XLIII

Ciudad de México, año de Nuestro Señor de 1535

Mariana se sujetó la toca sobre el cabello recogido y comprobó que los polvos blancos que palidecían su rostro mejoraban su aspecto. Se aseguró de que el escote, decorosamente cubierto por una puntilla oscura, dejara intuir lo suficiente, y, complacida, abandonó el tocador. En el ventanal de la alcoba, el atardecer se dibujaba nublado. Le pareció que la lluvia caía con cierta indolencia, como si quisiera recordarles que la estación aún no había tocado a su fin. Con aquel tiempo, de buena gana pasaría la velada en casa, pero sabía que no podía faltar a la recepción que los miembros de la Real Audiencia habían organizado para dar la bienvenida al secretario del virrey. De momento el corregimiento seguía en sus manos a través del administrador, pero se sabía que Antonio de Mendoza llegaría a lo sumo en dos meses y entonces tomaría una decisión. Entretanto, contaba con ese tiempo para tantear al secretario. No lo conocía personalmente, pero tenía esperanzas de ganarse su favor dados los rumores que ya corrían acerca de él a una semana de su llegada.

Mariana dio la espalda a la ventana y salió de la habitación. Enfiló el pasillo y bajó por las escaleras del servicio. Tenía un asunto que resolver, aunque no le pareciera el momento más adecuado. El conde de Empúries también estaba invitado a la recepción, y descubrir más cosas acerca de él no hacía menos dolorosa la expectativa de verle. Sin embargo, no podía aplazar aquel encuentro, pues se habían cumplido sus órdenes, y el éxito del plan se basaba en aprovechar lo sucedido aquella tarde. «Con tal de arrancarla de su cama», se dijo mientras abría la puerta del pequeño cuarto.

El cacique indio se volvió y bajó levemente la mirada, mientras su acompañante permanecía a su lado, con los hombros hundidos y la cabeza tan inclinada que su cabello le cubría la cara.

—Señora, aquí lo tiene.

Mariana no respondió, se limitó a asentir y entró en el cuarto pasando por delante de los dos indios. Encima de su mesa lucía a la luz de las velas la prueba del delito. La mujer la tomó entre sus manos y la observó. Su aspecto era macabro, pero eso la hacía aún mejor. Entonces, con voz seca, preguntó:

—Esa india, la curandera, ¿vive en su casa?

El hombre se encogió de hombros, oculto en su melena, y el cacique le dijo algo en su lengua, mientras con brusquedad le tomaba de la barbilla y le obligaba a mirar, aunque fuera de soslayo, a Mariana.

—Sí, señora —respondió al fin en castellano—, pero no es… No es sólo curandera, también era sacerdotisa de Xochiquetzal. La vi de joven, cuando era guerrero, como tantos otros a los que visita en las chozas.

—¿Y el niño, también vive con el conde?

—Eso no lo sé, señora, yo… No sé, no entro en la casa, no entro.

Mariana sonrió y se sentó en la silla. Acarició el objeto que tenía en sus manos y dijo:

—Estás en un buen lío. Eso lo sabes, ¿verdad? Te han pillado con las manos en la masa, y tienes suerte de que el cacique te haya traído aquí. Aprovechando tu falta, y por el dinero que le doy, te podría haber vendido como esclavo. Pero conmigo el trabajo será mucho más liviano, y después te dejaré libre. Sólo tienes que decirme todo lo que quiero saber, y que sé que sabes, y luego obrar como yo te ordene.

—¿Y si no? —se atrevió a preguntar el indio alzando por primera vez la mirada.

—Bueno, ¿qué es esto que hay sobre mi mesa? Los frailes no serán tan compasivos ante un servidor del demonio. Suelen quemarlos, así se acostumbran al fuego eterno del infierno. ¿Quieres probar la muerte en la hoguera?

Con los ojos cerrados y una sonrisa en los labios, Martí se dejaba acariciar. Apenas cabíamos en su pequeño camastro y mi cuerpo se deleitaba en reposo sobre el suyo, ambos colmados, mientras fuera la tarde languidecía y la lluvia regaba plácida el incipiente anochecer. Con Zolin nunca había sentido aquella paz, y si la había experimentado, ya no lo recordaba. Un escalofrío me recorrió y me recriminé mi ceguera de aquellos años. Martí me había dicho que Santiago había regresado a la ciudad, y yo ahora lo sabía capaz de todo. Temía no sólo por mi hijo y por mí, sino porque ambos lo poníamos en peligro a él. «No te ofendas, Ameyali —me había dicho al saber de mi temor—, pero yo soy noble y cristiano viejo. Por mucho que tenga una encomienda, Santiago Zolin no lo es y vuestro matrimonio no vale, por lo que voy a hacer lo que sea necesario para protegerte».

