XXXIX

Ciudad de México, año de Nuestro Señor de 1535

Entré en México a pie, descalza y sudorosa. Había ensuciado mi ropa adrede para disimular su buena hechura, y en el zurrón apenas llevaba algo de comida, agua y tejidos para trocar. Cargaba a Huemac en brazos, tapado con un manto de ixtle, y notaba que la fiebre se apoderaba de su cuerpo adormecido. Me dolía la espalda, pero sólo podía pensar en llegar cuanto antes al hospital que mencionara Santiago.

Poco antes de enfilar la calzada de entrada a la ciudad, despedí al hijo de Tecolotl, ordenándole que abandonara el carro en la ruta de Acolman a Texcoco. Le pedí que lo rompiera, cerca de algún camino y que luego liberara la mula antes de regresar a su casa a escondidas. Pensaba que si Santiago encontraba el carro creería que nos habían atacado en los caminos o centraría su búsqueda en Texcoco.

Al entrar en la Ciudad de México, los arrabales mostraban los estragos que allí había causado el temporal de la noche anterior. Restos de chozas flotaban por canales desbordados, y otras se veían desplomadas sobre calzadas donde el lodo había devorado el precario pavimento. Entre aquellas que se mantenían en pie, mujeres, hombres y niños sacaban barro y agua, e intentaban limpiar sus pocas pertenencias. Una jauría de perros sucios y famélicos se cruzó en mi camino, olisqueando los restos de animales muertos. Agotada y descorazonada, me senté en una esquina, al pie de una de las pocas casas de piedra y pensé que todo había sido un error.

Recosté a Huemac en mi regazo. Adormecido, se volvió hacia mí, como buscando el refugio de mi seno. De mi zurrón saqué un paño y la tripa donde guardaba el agua. Humedecido, se lo pasé primero por los labios y luego se lo puse sobre la frente. «Esto ha sido una temeridad —me dije—. Quizás hubiera sido mejor que se lo llevará él».

—¿Se encuentra bien el niño? —me interrumpió de pronto una voz en castellano.

Ante mí, un joven fraile de piel atezada se agachó y puso sus alargados y finos dedos sobre la frente de mi hijo.

—¡Dios santo, está ardiendo! ¿Entiendes castellano, mujer? ¡Necesitas ayuda! —gritó como si estuviera sorda. Y sin bajar el tono, añadió en náhuatl—: ¡Ayuda!

Yo asentí, de pronto consciente de que ocultar que sabía castellano nos ayudaría a pasar inadvertidos. El fraile intentó tomar a Huemac, pero de forma instintiva lo aferré contra mi pecho. Él entonces se puso en pie y, mientras yo hacía lo mismo, se volvió hacia el otro lado de la calzada y gritó:

—José, ven.

Un joven, ocupado en la tarea de retirar escombros, acudió corriendo a la llamada y el fraile añadió:

—Conduce a esta mujer al hospital. Su hijo está enfermo. Explícale en tu lengua que no le van a hacer daño y que, Dios mediante, el niño se curará.

El joven asintió y me dijo en náhuatl:

—Acompáñame, por favor, no temas.

Mientras enfilamos la calzada, tradujo lo que el fraile había dicho, y yo le sonreí con agradecimiento. Dejamos atrás la zona de chozas y empezaron a aparecer casas de piedra y palacios. Las calles estaban en mejores condiciones, aunque no libres de restos de lodo. En lo alto, sin embargo, los campanarios y las atalayas exhibían su magnificencia, y el brillo de sus colores parecía agradecer la lluvia. A medida que avanzábamos, más limpias se veían las calzadas y más ordenados los canales, hasta que llegó un punto en que la parte castellana de la ciudad parecía ajena a lo que sucedía en las afueras, como si la inundación hubiera sucedido en otro mundo.

