XLI

Ciudad de México, año de Nuestro Señor de 1535

La estación de lluvias iniciaba su declive, y en la huerta de Martí los chiles relucían al sol matinal mostrando los tonos rojizos de la madurez. Desde la ventana de la alcoba pude ver a Xilonen cargado de forraje para el único caballo de la cuadra, mientras a mi espalda oía cómo mi hijo refunfuñaba. A los pies de la cama, Huemac luchaba contra el nudo de su maxtlatl, que parecía rebelarse entre sus manos. Me acerqué para ayudarle, pero él negó con la cabeza:

—¡Puedo solo! —exclamó, y clavándome por un instante la mirada preguntó—: Mamá, ¿cuándo volveremos a casa?

—Cuando sanes del todo, hijo —respondí cruzándome de brazos mientras me apoyaba en el alféizar de la ventana.

—Ya estoy bien; no vomito ni nada —insistió mientras anudaba los extremos de la tela que le cubría.

—Cierto, pero aún estás muy delgado, te faltan fuerzas y el viaje es largo.

Al fin, Huemac dio por acabada su tarea y me miró triunfal. Pero sólo fue un instante, pues enseguida enarcó las cejas, lastimero, y dijo:

Kolo estará solo, y papá dice que debo cuidarlo.

Me agaché delante de mi pequeño para arreglar los pliegues del maxtlatl mientras respondía:

—No te preocupes; Yaretzi e Itzmin seguro que cuidan de él. —Me erguí de nuevo rogando para que así fuera, por que ambos estuvieran bien, y revolviendo el cabello lacio de mi hijo, añadí—: Anda, ¿por qué no vas a ayudar a Xilonen con el caballo?

A Huemac se le iluminó el rostro al oír aquello y salió corriendo de la habitación. En cuanto cerró la puerta, un profundo suspiro huyó de mi pecho y, angustiada, me senté en la cama.

La oferta de Martí era generosa y me mantenía ocupada. Por el momento sabíamos que Santiago seguía en Acolman, aun así me resistía a salir a las calles por miedo a ser reconocida. Sólo en contadas ocasiones, al caer la noche, le había acompañado para visitar alguna choza de los arrabales, sobre todo para atender a mujeres. Así que la mayor parte de mi tiempo lo pasaba en casa. Él había acumulado conocimientos de muchas plantas medicinales, pero a menudo su información era incompleta. Así que yo pasaba buena parte de las mañanas anotando en náhuatl mis propios conocimientos sobre sus efectos, mientras que por las tardes él solía dejar tiempo para compartirlos, y juntos preparábamos emplastos o tisanas, cuyas propiedades añadía a sus notas en latín. Adoraba aquellos momentos. A pesar de estar atrapada por mi propia situación, me sentía libre, pues con él no había silencios embarazosos. Las plantas eran siempre el principio de charlas en las que Martí me confesaba sus propias contradicciones, nacidas de sus deseos de ayudar al pueblo que acogiera a su padre y de la sensación de que con ello contribuía a matar a nuestros dioses. Y yo podía compartir con él mis sentimientos como jamás pude hacerlo con otra persona; desde luego, no con Santiago. Me daba cuenta de que, a lo largo de los años, mi posición frente a los míos me había obligado a un silencio que ahora me pesaba y que la sola presencia de Martí en la casa aligeraba mi carga.

Sólo una cosa reservaba para mí: las palabras del nigromante. Pues aunque mi razón me hiciera concluir que mis sensaciones provenían de la luz de Quetzalcóatl, mi corazón, a diferencia de lo que sucediera en Roma, parecía pensar por su cuenta. Y a cada latido me recordaba que Martí era un hombre muy parecido al que había imaginado a lo largo de los años; un hombre que encendía el rubor de mis mejillas si su mano rozaba la mía y cuyo retorno me ilusionaba como jamás me pasara con las largas ausencias de mi esposo. «Pero no puedo esperar más allá de lo que ya ha hecho», admití vencida. Aunque tuviera la sensación de que podía pasar los años así, con él, debía pensar en mi hijo. Tenía que proporcionarle un futuro, y eso convertía mi estancia en casa de Martí en una solución provisional.

—¡Oh, un perrito, un perrito! —oí jubiloso a Huemac desde el patio.

Me puse en pie y me asomé por la ventana. Entonces, agachado junto a Xilonen, vi a un desconocido que parecía ofrecerle un cachorro. Alarmada, salí de la habitación y corrí escaleras abajo, temiendo que alguien nos hubiera delatado. Intentando controlar el temblor que amenazaba a mi cuerpo, salí al patio. El desconocido se había erguido. Vestía pantalones y camisola, y su manto estaba polvoriento. Sus rasgos mexicas se veían surcados por la edad y su piel estaba curtida por el sol. En su rostro se adivinaba la cicatriz de un bezote lucido antaño, y su complexión era fuerte y orgullosa como la de un antiguo guerrero. Entonces mi hijo me vio y, tomando al cachorro en brazos, exclamó:

—¡Mira, mamá! ¡Es para mí!