Conmovida, enamorada, plena al recordar sus palabras, le besé apasionadamente. Su piel desprendía un aroma a ocote, mezclado con la fragancia de las hierbas que habíamos usado aquella tarde para preparar los remedios. Entonces noté cómo la yema de sus dedos recorría mi espalda y sentí una punzada de excitación. Me incorporé y escruté sus grandes ojos verdes.

—Si sigues así, no llegarás a esa recepción. No te dejaré salir de la cama.

Él suspiró complacido.

—Soy médico. Siempre puedo decir que me surgió una urgencia.

Nos besamos mientras mi mano se deslizaba por su pecho y la suya se aferraba a mis caderas. De pronto sonaron unos golpes en la puerta.

—¿Qué pasa? —preguntó Martí sin soltarme.

—Mi señor —se oyó a Tonalna al otro lado—, me dijo que le avisara cuando Mixcóatl regresara. Está abajo.

—Gracias —respondió él—. Ahora voy.

Deslizó las piernas con suavidad y yo me aparté para que pudiera incorporarse.

—No tardo —me sonrió, y tomó sus calzones del suelo.

«El secretario del virrey no lo mueve de la cama, pero Mixcóatl sí», pensé sintiendo el calor del vacío que había dejado en el camastro. Apenas sin darme cuenta, pregunté:

—¿Por qué es tan importante?

—Porque debía haber venido al mediodía y se ha retrasado. Siempre me preocupa —respondió él dándome la espalda mientras se ponía la camisola.

—¿Y no me vas a contar por qué te preocupa?

—¡Claro! —exclamó mientras se volvía hacia mí con una sonrisa. Se sentó en el camastro y me acarició la mejilla—. Bueno, en verdad, me gustaría enseñártelo. ¿Recuerdas cuando me hablaste de Tehotiuacán, la ciudad de los dioses?

—¿De los dioses? —pregunté con una carcajada—. Te empeñaste en convencerme de que era obra de los hombres.

—La visité hace mucho, al poco de llegar. Estaba dolido por tu abandono, y quería enterrar allí tu recuerdo. Pero hallé…, en fin, hallé a tus dioses, supongo. Y he escondido secretos entre ellos, aunque sin atreverme a volver por temor a revivir el dolor que sentí entonces. Ahora me gustaría que fuéramos juntos.

—Pero es arriesgado llevar a Huemac, y no puedo dejarlo solo —me resistí mientras sentía que se me aceleraba el corazón. Había estado tantas veces allí, con mi propio secreto, que temía volver y descubrir que ya no existía.

—Serían dos días a lo sumo. Xilonen y Tonalna cuidarán de él. Le han tomado mucho cariño.

Asentí, mientras en mi corazón latían emociones encontradas. Bajé la mirada y mis manos juguetearon con los pliegues de la sábana. Tanto como lo temía, ansiaba ver de nuevo el templo, y a la vez, si el secreto de Martí me llevaba a Teotihuacán y tenía que ver con los dioses, sin duda era parte de la luz roja que me anunciara el nigromante como guía. «Quizá sea el paso definitivo para mi consagración», pensé con temor.

—Dime que sí —insistió él—. Si Mixcóatl ha cumplido con lo que le pedí, podríamos aprovechar la oportunidad.

—¿No puedes contarme algo más?

—Sí, pero si lo ves, estoy seguro de que te llenará el corazón —afirmó él—. Hemos estado en verdad tan cerca, Ameyali, sin saberlo.

—Cierto. —Sonreí mientras alzaba la mirada hacia él—. Vayamos.

Martí tomó mi rostro entre sus manos y me besó. Luego saltó de la cama y salió del cuarto mientras decía:

—Voy a hablar entonces con Mixcóatl. Podríamos ir la semana que viene, con luna llena, como cuando tú ibas a tu templo. Quizá también quieras enseñármelo.

