Ciudad de México, año de Nuestro Señor de 1535
Era una habitación pequeña y cuadrada, con una silla y un camastro bajo un ventanuco que daba a un huerto trasero. Las paredes desnudas y rojizas relucían bajo el reflejo del pequeño hogar que crepitaba a todas horas y sobre el que se dibujaban mis fantasmas cuando fijaba la vista en la oscilación de las llamas. El amanecer no desvanecía mis temores, pero me traían el sosiego de ver los ojos abiertos y lúcidos de Huemac. Había pasado una semana y mi hijo ya empezaba a mejorar.
Aquella mañana se había sentado en la cama y bebía por sí solo el atole endulzado con miel que le había preparado. Aún no tomaba alimento sólido, pero empezaba a aceptar algo de carne desmigajada con la sopa, y la fiebre había desaparecido del todo. Sentada a su lado, observaba sus delgados brazos temblorosos al sostener el cuenco. El niño se había empeñado en hacerlo por sí mismo, y yo me repetía que era una buena señal. Sin embargo, llegaba la hora en que debía preguntarme qué hacer en cuanto estuviera recuperado, y me sentía perdida, por lo que me aferraba a la seguridad del día a día. «Si por lo menos pudiera consultar a los dioses», me lamentaba. Pero, en aquella ciudad, ¿dónde podía hallarlos? Sólo me quedaba la posibilidad de ir a ver a la diosa madre Coatlicue, pero temía que su disfraz de Virgen se hubiera apoderado de ella y, en todo caso, necesitaba ayuda para poder llegar al monte Tepeyac.
Hasta entonces, había permanecido en la habitación, y debía admitir que me daba miedo salir de la casa. Dormía sobre una estera, a los pies del camastro, y sólo bajaba a la cocina para preparar tisanas y el alimento que Huemac era capaz de tolerar. Aunque Martí había dado orden a Tonalna para que nos atendiera, no quería darles más trabajo. Él pasaba casi todo el día fuera, y sólo lo veía cuando entraba a la habitación para examinar a mi hijo. Apenas habíamos hablado y nuestras pocas conversaciones siempre giraban en torno a la enfermedad de Huemac y el mejor tratamiento para paliarla. No me había hecho preguntas, por mucho que a medida que avanzaran los días yo necesitara darle respuestas. Pero cuando le expresaba mi agradecimiento, me parecía percibir en él cierta incomodidad, por lo que me resigné a aceptar su generosidad tal y como él quería brindárnosla. Aun así, a pesar de la distancia que imponía, me reconfortaba que fuera él quien nos ayudara.
—Ya estoy, mamá —anunció Huemac mientras me mostraba el cuenco vacío.
—Bueno, pues ahora toca dormir un rato —dije mientras lo ayudaba a recostarse de nuevo en la cama.
Lo arropé cuidadosamente y le di un beso en la frente. Al poco, su respiración se tornó profunda y pausada, y entonces salí de la habitación. Bajé las escaleras para dirigirme a la cocina, y al pasar por la estancia principal, vi a Martí junto a su mesa de trabajo. En pie, con los brazos en jarras y el ceño fruncido, murmuraba palabras ininteligibles hasta que me vio. Apretó los labios, tenso, pero sus cejas se arquearon e hicieron más afable su expresión, mientras fijaba la mirada en el cuenco vacío que llevaba entre mis manos.
—Ya se ha tomado el atole —observó en tono neutro.
—Lo pidió él mismo; tenía hambre.
Martí se rascó la nariz y, evitando mis ojos, dijo:
—Había traído cacao para que lo añadieras… En la próxima toma, supongo. Le ayudará a recuperarse y así podrás marcharte cuando desees. —Y alzando la cabeza añadió—: Aunque espero que esta vez tengas la cortesía de despedirte.
