XLIV

Teotihuacán, año de Nuestro Señor de 1535

Chanehque[7] se despojó del maxtlatl y el agua iluminada por las antorchas le devolvió el reflejo fantasmal de su escuálido y alargado cuerpo. Hacía semanas que se había cortado el cabello y sólo conservaba un mechón que nacía en la nuca, como los niños que aún no han capturado prisioneros en la guerra. Él ya no tendría oportunidad de hacerlo jamás, pues si su cometido le obligaba a emplear la fuerza, sólo sería para matar, no para apresar, pero prefería afrontar su solitaria misión con la candidez de un niño que aún sueña.

Sumergió los pies en el río oscuro y las ondas de sus pasos deshicieron su tenebroso reflejo. Un aciago presagio le invadió al evocar el espejo de Tezcatlipoca, que mostraba el espíritu a aquel que se hallaba a las puertas de la muerte. Siempre le dio miedo, pero el agua gélida desvaneció todo mal presagio: había acatado su destino y ya nada tenía que temer. Chanehque sumergió todo su cuerpo y notó que se le erizaba la piel de los músculos entumecidos. Recordó la primera vez que vio aquellas aguas y las confundió con el lago Apanhuiayo, que lleva al Mictlán. Pensó entonces que no entraría jamás en ellas hasta llegada la hora de su muerte, pero ahora, solo y sin más guía que su alma y la misión que los astros le asignaran al nacer, sentía que eran aquellas aguas las que debían purificarle. Estiró su cuerpo, dejó que aflorara a la superficie y la corriente le arrastró con suavidad. Fuera, Coyolxauhqui reinaba plena, y sabía llegada la hora de la consagración. Todo estaba listo, sólo faltaba ella.

La corriente arreció ya al borde de la boca de Tláloc, y Chanehque se agarró a una roca. Salió del río y sintió un inusitado vigor en su cuerpo mojado. Limpio, puro, nada secaría su piel, salvo el aliento de la noche. Caminó por la orilla de suave piedra lamida por el agua, remontando el río hacia donde se había sumergido. Cuando semanas atrás regresó a aquel sitio, le pareció que Coatlicue se había transformado en una diosa de mil ojos, furiosa por el abandono, e iba lo menos posible, asustado al comprender de pronto la magnitud de su responsabilidad. Ahora, el lugar estaba ordenado a la espera de su llegada, y los dioses vigilantes le reconfortaban con la calidez de su mirada protectora. Por doquier, las antorchas iluminaban las flores y el aroma a ocote se entremezclaba con la fragancia de la bienvenida.

Tenía preparado el maquillaje para el rostro: azul y blanco. El tocado de la cabeza aguardaba sobre una roca redondeada y las bolas con plumas de águila las había elaborado él mismo. Chanehque sonrió: nunca le había gustado la caza, la practicó por supervivencia y jamás imaginó que con ella pudiera honrar a nadie. Pero así lo habían querido los dioses. Su cuerpo ya estaba seco, y recobrada de la gélida agua del río, su piel reclamaba ser cubierta. Dejó la orilla y se deslizó por detrás de un pétreo tronco cuya copa era su techo. De un ayate sacó un maxtlatl limpio y se lo puso, pero desistió del manto, a pesar del ambiente fresco. Quería que ella le viera así, como a un niño.

De pronto, oyó unos pasos y raudo tomó el atlatl que descansaba en el suelo. Siempre se le dio mejor que la espada, pues de pequeño, a su desinterés por la guerra cabía añadir su falta de fortaleza. Cargó un dardo y aguardó parapetado tras el rocoso tronco. Se aproximaba sólo una persona y llevaba sandalias. Su cuerpo se tensó, pues no era lo que le habían advertido.

—¡Guardián, guardián! —exclamó una voz.

Chanehque se relajó.

—Estoy aquí —respondió saliendo de su escondrijo—. No te esperaba solo.

—¡Por los dioses! Pensé que te había pasado algo. Todo el bosque está lleno de pisadas.

—Son parte de los preparativos —explicó con una sonrisa despreocupada.

—Te pedí discreción. ¿No te das cuenta de que corremos un gran riesgo?

—He sido discreto, no te preocupes. Me he limitado a procurar que lo necesario estuviera listo.

—¿Lo necesario? Debí acabar con tu vida cuando te descubrí aquí. No sé por qué te creí guardián de nada. Te dije que debíamos asegurarnos de que estuvieran ellos dos solos.