El palacio de piedra rojiza, ubicado según le habían dicho a Alfons donde estuviera el del antiguo rey de los indios, era una construcción magnífica. La Real Audiencia que allí tenía su sede desde el destierro de Cortés estaba presidida por un sobrio hombre de iglesia y se notaba, pues la recepción se desarrollaba en consecuencia: austera, sin música ni juglares, aunque sí con abundantes viandas. Las estrechas mesas alargadas formaban recuadros y hacían que el salón le recordara una suerte de tablero del juego del molino.

Ataviado con un jubón negro ribeteado por hilos grana y dorados a juego con sus greguescos, Alfons observaba la llegada de los invitados. Cuando Antonio de Mendoza le mandó adelantarse a la Nueva España, se sintió menospreciado, pues le parecía que preparar su futura residencia en aquel palacio era tarea más propia de un mayordomo que de un secretario, y sólo le confirmaba que recibiría de él un trato similar al que su hermano mayor le hiciera padecer en Granada. Si algo le agradó de aquella orden, era que viajaría sólo, sin el yugo que le suponía su mujer ni la sombra que siempre le hacía el pequeño Íñigo, y con la potestad de ser él quien decidiera cómo guardar las apariencias.

Sin embargo, al llegar a Villarrica de la Veracruz se dio cuenta de cuál era el verdadero objetivo de Antonio de Mendoza, pues al ser él su sobrino y secretario personal, ponía a prueba a los nobles de la Nueva España: el recibimiento de Alfons se convertía así en una muestra de cómo acogerían al virrey. Y debía reconocerse que lo estaba disfrutando. Desde su desembarco, todos querían sus favores, e incluso le habían asignado aquel escuadrón de la guardia real que ahora guardaba el palacio de México bajo sus órdenes directas. De hecho, desde que se instalara en la ciudad, Sebastián Ramírez de Fuenleal no se había cansado de repetirle que ansiaba la llegada de Mendoza para poder dejar al fin la carga del gobierno y dedicarse a lo que, según él, de veras debía hacer la Real Audiencia: administrar justicia. Aquella recepción era una prueba más de ello, había invitado a todos los encomenderos que vivían en la ciudad, a los corregidores y a los altos funcionarios de su majestad, «pues sin duda, cuando llegue don Antonio, usted como secretario tendrá que lidiar con muchos de ellos, así que es mejor que los vaya conociendo», le había dicho.

Pero para Alfons lo mejor no era sentirse más agasajado de lo que nunca soñó, ni las oportunidades de negocio que se le abrían en aquellas nuevas tierras, sino la sensación de libertad. Disfrutaba entrando y saliendo de palacio a su antojo, e incluso había podido jugar a naipes con algunos encomenderos. Ellos también le habían hablado de los indios, su afición a las apuestas y sus curiosos juegos. «Si domina usted el patole, les puede sacar un buen pico —le habían dicho—. Los indios son simples y casi siempre están borrachos».

«No, realmente no es lo mismo estar con un Mendoza que con otro —pensó complacido mientras las gentes se saludaban y empezaban a formar grupos—, quizá cambie todo cuando él llegue, pero hasta entonces yo estoy al mando». Alfons sonrió, respiró hondo y entró en el salón. No bien dio dos pasos cuando enseguida se le aproximaron Ramírez de Fuenleal y el obispo de la ciudad, Juan de Zumárraga.

—Buenas noches, ilustrísimos señores. Realmente mi tío se sentiría complacido con esta recepción —saludó Alfons. Y con calculada modestia añadió—: Pero quizá sea demasiado para su humilde secretario.

—Mucha es la necesidad de orden en la Nueva España para convertirla en un reino del Señor —dijo Ramírez de Fuenleal—. Y no me cabe duda de que usted, como secretario del virrey, tendrá un papel importante en ello.

—Piense, don Alfonso, que a todas estas gentes les mueven intereses relacionados con las tierras —intervino Zumárraga mirando a su alrededor—. Demasiado a menudo es la codicia lo que les hace actuar, por eso con sabiduría el presidente de la Real Audiencia no deja que los corregidores se instalen en sus tierras, no sea que olviden que en verdad sirven a su majestad.

—¿Quiere decir que los encomenderos no sirven al rey?

—Es otro el trato —respondió Ramírez de Fuenleal—. Tienen más independencia, muchos participaron en la conquista y creen que tienen derechos sobre las tierras y los indios como si estuvieran en pequeños reinos. Por eso su majestad dejó ya hace años de otorgar encomiendas. Aunque todos cumplen con su misión de cristianizar a los indios.

