XXXVII

Acolman, año de Nuestro Señor de 1535

Huemac se había quejado durante la cena. Decía que le dolía todo el cuerpo, y mientras Yaretzi preparaba el jugo de unas pencas de maguey asadas para aliviar su impreciso malestar, lo acompañé a su dormitorio. La lluvia había cesado al atardecer, y atravesamos el patio iluminado por la luna llena, que anunciaba la noche en que honraríamos a la diosa Toci. Subimos las escaleras hacia el piso superior y en el pasillo en penumbra pude distinguir cómo Gabriel se deslizaba hacia su estancia.

Hacía poco más de diez días que Santiago se había marchado con su esposa. «Yo cumplo mis promesas», fue lo único que me dijo. No dejó espacio para ninguna discusión, y por ello, aunque la rápida marcha de Rosario fuera una declaración de la voluntad de Zolin por devolver las cosas a su sitio, mis sentimientos sólo podían reflejar la enorme distancia que me separaba de él. Y en medio sólo estaba Gabriel, cuya única misión, al parecer, era vigilarme entre las sombras. Pero su acecho me sirvió de algo: cuando regresara Santiago, sería yo la que no dejaría espacio a la discusión, él tendría lo que quería, las cosas en su sitio, y así quizá me quitaría de encima al esclavo para poder obrar sin tomar las precauciones a las que ahora me veía obligada. «La traición será tu protección», me advirtieron una vez, y debía aceptar que había estado ciega a la dimensión que en verdad esta representaba.

Entramos en la habitación y Huemac se dejó caer sobre la estera que recubría su lecho de arena. A pesar de que el dormitorio contaba con una cama castellana, el niño nunca la usaba. Enseguida oí que rascaban la puerta y la abrí para dejar pasar a Kolo, que se recostó al lado de su pequeño dueño. Huemac levantó la mano temblorosa para acariciarle la cabeza, pero la dejó caer falto de fuerzas. Tomé un manto y lo arropé, aunque él intentó quitárselo de encima:

—No, mamá, tengo calor —gimió con ojos llorosos.

«Hacía un momento no los tenía así», pensé. Y me senté a su lado para acariciarle la frente. Enseguida noté que su piel estaba demasiado caliente. Pero no tenía nada más, ni tos, ni náuseas, nada. Quizás el malestar de mi hijo era una advertencia que los dioses me hacían a mí, y no a él. El pequeño se volvió y apoyó la cabeza en mi muslo, adormecido. «Me quedo, Yaretzi tendrá que ir con Jonás».

La puerta se abrió y entró la antigua esclava con dos cuencos. Me tendió uno mientras yo le decía:

—No creo que las pencas sirvan de mucho.

—¿Tiene fiebre? —preguntó Yaretzi. Asentí y ella añadió—: Intenta darle el jugo. Ahora le subo un poco de iztacpactli.

—¿Y ese otro cuenco?

—Es para adormecer a Gabriel. Aguarda un poco hasta que le haga efecto. Es mejor darle algo, ya que no hemos podido salir según el plan.

—No voy a ir, Yaretzi —anuncié con rotundidad mientras intentaba despabilar a Huemac—. Venga, hijo, toma, bebe un poco.

El niño se incorporó, apoyado sobre mí, y obedeció mientras Yaretzi exclamaba:

—¿Cómo que no? Jonás te espera, fuera, en la puerta de atrás. Tecolotl ya se ha ido, y el resto han salido como pediste, todos evitando los alrededores de palacio. Yo me quedaré con Huemac.

—Imposible. Tú eres mi maestra. Todo lo que sé de plantas, te lo debo y Toci es quien rige esos conocimientos. Debes ir tú —afirmé con un suspiro—. Además, temo que su enfermedad sea una advertencia de los malos espíritus para mí. Al fin y al cabo, soy la madre.

—¿Y por qué no te han atacado a ti? Es posible que sean todo lo contrario. Tú lo has dicho, Toci es patrona de médicas, yerberas y parteras. Ve al templo y busca una repuesta. Sin ti no tiene sentido la ceremonia de hoy, te necesitan: eres la sacerdotisa que los ha llamado.

