Ciudad de México, año de Nuestro Señor de 1535
Era una noche sin luna ni estrellas, pues las nubes se habían apoderado por completo del cielo. La lluvia torrencial martilleaba con estruendo sobre las azoteas, y en el huerto trasero, los jóvenes tallos del frijol estaban a punto de ahogarse entre las charcas. Martí escribía a la luz de un candelabro de cuyas velas prendían unas llamas casi inmóviles, totalmente indiferentes ante el aciago temporal. Siguiendo las doctrinas galénicas e hipocráticas, comprobaba y apuntaba los efectos de las plantas que empleaban los naturales en los humores. Lo hacía desde que se instaló en México, y aunque eran documentos claros y ordenados, se daba cuenta de que resultaba difícil que otros médicos pudieran usarlos. Faltaba una descripción de cada una de las plantas, ya que al no existir nombre de las mismas en latín, usaba la palabra náhuatl, y pocos serían los que pudieran identificarlas. «Estoy siendo demasiado ambicioso —se dijo de pronto con la vista agotada por la precaria luz—. Necesitaría algún ayudante…». Pero enseguida desistió de la idea, pues no quería a nadie más cerca por temor a que descubriera sus otras actividades.
Con un suspiro, dejó la pluma en el tintero y pensó en Mixcóatl con preocupación, pues se había empeñado en partir argumentando que el mal tiempo beneficiaba el traslado. Al final, para el antiguo escolta, su trabajo se había convertido en algo personal, y Martí sabía que eso era lo que forjaba su incondicional confianza en él.
El sonido de unos pasos bajando por la escalera lo sacaron de sus pensamientos. Su primo apareció en el salón con la cabellera desordenada y los ojos hinchados por el cansancio. Aún no le había comentado nada sobre sus planes, y él tampoco osaba preguntarle, pero al verlo en aquel estado, decidió que ya era hora de forzar una conversación acerca de sus preocupaciones.
—Galcerán, me han comentado que estás haciendo movimientos para unirte a la expedición de Cortés. No es que lo considere de mi incumbencia, pero me extraña que no me lo hayas comentado.
—Supongo que porque aún no he decidido nada —respondió encogiéndose de hombros—. Sólo he pedido un permiso para ir a Tehuantepec e intentar entrevistarme con alguno de los capitanes de los barcos.
Martí se volvió hacia la ventana y sopesó la situación, consciente de que, aunque su primo era un hombre libre, aquella visita tendría consecuencias, no sólo para ellos. Era cierto que Mariana no había vuelto a discutir directamente sobre aquello, pero no había día que no aludiera a los planes de Galcerán. Este había obtenido su puesto en la milicia porque el conde de Empúries le había recomendado a la Real Audiencia, con el apoyo abierto de don Cristóbal. Por lo tanto, su acercamiento a Cortés podía afectarles a todos, sobre todo si el virrey llegaba dispuesto a acotar aún más el poder del marqués del valle.
—Sé que no te agrada, pero es una manera de servir a la Corona —intervino Galcerán, incapaz de soportar aquel silencio—. Y no creas que no he pensado en lo que me dijiste acerca del abuso que sufren los indios, por eso sólo quiero ir, ver, buscar mi lugar.
Martí miró a su primo y se reprendió por haber pensado en términos políticos, pues era lo que menos le preocupaba de aquella situación.
—¿Y si tampoco es tu lugar? Tú eres un hombre de honor, y formar parte de la expedición de Cortés es servirle a él, no a la Corona. Llevas suficiente tiempo aquí para saberlo.
Galcerán exhaló un gran suspiro melancólico, y con actitud vencida, se sentó al lado de su primo.
—¿No has pensado en volver? —osó preguntar Martí, a pesar de la aflicción que le despertaba la idea de que se marchara.
—¿Al ejército? —sonrió Galcerán con amargura—. No, llevo desde los veinte años luchando contra el turco y estoy cansado de una misión sin final. Supongo que por eso me vine contigo. Era una manera de poner al servicio del condado de Empúries toda mi experiencia. Pero tú aquí tienes tu lugar, y no te sirvo de nada.