—Tenía entendido que ese era el propósito.

—Desde luego, pero la misericordia no radica sólo en facilitar el trabajo de nuestros esforzados frailes. Ve a aquella dama —dijo Zumárraga señalando discretamente a una mujer vestida de riguroso luto que, aun entrada en años, desprendía un generoso atractivo—. Es doña Mariana, pura virtud y misericordia.

La mujer se volvió hacia ellos y a Alfons no se le escapó que Ramírez de Fuenleal le hacía una señal para que se aproximara. Le extrañó que la primera persona que le presentaran aquella noche fuera una mujer, aunque a lo largo de la semana ya había conocido a los regidores de la ciudad y a otros hombres de importancia. «Los frailes tienen sus propios intereses», se dijo mientras veía como la dama, con grácil soltura, se despedía del grupo con el que había estado hablando y se dirigía hacia ellos.

—Su difunto esposo era corregidor —prosiguió Zumárraga—, cumplía con su majestad, y de sus propios sueldos donaba generosas limosnas que han sido esenciales para la escuela de los naturales y el hospital.

—De hecho, ella sigue siendo dadivosa en su memoria, aunque es incierto su futuro en estas tierras. Ya sabe, una viuda…

—¿Quién lleva ahora el corregimiento que dejó libre su esposo? —preguntó Alfons.

—El administrador —respondió Ramírez de Fuenleal—. No he querido tomar decisión al respecto, dada la pronta llegada de su tío. Será el virrey quien disponga.

—Claro —sonrió Alfons entendiendo el porqué de aquella presentación. «Quizá ya tenga a algún pretendiente que pueda reclamar el corregimiento en cuanto acabe el luto», dedujo.

Doña Mariana ya estaba ante ellos y los obispos ofrecieron sus anillos para que la dama los besara. Luego le presentaron formalmente al secretario del virrey y ella le hizo una grácil reverencia a la que Alfons correspondió, sin evitar que su mirada se deslizara por la puntilla que cubría el escote.

—Hablábamos con don Alfonso de su generosidad con el hospital.

Ella bajó la cabeza como avergonzada y exclamó:

—¡Oh, no es generosidad, por Dios! Es deber cristiano. —Y con una sonrisa que a Alfons le pareció seductora y dedicada sólo a él, añadió—: ¿Ha tenido usted oportunidad de visitar el hospital?

—No, lo cierto es que no. He visitado las obras del acueducto, la catedral… Tengo pendiente todo el monasterio franciscano y las dependencias en las que sirven.

—¡Por supuesto! Debe de estar usted tan atareado —comentó doña Mariana—. Al fin y al cabo es un hospital de naturales, nada más.

—La verdad es que queríamos presentarle al conde, para que fuera él quien lo guiara —señaló Ramírez de Fuenleal—. Pero ha disculpado su presencia esta noche.

—¿Conde? —inquirió Alfons extrañado mientras se preguntaba: «¿Por qué quiere regalarle el mérito de su hospital a un noble?».

—Sí, don Martí de Orís y Prades, el conde de Empúries, es a su vez médico y ha estado trabajando en ese hospital desde que lo fundamos, justo a su llegada, seis años atrás. Él le dará una visión más acertada del lugar —dijo el obispo Zumárraga.

Alfons apenas daba crédito a lo que acababa de oír. Pero si era cierto, él era representante del virrey, y por muy poderosos amigos que Alzina hubiera hecho, hallaría la forma de hacerle pagar por su cojera y la puñalada.

—¡Vaya! Suena interesante: un noble médico —dijo sin disimular su entusiasmo—. Estaría muy interesado en conocerlo. Soy de Barcelona, y el condado de Empúries tiene renombre en nuestras tierras. ¿Posee aquí alguna encomienda?

—No, lo cierto es que no es un hombre codicioso —dijo Ramírez de Fuenleal—. Más bien al contrario, es un alma caritativa.

—Bueno, también cobra sus servicios entre los nobles de esta ciudad —apuntó doña Mariana con una sonrisa que a Alfons le pareció maliciosa. Y más seria añadió—: Pero vale la pena. Ayudó mucho a mi difunto esposo.

—Siento su pérdida, doña Mariana —dijo el secretario del virrey. Si ella conocía bien a Martí, la información que podría darle le sería de más utilidad que la de los obispos—. Espero poder ayudarla en un futuro. Y ahora, si me disculpa, su compañía es mucho más grata, pero debo saludar a los alcaldes de la ciudad.