—No me mataste porque sabías lo que había arriba, y me habías visto antes. No niegues ahora que ella era en verdad por quien venías. Te vi más de una vez a lo largo de los años en el templo —respondió Chanehque con acritud. Suspiró, y en un intento de calmar la tensión, añadió—: Eres el mensajero, y te respeto tanto como te agradezco la esperanza que me has brindado. Pero aquí cada uno tiene su misión. Esto es lo que estábamos esperando.

—¡No sabes lo que has hecho! —tronó el hombre llevándose las manos a la cara.

Desconcertado por su actitud, Chanehque se apiadó de él y le puso una mano en el hombro:

—Vamos, se alegrarán —le aseguró—. Y tú también, pues entenderás mejor el valor de lo que has estado haciendo.

El mensajero negó con la cabeza a la vez que se sacudió la mano del guardián.

—¡Debo salir de aquí! —gimió.

Quetzalcóatl y su gemelo Tezcatlipoca evitaban mirarse a la cara, como si la eternidad que los unía, esculpidos en aquel lugar, no les permitiera olvidar sus rencillas. Ambos indicaban el mismo camino que tomé seis años antes acompañada de Jonás, pero sólo ahora me daba cuenta de que no era su enfrentamiento lo que unía allí a los dioses gemelos, sino lo que hicieron juntos: vencer a Cipactli, el monstruo de la Tierra, para crear el mundo que conocíamos, convirtiendo sus ojos en lagos y las cavidades de su nariz en cuevas, como la que acogía el templo en el que solíamos reunirnos y aquella a la que nos dirigíamos. El pasillo descendía iluminado por sendas hileras de antorchas, dispuestas sobre soportes en las paredes de piedra almohadillada.

—¡Vaya! Mixcóatl lo ha preparado mejor de lo que esperaba —comentó Martí a mi espalda. Y ya a mi lado añadió—: Estás temblado.

Me quedé en silencio mientras él me rodeaba con su brazo. Le había dicho momentos antes que conocía aquel lugar. Y si tuve alguna duda cuando dejé a mi hijo en México, desapareció completamente al rodear el templo de Quetzalcóatl y entrar en aquel pasillo a través de la cascada de flores que lo ocultaba. Abrazados, él con una mano sobre mis hombros, mi brazo rodeando su cintura, empezamos a descender por aquel camino que de pronto cobraba un nuevo significado para mí. Ya no era una ruta hacia el Mictlán como temí seis años atrás, sino el camino que podía llevarnos al origen de nuestro mundo. Recordé con nitidez las palabras del nigromante cuando por primera vez llegué a la cavidad donde el río serpenteaba hacia la boca de Tláloc: «¡Bienvenida, sacerdotisa! Has llegado a esta cámara un poco pronto, pero los dioses tendrán sus motivos. Querrán que la recuerdes para luego». La recordaba, pero no entendía el motivo.

—¿Cómo descubriste este lugar? —pregunté en un susurro.

Él sonrió y sentí que su mano acariciaba mi hombro. Entonces ahogó un suspiro y dijo:

—Al llegar a la Ciudad de México, encontré medio enterrados frente a la catedral los restos de un tocado de plumas de Xochiquetzal. ¡Tu diosa! Me pareció una burla cruel, porque tu recuerdo me roía por dentro. Así que se me ocurrió que si lo enterraba aquí, frente al templo de Quetzalcóatl, podría olvidar los sentimientos que aún tenía por ti.

Un escalofrío me recorrió.

—¡Yo hallé ese tocado! —exclamé—. Fue lo que me condujo al templo y a lo que he estado haciendo todos estos años.

—Acabaré creyendo que tus dioses nos han mantenido unidos —bromeó.

—Dame una explicación mejor, Martí —dije con toda seriedad.

Él se detuvo un instante. Las antorchas ya iluminaban la puerta coronada por el caimán que representaba a Xochitónal.

—Supongo que no la tengo —respondió.

Acaricié su mejilla y reemprendimos el camino mientras yo preguntaba:

—Pero, aun así, ¿cómo hallaste esto?

—No fui yo, fue Mixcóatl. Él me guió hasta Teotihuacán, y mientras enterraba el tocado, descubrió la entrada. Bajamos, y entonces se me ocurrió todo.

—¿El qué?

Se detuvo de nuevo, ahora en el umbral de la puerta que daba a la cámara donde me encontré al nigromante.

