Ciudad de México, año de Nuestro Señor de 1535
Aquella mañana, Martí había despachado con premura sus tareas en el hospital, deseoso de volver a su casa. Por la tarde debía atender a sus pacientes castellanos, pero antes Ameyali le acompañaría a hacer algunas visitas en los arrabales.
Salió del hospital y aspiró el aire fresco con los ojos entornados. El sol había desvanecido la llovizna del amanecer y dejado un día limpio que olía a flores. Contento, enfiló la calzada hacia la escuela de San José de los Naturales. Le alegraba que Ameyali hubiera perdido el miedo a salir y no creía que este cambio se debiera a que Santiago siguiera ausente de la ciudad. El brillo en sus ojos después de su primera visita diurna a los arrabales no había desaparecido. Acompañado de un concentrado silencio, lo había mantenido casi toda la tarde, mientras trabajaron con los remedios, hasta que, solemne, declaró:
—Quiero ayudarte con todos los pacientes que pienses que desconfían de ti. Creo que debo hacerlo.
Martí no preguntó entonces por qué, aunque sentía una ardiente curiosidad. Pero a la vez también percibía que la visita del día antes había removido algo en el alma de Ameyali, y se conformaba con ser su acompañante, un mero testigo, a sabiendas de que ella hablaría con él llegado el momento. «Quizá con ello descubra aquí su lugar», pensó, consciente de pronto de lo mucho que esa esperanza le ilusionaba.
Dobló la esquina del monasterio franciscano permitiéndose soñar con compartir su trabajo y su vida con ella, cuando de pronto se vio ante fray Pedro de Gante, acompañado de Mariana.
—Don Martí, celebro verle —tartamudeó el fraile a modo de saludo—. ¿Acabó su jornada en el hospital?
—Así es —respondió él, incómodo ante la fría mirada de la mujer.
—Debe de haber sido una buena mañana —intervino ella—, pues parece dichoso, señor conde.
Al médico no se le escapó el destello de amargura que brillaba en los ojos de su antigua amante, y sin poder evitar cierta aspereza en su voz, dijo:
—Ya sabe cuánto me gusta mi trabajo con los naturales.
—Y sin duda sus limosnas, doña Mariana, contribuyen a su dicha —tartamudeó fray Pedro—. La señora precisamente ha venido a hacer otro donativo.
—Pero este no es para el hospital, me temo —aclaró ella con una sonrisa—. Es para la escuela superior de los naturales.
—Pensé que eso quedaba cubierto con las dos mil fanegas de maíz de la hacienda real y la asignación de doscientos pesos para sueldos de su majestad —dijo Martí.
Ella se encogió de hombros y comentó:
—La llegada del virrey parece inminente. Su secretario viene de La Española y se le espera en cualquier momento. Así que debemos estar prevenidos por si las asignaciones cambian. Y en cuanto a la escuela, ya sabe que mi difunto esposo apoyaba al ilustrísimo señor Ramírez de Fuenleal en su iniciativa. Pero no debe preocuparse por las limosnas del hospital.
—Es usted muy generosa, doña Mariana —comentó Martí sinceramente.
—Sólo cumplo con mi deber cristiano —repuso e, inclinando la cabeza, añadió—: Y ahora, si nos disculpa, señor conde.
—Vaya con Dios —se despidió fray Pedro.
Y luego ambos siguieron su camino hacia San José de los Naturales mientras Martí retomaba sus pasos. Había sido un encuentro extraño, incómodo, que le recordó lo que otrora compartieron: tórridos encuentros sexuales y estimulantes conversaciones en torno a aquella sociedad en ciernes. La llegada del virrey ponía una nueva pieza en el tablero y ella respondía afianzando alianzas con los franciscanos, de ahí su generosidad. Martí sabía que se lo hubiera contado en uno de sus encuentros, y sonrió con melancolía ante la certeza de que había perdido a una amiga.
Absorto en sus pensamientos, siguió su camino entre el gentío que se afanaba en sus compras. Tras la marcha de Galcerán y el fin de su relación con Mariana, creyó haber encontrado en Ameyali a una amiga. «Pero ¿a quién quiero engañar? —se preguntó ya ante la puerta de su casa—. Ella nunca será sólo una amiga». Recordó entonces su propia confusión al unirse al ejército, dividido entre Martí Alzina y el conde de Empúries, y se dio cuenta de que Ameyali los reconciliaba, los convertía en una misma persona de una manera que antes no había sentido.