Entonces dimos con un inmenso edificio, quizás eran dos o más. No sabía distinguirlos en aquella fachada. Había varios portones a lo largo, y uno debía de pertenecer a una iglesia, pues lo coronaba un campanario. Entonces lo vi, y un escalofrío me recorrió la espalda cuando él clavó su mirada en mí. Alcé a mi hijo y oculté mi cara junto a su cabeza. Él hablaba con un fraile, bajo y corpulento, cuya tonsura relucía al sol. Sentí su mirada fija en mí al acercarnos, pero no se interrumpió ni hizo gesto alguno, con lo que pude distinguir aquella voz tan familiar:

—Sí, sí, ya he recibido la noticia. ¡Pobre don Cristóbal! Dios lo acoja en su seno. Me lo ha contado el médico, que ya está con nosotros. ¡Hoy todas las manos son pocas!

Suspiré aliviada cuando lo pasamos de largo. Fray Antonio no me reconoció; no me recordaba, o eso quise creer en aquel momento. Aun así, no pude evitar que se me erizara la piel al saberlo tan cercano. «Me he equivocado», pensé. Ni siquiera me sentí reconfortada cuando atravesamos uno de los portones. Una enorme nave, fría, privada del sol, se abrió ante nosotros atestada de jergones y poblada de gemidos; eran las víctimas de la inundación. Frailes y mozos vestidos con sayos iban de un lugar a otro, lavando heridas, preparando vendas y entablillando miembros.

—Espera aquí —dijo José—. Voy a ver si encuentro al médico. Es muy bueno, os buscará un sitio.

Y se adentró en la nave, mientras yo oía tras de mí la voz clara de fray Antonio:

—Esto nos ha desbordado.

No me atreví a girarme, pero lo intuía acercándose, acompañado por el sonido de unas botas. «¿Dónde me puedo esconder?», me pregunté presa del pánico. No quería arriesgarme, pues si no me reconocía a mí, quizá viera la cara de Santiago Zolin en Huemac. Me hice a un lado, buscando protección en la penumbra. Me acurruqué en un rincón y me oculté con mi hijo bajo el manto. Sólo me atreví a mirar cuando los pasos se alejaron. Vi entonces la entrada libre, y con voz decidida, como si intentara convencerme a mí misma, murmuré:

—Tendremos que hacerlo solos, hijo. Te pondrás bien, te lo aseguro.

Le desprendí el manto, me lo puse sobre la cabeza y me apresuré a ponerme en pie. Atravesé el umbral de la puerta, y cuando la luz del sol se posó sobre mi rostro, oí a mi espalda la voz de José:

—Espera, por favor, no te marches.

En su intento de detenerme, mi cabeza quedó al descubierto y una voz quebrada a mis espaldas murmuró:

—¿Eres tú, Ameyali?

Su rostro rasurado, pálido y agotado, apareció ante mí con un brillo inescrutable en sus ojos.

—Martí… —murmuré.

—Está bien, José, yo me encargo —dijo con aplomo.

El joven, de mirada huidiza y carente de reacción, aún mostraba modales mexicas y se alejó en silencio. Martí entonces se acercó y tocó la frente de Huemac. Mientras, un rayo de esperanza me hizo temblar ligeramente, consciente de que era la única persona, aparte de fray Antonio, a la que conocía en aquella ciudad.

—Está ardiendo —susurró—. Ven conmigo.

—No puedo —respondí reprimiendo un sollozo aterrado.

—¿Por qué estás aquí entonces? Vamos —insistió, haciendo ademán de tomar a Huemac en brazos.

Di un paso hacia atrás y aferré al pequeño con más fuerza mientras decía:

—Necesitamos cobijo, no sólo un médico. He de esconderlo… Tenemos que escondernos.

Martí me escrutó con aquellos ojos donde refulgían todos los tonos verdosos del lago. Su ceño fruncido marcaba unas arrugas que no había visto antes. Apretó los labios y sentí que todo su cuerpo se tensaba. Mi esperanza se convirtió en temor. Había fantaseado con su recuerdo, pero, al fin y al cabo, ¿qué sabía yo de aquel hombre? Habían pasado muchos años desde que le dejara en medio de la noche, como una cobarde incapaz de enfrentarme a su mirada herida.

—Vamos a mi casa —suspiró al fin—. Allí estaréis seguros.