—Entra y lo verás —dijo él con una sonrisa afable.

Tomé aire. ¿Estaría al otro lado el motivo por el que debía recordar aquel lugar? Olvidado por mí, transformado por él, por Martí. De pronto, sentí que los pasos que daba habían estado aguardando años, desde la caída de Tenochtitlán. «Eres la elegida», me dijo entonces la suma sacerdotisa, y después lo oí de nuevo, en la cámara hacia la que me dirigía, por boca del nigromante. Atravesé el umbral, sola, desprotegida y segura. Y la luz abrazó mi alma como jamás antes había sentido.

Innumerables imágenes de Coatlicue en perfecta formación cercaban un sendero hasta el río. Las había toscas y de fina elaboración, de humilde arcilla, de madera y hasta de piedra. Pero todas con flores en ofrenda a sus pies, como si aún permanecieran en los altares de nuestras casas. En las paredes de la cámara colgaban penachos, escudos y mantos, y alrededor de las columnas que se distribuían por la cavidad, convirtiéndola en una suerte de arboleda rocosa, había ayates sobre los que yacían narigueras, bezotes y otras joyas prohibidas por los frailes. También había algunos icpalli, y a sus pies reposaban sandalias de fina hechura que ya no se hacían, uniformes de nuestros guerreros y hondas, lanzas, garrotes, alguna espada de obsidiana y diferentes atlatl de los que aún se empleaban para la pesca en el lago que rodeaba Tenochtitlán.

Con lágrimas en los ojos, llegué al borde del río que desaparecía por la abertura esculpida con la boca de Tláloc. A lo largo de las orillas habían dispuesto desiguales tallas y esculturas de diferentes dioses y diosas, parecían proteger las aguas con la esperanza de que regaran la fe de quien pudiera contemplar aquello. Abrumada por mis sensaciones, me volví hacia Martí, incapaz de hablar. Él parecía compartir mi intensa emoción, y con un brillo húmedo en sus ojos se encogió de hombros mientras decía:

—Entre Mixcóatl y yo, buscamos las piezas. Yo pongo el dinero, él las compra y las trae. Se me ocurrió que, como sucede con las antigüedades de Roma, quizás otros, pasado el tiempo, sepan apreciar esta belleza.

Mi cuerpo se sacudió en un sollozo mudo, envuelto en agradecimiento y amor. Martí había ido mucho más allá de lo que imaginé, había creado un templo donde Coyolxauhqui dormía a la espera de su momento. Me volví de nuevo al río escoltado por los dioses, y en un rincón, colocada en un pequeño altar a cuyos pies había una ofrenda de plumas, la vi y sentí que se me aceleraba el corazón. Me acerqué y de rodillas contemplé la figura tallada. Estaba astillada, su color se desvanecía, pero era ella, la Xochiquetzal que me regalara mi madre, la que dejé olvidada tras la caída de Tenochtitlán, la que en verdad inició mi camino hacia lo que era ahora: sacerdotisa de la luna. Como si Xochiquetzal quisiera bendecir mis sentimientos, a sus pies, la ofrenda de plumas no era otra que los tocados que decoraban el pelo de Coyolxauhqui y los colores del maquillaje de su rostro. Entonces mi misión se dibujó ante mis ojos con ferviente claridad: debía dar razón de lo allí guardado.

—Tenemos que escribirlo todo, Martí.

—Claro —respondió ausente mientras se arrodillaba a mi lado—. ¿Quién ha traído esto?

Giré la cabeza y vi que observaba las plumas blancas de águila con el ceño fruncido. Entonces oímos unos ruidos y él gritó:

—¿Mixcóatl?

De detrás de la columna de roca más cercana apareció una silueta alargada. Era un hombre ataviado con maxtlatl y la cabeza rapada. Martí se puso ante mí, protector, y fugaz acudió a mi mente una frase del nigromante: «Si sales con vida, comprenderás por qué la luz de la luna es tu guía protectora y nuestra salvación». La silueta siguió su avance hacia nosotros, pero mostrando las palmas de sus manos para señalar que no iba armado. Entonces me puse en pie de un salto, sin dar crédito a lo que reconocían mis ojos.

—¡Jonás! —exclamé acercándome a él con los brazos abiertos.

Él se postró ante mí, bajó la cabeza y tomó mis manos para cubrirlas de besos, tratándome por primera vez como a una persona de elevada posición.

