Ciudad de México, año de Nuestro Señor de 1535
Las nubes se arremolinaban en el cielo y tornaban las calmas aguas del lago de un color gris que se le antojó frío y amenazante. El carruaje traqueteaba por el camino embarrado, y las lluvias de días pasados habían dejado charcos cuya profundidad percibían los pasajeros con violentas sacudidas. La sombra de la Ciudad de México ya se distinguía al mirar por la ventana, con la parte alta de las atalayas perdida entre una neblina inquietante. Y Santiago Zolin no podía evitar arrepentirse de su decisión. Si hubieran vuelto atravesando el lago de Texcoco, ya estarían en casa. «Podría haber embarcado y devuelto el carruaje por tierra», se dijo controlando el malestar que le causaba el incómodo recorrido. Porque además de su desacertada decisión de presentarse en Acolman, Rosario había aceptado el carruaje de doña Mariana, casada con un corregidor que había sido alcalde de México. No podían regresar con presteza y ser vistos sin el carruaje.
Rosario permanecía en silencio con la mirada perdida en los maizales. Apenas tenía el rostro enrojecido por el bofetón que le propinara Santiago. Era una mujer fuerte y orgullosa, que en ningún momento se quejó del daño que le había hecho. Él no se arrepentía de haberle pegado, debía ponerla en su sitio, no podía permitir que su propia esposa le tratara de esa manera. Pero sí se arrepentía de haber obrado guiado por los sentimientos, y no por la razón. Y de ello sólo él tenía la culpa. Con los años, había llegado a estimar a Rosario, su actitud habitualmente solícita, su adoración; pero a Ameyali la amaba de tal manera que si sentía amenazada su relación podía llegar a comportarse de forma irracional.
No se le escapaba que aquella marcha de Acolman era precipitada. De haberse quedado unos días, podría haber convencido a Rosario de que actuaba con Ameyali por caridad, dándole sustento y cobijo en palacio por piedad hacia la madre de su hijo. La hubiera convencido de que su papel en palacio era el de una criada, y sabía que fray Rodrigo habría atestiguado que así era, pues él estaba convencido de ello. Pero Ameyali no hubiera aceptado esta situación: una cosa era hacerlo ante un sacerdote del dios extranjero, otra ante lo que para ella era una esposa secundaria. Y aun sacando a Rosario de Acolman, la mirada de fuego que le dirigió Ameyali le hacía dudar de que pudiera devolver las cosas a su sitio cuando regresara.
Y, además, había dejado al descubierto ante Rosario una intimidad que para ella era un pecado y una traición. Si le denunciaba, posiblemente lo haría ante su confesor, fray Antonio, y aún recordaba su cólera cuando lo sorprendió con Ameyali, según él, amancebado. «Gracias a Dios, dejaste a esa india que te arrastraba al pecado y encontraste tu camino», le había dicho a menudo. Santiago era consciente de que una denuncia podía arrastrarle a él, a Ameyali e incluso a su hijo. Entonces recordó la reacción de Rosario cuando vio a Hipólito. Habitualmente fogosa, e incluso voraz, le acarició con una ternura que no se prodigaba entre ambos, y lo aceptó, aceptó a su pequeño. «Quizá pueda arreglarlo —se dijo—. En verdad me quiere mucho».
La lluvia empezó a repiquetear sobre el tejado del carruaje, arrítmica y constante. Santiago tomó la mano de Rosario con suavidad, pero la mujer lo miró con furia y la apartó a la vez que giraba la cara hacia el áspero paisaje.
—¿Volverás en cuanto me dejes? ¿Volverás con ella? —escupió dolida.
—¿Me denunciarás? —preguntó él con suavidad.
—Soy tu esposa. Pensé que te complacía, que no necesitabas a otra.
—Tenía miedo, Rosario. —Volvió a tomar su mano. Esta vez ella no la retiró, pero tampoco lo miró—. Compréndeme. Yo sé, me han dicho… Has estado casada antes. No tienes niños, ni los has tenido. Yo no quería ofenderte; temía herirte si te decía que tenía un hijo de otra.
Rosario se volvió hacia él, con los ojos nublados.
—No me ofende que tengas un hijo. Me… Se parece tanto a ti. ¡Claro que me hubiera gustado ser yo quien te lo diera! —Se interrumpió para reprimir un sollozo, tomó aire y continuó con voz de hierro—: Lo que me ofende es que te acuestes con su madre. ¡Una india!
Santiago contuvo la rabia que le generaba ese desprecio. Debía apartar a Ameyali de todo eso.
—Olvídala. Tú eres mi esposa. No volverá a suceder, te lo prometo.
Rosario sonrió con amargura.
—¿Y quieres que te crea, cuando me has estado engañando todos estos años? ¡Deshazte de ella!