Bajé la cabeza, ruborizada, incómoda. Por primera vez percibí que le molestaba nuestra presencia, pero no podía hacerle ningún reproche. Aun así, me sentí dolida, y mientras me volvía hacia la cocina para dejar el cuenco, me dije que era mejor quedarme en el cuarto con Huemac.
—¿Tú también has comido? —oí que preguntaba a mi espalda—. Porque si no es así, podrías compartir tu almuerzo conmigo.
La propuesta me sorprendió e hizo asomar una sonrisa a mis labios. Con un suspiro me giré de nuevo hacia él. Me miraba con expresión adusta, y me recordó en parte al Zolin más severo de mis últimos días en Acolman. Pero Martí no cerraba los puños, sino que se sujetaba las manos a la altura de la cintura, como si temiera que huyeran de su cuerpo, y el brillo de sus ojos me devolvió al enviado de Quetzalcóatl que había aparecido en mis sueños.
—Estaría encantada.
Entonces llamó a Tonalna para decirle que comeríamos juntos.
—Puedo ayudarla —me apresuré a intervenir.
—No, eres mi invitada, por favor —insistió él.
La criada se acercó a mí con una contagiosa sonrisa mellada y tomó el cuenco entre mis manos.
—Siéntese, señora, siéntese. Ya ha oído al señor.
Y desapareció en la cocina mientras Martí señalaba una silla junto a la mesa.
—Siento lo de antes, es que… —Se encogió de hombros mientras arrinconaba los papeles para hacer sitio a la comida—. Ha estado absolutamente fuera de lugar.
—Tienes derecho. No obré bien, pero no quería hacerte más daño —mentí mientras pensaba: «No quería hacerme más daño a mí misma, ni caer en tus brazos».
Él se sentó y al fin me miró directamente a los ojos.
—¿Esta vez también habrá secretos entre ambos? —preguntó.
—Esta vez quería explicártelo todo desde el principio, pero…
—Lo entiendo —me interrumpió él—. La prioridad era tu hijo. Pero ahora está mejor y, en fin, me dijiste que necesitabas esconderte. ¿Por qué?
Entonces se lo conté todo. Todo, excepto los momentos en los que me acordé de él, y cómo lo imaginaba pasados los años. Él conocía a Santiago y a su esposa, pero no sólo le hablé de ellos y de cómo descubrí su matrimonio, sino que me remonté a la reacción escandalizada de fray Antonio tras la concepción de Huemac. Por ello debía esconderme también de él. Martí al principio escuchó, cada vez más relajado, más cercano. Luego expresó su desaprobación por la conducta de algunos frailes, y sonrió cuando supo que me había reencontrado con mis dioses. De pronto, mientras comíamos, nos vimos envueltos por un halo de complicidad parecido al de nuestras conversaciones en Roma. Sólo había una diferencia: la intensidad con la que yo lo sentía, quizá porque esta vez no quedaron verdades sin contar, y con ello respondía a mi necesidad de no ocultarme más a pesar de vivir escondida.
—¿Y qué piensas hacer ahora? —preguntó—. No creo que puedas volver a Acolman, pero ¿cuál es la alternativa?
—Por lo pronto, quiero darte las gracias. Luego necesito pedirte otro favor. Quizá pudieras acompañarme a ver a la Virgen de Guadalupe. Eso me ayudaría.
—¿A la Virgen? —sonrió.
Me encogí de hombros y respondí:
—Dicen que es Coatlicue disfrazada.
Mariana deshizo el recogido de su cabello y sacudió la melena, pero no tuvo ánimos ni para cepillárselo ni para quitarse el sobrio vestido de luto. Simplemente se dejó caer en la silla del tocador y evitó la mirada que le devolvía el espejo. Pero no consiguió con ello desviar la atención de sus pensamientos: «¿Me he equivocado?». No podía dejar de hacerse esa pregunta, asediada por un dolor en el pecho ante la posibilidad de que la respuesta fuera afirmativa. Tenía la certeza de que Martí se había marchado furioso. Ni siquiera se quedó a almorzar, a pesar de que había sido invitado especialmente. Y eso le dolió; su alma golpeaba con fuerza sobre su cuerpo, y de pronto se sentía vieja.