—Precioso —le respondí ya junto a ellos. Miré al hombre que lo había traído y añadí—: ¿Y a qué se debe tan generoso presente?

El desconocido respondió a mi mirada con una expresión de sorpresa que pareció humedecer sus ojos, mientras sus labios se movían sin que su voz articulara palabra. Sentí que el temor crecía en mi interior: «Me conoce, pero ¿de qué? ¿Quién es?».

—¡Vaya, Mixcóatl! Lo has logrado —oí de pronto a mis espaldas.

Me volví y vi que Martí se acercaba a nosotros sonriendo.

—¿Te gusta, Huemac? —añadió acariciando al perro que mi hijo sostenía.

—¡Pues claro!

—Le pedí a Mixcóatl que le consiguiera un buen cachorro —me explicó Martí poniendo la mano sobre mi tenso hombro—. Es de confianza.

—No sabía que tenías más gente a tu servicio —logré decir, vencido ahora mi temor por la sorpresa.

—Supongo que aún hay cosas que debería contarte, pero todo a su tiempo —anunció con desenfado. Y volviéndose al hombre añadió—: ¿Y el resto del encargo?

—Cumplido, mi señor —respondió bajando la mirada con respeto.

—Bien, pues ahora descansa. Y los demás, al trabajo —ordenó Martí risueño. Luego se inclinó frente a mi pequeño y dijo—: Y tú, Huemac, debes dar de comer a esta fierecilla. Ve a pedirle algo a Tonalna.

Con el cachorro en brazos, mi hijo salió corriendo hacia la cocina mientras los dos hombres se retiraban. Entonces, con la mirada perdida entre los chiles que crecían en la huerta, le dije a Martí:

—Te daría las gracias si no me hubiera asustado tanto.

—Lo siento, Mixcóatl viene y va y no había tenido oportunidad de presentártelo.

—Ni de hablarme de él.

—Lo haré, pero… —suspiró—. En verdad, lo que hace para mí es muy arriesgado. Mientras menos personas lo sepan, mejor.

Me volví hacia él. Había bajado la cabeza, como si quisiera ocultar una expresión entre meditabunda y pesarosa que yo percibía con toda claridad. Mi mano entonces se acercó a su brazo y lo acarició, mientras le decía conmovida:

—Gracias, ha sido un gesto muy tierno.

Él sonrió y me miró con un suspiro aliviado.

—Por cierto, ¿no deberías estar en el hospital? —le pregunté, de pronto cayendo en la cuenta de que no era habitual verlo en casa por la mañana.

—He venido a pedirte un favor. Pero implica salir a plena luz del día. Necesito tu ayuda.

Santiago Zolin cabalgaba por los límites de su encomienda, siguiendo la ruta que conducía a Texcoco. Delante de él, hundiendo las sandalias en el barro del camino, avanzaba el hijo mayor de Tecolotl. Detrás le seguían Gabriel y Kolo, al que había traído con el convencimiento de que hallaría el rastro de su hijo si lo que le habían dicho era cierto.

Habían pasado semanas desde la huida de Ameyali y el dolor se había endurecido como una piedra en su pecho, convertido en un muro que apoyaba los miedos que latían en su corazón. Seguía amándola, ella era suya, y aún no comprendía cómo se le había escapado así de entre las manos. Si Ameyali respetaba las antiguas costumbres por las que se habían unido en matrimonio, ¿cómo podía ofender así a los dioses vencidos? ¿Y cómo se le ocurría hacerlo poniendo en peligro a su hijo y a ella misma?

El camino empezaba a ensancharse bajo el ardiente sol del final de la estación de las lluvias. Dejaron atrás los últimos magueyales y los pinos dieron paso al bosque que marcaba las lindes de sus tierras cuando, de pronto, Kolo huyó a la carrera y se perdió por una curva del recorrido. Entonces oyeron unos ladridos.

—Lo ha encontrado —afirmó el hijo de Tecolotl volviéndose hacia él.

El perro aulló lastimero, y esta vez a Santiago le pareció que su gemido lo atravesaba como el filo de la obsidiana. Sabía que Xolotl, dios de la vida y la muerte, había entregado a los hombres a aquella raza de perro, y que los xoloitzcuintles guiaban a las almas de los muertos en su viaje al Mictlán. Presa del pánico, espoleó su montura, tomó la curva al galope y otro aullido lo guió fuera del camino. Entonces hizo que el caballo se detuviera en seco y desmontó de un salto. Entre los elevados árboles cuya sombra mantenía el sotobosque despejado de matojos se veían los restos de un carro. Sólo conservaba una rueda; la otra estaba en el suelo, medio cubierta por la pinaza. Parecían haber roto partes de la baranda a hachazos y la intemperie pudría la madera. Podría ser un carro cualquiera, pero Kolo estaba sentado al lado, gemía lloroso, se inclinaba para oler en el suelo y retornaba a sus gemidos. Santiago se acercó y, de entre las patas del animal, recogió un objeto: la cruz de san Antón. ¿Los había atacado acaso algún forajido?

