conde, destruye su plan: nadie le apoyará.

Alfons se acarició la barba, pensativo, y al fin sonrió:

—¿Lo está traicionando usted? A don Gonzalo, digo.

Mariana se encogió de hombros y respondió:

—Ya sabe que soy viuda. Y si me permite la sinceridad, espero tomar nuevo marido, pero quisiera conservar el corregimiento, para lo cual voy a necesitar apoyos.

Él asintió, se acercó a ella y le tendió la mano, invitándola a ponerse en pie, mientras decía:

—Contará con el secretario del virrey y sobrino de Mendoza como aliado cuando eso suceda, no le quepa duda. —Mariana tomó la mano que le ofrecía y se levantó—. Pero ¿y si el conde no fuera quién dice ser y les hubiera engañado a todos?

—¿Qué quiere decir? —preguntó ella sorprendida.

—Que no sabe de qué se acusa al supuesto Martí de Orís y Prades —repuso Alfons. Y señalando hacia la puerta, añadió—: Vaya y dígale eso a sus amigos. Han cometido un grave error de cálculo.

Alfons se desplomó en la silla, rabioso. La denuncia provenía de un encomendero indio, lo que la hizo más creíble. A la vez, no podía ignorar que aquello daba aún mayor sentido a la advertencia de doña Mariana. Además, el crimen por el que había apresado al conocido como conde de Empúries concordaba plenamente con el talante de Martí Alzina, y él entendía que sus supuestos amigos lo sabían, quizá de largo, y lo habían aprovechado para tenderle una trampa a él. Nuevamente Martí interfería en su vida para hacerle daño, y sentía la furia palpitar en sus sienes.

Era obvio que, perdida la cámara y muerto el indio, su acusación se debilitaba y ponía en ventaja a don Gonzalo y sus aliados, pues sin duda aportarían testigos de que Martí había sido engañado y conseguirían desprestigiar su acusación. Por eso lo más seguro para el secretario del virrey era seguir las recomendaciones de Mariana y liberar a Martí, pero no pensaba hacerlo. Jugaría la baza completa, con todas las cartas que guardaba. Estaba harto de que Martí Alzina siempre se saliera con la suya. Esta vez su posición le permitía ir más allá de lo que pudo hacer en Roma.

—El presidente de la Real Audiencia exige verle, señor —le interrumpió a su espalda la voz del mayordomo.

Alfons se volvió, aún más irritado si cabe por la insolencia de aquella irrupción, pero se topó con el rostro asustado de su sirviente y se controló. Era de esperar que Ramírez de Fuenleal no fuera amable en aquellas circunstancias.

—Hazle pasar —dijo.

Se puso en pie con dificultad mientras el presidente de la Real Audiencia entraba a grandes pasos.

—Con todos los respetos, don Alfonso, usted no tiene potestad para detener a don Martí de Orís y Prades —sentenció ya ante él.

Alfons se inclinó, tomó la mano de Sebastián Ramírez de Fuenleal y besó su anillo.

—Ilustrísimo y reverendísimo señor, disculpe si me he precipitado —respondió complacido ante el desconcierto del prelado.

El obispo suspiró y relajó los hombros.

—Hay mucha maldad en esta ciudad, hijo. Y temo que le hayan utilizado.

—Pudiera ser, pero… —Alfons le señaló que tomara asiento, y el prelado hizo lo mismo—. El problema es que creo que le han utilizado a usted. Conozco bien a ese hombre que se hace llamar conde de Empúries. Su verdadero nombre es Martí Alzina y está buscado por el Tribunal de la Inquisición de Barcelona por esconder libros prohibidos por la Santísima Iglesia.

Ramírez de Fuenleal se quedó lívido, pero aún así preguntó:

—¿Y cómo sabe usted eso?

Alfons se apoyó en el brazo de la silla para acercarse al obispo de Santo Domingo y en tono de confidencia respondió:

—Porque fui el familiar que lo descubrió. Él huyó con el ejército, se hizo con esa identidad de conde, y cuando lo intenté desenmascarar en Roma, me apuñaló aquí, en el costado. Eso quizá ha hecho que actuara con precipitación, pero entienda que no puedo dejarle escapar. Yo no tengo ningún motivo para inventarme esta historia, acabo de llegar, ¿por qué querría meterme en líos y creárselos a mi tío, el virrey?

—Entiendo, pero comprenda que con su palabra no es suficiente. En fin, esto se tiene que demostrar en un juicio.

—Bien, pues acuso al tal conde de Empúries de ser un impostor. Que demuestre que me equivoco. De lo contrario, le pido lo trasladen a Barcelona, donde muchos lo conocen como Martí Alzina.

Un tenue hilo de luz se colaba por las grietas del portón de madera. Sólo le había visitado el centinela con la comida, y el cuenco con frijoles permanecía intacto en un rincón. Martí estaba sentado, con la espalda apoyada en la pared, las piernas encogidas y la cabeza hundida entre los brazos. Aunque magullado, no sentía dolor, preso de la desesperación. En su mente, el estruendo de la roca cayendo sobre el agujero de la cueva se repetía una y otra vez, seguido de su precipitada salida evitando pisar los cuerpos de los caídos. Pero por más que repasara sus recuerdos, no encontraba ningún indicio de lo que le podía haber pasado a Ameyali, y lo peor era que estaba allí atrapado, sin saber ni cómo ni cuándo podría hacer que la buscaran. «Debo serenarme. Si está bien, intentará volver con su hijo», se dijo. Pero la casa estaría vigilada, y en cualquier momento habría un registro. Si la Inquisición o la Real Audiencia o quien le hubiera apresado presentaba una acusación formal, ¿cuánto tardarían en embargar sus bienes? Huemac sería entonces entregado a su padre. ¿Y Ameyali?

De pronto, el sonido metálico de la cerradura lo sacó de sus pensamientos y se vio deslumbrado por una luz. Se puso en pie y distinguió la figura de un soldado que entraba portando una mesa. La dejó en medio de la mazmorra, desapareció un momento, mientras el centinela custodiaba la puerta, y volvió con un taburete y una vela. Entonces oyó una voz:

—El presidente de la Real Audiencia cree justo que puedas convocar a algún testigo en tu favor.

Martí alzó la mirada y vio a un hombre de barba cerrada y cabello recogido, que entraba cojeando.

—¿Alfons? ¿Eres tú? —exclamó incrédulo.

—Ustedes lo han visto, caballeros, me ha reconocido. Ya les harán llamar —dijo dirigiéndose al centinela y al soldado. Luego se volvió a Martí mientras los hombres se retiraban—. Ya tengo tres testigos para mi causa, y el que venía con la mesa es capitán; pero con mi acusación basta para iniciar el juicio.

—¿Qué haces aquí? —preguntó el conde desconcertado.

—Soy el secretario del virrey de la Nueva España. Diría que tu puñalada trajo contrapartidas y no todas fueron malas. —Hizo un gesto en dirección a la puerta y el soldado entró de nuevo con un tintero y pergamino que dejó sobre la mesa—: ¿A ver cómo me convences de que eres el tal conde de Empúries?

—¡Lo soy! ¿Crees que no tengo papeles, que no puedo demostrarlo?

—¿Qué más da? Yo, esposo de la sobrina de don Antonio de Mendoza, lo niego. Total, me basta con sembrar la duda para que te envíen a Barcelona, y ya sabes lo que allí te espera.

Alfons se volvió y salió de la mazmorra mientras Martí miraba los reflejos de la vela en el tintero. De pronto entendió que no saldría de allí, que nadie podía ayudarle. Jamás volvería a ver a Ameyali.