La estación de lluvias empezaba a ceder, pero aun así el cielo violáceo anunciaba una noche demasiado clara para la época y a Santiago Zolin le perturbaba la dominante presencia de la luna llena. El silencio cubría el camino e incluso los cascos de su montura al galope sonaban amortiguados sobre el barro fresco. Cubierto con una recia capa, cabalgaba solitario, con la mirada perdida en la espesura de nopales que bordeaban su paso. Le parecía que las nubes que debían poblar aquel anochecer lánguido estaban todas en su cabeza. Debía admitir que Rosario le había sorprendido y su propuesta inquietaba su mente, entre el agradecimiento, el miedo y la duda.

Llevar a Hipólito a México para criarlo como su heredero, entre la escuela cristiana y su casa; verlo cada día… Sin duda, le resultaba una idea tentadora, que le llenaba el corazón de una ilusión que, de pronto, en aquel camino espinoso, descubría que había dejado olvidada en algún rincón de su pasado. Rosario, lejos de denunciarle por concubinato, le había conmovido con su generosidad y su amor incondicional. Pero ¿cómo llevarse a Hipólito de Acolman sin que Ameyali le odiara por ello? Si no conociera a Rosario, sospecharía que su propuesta formaba parte de un perverso plan para hacerle elegir. Pero la conocía, sabía de la misericordia y la candidez que inundaban su corazón, y entendía que si se sentía atrapado a la hora de tomar una decisión era a causa de sus propios sentimientos. Criar a Hipólito en la escuela cristiana le aseguraría una buena posición, pero ¿cómo hacer entender a Ameyali que era lo mejor para su hijo? Temía que incluso el mero hecho de intentar convencerla afectara a su relación, y el miedo a perderla le hizo espolear el caballo, como si con la carrera pudiera dejar atrás su desasosiego.

Quetzalcóatl, el dios del viento, había levantado una suave brisa que mantenía alejadas las nubes. La luna llena parecía señalar con su luz la imagen de Toci, que aguardaba, impertérrita, a la puerta de la cueva. Otrora hubiera sido una mujer real, dispuesta a entregar su vida para alimentar con su sangre a la diosa. Pero a las afueras de Teotihuacán, bajo la mirada de Coyolxauhqui, la diosa terrestre era una figura de pasta de amaranto que exhibía su rodela en un brazo y alzaba el otro para mostrar la escoba de zacate que barría el camino de los dioses para que nos brindaran cosechas, agua y bienestar. La misma fe que tuvieron nuestros antepasados nos regía, aunque en sólo una noche representaríamos un rito que debería de haber durado días.

Permanecía agazapada tras un arbusto, junto con otras mujeres, a la espera de desempeñar nuestro papel especial en aquella ceremonia. Pero desde donde estaba me complacía observar a los asistentes, procedentes de todas las ciudades donde cantamos con el coro. Todos aguardaban en silencio. De pronto, un sonido parecido al de un timbal espantó a las aves del bosque, y de entre los árboles aparecieron cuatro hileras de jóvenes mozos. Sus voces imitaban el sonido del tambor, sus pies seguían el ritmo, y en sus manos llevaban cempasúchiles, que alzaban y bajaban siguiendo un movimiento ondulado. Al llegar a la puerta, se dispusieron entre los presentes, con las manos entrelazadas a la altura de sus vientres, quietos, sin dejar de imitar al tambor. Entonces me volví hacia mis compañeras y susurré:

—¡Ahora!

Como si mi orden hubiera surcado el bosque, de la arboleda entera surgieron en un estallido gritos de guerra que acallaron a los mozos. Me puse en pie, como las demás, y saltamos hacia el pequeño claro donde nos enfrentaríamos con el otro bando. Ceñidas con calabazuelas a la cintura llenas de tabaco, dos escuadrones de mujeres nos enzarzamos en una pelea ritual, frente a la diosa. Luego las parteras y algunas que sabíamos de hierbas curativas alzamos la imagen de Toci y, a falta de mercado por donde pasearla, dimos una vuelta en procesión entre los árboles. Tras la rodela había hecho esconder un saquillo de harina de maíz, lo tomé para repartir su contenido entre mis compañeras y la esparcimos por la tierra, como antaño hubieran hecho los sacerdotes de Chicomecóatl, diosa del maíz.

Introdujimos la imagen en la cueva y la depositamos en su altar. Mientras aguardaba a los que entraban, me despojé de la blusa y me toqué el cabello con una corona de flores. Mi torso desnudo dejaba al descubierto la cicatriz de mi seno, en recuerdo de los sacerdotes que habían perecido intentando recuperar nuestros ritos.