La muerte de su marido le dejó una sensación de desamparo, sin tutela masculina a la que aferrar su libertad. Sin embargo, pasadas las semanas, le embargaba una pena silenciosa, llena de paz y de agradecimiento por los años compartidos. Pero también demostraba lo que sabía desde que él enfermó: lo había perdido tiempo atrás, cuando Cristóbal varó su ambición en el corregimiento. Mariana se daba cuenta ahora de que, más que la ambición, le seducía el camino que serpenteaba entre sus entresijos. El conde de Empúries no podía estar más lejos de todo ello, o eso decía. Y sin proponérselo, habían pasado ya seis años. Esto le hizo pensar en dar un paso más, siempre dentro del pacto tácito que existía entre ambos.
No contó con su reacción ni con aquel inesperado dolor en el pecho. Mariana se escrutó en el espejo. Quizás había una explicación. «Me he enamorado», admitió adusta, con las mandíbulas en tensión. Eso sí que se salía de todo pacto. «Pero él no lo sabe —pensó—. Volverá».
Erguido y con paso seguro, Martí caminaba entre los palacios del barrio de San Pablo Teopan. Las calles estaban desiertas, adormiladas por la hora de la siesta, y el silencio reinante hacía que sus pensamientos fluyeran con claridad. Era consciente de que iba a enfrentarse a una dura situación, pero se sentía animado. Debía admitir que la conversación con Ameyali le había devuelto una confianza como la que compartieran en Roma, pero esta vez cimentada en la verdad. «No ha sucedido antes porque yo no la he dejado sincerarse», admitió. Ahora tenía la sensación de que ella le brindaba la amistad que necesitaba, sobre todo tras la marcha de Galcerán.
Pero enseguida sus pensamientos se volvieron hacia Mariana y la sinceridad de su relación. Consideraba que su trato hacia ella era fruto de un intento de mantener sus barreras de protección, aquellas que le permitían parecer quien necesitaba aparentar, para luego hacer lo que realmente deseaba. Martí había obrado a su antojo durante toda su vida, incluso haciendo cosas a escondidas de la gente que más amaba, pero nunca había dejado de contar con la confianza de los que le rodeaban. Sabía que en el fondo no era un solitario. Y por una vez sentía que con Ameyali podría compartir su secreto, al contrario que con Mariana.
Al final de la avenida, jirones de nubes blancas regalaban su reflejo al lago, creando la ilusión de que el agua se contagiaba del sutil movimiento del cielo. «Necesitamos creer que las cosas no cambiarán», se dijo mientras llamaba a la puerta del palacio de Mariana. Pensó que tenía con ella un pacto irrevocable, pero su propuesta de aquella mañana lo cambiaba todo y le había pillado absolutamente desprevenido.
La misma doncella de siempre, con el sayo y la toca de riguroso luto, le condujo hacia la segunda planta. Entre los cuadros caballerescos y los paisajes de Cuba que decoraban las paredes del pasillo, Martí comprendió que no se había enfadado con su amante por no respetar su pacto tácito. Se daba cuenta de que su mal humor se debía a su propia falta de previsión, pues Mariana le había dado señales claras desde el mismo momento en que falleció don Cristóbal.
Ella aguardaba sentada bajo el abanico de plumas de trogón y el magnífico penacho que coronaban la chimenea. El negro de su vestido y el oscuro cabello suelto destacaban su rostro pálido. Abandonado su porte sensual y elegante, Mariana se llevaba una copa a los labios, pero su mirada clavada en Martí no había perdido la altivez que le era natural.
—Te esperaba —anunció con sequedad.
Él tomó asiento frente a ella con un suspiro.
—Perdona mi actitud de esta mañana, no era la adecuada. Es que no me lo esperaba. Pensé que nuestra relación nada tenía que ver con el amor.