—Mi señora —murmuró—, soy Chanehque, y esto y el templo superior es lo que guardo.

«¡Su nombre náhuatl!», pensé arrodillándome junto a él y entendiendo de pronto lo que me dijera cuando rehusó acompañarme a Tenochtitlán. Chanehque, guardián, era un nombre que auguraba una carrera marcial, pero él siempre fue artista y por eso aceptó el nombre de Jonás, que nombraba a quien huía de la llamada de Dios, cuando en verdad sólo avanzó hacia su verdadero destino, el que nuestros dioses le auguraron. Me emocioné al comprender de pronto que ambos habíamos hecho un camino similar. Tomé su barbilla con mis dedos para obligarle a mirarme y susurré:

—Bienvenido.

—Te esperaba. —Suspiró con una expresión tierna que me era profundamente familiar. Y señalando con los ojos por encima de mis hombros, añadió—: Bueno, a los dos. He pasado el día recogiendo flores.

—¿Has preparado todo esto? —nos interrumpió Martí—. ¿Y Mixcóatl?

—No lo sé, señor. Ha huido, asustado, y me temo sea por mi culpa.

—Asustado, ¿por qué?

Chanehque me sonrió mientras se ponía en pie, fue hacia Martí y aclaró:

—Porque considera demasiado arriesgado lo que aguarda en el templo superior. —Se agachó frente al altar, tomó una de las bolas blancas de pluma de águila que yacía al pie de este y, mirándome con sus enormes ojos iluminados por la ilusión, añadió—: El nigromante dijo que sabrías qué hacer con esto. Hay luna llena y tus fieles te esperan en el templo.

Por el angosto pasillo, mis pasos ascendían haciendo repicar los cascabeles de mis sandalias. La falda blanca estaba sujeta por un cinturón rojo y un manto de ambos colores sobre los hombros apenas cubría mi torso desnudo. Antes de subir al templo junto a Martí, Chanehque me maquilló el rostro: cascabeles en las mejillas que representaban el nombre de Coyolxauhqui, una franja blanca bajo los ojos y azul coronando mis párpados. Un tocado en forma de media luna de plumas de quetzal sujetaba cual diadema mi cabellera suelta, de donde pendían lunas llenas de pluma blanca.

A diferencia de la primera vez que hice el camino, ningún cántico venía desde el templo; tampoco me sentí insegura ni asustada. Excepto por mis pasos, el silencio era total, y dejaba sonar con toda claridad los dictados que Coyolxauhqui daba a mi corazón. Sabía que me dirigía a mi última ceremonia en el templo, ese era su mandato. Ahora entendía los peligros de nuestras ceremonias. El sacerdote de Teotihuacán me habló de ello justo la noche en que Santiago me descubrió. Había caído la protección que nos brindara mi posición como esposa de tlatoani y me había liberado de ser la concubina de un encomendero que, tal y como dijera el nigromante, era una muralla que me aprisionaba. Mi transición ya estaba hecha, había superado los peligros de aquel viaje y no sólo comprendía, sino que oía los susurros de Coyolxauhqui en mi oído.

Era la sacerdotisa de la luna, y como tal acataba el ciclo menguante y la necesidad de la silente misión que requería consagrarme a su servicio. No sólo se trataba de dar fe de todo lo guardado allí, sino también de todos los dioses que se escondieran entre las imágenes de las iglesias o las fiestas como las del día de los muertos. Y volvería a aquel lugar, al amparo de Martí y la luz roja de Quetzalcóatl que iluminaba sus actos, pero sabía que debía anunciar con aquella ceremonia que no debían venir más de dos personas por vez al templo. Chanehque velaría por ello.

Llegué a las escaleras de altos peldaños estrechos. Ascendí erguida, en paz y orgullosa, y en cuanto emergí el tambor empezó a resonar. El templo estaba abarrotado. Cerca del agujero que daba a la cámara inferior estaba Chanehque, acompañado por los hijos de Tecolotl. Junto a ellos, Yaretzi lloraba y sentí el impulso de abrazarla, pero sólo dejé que me embargara la ternura. Avancé, pausada, hacia el altar, buscando a Martí con la mirada. Reconocí a cada uno de los que allí estaban con el corazón lleno de amor —eran de Acolman y de cada una de sus nueve aldeas—, y al fondo vi a Martí junto a un hombre cubierto por un recio manto. Me regocijó reconocer a Mixcóatl y sentir que ya no tenía nada que temer. ¡Le debíamos tanto!