Martí cerró la puerta de la habitación tras de sí y con un suspiro exhaló todas las emociones que había refrenado mientras atendía al hijo de Ameyali. El pequeño ahora descansaba, velado por su madre. Ella le había aplicado todos los remedios que conocía, pero estos sólo habían servido para aliviar los síntomas y él no podía más que hacer lo mismo. El niño padecía una gripe que le atacaba los intestinos, pero los pulmones parecían limpios. «Mejorará en unas semanas. Entonces se marchará —se dijo, aun sin saber qué la llevaba a esconderse—. Pero no me importa. Lo que ella mató debe permanecer enterrado. Esto es sólo compasión. No volveré a pasar por lo mismo».

Sacudió la cabeza en un intento de desterrar cualquier otro pensamiento, y con paso seguro se dirigió hacia la escalera. Se recordó que tenía cosas más importantes de las que ocuparse, y bajó con paso presuroso.

—Tonalna —dijo en cuanto pasó por delante de la cocina—, ¿puedes subir a nuestros huéspedes dos cuencos con sopa? En el de la señora añade carne y maíz, pero al niño sírvele sólo el caldo.

Y sin esperar respuesta, ni dejarse tiempo para pensar, salió por la puerta trasera. En la huerta, Xilonen abría y cerraba surcos para hacer circular el agua acumulada, en un intento de salvar las plantas que habían resistido al temporal. Al fondo, frente a la caballeriza, tal y como lo había visto desde la ventana de la habitación de Huemac, Galcerán ajustaba la cincha de su montura. Sobre el palo al que estaba amarrado el fornido caballo, las alforjas aguardaban su turno.

—Cuando dijiste que partirías lo antes posible, no pensé que sería sin despedirte —comentó Martí.

—No iba a marcharme sin despedirme. Sólo me preparaba. —Galcerán soltó la cincha y se volvió. Su rostro estaba teñido de melancolía—. He oído por la ciudad que don Cristóbal ha fallecido. Te imaginé con su viuda, pero pensaba esperarte.

—No he tenido tiempo de escribirte las cartas.

—Estaré en Villarrica unos días. He de buscar nao en la que embarcarme. Me las puedes hacer llegar. Espero que no te importe.

Martí se acercó a él y le dio unas palmadas en el hombro.

—Claro que no. Estoy orgulloso de que seamos primos, y tu prisa sólo hace honor a mi decisión. El condado de Empúries no podría estar en mejores manos. Aunque te echaré de menos.

Galcerán se irguió, dejó aflorar una sonrisa amplia que rejuveneció su rostro y le mostró sus rasgados ojos llenos de un brillo emocionado. Martí sintió que sus temores se desvanecían arrastrando toda sensación de soledad, y se abrazaron con sonoras palmadas en la espalda.

—No te defraudaré, mi señor conde —aseguró Galcerán cuando ya se separaban—. Estás serio. ¿Te preocupa doña Mariana?

—Le estoy agradecido y la aprecio. Sólo le quiero el bien.

Galcerán alzó el brazo para poner una mano sobre el hombro de su primo.

—Pues procura que no se convierta ella en un peligro para ti, ahora que me voy y no podré protegerte.

—¿A qué te refieres? —preguntó Martí arqueando una ceja con desconcierto.

—He visto a María del Carmen Ameyali cuando llegabais. Yo no soy quién para juzgar tu estrecha relación con doña Mariana, pero a ella le puede irritar su presencia en tu casa. Y es una mujer poderosa.

Martí dio un paso atrás, tenso, y la mano de Galcerán se apartó de su hombro.

—No confundas mi compasión con los sentimientos que una vez tuve. Ameyali es una mujer casada, y se marchará en cuanto su hijo mejore.

—¿La dejarás marchar?

Martí suspiró. «Es una pregunta absurda», pensó irritado. Y alargó la mano hacia las alforjas que pendían del palo.

—Anda, toma —dijo pasándoselas a Galcerán—. A este paso, saldrás caída la noche. Y yo he de ir al hospital. Nos mantendremos en contacto, querido primo.