—¿Cómo va a perdonar Dios que me deshaga de la madre de mi hijo? No puedo hacer otra cosa que la que te prometo.
—Entonces, ¿me dejarás acompañarte cada vez que vayas a Acolman?
—No es sitio para ti. ¿Acaso no lo has visto?
—¡El palacio es perfecto, hermoso! ¿O no me dejas ir porque te avergüenzas de vivir allí como un indio?
Santiago cerró los puños y se giró hacia la ventanilla.
—Soy tu esposo y señor. Acatarás lo que te digo.
—Se lo diré a fray Antonio.
La rabia se hizo un nudo con el miedo y se volvió con brusquedad. El puño se alzaba solo, pero una brizna de razón le impulsó a detenerlo. Agarró a Rosario por la muñeca y apretó con fuerza mientras escupía entre dientes:
—Muy bien, te quedarás viuda, y encima todas esas damas como doña Mariana se reirán de ti, y provocarás la vergüenza de tu cuñado y tu hermana, que te vendieron a un indio como una vulgar fulana. ¡Hazlo! ¡Recibirás tu castigo por desobedecer a tu esposo!
El atardecer teñía de colores violáceos su tupido manto de nubes. El sol intentaba abrirse camino entre ellas, y un haz parecía romper su espesor ante el palacio de Mariana y don Cristóbal, pero tras él una neblina tamizaba sus efectos y apenas se divisaba la silueta de las atalayas a través de la ventana. La chimenea crepitaba y caldeaba la alcoba, mientras Martí permanecía recostado sobre el cabezal de la cama. La sábana apenas le cubría medio cuerpo, y respiraba al compás de su propia satisfacción. Don Cristóbal no había recuperado todo su brío, pero ya podía salir de palacio, por lo que él tenía vía libre para reanudar sus encuentros con Mariana. Así que, en lugar de limitarse a desahogos breves y precipitados, había podido disfrutar de ella y sabía que la había hecho disfrutar.
Con la agilidad de una muchacha, la mujer se levantó de la cama y, completamente desnuda, se dirigió hacia la mesa que empleaba como tocador. Había una jarra de vino aderezado con canela, y ella lo sirvió en una única copa. Luego se acercó al lecho y se sentó a su lado.
—Me han llegado rumores acerca de tu primo —dijo en tono jocoso mientras ofrecía vino a Martí.
Él lo rechazó con un gesto mientras respondía divertido:
—¿Ah, sí? —Galcerán siempre era muy discreto con su vida—. ¿De qué tipo?
Mariana se llevó la copa a los labios sin apartar la mirada de los ojos de su amante y luego respondió con un suspiro:
—Dicen que quiere unirse a la expedición de Hernán Cortés, aprovechando los barcos que le van a mandar de su astillero.
Martí cambió el semblante y le quitó la copa a Mariana para dar un buen trago. Si ella lo sabía era porque Galcerán estaba haciendo gestiones al respecto. Quizá ya había tomado una decisión, y lamentaba que no se lo hubiera comunicado.
—¿Lo sabías o no? —preguntó ella, incapaz de calibrar su reacción.
—Conocía sus intenciones, sí.
—Entonces no te está traicionando —concluyó Mariana en un intento de confirmar sus temores.
Martí apuró el vino, pero no respondió. «No, sólo me está decepcionando», pensó. Luego inclinó la copa sobre el pecho de la mujer e hizo caer una gota sobre su pezón.
—Está vacía y tengo sed —comentó mientras le lamía la gota derramada.
Ella sonrió y le arrebató la copa, aunque este gesto no dejaba de lado su preocupación por Martí. Pero sabía que no sacaría nada de él si no adoptaba su mismo tono desenfadado, por lo que se puso en pie y fue hacia la mesa mientras decía:
—Jamás te había visto hacer algo tan absurdo.
—No es la primera vez que bebo el vino en tu cuerpo. Me enseñaste tú, de hecho —dijo él malinterpretando adrede el sentido de la frase de Mariana.
Ella sonrió y se volvió para servir el vino.
—Te gusta escabullirte, ¿eh? Sabes que no hablo de eso. ¿Ponerte de parte de Cortés? Eso es lo absurdo. Hasta Ramírez de Fuenleal pidió que se le expulsara de la Nueva España apenas ocho meses después de llegar.
—¿Ves? Eso no lo sabía. Entonces no me llevaba tan bien con los miembros de la Real Audiencia —comentó Martí con la intención de que ella se animara a hablar sobre política—. He oído que tuvieron problemas cuando Cortés se instaló en Cuernavaca tras su regreso y no dejó entrar al visitador real en sus encomiendas. Pero no creía que hubieran llegado a tanto.
Mariana volvió a su lado y le dio la copa llena.