Ya en el centro, levanté los brazos hacia el techo irregular de piedra y alcé mi voz en un himno. El comienzo era conocido por todos, pues narraba la historia de la concepción de Huitzilopochtli, el sol, y su súbito nacimiento para defender a su madre de la furiosa Coyolxauhqui. Pero añadí versos de agradecimiento hacia su conducta, guiada por sus creencias. Porque, aunque vencida, cada noche ella reaparecía y hacía posible un nuevo enfrentamiento con su hermano para crear juntos el amanecer. A la luna le debíamos en verdad el nacimiento de cada nuevo día, y mientras ella velara aquella noche en que nuestros dioses dormían, abría un despertar en el que el sol volvería a nosotros.

Entonces sentí que el suelo vibraba y vi el temor en el rostro de los que me escuchaban.

—Los dioses no quieren que nos reunamos aquí más —anuncié convencida de que aquello era un augurio—. Nos advierten del peligro de perturbar su sueño. Debemos ser sigilosos para no despertar su furia.

El suelo volvió a vibrar, un ruido prolongado llegaba de la cueva de Quetzalcóatl y de la cámara inferior, como si Coatlicue quisiera confirmar mis palabras. Y de pronto fue el terror el que afloró a mi rostro. Por las dos entradas, como un vendaval, aparecieron soldados castellanos con las espadas en alto.

—¡Todos quietos! —gritó uno.

Al fondo vi que Mixcóatl alzaba un garrote cubriendo a Martí de un ataque de espada a la par que Chanehque embestía al soldado más cercano a mí. Se hizo el caos. La muchedumbre arremetió contra los atacantes, se oyeron gritos y ruidos de armas. La cueva lanzó un alarido, el suelo tembló y empezaron a caer rocas del techo.

—¡Salid, salid! —grité mientras todo empezaba a llenarse de polvo.

Una mano me tapó la boca y me arrastraron con fuerza. Frente a mí, Chanehque, en su desesperada defensa, rodaba por el suelo hacia la abertura cuando una enorme roca cayó. Entonces sentí un golpe seco en la cabeza y todo se hizo oscuro.

Sentado en aquel templo abarrotado, escuchando la prodigiosa voz de su amada, a Martí le embargaba la emoción al saberse partícipe de algo tan vivo como íntimo. Entonces el suelo tembló. A su mente acudieron historias que oyera de joven sobre el terremoto que había asolado Alicante en 1522. Pero la voz de Ameyali sonó segura y la tierra se apaciguó. Hasta que el suelo se agitó de nuevo, esta vez con más estruendo y la faz de su amada se tensó aterrada. Y él sólo pudo pensar en que debía sacarla de allí.

—¡Todos quietos! —gritó alguien en castellano.

Entonces vio que Mixcóatl se alzaba con un garrote en la mano y lo blandía sobre una espada que volaba hacia su cabeza.

—Huya, mi señor —gritó—. Vienen por usted. Yo le abriré paso.

Martí entonces tuvo la certeza de que su sirviente sabía que aquello iba a suceder, pero sólo podía pensar en Ameyali. Los asistentes al templo se habían levantado, arremetían contra los soldados mientras estos mataban sin piedad con sus espadas, la tierra temblaba, las piedras se desprendían del techo, y no la veía.

—Salid, salid —la oyó gritar.

Martí entonces se abrió paso a empellones en un desesperado intento de llegar al altar. Desde allí oyó el estrépito de una enorme roca al caer, pero un soldado le barró el paso. Él soltó el puño sobre su estómago y lo derribó. Sintió entonces tras de sí un empujón que lo hizo caer. Era Mixcóatl, que con el garrote le defendía de un soldado que se cernía sobre su espalda. El conde volvió a ponerse en pie, el camino al altar estaba ahora más despejado, pues muchos habían logrado huir y otros yacían ensangrentados en el suelo. Pero no la veía. La roca había caído sobre el agujero que llevaba a la cámara inferior. «¡Qué no haya huido por ahí, por Dios!». Entonces le embistieron por el costado y cayó al suelo. Consiguió deshacerse del soldado que se le había echado encima, pero ya no pudo ponerse de nuevo en pie. Tres puntas de espada amenazaron su cuello y se vio rodeado. Se levantó despacio. Tras los soldados que lo rodeaban, vio a Mixcóatl con el pecho atravesado por una espada. Alguien sujetó a Martí con fuerza, por detrás, y murmuró:

—Está detenido, conde de Empúries.