Entonces a Martí se le iluminó el rostro: había un camino, y aunque implicara la separación, no le despertaba la misma congoja, al contrario.
—¿De veras quieres servir al condado? —exclamó. Galcerán asintió desconcertado y él añadió—: Tu experiencia es ideal para llevar allí los asuntos. Te podrías instalar en Castelló d’Empúries y encargarte de todo.
—Es un honor demasiado grande para mí.
—No, el honor es mío.
Galcerán lo miró con los ojos emocionados, y la ilusión se reflejó en su voz:
—¿Volver a casa? Partiría lo antes posible.
—Lo entiendo. Escribiré algunas cartas para…
De pronto, unos bruscos golpes en la puerta les interrumpieron. Ambos intercambiaron una mirada de alerta. ¿Quién se atrevería a salir en una noche como aquella? Martí fue hacia la puerta y abrió. Un mozo mexica cubierto por una capa chorreando echó atrás la capucha y sin mediar saludo dijo:
—Mi señora le manda llamar.
La habitación estaba iluminada por el fuego de la chimenea, cuyo crepitar enmudecía la furiosa lluvia que oscurecía aún más la noche. Huemac vomitaba una bilis de olor agrio mientras yo le sujetaba la frente con una mano y con la otra sostenía la vasija. Hacía días que estaba enfermo y que no retenía nada de lo que comía. Tosía, apenas podía aliviarle los dolores por todo el cuerpo de los que se quejaba, y aunque el iztacpactli le bajaba la temperatura, seguía con fiebre.
Al fin, el pequeño me miró agotado y se recostó de nuevo en la cama. Lo arropé y le besé en la frente. Asustada, sin saber muy bien qué hacer aparte de orar a los dioses cada vez que me retiraba a mi alcoba, me senté al lado de la cabecera y entoné una suave melodía para ayudarle a dormir. En el extremo de la estancia distinguía la inquietante silueta de Santiago. Con los codos apoyados en los brazos de la silla, cruzaba las manos a la altura de la boca. Podía intuir su ceño fruncido y, vigilándolo de soslayo, me preguntaba cuánto tardaría en echarme. No habíamos intercambiado palabra desde que amenazara con llevarse a nuestro hijo, y sólo coincidíamos en la misma estancia cuando le velábamos. Pero él no se acercaba hasta que pasaba al ataque, y entonces me expulsaba de la habitación con la voz de un desconocido.
—¡Basta! —dijo de pronto.
Se puso en pie y mis hombros se tensaron. La primera vez que lo intentó, me rebelé y me quedé sentada al lado de mi hijo, pero su brazo se alzó y la sangre de mi labio roto acabó salpicando las sábanas. No volvería a pasar, no delante de Huemac. Así que me levanté en cuanto Santiago llegó al lado de la cama. Lo miré un instante y un brillo de furia afloró a sus ojos oscuros, pero enseguida su semblante adusto se transfiguró por la preocupación. «Él también está asustado», me dije con una brizna de esperanza. Aquel hombre que tenía delante, de pronto, me recordaba al Zolin con el que me casé.
—Me lo voy a llevar —anunció con un susurro.
—¿Cómo? ¡No está mejor! No le castigues por mis faltas, aguarda.
—No es eso. Es que no mejora, Ameyali —replicó—. Has hecho lo que has podido y está peor.
—¡Es mi hijo! ¡No te lo puedes llevar! —exclamé en voz baja.
El semblante de Santiago se tensó, de nuevo hosco, peligroso, y su voz sonó fría y rotunda:
—No lo estarás manteniendo enfermo para que no me lo lleve, ¿verdad?
Me quedé helada ante aquella pregunta. ¿Cómo podía concebir tal barbaridad?
—Mañana por la mañana me lo llevaré a México. Los frailes franciscanos tienen un hospital donde curan a los niños.
—¿Luego lo traerás? —musité.
—Cuando seas una buena esposa, María del Carmen. ¡Tú le has hecho esto a mi Hipólito! ¡Es un castigo por adorar a los antiguos dioses, es eso! Y ahora, sal.