Mecida por el día claro, atravesé la huerta trasera de Martí, tan parecida a la del palacio de Acolman tras mi retorno de Roma que sentí que también allí mis dioses me protegían. El hogar encendido de la temazcalli esparcía su aroma resinoso, con algún madero de ocote alimentándolo. Dejé el sayo a la puerta y entré en la pequeña cúpula. Lancé agua sobre la pared caliente y me desnudé al abrigo del vapor. Luego tomé las raíces y froté mi cuerpo empezando por la cicatriz de mi seno.
Las palabras del nigromante adquirían en aquel perfumado ambiente la dimensión de la nítida verdad. Lo había comprendido el día anterior. En los arrabales sentí la fe de los míos como una necesidad, que, a falta de templos, se nutría de recuerdos que convertían las antiguas creencias en supersticiones deseosas de adaptarse a aquel nuevo mundo y reencontrarse con el viejo. Y como supersticiones, abonaban el camino para la desaparición de los dioses. Por ello entendía ahora que necesitábamos un lucero, y Coyolxauhqui, tal y como vaticinara el nigromante, era nuestra salvación, porque no sólo representaba la derrota, sino también el resurgimiento. La fe se escondía en las casas de los arrabales, cual luna menguante en el cielo estrellado. Y por ello deseaba acompañar a Martí en las visitas, pues me sentía llamada a alimentar aquella fe con Coyolxauhqui como guía.
«Martí…», suspiré. Dejé las raíces y reavivé el vapor mientras entornaba los ojos. Abracé mis piernas, noté mis senos sobre los muslos y me dejé mecer por la oscuridad. Entendía que la estrella roja de la que hablara el nigromante era él, y que a través de él me consagraría como sacerdotisa de la luna. De hecho, Martí encarnaba el espíritu de la diosa, pues atesoraba partes de mi pueblo en sus notas sobre nuestra medicina; pedazos que se unirían a otros en nuestro resurgir victorioso a través del tiempo.
Sentí que mi pecho se henchía al pensar así en él. Era incluso mejor de como lo imaginé a lo largo de aquellos años, y de pronto me pregunté si alguna vez había dejado de estar enamorada de él, si ese amor siempre estuvo allí, como semilla que no germinaba ahogada en mis obligaciones y escondida del sol por culpa de un esposo al que creí amar.
Era una habitación espaciosa, con una gran ventana que daba al patio central del palacete. Bajo esta, descansaba una arquimesa de tonos rojizos decorada con un fino relieve que representaba a un caballero de las cruzadas. Encima, cuidadosamente colocadas, había cinco miniaturas talladas en cedro que representaban caballos en diversas posturas.
Al principio, cuando Santiago le hizo saber que se demoraría en Acolman porque su hijo había enfermado, Rosario se debatió entre la duda y el desasosiego. Hasta que decidió aprovechar aquellas semanas para preparar la habitación del niño. Ahora tenía toda la ropa dispuesta en dos hermosos arcones, y por fin aquella mañana el carpintero le había hecho entrega de la arquimesa y los juguetes. Con una sonrisa, la mujer colocó entre los caballos el objeto que a ella más le agradaba: una peonza de alegres colores. Estaba segura de que las coloridas franjas en movimiento fascinarían al pequeño, e invadida por una súbita ilusión, intentó hacerla girar. Sin embargo, la peonza apenas dio un par de vueltas antes de caer inerte sobre la madera.
Cuando Mariana le aconsejó llevar a cabo aquel plan, su único objetivo era recuperar a Santiago. Poco imaginaba entonces que además se sentiría tan ilusionada con la llegada del niño. Al fin tendría un hijo, el primogénito de su amado esposo, y aunque ella no lo hubiera parido, lo criaría con todo el amor que su alma acumulaba desde hacía tantos años. De pronto, un portazo retumbó en la habitación contigua. Oyó un objeto estrellándose contra la pared y enseguida le pareció distinguir la voz de su marido en aquel idioma extraño.
Con el corazón acelerado, corrió a la alcoba de Santiago. Él estaba allí, arrodillado, llorando y golpeando el suelo con los puños. Conmovida y asustada, Rosario se acercó y le puso las manos sobre los hombros. Él detuvo sus sollozos, la miró furioso y la empujó con tal fuerza que la mujer cayó al suelo mientras él gritaba:
—¡Vete! ¿Quién te ha dicho que entraras?
Con el rostro contraído por el dolor y el pánico, Rosario movía los brazos como si no supiese qué debía hacer para levantarse. Santiago se le acercó y ella se encogió temiendo que la golpeara. Pero él la agarró del cabello y la obligó a ponerse de pie. Un alarido resonó en la habitación, pero lo ignoró y la arrastró hacia la puerta.
—Todo es culpa tuya, mujer del demonio. Tú me metiste la idea en la cabeza. ¡Traer a Hipólito! Ahora se lo ha llevado, los he perdido a los dos. —La empujó hacia fuera y Rosario se dio de bruces contra la baranda del soportal—. No vuelvas a entrar a esta alcoba, ni me mires, ni te cruces conmigo.