Aferrando la cruz, se abalanzó sobre los restos del carro, buscando rastros de sangre, de violencia más allá del destrozo material. Pero no sabía distinguirlas. Las maderas estaban deterioradas y las manchas podían ser de sangre, barro o resina. De pronto, se detuvo con el rostro contraído. Se daba cuenta de que le resultaba menos hiriente pensar que ella le estaba engañando, que aún podía recuperarla, recuperarlos.

Entonces oyó pasos sobre la pinaza a sus espaldas y se giró. Gabriel y el hijo de Tecolotl se detuvieron.

—Regresad a Acolman. Gabriel, tú estás a cargo de la administración. Encárgate de que ese y su familia no vuelvan a pisar mi palacio —ordenó. Y mirando al primogénito de su antiguo cihuacóatl, añadió—: De momento estáis a salvo, pero seguid buscando. Esto puede ser una treta para que yo piense que están muertos.

—¿Y qué hará usted, mi señor? —preguntó el esclavo negro.

Santiago Zolin montó su caballo y, sin mirarle, respondió:

—La encontraré.

Lejos de las calzadas principales, íbamos dando un rodeo por callejuelas que se estrechaban junto a los canales, llenos de un lodo que se hacía pestilente cuando pasábamos por una curtiduría. Un manto de ixtle oscuro cubría mi cabeza, a pesar de que la mayoría de gentes con quienes nos cruzábamos eran mexicas, ocupados en sus trabajos artesanos. A medida que avanzábamos, las viviendas se tornaban más humildes, y aunque ello me hacía sentir segura, seguí con la cabeza baja.

—Está en la calle de los cazadores de patos, junto a las ciénagas donde desembocan los canales —dijo Martí.

Íbamos a visitar a un joven que corría peligro de perder un brazo a causa de un accidente en una obra que nada tenía que ver con su propio oficio. Martí me había contado que en la ciudad los mexicas no pagaban tributos, pero se veían obligados a trabajar cuando se les requería para ello. Según turnos establecidos por el jefe de barrio, eran asignados a un juez que los repartía por las diferentes obras que se hacían para acondicionar la ciudad. Era como un tequio pervertido, y de pronto pensé que aquello no difería demasiado de lo que yo había estado haciendo para Santiago, pues al final, todo lo que nos había traído prosperidad pertenecía al señor de Acolman. «Y yo que creía que los liberaba», pensé. Suspiré con pesar y, queriendo ahuyentar mis recuerdos, comenté:

—No comprendo por qué no lo llevaron al hospital cuando sucedió el accidente. No es la primera vez que atiendes a un herido por las obras del acueducto.

—Ameyali, los repartimientos son una cosa, pero la práctica es otra.

—No te entiendo. ¿Qué se hace? —pregunté mirándolo de reojo.

Él sonrió con amargura y respondió:

—Mil cosas. En este caso, no se accidentó en el acueducto de Chapultepec, de eso estoy seguro. Diría que la herida fue causada por una coa con punta metálica. Supongo que lo sacaron de donde le tocaba trabajar y lo pusieron en alguna huerta privada. Piensa que siempre se puede sobornar al juez repartidor, a los alguaciles, a los capataces… Y si en el acueducto hay menos trabajadores de los asignados, nadie lo ve.

—¿Quieres decir que le amenazaron para que no fuera al hospital?

—Sí, y para que no cuente dónde estaba realmente. De todas formas, Ameyali, prefiero que no le hables de eso. Sólo quiero saber qué le están dando a mis espaldas. A veces, las supersticiones empeoran la enfermedad.

No pude evitar que una sonrisa aflorara a mi rostro mientras doblábamos una esquina y entrábamos en una calle que bordeaba una ciénaga.

—¿Y cómo lo hacías antes de tenerme cerca? Seguro que no es la primera vez que ocurre algo así —señalé.

—Desde luego, y he perdido pacientes por ser extranjero y no contar contigo. Por eso te he hecho salir. Tiene la fiebre muy alta y… Es aquí.

Me tomó del brazo y me hizo detenerme delante de una choza de donde salía el humo por las grietas del tejado de cañizo. Martí apartó el manto que cubría la puerta y, poniendo con suavidad su mano en mi espalda, me indicó que pasara delante de él. Enseguida llegó hasta mí un repicar de piedras acompañado de un familiar murmullo que entonaba una canción contra los malos espíritus. Al entrar, apenas tuve tiempo de ver al enfermo tumbado y a un anciano acuclillado cerca del fuego. Enseguida una mujer abandonó el telar que había en una esquina y se puso delante de mí mientras advertía la presencia de Martí, que me seguía.