Cuando Martí entró en la alcoba, vio a Mariana vestida con camisón y el pelo revuelto, meciendo a don Cristóbal mientras con un sollozo contenido gritaba:
—¡Despierta, por el amor de Dios, despierta!
Se acercó y la agarró de los hombros para apartarla. Ella forcejeó un momento y luego, vencida, se retiró a un rincón de la habitación.
El médico se sentó al lado del enfermo y le tomó la mano para comprobar el pulso. El hombre de pronto abrió los ojos y, respirando con dificultad, titubeó:
—Adrián, hijo querido, ¿has venido a llevarme?
Martí le dirigió una mirada fugaz a Mariana y ella, con los ojos vacíos y la voz helada, dijo:
—Adrián murió a los seis años.
Martí asintió. Aquello no era buen signo. Había padecido un síncope y comenzaba a desvariar.
—¿Ha inhalado los vapores esta noche? —preguntó Martí.
—Sí, y le ayudaban a respirar, pero ahora…
A cada intento de tomar aire, se oía una crepitación severa procedente de los pulmones. Martí levantó las sábanas por la parte baja: las piernas estaban hinchadas. Lo desarropó y le palpó el vientre: el hígado estaba duro y había aumentado de tamaño. Siguió su exploración por el pecho, y alrededor del borde izquierdo del esternón notó abultado el ventrículo derecho del corazón. Finalmente, examinó las manos del enfermo: presentaban buen color, sin signos azulados. «Eso puede aparecer en último término», pensó sin descartar el peor de sus temores.
—No tema, don Cristóbal —le dijo mientras sacaba un ungüento de su bolsa de medicinas.
El hombre ni lo miró, ni reaccionó cuando empezó a aplicárselo en el pecho. Parecía abstraído por completo con algo que veía en la pared, algo que le hacía mantener una sonrisa de asombro y esperanza. De pronto, le sobrevino un ataque de tos que le hizo incorporarse y un esputo sanguinolento salpicó las sábanas. Luego se dejó caer en la cama, jadeante. Martí lo tapó de nuevo y se volvió a Mariana.
Ella también parecía abstraída observando sus propios pies descalzos. Tenía el aspecto vulnerable y desprotegido de una niña asustada. Sin embargo, su voz sonó grave y segura cuando, sin mirarle, preguntó:
—¿Se muere?
—El problema respiratorio ha afectado a su corazón. —Martí se levantó y se acercó a ella. Le puso una mano en el hombro y añadió en un susurro—: Puede recuperarse, pero… Es mejor que llaméis a un sacerdote.
—¿Podrías quedarte? —Mariana alzó la mirada, sus ojos estaban anegados, y de pronto, rota en un sollozo, se aferró a Martí, quien respondió al abrazo mientras ella añadía entre las sacudidas de su llanto—: ¿Qué será de mí si me deja? Yo en un convento moriré, y no quiero ir a La Española, no quiero, no es mi hora… Sólo tú puedes ayudarme.
Tláloc parecía dispuesto a mostrar clemencia con los campos y el aguacero había dejado paso a una lluvia fina como un susurro, que de vez en cuando centelleaba por el reflejo de algún relámpago mudo y lejano. Sentada bajo la escalera, contemplando el patio de armas, cubierto de fría piedra y tierra yerma, escuchaba la ruidosa furia de los torrentes que fluían por las afueras de Acolman. En cuanto Santiago se llevara a Huemac, perdería por completo a mi hijo, pues él sabía que jamás podría ser María del Carmen, y no sólo me privaría de verlo, sino que lo convertiría en Hipólito; entonces sería él quien no me reconocería como madre. Ya había pasado por eso y no podía volver a ocurrir. Sólo me quedaba una opción: la esperanza de que no cumpliera su amenaza, por lo menos, de forma inmediata. Si el niño mejoraba, quizás aguardara, y entonces yo tendría tiempo de reaccionar. «Pero ¿cómo puedo evitar que me separe de mi hijo?», me preguntaba.
—¡Ah! Estás aquí —musitó de pronto la voz de Yaretzi—. He despertado a Jonás y le he dicho que vaya a buscar a Tecolotl.