Ilusionado por estar de nuevo en su casa, Martí se dirigió al salón. Dejó la bolsa de medicinas colgada de la silla, se quitó la parlota y al ponerla sobre la mesa, vio que un pergamino lacrado le aguardaba. Desde el patio llegaban las risas de Huemac, que jugaba con su perro mientras Tonalna recogía los chiles maduros y Xilonen escardaba la tierra de las tomateras. Se sentó a la mesa, abrió el pergamino y leyó una carta en la que Galcerán le informaba de su inminente partida desde Villarrica. Por la fecha supo que ya hacía días que debía estar en la mar.
Alzó la cabeza y su mirada se extravió por la ventana. De pronto, su mente quedó prendida de una sensación ligera, como si flotara hacia lo que sus ojos veían: Ameyali salía de la temazcalli ataviada con un sayo que dejaba al descubierto sus hombros y delataba la forma de sus senos. Su piel desprendía destellos rojizos al sol, aún húmeda por los vapores que habían acariciado su cuerpo. Caminaba grácil hacia la casa, absolutamente ignorante de la belleza que irradiaba, y que a ojos de Martí la hacía aún más hermosa.
En cuanto abrió la puerta, pudo percibir el perfume fresco de su piel y se sintió turbado por el deseo. Entonces concentró la mirada en el pergamino, mientras sentía que el rubor afloraba a su rostro y su respiración se hacía más profunda, en un intento de controlar su corazón acelerado.
—¿Ya estás aquí? —oyó que ella exclamaba a su espalda.
Martí se volvió e intentó adoptar un tono desenfadado.
—Bueno, ayer entendí que querías ayudarme en los arrabales…
Ella se sentó junto a la mesa y él, azorado, bajó la mirada sin poder evitar que los ojos se desviaran por un instante hacia el escote del sayo. Ameyali sonrió y le acarició el rostro.
—¡Ay, Martí! Sigues siendo mi enviado de Quetzalcóatl.
Inesperadamente, él se apartó de mí con un gesto violento que hizo rechinar la silla en el suelo.
—¡No vuelvas a eso! —dijo conteniendo su rabia—. Soy un hombre, sólo un hombre.
Entonces se giró y se fue a grandes zancadas, escaleras arriba. Su reacción me devolvió a Roma. «Tú debes de ser un enviado de Quetzalcóatl, así lo siente mi alma, Martí, así lo siente», le dije una vez en el claustro del convento donde me hospedaba. De ahí nació nuestra relación: él cuestionó a mis dioses y fortaleció mi fe con ello. Pero ahora me daba cuenta de que en verdad Martí lo hizo porque, enamorado de mí, quería ser sólo un hombre a mis ojos, no un ser intocable como su Jesucristo. «Entonces huí de él; lo he herido», me dije mientras me ponía en pie.
Subí las escaleras, enfilé el estrecho pasillo y abrí la puerta de la habitación del fondo sin llamar. Era mucho más pequeña que la mía; sólo cabía un camastro y un baúl en un rincón. Él se había quitado el jubón y lo tiraba con rabia al suelo. Al verme, se irguió entre la pared y el camastro. Alto, de cuerpo vigoroso, la fuerza que emanaba contrastaba con su mirada indefensa, las manos plegadas por delante de su greguesco y el pelo revuelto.
—Porque te crea enviado a mi vida por los dioses, no dejo de verte como a un hombre —le dije acercándome hasta que su cuerpo rozó el mío—. Al contrario.
Mis manos se posaron en su pecho y nuestros labios se unieron. Su sabor me sumergió en las aguas del lago que siempre vi en sus ojos, y de pronto flotaba y las ondas me mecían libre y completa. Me aferré a él, a su nuca, a su cabello, mientras, suave y densa, su boca me recorría. Mi lengua afloró en busca de la suya, y cuando se encontraron, sentí que me tomaba de la cintura y me alzaba al vuelo mientras mis piernas abrazaban su cintura.
Mariana suspiró aliviada cuando salió de la escuela de San José de los Naturales, a pesar del ardiente sol que caía sobre sus pesados ropajes de luto. Dos sirvientes la aguardaban en la puerta, pero apenas los miró cuando empezó a caminar hacia la plaza de la catedral. Le había dolido ver a Martí dichoso, sin compartir su felicidad con ella. Las atenciones que momentos antes le dispensara el obispo Zumárraga y las informaciones que le diera Ramírez de Fuenleal le habían parecido insustanciales. Que el secretario del virrey ya se hallara en Villarrica se le antojaba una minucia cuyas implicaciones no tenía ganas de analizar.