A medida que los fieles entraban, llenaron el altar de ofrendas de flores, y su aroma vencía al ocote de las antorchas. Con la cueva a rebosar, elevé mi voz en un canto de agradecimiento a Toci y luego corté el cuello de la figura y abrí su cuerpo; del interior surgió la imagen desnuda de su hijo Centéotl. El tambor sonó y los representantes de las diferentes comunidades allí reunidas se acercaron al dios del maíz y le vistieron con sus ofrendas: blusa con un fino dibujo de una poderosa águila y plumas de la misma ave para la cabeza y los pies, y acabaron coloreando su cara de rojo. Mientras observaba aquellos rostros, entregados todos, muchos desconocidos, Martí apareció en mi mente, pero no lo desterré como en otras ocasiones. No había derrota en haber elegido volver junto a mi esposo. Aquella era la prueba, y pensé que me hubiera gustado que Martí lo viera, porque quería creer que lo habría entendido. Al cabo, tomé una escoba de zacate y yo misma bendije la figura de Centéotl, convencida de que, aunque mi hijo había enfermado, la diosa Toci lo protegía como lo hacía con el suyo. Salimos de nuevo en procesión, dejando las imágenes resguardadas en el templo, y fuera nuestras voces se elevaron de nuevo en un canto. Entonces repetimos unidos las danzas con las que los mozos habían iniciado el rito. Esperanzados y pletóricos, el baile se alejó del rito, tomó su propia forma y se convirtió en la expresión de nuestro gozo de estar juntos.

Al acabar, se repitió nuestro pequeño ceremonial de despedida, pero en muchos percibí una melancolía más acentuada que en anteriores ocasiones. No sabíamos cuándo volveríamos a reunirnos de aquel modo. Lo único seguro era el retorno a los campos y a las cadencias melancólicas de los ritos extranjeros. Cuando los últimos despedían a Jonás, reconocido por su papel al frente del coro, me senté en una roca frente a la cueva, con la mirada en el cielo que me dejaban entrever los árboles. Profundamente agradecida, por fin creía entender por qué me habían señalado los dioses como sacerdotisa de la luna: ella nos había alumbrado en nuestra plenitud. Sentía que Coyolxauhqui entera protegía al pueblo derrotado para que se mostrara como ella, sin temor.

—Ya se han ido todos —me interrumpió Jonás, de pronto a mi lado. La brisa removía sus cabellos—. Voy a apagar las antorchas del templo. ¿Me esperas aquí?

—No, te espero ante el altar de Quetzalcóatl. Quiero darle las gracias por mantener las nubes alejadas para que la luna luciera esta noche.

Jonás me tendió la mano para ayudarme a levantarme y entramos en la pequeña cueva, baja y redondeada. Mientras él se adentraba por el angosto pasillo que daba al templo, yo me arrodillé ante el altar. Me quité la corona de flores que había tocado mi cabello durante la ceremonia para dejársela como ofrenda al dios. Bajo el altar siempre había un incensario con copal. Lo quemé, y mientras su fragancia inundaba la cueva, me asaltó la sensación de una respiración a mi espalda. Con un vuelco del corazón, me volví, pero la cueva estaba completamente vacía. Desde el pasillo que llevaba al templo llegaba un resplandor que se iba agrandando, y pronto apareció Jonás portando una antorcha, pero su rostro desencajado aún me asustó más.

—¿Qué sucede?

—El sacerdote de Teotihuacán te aguarda en el templo.

Me extrañó, pues no lo había visto durante la ceremonia.

—¿Te ha dicho algo, Jonás? Pareces…

—Me he asustado, ¿qué quieres? No lo esperaba —dijo tendiéndome la antorcha—. Creo que es mejor que te espere fuera.

Tomé la antorcha y me dirigí al angosto pasillo. Cuando accedí al templo, sentí que el frío me erizaba la piel del torso desnudo. Pero aun así avancé con paso seguro hacia el sacerdote, sentado bajo el altar. Su nariz aguileña le dotaba de cierta fiereza atenuada por la emoción con que miraba las pinturas de las paredes, como si se reencontrara con los dioses. Dejé la antorcha en un soporte de la pared y me senté a su lado. El contacto con la fría piedra me hizo tiritar y el sacerdote se desprendió de su manto para ofrecérmelo.