«¿Para qué los quiero ahora? Necesito pensar», me dije. La miré desconcertada, pero sólo pude distinguir su silueta en la oscuridad. Se acercó a mí, me tomó la mano y afirmó con autoridad:
—Debes marcharte. Hay que prepararlo todo.
—No puedo, el niño…
Yaretzi me puso un dedo en los labios.
—Te vas con Huemac. Santiago Zolin ha hecho llamar a Itzmin para que cubra el carro. Se lo quiere llevar mañana mismo. Tendrás que adelantarte a él o perderás a tu hijo. Le subiré algo para dormirlo, y en cuanto caiga, te traeré al pequeño. El carro os lo lleváis vosotros.
Las lágrimas brotaron de mis ojos, sin que de mi pecho fluyera sollozo alguno. No eran de pesar, sino que se debían al miedo. ¿Seguro que no tenía otra opción?
—El problema es adónde me lo llevo. Está enfermo. Necesita cuidados —le dije mientras aferraba su mano.
Entonces se me ocurrió una posibilidad. Quizá fuera meterse en la boca del lobo, pero la verdad era que ya estábamos dentro.
—¿Vendrás conmigo? —pregunté a Yaretzi, recordando la vez que me había protegido arriesgando su vida.
—No, mi niña, no puedes llevarnos a todos, y sacar a Itzmin de aquí sería condenarlo a muerte.
Entendía lo que quería decir. Itzmin se había entregado al pulque vencido por la desorientación producida por aquel nuevo mundo que no comprendía. Algunas veces, cuando estaba sobrio, resurgía el espíritu del hombre que fue, pero lejos de Acolman se convertiría definitivamente en un fantasma. Sin embargo, si me marchaba, sabía que ponía sus vidas en peligro, por lo que imploré a Yaretzi:
—Tendrás que culparme de todo. Dile que yo eché algo en su bebida, haz lo que sea para protegerte. Prométemelo.
—No temas por mí. Yo también tomaré lo mismo que él y se lo daré a Itzmin. Cuando Santiago despierte, no podrá culparnos de nada.
De pronto, oímos el chirrido de la puerta del patio trasero. Por instinto, nos acurrucamos la una contra la otra, pero pronto apareció la silueta alargada de Jonás acompañado de la solemne figura de Tecolotl, y nos erguimos, aunque sin separarnos. Me parecía imposible, pero a la vez era consciente de que quizás aquellos fueran mis últimos momentos cerca de la mujer que me criara.
—¿Qué sucede? —susurró Jonás con cierto tono de alarma.
Tecolotl se arrodilló ante mí y escrutó mi rostro mientras preguntaba:
—¿Estás bien? ¿Te ha vuelto a pegar?
Su puño permanecía cerrado sobre mi muslo.
—No, tranquilo —respondí, conmovida por su lealtad y su preocupación.
En el momento en el que Santiago me dio la primera bofetada, tras la ceremonia a Toci, el cihuacóatl perdió cualquier rastro del respeto que pudiera guardar a su señor. Aferrado a las antiguas costumbres, la violencia hacia la esposa le parecía una cobardía imperdonable. Entonces los miré a aquellos dos hombres y de pronto entendí por qué Yaretzi los había avisado. Ella, como yo, intuíamos cuál fue el final de Ignacio. Ahora creía firmemente que Santiago no lo mató por mí tanto como por sí mismo, por sentirse traicionado. Lo que estaba a punto de hacer también se lo tomaría como una traición. ¿Qué les depararía a ambos cuando yo hubiera desaparecido? Por ello, anuncié con toda convicción:
—Me voy a llevar a Huemac esta misma noche. Quiero que vengáis conmigo.
Tecolotl, desencajado, cayó sentado en el suelo. Jonás desvió la mirada mientras se pasaba la mano por el cabello con un profundo suspiro.
—Era esto —le oímos musitar. Y añadió como hablando para sí mismo—: No es a ella, es a lo que deja. ¡Oh, dioses! ¿Por qué me habéis hecho esto?