—Doctor, no le esperábamos —dijo la mujer.

El anciano interrumpió su canto, se puso en pie y vino hacia nosotros.

—He traído a alguien que puede ayudaros —respondió Martí.

Entonces me descubrí la cabeza y la sorpresa afloró al rostro del hombre, se empañó su mirada y enseguida bajó la cabeza respetuosamente mientras preguntaba:

—¿Eres tú la sacerdotisa que cantaba a Xochiquetzal? Mi mujer era tejedora y veneraba especialmente a la diosa.

Alargué la mano hasta su barbilla y le hice levantar la mirada para que viera mi asentimiento. Las pupilas estaban dilatadas por el efecto del ololiuqui y le pregunté:

—¿Eres tú un hechicero y curandero?

—No. Yo siempre he sido cazador de patos, y de joven solía llevar las piezas que obtenía a casa de un hombre que era curandero. Algo aprendí, pero en estos tiempos no queda mucho más que los recuerdos.

—¿Puedo ver lo que dicen las piedras?

—Por supuesto, mi señora. Es mi nieto y ella es su esposa.

La mujer había bajado la mirada y un ligero temblor la recorría.

—Tranquila, todo irá bien —musité acariciándole el hombro.

Ambos me abrieron paso, y mientras Martí se quedaba en el umbral de la puerta, me acerqué al enfermo y me agaché. Las piedras estaban a su lado, y apenas les eché un vistazo, pues poco sabía de su magia. Pero a la luz de la lumbre pude comprobar que la herida, tal y como me contara Martí, supuraba. Sin embargo, observé algo que a él le pasó inadvertido: la piel que la bordeaba estaba amarillenta.

—¿Le estás poniendo tabaco en la herida? —pregunté al anciano.

—Sí, señora.

Miré a Martí y él frunció el ceño. Entonces le dije al hombre:

—A las piedras no les gusta. ¿Por qué no haces caso al médico?

—Es blanco. Sé que trae buenas intenciones, recuerdo a su padre, pero con esta herida… Los castellanos se la han hecho, mataron a nuestros dioses, pero no a los malos espíritus, y ahora están en el cuerpo de mi nieto. Con el tabaco los ahuyento.

Entonces me puse en pie y me acerqué al hombre. Tomé sus manos entre las mías y le dije:

—¿Y si yo te pido que hagas caso a lo que te dice el médico blanco? Está bendecido por Quetzalcóatl. Confía en él, te lo ruego. Él espantará a los malos espíritus. Usa sólo maguey, como el doctor te ha dicho y el iztacpactli. Eso complacerá a los dioses y ayudarán a tu nieto.

—¿Están vivos?

—Sólo si los mantienes en tu corazón. Toma mi manto, quédatelo. Está tejido como lo hubiera hecho tu esposa, con la bendición de Mayahuel. Ella también ayudará a tu nieto.

El hombre lo tomó con los ojos humedecidos mientras la mujer no dejaba de murmurar su agradecimiento.

—Volveré a veros —les aseguré.

Y salí de la casa con la cabeza descubierta. Cerré los ojos y dejé que el sol calentara mi rostro. De pronto, había visto en aquella choza a Coyolxauhqui, pues la fe en los antiguos dioses menguaba como ella lo hacía, incluso parecía que desaparecía, pero en realidad seguía persistiendo. «Sólo les hace falta esperanza en que llegará el momento de la luna llena —pensé sintiendo que esa esperanza prendía con una fuerza inusitada en mi corazón—. ¿Es esto ser sacerdotisa de la luna?». Entonces noté la mano de Martí en mi hombro.

—Gracias, Ameyali.

Su susurro llegó a mi cuello como una brisa fresca que me acariciaba y me daba una profunda sensación de paz. Abrí los ojos, me volví hacia él y vi sus labios sonrientes. Deseé besarlo, abrazarlo, pero sólo pude responder con una sonrisa:

—Gracias a ti.

Mariana pagó lo convenido al cacique indio del barrio de San Pablo, y en cuanto el hombre se marchó, se quedó pensativa. Interesante información: el conde de Empúries mantenía en secreto unos criados de los que nunca había dicho nada. Entendió lo de la mujer, pues posiblemente a Martí no le interesaba que los frailes descubrieran que le ayudaba una curandera india. Pero ¿el hombre?, ¿en qué tarea se ocupaba? Quizá su amante durante todos aquellos años ocultaba algo que, si ella descubría qué era y daba los pasos adecuados, podía jugar a su favor para recuperarlo. La dama sonrió.