Mariana entonces se incorporó, dejó la copa en la mesa y le dedicó una sonrisa temblorosa que iluminó sus afilados rasgos.
—Y no tiene que ver con el amor, Martí. Es una cuestión práctica que beneficia a ambos.
—Una decisión así no se puede tomar a la ligera.
—Cierto, discúlpame. Siento haberte recibido como lo he hecho. Tendrás tiempo para hacerte a la idea. Como comprenderás, la propuesta no implica casarnos de inmediato, pues he de guardar luto. Pero podemos aprovechar para que vayas conociendo los entresijos del corregimiento de mi difunto esposo.
Martí le tomó la mano y la acarició con dulzura mientras decía:
—Es que no quiero un corregimiento. Nunca lo he querido.
Mariana retiró su mano y se apartó, echándose hacia atrás. Aferró los brazos de la silla con rabia y preguntó con voz serena:
—¿Es porque aspiras a un partido mejor? ¿Una encomienda, quizá? Desde luego te daría mayor libertad que el corregimiento.
—Sabes que nunca he querido un corregimiento ni una encomienda. Soy feliz con lo que hago.
—¡No me creo tu falta de ambición! —exclamó ella golpeando el brazo de la silla.
—Quizá mi ambición se define en otros términos. Y sabes que amo mi libertad.
—En ese caso, yo me encargaría de todo. Sólo necesito a un hombre que…
—No creo que ese hombre sea yo, Mariana.
—¿Acaso no me consideras capaz?
—Desde luego. Pero para obtener beneficios de la tierra tienes que abusar de los indios. Y ya ves que mi trabajo va justo en la dirección opuesta. Simplemente, no puedo ayudarte de esa forma.
La mujer se levantó con furia. Durante todos aquellos años no había tenido aquellos escrúpulos para comer en su casa o meterse en su cama, por lo que le dio la espalda y gritó:
—¡Idioteces! Di la verdad. ¡Es porque soy vieja! Por eso no quieres casarte conmigo.
Martí se puso en pie y, a su vez enfadado, respondió:
—¡No me escuchas! Durante todos estos años sólo te he deseado a ti, pero no puedo ser tu esposo.
Mariana se volvió hacia él con el rostro lívido.
—Bien, entonces como comprenderás no podremos seguir con nuestros encuentros. Como viuda sólo tengo tres opciones: o me vuelvo a España para acabar en un convento, o acabo bajo la tutela de mi hijo mayor o de un nuevo esposo. Yo también amo mi libertad, y he de buscar una solución cuando esta se ve amenazada como ahora. Si no te casas conmigo, resultas un estorbo.
—Lo entiendo —dijo Martí—. Y si es así como consideras que te puedo ser de ayuda…
Desarmada por la serenidad de sus palabras, Mariana calló un momento.
—Vete —sentenció a continuación, dándole de nuevo la espalda.
Trémula, se mantuvo en silencio y finalmente estalló:
—¿Hay otra mujer?
Esperó un momento y se giró bruscamente. Estaba sola en la habitación.
Era un día claro y el cerro de Tepeyac se alzaba majestuoso al norte de la ciudad, en la ribera oeste del lago de Texcoco. En un mercado de los arrabales había comprado algunas flores que apretaba con fuerza entre mis brazos. Necesitada de un silencio que me permitiera escuchar mis pensamientos, apenas sí me atrevía a mirar a Martí durante nuestro recorrido. Su inesperada generosidad me había desconcertado, produciéndome una mezcla de ilusión, alivio y muchas dudas. Me proponía que me quedara bajo su protección en su casa y que trabajara para él como curandera con mi gente, pues estaba seguro de que, mezclada entre los mexicas, ni Santiago ni fray Antonio darían conmigo. Pero yo temía que la convivencia desenterrara viejos sentimientos y nos volviera a conducir a una situación imposible. Si aceptaba, Huemac y yo quedaríamos totalmente en sus manos, y eso me hacía aún más vulnerable que en Roma. «¡Pero cómo me atrevo a desconfiar! —me recriminé—. Nos ha salvado, ¿por qué no acepto su propuesta como una oportunidad?». Sin embargo, no podía, pues mi corazón me decía que toda precaución era poca.