Su plan para recuperar a Martí seguía esbozado en su mente, pero el encuentro de aquella mañana le había hecho perder convicción, y dudaba de sus resultados. «Demasiados riesgos», pensaba, aunque ya había dado el primer paso con aquel donativo, pues venía a afianzar su posición ante los dos clérigos más importantes de la ciudad para cuando los necesitara. Sin embargo, le dolía constatar que Martí no la echaba de menos. Además, la existencia de aquellos dos sirvientes secretos le decía que él nunca había confiado en ella.
Al entrar en la plaza de la catedral, Mariana sintió que su casa solitaria le pesaba como una losa y no le apeteció regresar tan pronto. «Es mejor que me distraiga», se dijo con un suspiro que le costó exhalar. Así que volvió hacia el portal de los mercaderes, seguida a cierta distancia por sus siervos.
—Doña Mariana —oyó de pronto a sus espaldas.
«¡Rosario! Ahora no», pensó al reconocer la voz. No le apetecía ver en sus ojos la felicidad de haber recuperado a su esposo gracias a aquel hijo que le haría comer de sus manos. Por ello, fingiendo no haberla oído, continuó su camino.
—¡Espera, por favor! —gritó la mujer.
Mariana no pudo ignorarla y se volvió. Rosario se precipitó, casi en indecorosa carrera, cubierta con toca y un velo que protegía sus ojos.
—Querida, ¿comprando regalos para el pequeño Hipólito?
La mujer se detuvo ante ella y se alzó el velo. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados por el llanto.
—Iba a la iglesia, pero te vi y…
Mariana le bajó el velo, la tomó del brazo y le hizo reemprender el camino hacia la puerta de los mercaderes mientras preguntaba con sincera sorpresa:
—¿Qué ha pasado?
—Santiago ha vuelto, pero está como loco —murmuró Rosario dejándose llevar.
—Es normal —señaló Mariana, presa de una súbita comprensión—. Si amaba a la india, al principio estará dolido. Pero no se lo tengas en cuenta. Tú haz feliz al niño y él volverá a tus brazos.
—No es eso —repuso Rosario al salir de la plaza y enfilar la calzada llena de tiendas—. No ha traído al niño. Al parecer, la india se lo ha llevado.
Entonces Mariana se dio cuenta de la perversidad del amor, pues sus pasos le habían conducido, sin quererlo, hacia la casa de Martí. Desde donde estaba, veía su puerta y le pareció una burla.
—¡Oh, todo ha salido mal! —gimió Rosario—. No me quiere hablar, no quiere verme. ¡Me culpa de todo!
La viuda se detuvo y se volvió para dar la espalda a la puerta de su amado.
—No temas. Se nos ocurrirá cómo arreglarlo —le dijo en un intento de consuelo que, en verdad, se daba cuenta de que iba dirigido a sí misma.
Entonces Rosario se alzó el velo y exclamó con incredulidad.
—¡Es ella! Va con el médico.
Mariana se volvió. Martí salía de su casa acompañado por una hermosa joven india. La mano que él había apoyado en su hombro ahora se deslizaba por el brazo en un gesto que delataba la complicidad que había entre ellos, y pudo ver en la mirada de Martí la fascinación que le producían los elegantes movimientos y la luminosa sonrisa de la mujer. Con amargura admitió que ella nunca le había despertado nada parecido.
—¡Estoy salvada! El conde de Empúries sabrá dónde está el niño…
—Espera —la interrumpió Mariana pensando muy rápido. No le gustaba la irrupción de Santiago, porque introducía un elemento difícil de controlar—. Ya sabes que el doctor protege a los indios. No es buena idea que intervengas. Déjame a mí, soy su amiga. No le digas nada a tu marido. Yo te entregaré al niño, y entonces él volverá a ti.
Un lujoso carruaje cerrado avanzaba por delante de tres carretas cargadas de baúles y esclavos. La caravana iba escoltada por un escuadrón de caballeros con los uniformes de la guardia real.
El pasajero se acodó en la ventana y acarició su espesa barba negra. Viajaba sin familia, pues su mujer y el niño llegarían más tarde, con su tío político, el virrey de la Nueva España, del cual él era secretario personal. Pero no le pesaba la soledad en tierras extrañas; al contrario, por primera vez en mucho tiempo se sentía libre del yugo de su familia política, los orgullosos Mendoza.
De pronto, el sargento que comandaba al escuadrón se puso a la altura de la ventana y le impidió observar el paisaje cerrado. Entonces lo miró y dijo:
—Texcoco ya está cerca. Allí le espera una primera comitiva enviada por el cabildo de México, mi señor Mascó.
Alfons sonrió, satisfecho y excitado ante la novedad.