Se volvió hacía mí y se sentó a mi lado, tomándome la mano que no aferraba Yaretzi. Tecolotl seguía sentado a mis pies, ausente.
—Verás, cuando me iban a bautizar los frailes en Texcoco, yo me resistí —empezó Jonás. Sus cejas estaban arqueadas ante el recuerdo y una sonrisa tibia endulzaba su fino rostro—. El único de ellos que hablaba algo de náhuatl, un tal fray Pedro, me contó entonces la historia de Jonás. Me explicó que Dios le mandó a difundir su mensaje entre las gentes de una ciudad lejana, pero que él no quiso obedecerle y huyó de su destino a través de los mares. Entonces acepté el bautismo, convencido de que aquel era mi nombre. Pero tú me has devuelto mi destino, y por eso precisamente nuestros caminos deben separarse. Estoy seguro de que volveremos a encontrarnos, pero no te puedo acompañar.
—Lo que no puedes hacer es quedarte —le dije gesticulando con vehemencia—. Corres más peligro incluso que Tecolotl, y el fraile no te protegerá.
Jonás entrelazó sus manos.
—No lo espero; no me voy a quedar. Sé dónde debo ir, Ameyali.
Tecolotl entonces prorrumpió en un sollozo seco, se cubrió la cara con las manos y dijo:
—¡Debes acompañarla! Yo no puedo, no puedo…
—¡Oh, vamos, Tecolotl! Si te quedas te matará —afirmó Yaretzi—. ¿Qué crees que le pasó a tu predecesor? Ya pendes de un hilo…
El cihuacóatl alzó la cabeza y me miró.
—Mi señora, gracias a ti he podido vivir estos años con mi fe, con los dioses. Servirte ha sido el mayor honor que he recibido y…
—Pues sigue a mi servicio —le interrumpí, intuyendo de pronto lo que pasaba por la mente de aquel antiguo guerrero.
—El menor de mis hijos te escoltará. El tlatoani ni siquiera lo conoce. Pero yo no iré —respondió con determinación—. Santiago necesitará a alguien con quien desatar su ira. Y ese soy yo.
—¡Es absurdo! Podemos evitarlo —intervino de pronto Jonás.
El cihuacóatl lo miró con compasión.
—Cada uno de nosotros tiene su destino, y yo soy demasiado viejo para acompañarla. —Entonces se volvió hacia mí, suplicante—. Sé que me vas a entender. Si me mata, todo el honor recibido por servirte, mi señora, quedará para mis hijos. Caeré como un prisionero de guerra sobre la piedra de Coyolxauhqui, pues no será Zolin el que me mate, será ese Santiago desconocido, un enemigo. Es lo más cerca que puedo estar de una muerte florida. Si caigo así, mis hijos podrán quemar mi corazón en el templo para alimento de los dioses.
—No hagas eso, Tecolotl, por favor —le supliqué.
—¡Oh, Ameyali! —se lamentó acariciando mi mejilla—. Agradezco tus lágrimas de mujer, pero como nuestra sacerdotisa, te suplico que me bendigas.
—Tecolotl —sollocé.
Y me fundí con él en un abrazo.
El sol relucía con claridad hiriente cuando Santiago Zolin atravesó el jardín. La desesperación o el dolor no le parecían palabras para describir lo que había sentido al ver la cama de su hijo vacía. Tampoco la rabia o la furia, cuando descubrió que no había rastro de Ameyali ni del carro. Se sentía ausente, pero su mente pensaba con claridad, aferrada a una única certeza: la encontraría. Ella le pertenecía, no podría esconderse del señor de Acolman.
Con tal determinación, entró en la estancia de Yaretzi e Itzmin. Sólo estaba la mujer. A él lo había hallado Gabriel en el establo, inconsciente entre las heces de los caballos. Ella estaba allí, de costado; respiraba por la boca, con los ojos cerrados. Santiago Zolin se irguió y le propinó una fuerte patada en el vientre. El cuerpo de Yaretzi se curvó, pero ni gimió ni despertó. No esperaba otra cosa. Sabía de la estima que Ameyali sentía por la esclava, y posiblemente esta fuera su manera de protegerla. Sintió el impulso de sacar su cuchillo del cinto y frustrar este inútil subterfugio, pero no movió ni un dedo. «Me será más útil viva», pensó.