Mariana observó complacida cómo se alejaba Alfons escoltado por los dos obispos. Con la información que le había sacado al indio, tan explícita como inesperada, resultaba providencial que los clérigos hubieran hablado de Martí al secretario del virrey. Para dar el paso definitivo, tendría que utilizarlo, pues Ramírez de Fuenleal se mostraría reacio a creer lo que ella informara, y cabía el riesgo de que hablara con Martí antes de tomar una decisión y actuar. Pero si quería recuperar al conde de Empúries, debía asegurarse de que supiera que ella era quien lo rescataba, y para ello la ayudarían los obispos. Sin embargo, el éxito de su plan dependía de que su antiguo amante no sospechara jamás que ella había originado sus problemas. Por ello, aunque el secretario del virrey le pareciera guapo y fácil de seducir, y aunque por los rumores que corrían por la ciudad estaba segura de que se le podía chantajear e incluso comprar, sólo podía utilizar estos aspectos para ser ella la que rescatara a su amado. Poner al secretario del virrey en su contra debía hacerlo otro, y lo peor era que no sabía con cuánto tiempo contaba, así que debía prepararse para aprovechar la menor oportunidad.

Tomó una copa de la mesa más cercana, dejó que un criado le sirviera el vino y miró a su alrededor. Los hombres se reunían en charlas aparentemente distendidas cuando sus esposas estaban en el círculo. También había pequeñas reuniones de damas que dejaban a sus maridos hablar de las tierras. Pero Mariana sabía que todos, sin excepción, aguardaban su oportunidad de recibir la atención del secretario del virrey, y recordó con añoranza los tiempos en que hubiera disfrutado de un encuentro así. Tomó un sorbo de vino mientras veía cómo Alfons saludaba con mucha cordialidad a don Gonzalo, un encomendero de dudosa reputación. Aficionado a los naipes, penados por ley, si los rumores eran ciertos, Gonzalo le podía ser de utilidad. Pero no en aquel momento.

Mariana dejó la copa en la mesa y vio a Rosario, encogida al lado de su hermana, como si buscara su protección. En ningún momento desde su llegada la había visto al lado de su esposo. «La situación en su casa debe de ser un infierno», pensó. Su plan también la ayudaría, pues los platos rotos los pagaría al final la india a la que las dos querían quitar de en medio, pero de pronto se le ocurrió algo. Buscó con la mirada a Santiago y vio que se apartaba en busca de un sirviente que rellenara su copa. Se le veía ojeroso, había perdido peso y la angustia parecía pesar en sus hombros hundidos. Mariana se abrió paso entre los asistentes y llegó hasta él.

—Don Santiago —dijo mientras ponía un racimo de uvas en un plato—, le noto afligido.

Él sonrió con amargura, y sin apartar la vista del siervo que le retornaba la copa llena, respondió:

—Como bien sabe, mucha es la carga de una encomienda, mi señora.

«He de ser directa —pensó—. No tengo otra opción». Entonces, sin mirarlo, dijo con aplomo:

—Sé dónde esta la india, María del Carmen Ameyali, creo que se llama, ¿no?

De soslayo, vio los ojos de Santiago clavados en ella, el ceño fruncido, el rostro tenso, y un ligero temblor en la mano que sostenía el vino.

—Su mujer me contó, pero no se preocupe, yo… No son mis asuntos.

—¿Dónde está? —preguntó con voz ronca.

—Protegida por un noble señor. —Mariana se volvió hacia él, con su plato en la mano—. No puede ir directamente y sacarla de allí, pues usted es de origen natural y puede pesarle.

—Eso lo decidiré yo.

Mariana comió una uva y luego suspiró.

—¡Ay, Santiago! ¿No ve que quiero ayudarle? Se la entregaré, pero ha de tener paciencia y obrar con cautela. Procure que esta noche le presenten al secretario del virrey, cuéntele que estuvo en la corte de su majestad, impresiónelo para que se acuerde de usted. Y yo le diré lo siguiente que debe hacer llegado el momento.

—¿Y por qué debo confiar en usted?

—Digamos que quiero recuperar a alguien.

—¿Acaso ella es la amante del noble señor? —escupió Santiago entre dientes, con los hombros ahora erguidos y temblorosos.

Mariana le sonrió en un asentimiento mudo y se despidió.