—Gracias —dije poniéndomelo sobre los hombros.

—Ha sido una ceremonia casi como las de antes —comentó—. He estado observando. Pero hasta hoy no me estaba permitido entrar en este lugar. La esencia de los dioses se respira aquí.

—¿El nigromante?

—Un ser inquietante, ¿verdad? —sonrió frotándose las manos—. Me dijo que mi misión te ayudaría, pero no lo entiendo. Según él, yo debía proteger a los míos; me dijo que lo haría si conseguía plantar la semilla de los dioses antiguos en los nuevos.

—¿Y los cantos a Chicomecóatl? Los oímos en los campos, no lejos de aquí. Y la cabecera de Teotihuacán es la ciudad más cercana.

—No eran de mi gente, te lo aseguro. Las antiguas costumbres no pueden quedar relegadas así como así, y en las aldeas no siempre hay frailes vigilantes. ¿Viste nuestra iglesia? Esos santos son nuestros dioses ahora.

—¡Pero eso es entregarse a la nueva religión! —exclamé incrédula.

El anciano se encogió de hombros.

—Es una manera de verlo —dijo—. ¿Has oído hablar de la Virgen de Guadalupe?

—Sí, ¿cómo no? Se le apareció hace tres años a un texcocano entregado al cristianismo.

—Pero qué casualidad que fuera en el monte Tepeyac, donde estaba el templo a la diosa Coatlicue. Dicen que el texcocano fue llamado por el canto de un trogón.

Me sobrecogió oír el nombre de aquel pájaro. A mí también se me apareció, pero para mostrarme el tocado de Xochiquetzal y señalarme la entrada al Mictlán y al templo.

—¿Y no es como si nos robaran? —pregunté con cierta indignación—. Ahora van en peregrinación al cerro para ver a la Virgen, y no a Coatlicue.

—¿Estás segura? Es cierto que a los frailes les conviene, tienen una ermita allí, y muchos acuden en peregrinación. Pero la llaman Tonantzin. Se les dice a los frailes que quiere decir Nuestra Madre, y ellos quedan satisfechos, porque la Virgen es madre de Dios. Pero tú, yo y los que usan el nombre sabemos de quién hablamos.

Me arrebujé con la capa, confundida. Si su misión podía ayudarme, ¿cuál era la mía? ¿Dejar aquel templo, los festivales, las antiguas costumbres?

—¡No! —me respondí en voz alta—. Sabemos de quién hablamos ahora, pero ¿y dentro de un tiempo? Diez años después de la caída de Tenochtitlán, los nahuas ya veneran vírgenes y llevan a nuestros niños a las escuelas cristianas; ahora esto sólo ocurre en Tenochtitlán y Texcoco, pero ¿cuánto tardará en que pase en más lugares? Y cuando eso suceda y los nuestros olviden hasta su lengua, ¿quién dirá a los que vayan a Tepeyac quién es en verdad esa virgen María, o que las hojas de maíz del santo de tu iglesia representan a Centéotl?

—Venir aquí es arriesgado, sacerdotisa. Lo que hoy has hecho es… Ha sido maravilloso. ¡Me ha traído tantos recuerdos! Pero te juegas tu vida y la de los demás. Y si eso ocurre, entonces no quedará nadie que pueda traspasar los conocimientos antiguos. Creo que ya he entendido por qué te esperaba.

—¿Para hablar como si tuvieras miedo de que se acelere nuestra derrota? —pregunté con amargura.

—No —respondió mientras me acariciaba el cabello—. No había entendido lo importante que es hablar a todo el que quiera escuchar. Eres tan sabia como me dijeron. Y ahora sé que en el templo de Coyolxauhqui tenemos refugio.

Abrí los labios para objetar: «¿Sabia? ¿Acaso te he hecho aceptar a la diosa de la derrota? No, este templo no es de ella, sino de todos los dioses. ¡De todos!». Pero no tuve tiempo de expresar mis pensamientos, pues por la entrada irrumpió Jonás.

—Debemos marcharnos —dijo alarmado.

—¿Qué pasa? —pregunté poniéndome en pie.

—No lo he llegado a ver, pero alguien ha estado merodeando por la entrada de Quetzalcóatl. ¡Han profanado el altar!

Miré al anciano sacerdote.

—Id. Yo apagaré las antorchas y barraré la entrada —anunció.