—Mi señor, Jonás tampoco está —anunció Gabriel desde la puerta—. Y Teodoro acaba de llegar como si nada. Ha subido a la sala de los escribas.
Santiago se volvió.
—Sígueme, y ocúpate de Teodoro. Procura hacerle daño —dijo mientras pasaba por delante de su esclavo negro.
El cihuacóatl era su única posibilidad. Alguien tenía que haberla ayudado, y no se le escapaba la lealtad que el hombre le profesaba. Pero ello tampoco significaba que él supiera adónde se habían llevado a su hijo, al contrario. Posiblemente ella también lo intentara proteger manteniéndolo en la ignorancia. Y eso era lo peor. Santiago debía admitir que, en realidad, Ameyali era una desconocida que había jugado con él todos aquellos años.
Enfiló las escaleras, seguido por su esclavo negro, el único en el que confiaba en aquellos momentos. Pero no le valía de mucho, pues no lo podía enviar a las aldeas, ya que al ser extranjero no le dirían nada. Tampoco podía contar con sus indios, pues desconocía cuáles guardaban lealtad a Ameyali.
De un portazo, abrió la sala de los escribas. Sólo había dos a aquella hora temprana, ambos hijos de Tecolotl. Este, en pie, les impartía instrucciones. Nada traslució a su rostro ante la interrupción, pero miró al tlatoani de Acolman directamente a los ojos, con una tranquilidad que a Santiago le pareció insolente. No dejó de mirarle cuando Gabriel lo agarró y le dobló ambos brazos por la espalda, ni esbozó mueca alguna de dolor cuando sus hombros crujieron.
—Sabías que se iría.
—Sí —respondió Tecolotl—. Creo que fui el único al que se lo dijo.
Santiago desenvainó su cuchillo y se acercó.
—Y no conocerás su paradero, ¿verdad?
—No. Me pidió que la acompañara, pero rehusé.
—Y aun así no me avisaste —dijo Santiago.
Pasó la hoja metálica con suavidad por el cuello de Tecolotl y la deslizó sobre su pecho, cuidando de rasgar sólo el ixtle que lo cubría. De soslayo, vio el reflejo del temor en el mayor de sus hijos y de pronto tuvo la certeza de que estaban advertidos de aquello. Arraigado en las viejas costumbres, el noble sabía lo que significaba traicionar al tlatoani. Lo escrutó y entonces descubrió una mirada serena que le devolvió a otros tiempos. Era la expresión de la aceptación, pero no de la muerte inminente, sino de un destino superior. La había visto en lo alto de los templos, cuando el guerrero apresado sabía que con su sacrificio marcharía con Huitzilopochtli, acompañando al sol del amanecer hasta el cenit. «No le daré esa satisfacción», se dijo Santiago. Su muerte serviría al señor de Acolman, no a Ameyali. Sonrió, y sin dejar de mirarle a los ojos, le clavó el cuchillo en un costado. Tecolotl no gritó, aunque el dolor hizo que sus piernas cedieran. Pero Gabriel lo sostuvo, y Santiago deslizó con facilidad la hoja por el vientre, abriendo una herida por la que no tardaron en asomar las tripas. El cihuacóatl le sostuvo la mirada, aunque su cara estaba contraída en una mueca que luchaba por mantener la dignidad.
—¿Me oyes? —le musitó.
Tecolotl irguió levemente la cabeza y miró a sus hijos. Santiago entonces se volvió hacia ellos. Permanecían sentados, con la espalda erguida, las manos entrelazadas y la mirada perdida.
—Si no queréis que vuestras esposas y vuestros hijos acaben de igual modo ante vuestros propios ojos, ya podéis salir de aldea en aldea y encontrar a Ameyali y a mi hijo.
Luego miró por última vez a Tecolotl. El terror había aflorado a su rostro agonizante.
—Suéltalo ya —ordenó a Gabriel.
Se volvió y se alejó rápidamente para no oír los alaridos que llenaron la habitación.