El camino del cerro transitaba por un bosque de pinos, despoblado por la tala de árboles para las construcciones de la ciudad. Cubierta con un manto de ixtle, me estremecí de pronto al percibir el gran número de personas que seguía la misma ruta.
—La Virgen de Guadalupe es muy venerada, por eso siempre hay tanta gente —dijo Martí como si adivinara mis pensamientos.
—Antes ya se peregrinaba a este lugar en nombre de la diosa.
—Claro, con razón la mayoría la llaman Tonantzin.
—¿Y los frailes lo permiten?
—A la Virgen se la llama también Nuestra Señora y es la madre de Jesucristo. Tonantzin se podría traducir como la diosa madre, ¿no es cierto?
—¿Quieres decir que no están tan lejos la una de la otra?
—Quiero decir que los curas lo pasan por alto —sonrió Martí—. He oído decir a algún fraile que el resto de iglesias también tienen imágenes de la Virgen y no son tan visitadas como esta.
Su comentario me reconfortó, aunque no dejaba de resultarme triste aquel recorrido. Era como si la Virgen de Guadalupe se hubiera convertido en un pedacito de nuestra cultura, disfrazado, sin poderse mostrar con el esplendor de la diosa Coatlicue. Entonces pensé en su hija Coyolxauhqui, la diosa luna: su madre, como ella, debía mostrarse ahora también vencida.
—Pero no desaparecida —dijo una voz burlona a mi espalda.
Me volví de forma brusca, pero detrás y a cierta distancia sólo vi a algunos hombres vestidos con camisola, pantalón y colorido manto.
—¿Estás bien? —preguntó Martí—. Nadie nos sigue, no temas. El día de la Virgen es el doce de diciembre y entonces sí que vienen todos los frailes. Conmemoran el momento en que se apareció a Juan Diego. Pero hoy no hay peligro; de lo contrario, no te hubiera traído.
Asentí desconcertada y reemprendimos el camino. Al poco, este se abrió en un gran claro donde se agolpaba una muchedumbre a la espera de poder entrar a ver a la Virgen. Su imagen permanecía en una pequeña ermita con espadaña construida sobre el antiguo templo de Coatlicue. Martí me tomó de la mano; al reconocerlo, la gente nos abrió paso. Subimos hasta las puertas del templo, y al llegar ante el fraile franciscano que las controlaba, Martí me soltó. Sentí que mi ánimo flaqueaba, como si perdido el contacto de su mano se desvaneciera el impulso que me había traído a aquel lugar. Sin embargo, al reconocer al conde de Empúries, el fraile nos dejó pasar con tal precipitación que, sin apenas darme cuenta, ya estaba dentro, sumida en la penumbra.
Algunos fieles permanecían arrodillados en el suelo, la mayoría desfilaban en hilera ante la imagen. El altar mayor estaba iluminado por unas velas que, desde el suelo, proyectaban su halo hacia una figura pintada sobre un ayate de ixtle. La Virgen miraba con expresión dulce, cubierta por un manto turquesa poblado de las estrellas del antiguo México-Tenochtitlán. «Los hermanos de Coyolxauhqui», pensé.
Martí se quedó en una de las banquetas del fondo y me indicó que me pusiera a la cola para presentar mi ofrenda. Avanzaba con rapidez, pues un fraile franciscano se encargaba de que los fieles no se demoraran en dejar sus flores ante el altar. Todos las depositaban en el suelo, en la tierra que rigiera la antigua diosa. «Las flores son la ofrenda que se hacía a Coatlicue en el mes de Tozoztontli», me recordé, aunque esto no disminuía mi incomodidad, pues, al contrario, parecía crecer a medida que me acercaba.