—Fue por un cúmulo de cosas. Ya sabes de sus quejas por el conteo de vasallos: él reclama que se cuenten veintitrés mil tributarios, y la Corona incluye a niños, mujeres e incluso esclavos, ninguno de los cuales tributa. En eso le daría la razón, pero no tiene perdón por negarse a entregar el diezmo. Es un presuntuoso.
—Tenía entendido que se lo quedaba porque le fue concedido por bula papal.
—Ya, pero don Carlos estaba en su derecho de revocar tal estupidez. Imagínate que todos los encomenderos hicieran lo mismo. No, Cortés no es buen aliado, excepto para hacer enemigos.
—Emocionante —respondió Martí, irónico.
Ella no dejaría el tema, volvería sobre Galcerán. Así que se lanzó a morder su cuello. Mariana estiró suavemente de sus rizos y le tomó la cara entre las manos. Conocía aquellas tácticas; él las utilizaba siempre que no quería hablar de algo, pero ella realmente creía que se estaba metiendo en un lío.
—No te escabullas.
—¿Quieres que te muerda en otra parte? —preguntó Martí arqueando una ceja.
Mariana ignoró su juego, aunque no le soltó.
—¿Por qué te pones contra la Corona? Y justo cuando ya ha nombrado a un virrey que la represente. No lo entiendo, de veras. Hasta ahora tus movimientos habían sido muy hábiles.
—¿Qué movimientos, Mariana? —se exasperó él recostándose en el cabezal de la cama.
—Los que has dado para ganarte un lugar de prestigio. Si no haces el tonto, puedes optar a lo que quieras, un corregimiento, un cargo en el cabildo…
Martí se molestó ante aquel comentario. No era la primera vez que le suponía movido por la ambición. En otras circunstancias, ella había cedido; sin embargo, aquel día se mostraba especialmente obstinada, por lo que respondió en un tono agrio:
—No lo hago por eso. Lo hago para poder trabajar tranquilo en lo que quiero. ¡Ya lo sabes!
—No te enfades —respondió Mariana acariciándole el pecho—. Es sólo que me preocupo por ti.
—Pues no te preocupes. Yo no voy a cambiar mi vida. Me gusta ser médico —aseveró, con la sensación de que empezaba a hartarle tener que repetirlo.
—Entonces, ¿por qué mandas a Galcerán con Cortés?
—Yo no le mando. Es un hombre libre.
Mariana lo escrutó, dubitativa. Le atraía el misterio que encerraba aquel joven y apuesto hombre, pero ignoraba sus intenciones, y a aquellas alturas, empezaba a pensar que quizá no confiaba en ella. «O eso, o me está diciendo la verdad: sólo quiere ser médico y no se da cuenta de las consecuencias de permitir que Galcerán haga lo que quiera», pensó. Cualquiera de las dos alternativas le desagradaba, por lo que su expresión se tornó adusta cuando le advirtió:
—Nadie te creerá, mi señor conde de Empúries. Él es tu primo, y sus decisiones te afectan. De hecho, pueden ponerte en contra a toda la Audiencia Real.
—No creo que lo que haga mi primo pueda afectarme.
—Aquí sí. En esta ciudad, las lealtades están estrechamente vigiladas.
Doña Mariana sirvió el chocolate humeante y se sentó en una silla frente a su invitada. Aquella bebida era de las pocas cosas de la Nueva España que agradaban a Rosario, pero aquel día sintió náuseas al oler el aroma a vainilla que desprendía. De hecho, no sabía cómo mirar a su anfitriona, y dejaba que su mirada vagara por los paisajes cubanos que decoraban las paredes del salón. Pero estos le recordaban su pasado, y le aterraba, ahora sí, la sensación de que su actual vida tomara los mismos derroteros que la habían llevado tiempo atrás a la vergüenza y al arrepentimiento.
Santiago no había aceptado enviar un criado a devolver el carruaje y la había obligado a ir en persona para agradecer a doña Mariana su generosidad. Pero su regreso era bochornosamente prematuro, y temía que las preguntas de la dama la obligaran a plantearse cuestiones que prefería ignorar. «Simplemente no me ama —se dijo—. Eso es lo que tengo que aceptar. Me he quedado sin armas».
Mariana observaba a Rosario, acurrucada en la silla como un perrillo asustado. Era obvio que en su viaje había sucedido algo que había nublado la candidez de aquella mujer y estaba dispuesta a averiguarlo. Admitía que era un puro entretenimiento malicioso, pero así dejaría durante un rato de pensar en Martí, pues su encuentro de aquella tarde le había dejado un mal sabor.
—No te gustó nada Acolman —aseveró en tono grave, mientras tomaba su cuenco de chocolate.
Rosario, cabizbaja, negó con la cabeza.