—Le ayudaremos —sentenció Jonás.

—No, llévatela. Aún no es tu momento, aunque temo que se avecina.

Me agaché delante del sacerdote y le bese en una mano. Luego fui hacia Jonás y salimos por la angosta entrada, sin antorchas.

Entré en el jardín trasero de palacio con el alba. Permanecía silencioso, y la luz pálida del amanecer difuminaba los colores de las flores, tiñéndolas de un aire melancólico. «Es mi estado de ánimo», me dije. Me dirigí a mis aposentos, me desprendí de mi capa verdosa y la guardé. Me puse ropa limpia y subí al piso superior.

La puerta del dormitorio de Gabriel permanecía cerrada. Un escalofrío me recorrió al ver que Kolo se acercaba a mí por el pasillo. «¿Qué hace fuera del cuarto? ¿Acaso el niño está peor?», me alarmé. Aun así, continué con sigilo hasta la habitación de mi pequeño, y despacio, con cuidado, abrí la puerta. Unos murmullos en el interior quedaron interrumpidos, y hasta mí llegó la profunda respiración rítmica de Huemac, pero no estaba donde yo lo había dejado, sino sobre la cama. Un hombre lo velaba sentado en una silla; sobre el pecho de mi hijo descansaba su cruz de san Antón. Santiago se puso en pie y vino a mí a grandes pasos. Sin que tuviera tiempo de reaccionar, me agarró y me sacó de la estancia.

—¿Dónde has estado? —escupió entre dientes.

La penumbra no me permitía verle la cara, sólo sentía su rabia apretando con fuerza mi brazo. No esperó respuesta y me arrastró a la habitación que quedaba enfrente.

La luz grisácea que entraba a raudales por las ventanas iluminaba una mesa y una enorme cama. Santiago me soltó, me dio la espalda y se alejó. Yo me sentía aturdida, incapaz de pensar en una respuesta que darle. Entonces se volvió, con el rostro enrojecido por la furia. En sus manos llevaba el incensario del altar de Quetzalcóatl y restos de la corona que poco antes yo le ofrendara.

—Gabriel sabe náhuatl —dijo—. Por eso lo dejé aquí.

Me sobrepuse al temor que me inspiraba su reacción. Ya lo sabía todo, mejor era afrontarlo.

—Nunca te lo he explicado, pero tampoco te he mentido —aseguré con un aplomo que me sorprendió; en verdad, sentía que me quitaba un peso de encima.

—Yo sólo sabía que en tu corazón seguías creyendo en los antiguos dioses. No aceptas que están derrotados —dijo bajando la mirada, con los hombros vencidos y decepción en la voz. Pero de pronto se irguió y me miró con frialdad—. Nunca creí que utilizarías tu posición para hacer esto. —Agitó el incensario con la corona y gritó—: ¿Acaso me tomas por estúpido?

Entonces lo lanzó con furia hacia mí. El incensario se estrelló contra la puerta cerrada, pero no me dejé atemorizar. Su rabia también era la mía. ¿Me tomaba él a mí por tonta?

—¿Acaso no me has utilizado tú como lo hizo tu hermano? —respondí, tajante pero sin gritar.

Él vino hacia mí en dos zancadas y me golpeó en la cara. El dolor hizo asomar lágrimas a mis ojos, pero me mantuve erguida mientras él exclamaba:

—¡Yo soy tu esposo!

Sonreí con amargura.

—No, lo fuiste quizá. Pero me has convertido en tu concubina y lo sabes desde hace mucho.

Vi que apretaba los puños y temí que me golpeara de nuevo, pero no aparté mis ojos de los suyos. «¡Ya está todo roto! ¿Qué más da que me vuelva a golpear?». Sin embargo, él se giró, se alejó de mí y descargó su puño sobre la mesa. Entonces, sin mirarme, dijo:

—Jamás pensé que me vería obligado a tomar esta decisión. Yo quería darte una oportunidad, pero… —Sacudió los hombros y se volvió. Se apoyó en la mesa, cruzó los brazos sobre su pecho y añadió—: Si te quieres jugar la vida, es cosa tuya, pero no pondrás en peligro a mi hijo. Me lo llevaré en cuanto mejore, y tú serás una buena esposa mexica si quieres volver a verlo.

El terror entonces se apoderó de mi alma e hizo temblar mi cuerpo.