Impregnada del olor a sebo que desprendían las velas, de pronto sentí que los frailes se apoderaban de una devoción que otrora olía a incienso y que no les pertenecía. Allí no había santos disfrazados de los antiguos dioses como en la última iglesia que visitamos con el coro. Llegado mi turno, me pregunté si quería dejar bajo aquella mujer desconocida mi ofrenda a Coatlicue. El fraile franciscano me apremió con un gesto. Entonces recordé que estaba allí porque aquel santuario, aunque invadido, era el único lugar donde dejar fluir mi propia fe. «No son dueños de mi alma. Y esta hace ofrenda a Coatlicue, para que me hable a mí, no a ellos», me dije mientras me inclinaba para dejar mi ramo.
Al acabar, sin embargo, no me quedé arrodillada como hacían otros. Salí precipitadamente, impelida por una necesidad de huir, y me escabullí como pude entre la muchedumbre. De pronto, me di cuenta de que estaba sola y me detuve, paralizada de súbito por el miedo. Me volví, pero Martí no debía de haberme visto salir, quizá sumido en sus propios pensamientos. Entonces lo oí a mi lado:
—Vendrá, espérale aquí, él sabrá encontrarte.
Giré la cabeza y allí estaba, con una tosca rama como callado, el cuerpo más encogido, el rostro igual de arrugado. El nigromante no vestía al modo tradicional, sino que llevaba camisola y pantalones, pero el manto que lo recubría era verde oscuro y su pelo estaba tan enmarañado como en nuestros anteriores encuentros.
—Pensé que jamás volveríamos a vernos. ¿Cómo me has encontrado? —pregunté.
—Era cuestión de tiempo —sonrió—. Es tu último paso para la consagración.
—¿Qué consagración?
—A Coyolxauhqui.
Al oír aquello, sentí que mi alma se rebelaba.
—¡Claro! Ahora está todo perdido, ¿no? Vencida como ella, desde luego he dado el paso definitivo.
—Acabado un ciclo llega otro. La luna mengua, e incluso parece que desaparezca del cielo. Pero sólo está escondida. Al poco reaparece para crecer y mostrarse con plenitud.
—No tengo tiempo para tus adivinanzas. Ni ganas, ni ánimos —sentencié mientras me alejaba.
—Pero sí para mis advertencias —aseguró el nigromante, autoritario, mientras me sujetaba con una fuerza sorprendente para su cuerpo decrépito.
Volví hacia él y le clavé una mirada furibunda. Él me respondió con un brillo afable y dijo:
—Santiago Zolin, tu antigua protección, se convirtió en tu mayor amenaza porque, cumplido tu destino en Acolman, impedía tu consagración a Coyolxauhqui. Pero no has perdido todo por lo que allí trabajaste. Como la luna, estabas en ciclo creciente; ahora entras en el menguante. La desaparición de Coyolxauhqui es sólo en apariencia, pues como diosa inmortal es eterna y siempre está, aunque no la veamos. Sigue la guía de la estrella roja. Acepta su luz, pues ella te iluminará para que superes los peligros que se avecinan. Si sales con vida, comprenderás por qué la luz de la luna es tu guía protectora y nuestra salvación. Adiós, Ameyali, esta vez sí que es un adiós definitivo.
Y sin decir más, se volvió y se perdió entre la muchedumbre, mientras yo permanecía helada por sus palabras: «Si sales con vida…». Sin embargo, al instante me di cuenta de que había encontrado en aquel lugar lo que buscaba: una señal sobre mi destino. «La estrella roja es Quetzalcóatl», me dije mientras me frotaba las manos para quitarme el frío que se había apoderado de mí.
—Ameyali, ¡por fin te encuentro!
Martí apareció a mi lado con una expresión aliviada en el rostro, y entonces, desde mis entrañas, sentí que el calor volvía a mi cuerpo.