—Muchas cabeceras de encomienda son demasiado parecidas a los arrabales de México. Y no mejora en los corregimientos, excepto Texcoco, claro, y pocas ciudades más —continuó doña Mariana con una sonrisa. Se pasó la lengua por los labios para quitarse los restos de chocolate y añadió—: ¿Y tu esposo se ha quedado? Se nota que ha puesto orden. Está haciendo un gran negocio con el aguamiel.
—Ha regresado conmigo.
Mariana soltó una carcajada que a Rosario le pareció fuera de lugar y la hizo sentir incómoda.
—¿Recuerdas lo que te dije en la iglesia? —preguntó la dama, gratamente sorprendida por aquella mujer. Realmente, no esperaba que aprovechara su posición de dominio ante Santiago Zolin—. Un esposo a tu servicio. ¡Sí, señora! Eso es poner orden. He de confesarte que no me lo esperaba de ti; te creía entregada a él por completo. Pero si lo sé, te dejo el carruaje antes para que te lo traigas.
Rosario se reconoció a sí misma que ese había sido el problema, que no había ido antes, que se había dejado engañar con las atenciones y las carantoñas de Santiago, cegada por una pasión que creyó correspondida. Entonces las lágrimas brotaron, silenciosas e irreprimibles, aliviando su ceguera. «Es por mi culpa, he pecado», pensó. Sentía que, aún casada, se había dejado llevar por la lujuria, pues su vientre era yermo, y la intensidad de su deseo merecía castigo.
Mariana comprendió que había malinterpretado el regreso de Santiago con su esposa. Pero al contemplar a aquella mujer compungida, la compasión la llevó a arrodillarse frente a ella. Con suavidad, le puso la mano en la barbilla y le obligó a alzar el rostro. Al mirarla a los ojos, adivinó lo sucedido:
—No me digas más, querida. Tiene una amante.
Rosario rompió en llanto, con sonoros sollozos y espasmos que parecían agudizarse al intentar controlarlos, humillada y rota por dentro. Mariana le acarició el cabello hasta que consiguió calmarla. No le gustaba ver a una mujer herida de aquella manera, tan atrapada en su propia vulnerabilidad, cuando los hombres hacían lo que se les antojaba, a pesar de que en aquella relación el poder lo tenía ella.
—Tú tienes las de ganar —señaló con suavidad, sentándose frente a su invitada—. Bien has hecho que vuelva contigo, ¿no?
Rosario la miró, con una amarga sonrisa bajo su ancha nariz enrojecida.
—Creo que ha vuelto por ella —musitó—, por no contrariarla. Me tenía que sacar de allí, eso es todo.
—¿No has hecho valer tu posición? Sé que quieres que te ame, pero puedes usar tu poder como arma para conseguirlo.
—Sí, ¿y de qué me sirve? Le amenacé con denunciar que practicaba el concubinato, como los antiguos indios, pero se niega a deshacerse de ella. ¡Es la madre de su hijo!
Mariana se quedó sorprendida un instante. «¡Vaya! Claro que se esforzaba en parecer el perfecto cristiano. ¡Buena fachada! Y todos nos lo hemos tragado. A saber qué otros secretos tiene en Acolman», pensó mientras se le escapaba una sonora carcajada.
—Con hijo y todo. ¡Fantástico! —exclamó. Aquello podía favorecer a Rosario. Sólo dependía de una cuestión—: ¿Te ofende lo del niño?
—Lo tuvo antes de casarse conmigo. Eso puedo perdonarlo, pero no que siga acostándose con la india —aseveró Rosario con rabia.
A Mariana le parecía mucho más constructiva aquella actitud. Así que le aconsejó:
—No uses tu posición de manera frontal. Con los hombres eso no funciona.
—¿Y qué puedo hacer? —preguntó Rosario, implorando para sus adentros una alternativa a la que asir su esperanza.
Doña Mariana se acarició la barbilla y entornó los ojos, como si tuviera que pensar detenidamente, aunque la respuesta, para ella, era obvia. Entonces suspiró y habló despacio:
—Pídele que traiga a su hijo a estudiar a la escuela cristiana de México. No mientes a la mujer, ni mucho menos le pidas que se deshaga de ella. Tampoco dejes que se la traiga con el niño, claro. La idea es que vea que no sólo le perdonas que tenga un hijo de otra, sino que te preocupas por su futuro, pues lo aceptas como su heredero. Pero eso sólo podrá ocurrir si se cría como un cristiano aquí, con su padre, para que entre ambos lo introduzcáis en sociedad. Si le quita el niño a la india, o él perderá el interés en ella, o ella se sentirá traicionada. A ti te da igual, porque te la habrás quitado de encima, y con una buena obra que le hará apreciar tu enorme generosidad.
Con el rostro iluminado, Rosario se irguió resuelta. Atrás quedaban el desamparo y el sufrimiento. Ahora tenía un plan.