La tierra se agitó, y a punta de espada, le obligaron a salir corriendo.

Chanehque notó que el filo de la espada le lamía el costado cuando derribó al intruso con su embestida. La cueva se revolvió, todo era estruendo de rocas y gritos. Los dioses habían despertado iracundos por aquella profanación.

Rodó con el soldado en un forcejeo furioso y de pronto se sintió caer al vacío. Sus huesos crujieron contra el suelo en un penetrante dolor y una lluvia de piedras se precipitó sobre él con un enorme estrépito. Súbitamente cesó. El sabor a sangre emergió en su boca y notaba que el líquido cálido le recorría el rostro. Abrió los ojos. Por el pasillo en pendiente rodaban piedras mientras la tierra seguía rugiendo, pero algunas antorchas permanecían vacilantes en la pared. Los gritos se oían en la lejanía y entonces percibió que la sangre que rodaba por su cara caía desde arriba. Alzó la mirada, y en la escalera casi vertical que daba al templo, vio el cuerpo del soldado. La mitad inferior y parte del torso habían quedado aplastados por una enorme roca que bloqueaba la salida.

La tierra se convulsionó de nuevo, la lluvia de piedras retumbó en el pasillo. Chanehque se apoyó en un brazo para ponerse en pie y el dolor le recorrió en un gemido. Estaba roto. Aun así, como pudo, logró levantarse y bajó a trompicones, ignorando el dolor de su tobillo derecho y el terror que le recorría el cuerpo.

En la cámara inferior, las piedras seguían cayendo, los objetos yacían desparramados por el suelo, pero los dioses permanecían intactos alrededor del río oscuro. El guardián se calmó. «Todo irá bien», se dijo al verlos impasibles en su hogar. Tomó un escudo y se lo puso sobre la cabeza para protegerse de la lluvia sagrada. Atravesó la cámara, muchas columnas presentaban grietas, pero resistían. Las esculturas de Coatlicue que habían formado un pasillo hacia la salida de Xochitónal estaban desparramadas, en un amasijo de flores y piedras. Las evitó como pudo, pero entonces la tierra se abrió a sus pies en una sucesión de sacudidas que lo tiraron al suelo y le envolvió el polvo. Tosió, el dolor era penetrante en su pecho, y una niebla seca y densa lo cubría todo. Pero la tierra parecía al fin haberse apaciguado y la quietud imperaba a su alrededor. El polvo se desvaneció, y al reflejo de dos antorchas que le parecieron lágrimas de Huitzilopochtli en el suelo, vio delante la salida de Xochitónal, bloqueada. El mascarón del dios que cuidaba la entrada al reino de los muertos había caído dentro y le miraba.

Ensangrentado, magullado, dolorido pero en paz, Chanehque se puso en pie de nuevo y retornó sobre sus pasos hacia el río. Algunos dioses de las orillas habían caído, uno por uno los puso en pie mientras aceptaba la nueva dimensión de su destino: «Soy el guardián eterno».

Cuando acabó, agotado, se sentó al lado de la talla de Xochiquetzal. Pensó en Ameyali y las lágrimas afloraron a su rostro. Con ella había sido feliz, se había encontrado a sí mismo, y lo que le parecía más cruel era no volverla a ver, no poder despedirse… «Al menos oí por última vez su canto», pensó reconfortado al rememorar su voz. Dio un beso a la talla de Xochiquetzal, seguro de que la diosa se lo haría llegar a ella, se puso en pie y se desprendió del maxtlatl con la única mano que podía mover. Metió los pies en el agua, ahora sí, convertida en el espejo de Tezcaltlipoca que le devolvía el reflejo de un joven alto, de delicadas facciones, hermoso y desnudo. Entró en el río. El agua gélida le quitó todo dolor y dejó que su cuerpo flotara, rígido. No era el Apanhuiayo, pero hasta él le llevaría su corriente a través de Tláloc. El espíritu de Chanehque quedaría allí, guardián del lugar, mientras el cuerpo de Jonás se alejaba. Su voz se alzó, y en su mente oyó como Ameyali le acompañaba en su canto:

¿Se irá tan sólo mi corazón

como las flores que fueron pereciendo?

¿Nada mi nombre será algún día?

¿Nada mi fama será en la tierra?

¡Al menos flores, al menos cantos[8]!